sábado, 18 de agosto de 2007

LA MUJER QUE YO OLVIDÉ

Había llegado ya con noche el día anterior después de una prolongada celebración, me acosté a las primeras horas de la mañana. Cuando me levanté era el alto medio día y la aldea dormía la siesta. No encontré en mi camino ni un alma que me molestara con sus preguntas, ni un perro que me ladrara. La tranquilidad era casi alarmante; no se oía un sólo pájaro cantar. Aún los árboles parecían dormitar un sueño de hojas quietas: no corría el menor soplo de brisa. Unos negros nubarrones descansaban, inmóviles, sobre los montes, como si también dormitasen una siesta de lluvia esperada, pues se notaba, en la tranquilidad de la tarde, ese nerviosismo que precede a las tormentas. Aquel día debiera ser el día más feliz de mi vida. Durante muchos años había yo soñado con el regreso a mi aldea natal, y aquel era el día que los sueños se hacían realidad. Sin embargo no me sentía feliz, en aquel tan esperado instante. Mis sueños estaban despertando a una desconcertante realidad, que antes de terminar la tarde, se convertirían en una pesadilla.
Mi cabeza sufría los efectos de la celebración y, por lo tanto, del alcohol; y probablemente también estaba sufriendo los efectos de un largo viaje: el trasplante rápido de una gran ciudad a una aldea. Esos podrían ser los motivos por los que yo estaba viendo todo tan viejo y descuidado. Mi aldea, que yo siempre la había recordado bonita como un jardín, la encontraba ahora en la negligencia, con varias casas abandonadas. Las huertas, cercas y vallados, caminos y veredas, habían sido dejados a la maleza, que todo lo cubría, como si se tratara de una aldea donde nadie había vivido allí desde mi ausencia. Yo culpaba a la emigración, por aquel estado de abandono, porque la emigración, a otras partes de Europa, había dejado a Galicia sin juventud.
Yo era de los que, mucho antes de esa emigración a Europa, habían marchado para lejos, de los que dejamos nuestra tierra casi con desprecio, con esa convicción de que la tierra no nos daba lo que nosotros, le dábamos con nuestro trabajo. Pero los que así marchamos nos encontramos con otros mundos muy diferentes, comparados con el escenario en que nos habíamos criado. Y una vez lejos, pensábamos que no había otra tierra como nuestra tierra; soñábamos con nuestras aldeas: con sus huertas, eras y corrales, donde los animales domésticos se mezclan unos con los otros en los corrales, como parte de la familia. Recordamos los bosques de castaños y robles, y los duros montes de pinos rumorosos. Recordamos los verdes prados, cubiertos de flores y de riachuelos salpicados, donde crecen los mimbres temblorosos y los sauces llorones; las acacias almidonadas y los fresnos azulados. Desde lejos las cosas se ven así de hermosas, como una urgencia que nos obliga a volver. pues allí me encontraba yo, de vuelta en mi tierra meiga, y deseaba, en aquel momento, nunca haber regresado. Porque las cosas o son como se sueñan y, a veces, es mejor conservar un sueño que despertar a una triste realidad. Yo pensaba que, con el regreso, encontraría mi pasado, pero aquel pasado ya no existía. Para entonces Galicia era otro mundo. La única satisfacción, de aquel primer encuentro con la realidad, era el no encontrarme con gente n mi camino, así no me avergonzaría de mis lágrimas; pues no pude contener el golpe de la realidad sin llorar. Sentía mi llanto caminar conmigo, como si no fuese mío, como si llorase un niño n mi camino. Y así deambulando de aquella manera, como si el subconsciente guiara mis pasos, llegué a una casa que yo le llamaba La Casa Del Bosque. En otros tiempos aquella casa había ido muy especial y querida para mí, y yo la había olvidado, borrado de mi memoria y de mis sueños. No me recordaba haber soñado jamás con aquel lugar... ¡Qué caprichosa puede ser nuestra memoria! Cosas triviales, de insignificante importancia, las había yo recordado siempre; pero aquella casa que una vez había ido tan querida, la había olvidado. a casa, como otras que ya quedaban en mi camino, también estaba abandonada. La maleza se elevaba abundante en torno a la vivienda: la hierba crecía viciosa en el corral. El tejado estaban muy adornado con una planta amiga de las tejas. La única osa que ya no crecía, lo más bonito de aquel rincón, era el bosque de castaños. Aquellos árboles eran los que le daban el nombre a la casa: La Casa del Bosque. Los castaños, cuando son grandes y muy viejos, tienden a mostrar sus entrañas, y así producen un efecto extraño, especialmente de noche a la luz de a luna. Muchos eran los pájaros amantes de aquellos árboles: pájaros carpinteros, urracas, mochuelos y lechuzas. Especialmente mochuelos y lechuzas, porque las cavernas de aquellos castaños e prestaban para sus viviendas. Ahora todos habían desaparecido: as aves y los añejos árboles. Tal vez esas aves, lechuzas y mochuelos, habían condenado los árboles a la suerte del hacha, porque en Galicia se consideraban aves de mal agüero. La creencia, muy arraigada, era de que esas aves anunciaban la muerte. Recordé, que los habitantes de la aldea le tenía un cierto respeto a los moradores de aquella casa, y pensé si ese respeto o se debería, precisamente, al ambiente tan peculiar que rodeaban la vivienda, con aquellos árboles centenarios, y sus ves agoreras. Pues, según las historias, que yo escuchaba cuando era un rapaz, en aquella casa habían vivido personas de un carácter singula, de poderes sobrenaturales. Se decía que, n un pasado lejano, habían vivían allí famosas brujas, meigas que, sin saber leer ni escribir, contaban historias del futuro, que después fueron realidad. En mis años de chaval, la vivienda era habitada por un viejo matrimonio con una hija de edad madura. El viejo murió cuando yo era muy joven; pero yo aún recuerdo la gracia que tenía en contar sus historias. La vieja murió poco antes de yo marcharme a Sudamericana. La vieja llevaba ciega muchos años, y yo la recuerdo andar por la aldea sin necesidad de sus ojos, como si supiese todos los caminos de memoria. Aquella mujer, siguiendo la tradición de sus antepasados, poseía ciertas cualidades para curar males de ojo y de diente; y era llamada para bendecir las quemaduras, y quitar la sombra de la luna a los niños; el mal de ojo a los animales, y otras ceremonias. Por aquello, la gente la trataba con un respeto; la llamaban cuando la necesitaban, y luego no querían otros tratos con ella. Creo que por esas razones, las dos mujeres, madre e hija, llevaban una vida un tanto apartada de la otra gente de la aldea. Sin embargo nosotros los chavales adorábamos aquella casa, porque aquellas personas eran muy pacientes con la gente joven. La casa nunca estaba fría, que si en algo eran generosos, era en hacer fuego. En aquel ambiente misterioso, las historias que nos contaban aquellos viejos, parecían más fantásticas y sabrosas, que las que nos contaban otros viejos en otro ambiente. Tenían los viejos Gallegos fama de buenos contadores de historias, tradición de los celtas, y los viejos de aquella casa, realmente sabían su negocio. La vieja podía contar las historias, tan bien como su viejo marido; de ese nos hemos dado cuenta más tarde cuando el viejo murió y ella cogió su sitio para contar las historias. Pero, mientras el viejo vivía, era él el que las contaba, y ella la que le ayudaba, recordándole pasajes que él dejaba sin mencionar, tal vez diciéndole:
-Te has olvidado de aquella parte donde el diablo apareció en forma de...
-Eso viene más tarde, mujer. Tú mira lo que haces y dejame a mí -le ordenaba el viejo.
Para no perder el tiempo, los dos hacían algún trabajo. El viejo pelaba patatas o castañas, lo que fuese, pero siempre con sus manos ocupadas. La vieja casi siempre hilaba. Lo hacía de memoria, veía sin ver. Si en el hilo quedaba un nudo o un grosor, escupía los dedos y lo suavizaba como si viese el defecto. Las historias que el viejo contaba, afirmaba ser historia verdaderas, percances que le habían pasado a gente de aquella casa. Algunas veces se formaba un argumento entre los dos viejos, y después se ponían de acuerdo y se reían. Creo que aquellas discusiones eran a propósito por darle realismo al cuento. A nosotros era fácil convencernos de que todas las historias eran verdaderas, porque habíamos sido criados en un ambiente de superstición. No había, entonces, los medios de comunicación que vendrían más tarde. Para entender mejor aquel ambiente, y las historias que nuestros tiernos meollos tenían que digerir, seria menester conocer cómo eran aquellas casas gallegas; digo como eran, porque ahora aquel tipo de vivienda se va perdiendo. Las viejas casas las abandonan y las nuevas son construidas sin tradición. La televisión reemplaza las historias, y la bombona de butano ha reemplazando la leña de pino y de tojo. Las viejas casas tenían un lar, una base de granito, de unos dos metros por dos, con bancos a uno y otro lado, y el fuego en el medio. La gente se sentaba en aquellos bancos alrededor del fuego. Al fondo de aquel lar, estaba el horno barrigudo de cocer el pan. Una inmensa gambota, apoyada en una columna, cubría el lar, terminando en una cavernosa chimenea. Un travesaño cruzaba la chimenea y en él colgaba una cadena de grandes eslabones “garmalleira” de la cual se enganchaban los potes negros y barrigudos, que hoy día hacen de macetas delante de los portales. También allí se ahumaban los jamones y los chorizos, en tiempos de matanza. En ese escenario, en noches largas de invierno, era donde se contaban los cuentos. Galicia era, entonces, la tierra meiga, tierra de brujas, demonios y otros hechizos. Pues los caminos hondos, barrosos y oscuros, estaban sembrados de diablos de toda clase y pelaje, haciendo siempre de las suyas, como decía la gente. Después estaba la ­Santa Compaña, leyenda de los difuntos que iban alumbrando de cementerio en cementerio y que podían arrastrar a cualquier viviente con ellos. En aquel supersticioso escenario, mientras los mayores contaban cuentos de esa naturaleza, casi siempre las polillas, o mariposas nocturnas, danzaban alrededor de la llama del candil, haciendo temblar la llama. Entonces las sombras también danzaban en las paredes como si de fantasmas se tratara. En la chimenea de esta misteriosa casa, que ahora me concierne, a veces se posaban un mochuelo, o una lechuza, y justo cuando la historia estaba en lo más emocionante, echaban un grito chimenea abajo y, con la sorpresa, nuestro cabello dejaba la cabeza por unos instantes. Los viejos, acostumbrados como estaban, a los rechillidos de aquellas aves, se reían de nuestro susto. Entonces hacían una pausa, para darnos tiempo a recobrarnos del susto, y después continuaban. Todos esos recuerdos, y muchos otros, se despertaron en mi memoria, al encontrarme con aquella casa olvidada.
Esos recuerdos serían suficiente razón para no olvidar nunca aquella casa. Pero la razón, por la cual aquella vivienda había sido tan querida para mí, era otra aún más cerca de mi corazón: la hija de aquel viejo matrimonio. Aquella mujer había sido algo así como mi primer amor. Era pequeña, un poco gordita y muy blanca. Sería aquello lo que la hacía tan joven; pues, como ya queda dicho, era una mujer madura cuando yo todavía era un chaval. El tal matrimonio habían tenido aquella hija un poco tarde. Mi cariño por aquella mujer, creo que se debía a la forma que ella me trataba. Ahora, mirando hacia atrás me doy cuenta que la vida en la aldea era dura. Los jovencitos teníamos que trabajar desde muy temprana edad, y no recibíamos ninguna recompensa por nuestro trabajo. Ni dinero, ni gracias, ni jamás un beso. Pero si recibían leña por cualquier motivo: Leña en casa y leña en la escuela. Después quién las pagaban eran los perros, los gatos y los pájaros; pues los chavales, como para desahogarse, andaban a pedradas con todos. Los jóvenes, al no conocer otra clase de vida, pensábamos que así tenían que ser las cosas. Por eso, cuando aquella mujer me hacía algún regalo, o me daba un beso, yo me sentía inmensamente feliz, y así fue creciendo mi amor por la mujer. Creo que su cariño era maternal, pues la mujer veía en mí al hijo que nunca había tenido y le hubiera gustado tener. Eso pensé yo al llegar a Sudamérica, pues allí me enteré del porque aquella mujer, tan bonita y buena, se había quedado soltera. En sus años de jovencita, había tenido un novio, que había sido el único hombre en su vida, del que estuvo muy enamorada. Ese novio emigró a Sudamérica, con la intención de que ella lo seguiría más tarde. Ella no tenía el corazón de abandonar a su madre, ciega y vieja como estaba. Él esperó por ella muchos años, pero la vieja, como un portal que rechina pero que nunca cae, así ella se aferró a la vida como si quisiera prevenir, con su longevidad, que su hija abandonara aquella casa. Mientras tanto, las cartas de aquel novio se fueron haciendo más escasas, hasta que el cartero dejó de llamar. Solo entonces la vieja se murió, y su hija nunca siguió a su amante, como se lo había prometido. Yo conocí en Sudamérica a ese hombre y, por la forma que me contó su historia, él aún le conservaba cariño, pero ya estaba casado y con hijos. Sin embargo ella nunca había tenido otro amor. Dedicó su vida a cuidar a sus padres, y después se quedo sola, en aquella casa grande y misteriosa al lado del bosque. Por mi parte, cuando la pubertad despertó en mí corazón la belleza y el deseo, veía yo en aquella mujer mi clase de amor ideal, la forma más perfecta de la belleza femenina; bueno, dentro de lo que mi corazón entendía como belleza y amor. Pero ya en aquellos tiernos años, y cuando su madre murió, sentía yo pena por aquella mujer tan bonita y agradable, viéndola vivir tan sola en aquella casa tan grande y misteriosa. Todos esos recuerdos, y otros ya mencionados, se despertaron en mí memoria, mientras observaba la casa abandonada. Me pregunté, entonces, cómo uno puede olvidarse de tan bonitos recuerdos, y recordar otras cosas triviales.
Decidí introducirme en la vivienda y ver cómo estaba el interior. Al cruzar el corral observé, en la choza, una pila de leña para el fuego, leña a la que nunca le había llegado la ocasión de ser quemada. La hierba en el corral, como ya mencioné dicho, crecía viciosa, al no ser trepada por ningún habitante. Las ventanas tenía celosías de madera, que estaban cerradas, pero la puerta estaba entreabierta, colgando pobremente, como un viejo encorvado, en las oxidadas bisagras. Al empujarla gruñó amenazadora, como si se tratara de un viejo perro guardando la entrada de la casa. Estaba oscuro adentro. Sólo por la gran chimenea bajaba una cierta claridad; y por entre las rendijas de la ventana del vertedero, entraban unos rayos de sol. Quise abrir las celosías, pero estaban atascadas por la humedad de la madera y el óxido de las bisagras. Al acostumbrarse la vista a la oscuridad, pude ver, con aquellos reflejos de luz mencionados, la silueta de algunos objetos. El candil de queroseno estaba colgado en la columna, al lado del crucifijo. Al observarlo pensé si aún tendría combustible, y traté de encenderlo con mi encendedor, pero no ardió. Entonces vi, con la llama del encendedor, que por los rincones reinaban las telas de araña. En medio de la cocina estaba la mesa de madera de pino, rodeada de cuatro banquetas de la misma madera, todos polvorientos. En las estanterías de la alacena, todavía quedaban algunos platos y otros objetos. En el vertedero descansaba la “sella” del agua y, en una de sus asas, aún colgaba el cucharón de porcelana. Quedé muy sorprendido por el estado de la vivienda. Parecía como si los habitantes hubieran echado a correr, asustados por un fantasma maligno, sin darles tiempo a recoger sus pertenencias. Potas y sartenes estaban colgadas en las paredes, debajo de la chimenea. En el lar había ceniza y tizones a medio quemar. Me senté en un banco del lar. Allí me quedé recordando cosas de otros tiempos. Cerré mis ojos para ver el fuego apagado arder. Me pareció, entonces, oír las cáscaras de pino estallar; sentir el aliento de la vieja, allí hilando su madeja, con la rueca en la cintura y el huso girando en la yema de sus dedos. Me pareció oír, en el piso de piedra, yendo y viniendo, los pasos sonoros de las zuecas de aquella mujer bonita que yo tanto admiré. Ella era una mujer hacendosa, inquieta, que nunca parecía descansar de sus interminables faenas caseras. Las historias que allí había yo escuchado, resurgieron, en aquel momento, de la oscuridad de mi inconsciente. Danzaban en mi memoria como danzaban en aquellos tiempos, las mariposas al rededor de la llama del candil. Pero, ahora, el fuego estaba apagado, como las vidas de aquella gente que habían dejado la casa sola; como la infancia que yo recordaba, y que me había abandonado para siempre. La casa estaba sola y triste, las maderas pudriéndose. Sentí mucha pena por aquel estado de la casa, como si fuese un esqueleto humano. Pero, más que nada, sentí pena por aquella mujer que yo había olvidado. Según el estado de las cosas, no quedaba duda de que la mujer había muerto. Tal vez había muerto de una enfermedad contagiosa. Por eso habían quedado allí los utensilios y nadie se había atrevido a tocarlos o robarlos. O tal vez alguna superstición mantenía a la gente alejada de aquella abandonada vivienda. Inclusive a los chavales; pues no se percibía el vandalismo que los chavales dejan en las casas abandonadas, después de usarlas para sus juegos. Me pareció recordar que, al poco tiempo de llegar a Buenos Aires, me habían dado la noticia de que la mujer había muerto. Pensé, entonces, que tal vez, al recibir la noticia, mi memoria se había cerrado a tal triste acontecimiento, y por ello nunca más yo había recordado aquella mujer. Algo similar andaba en el fondo de mi cabeza que yo no podía revivir. ¿Cómo había muerto y de qué? Tal vez de soledad y de recuerdos; sola, pensando en aquel amor que había tenido y que nunca pudo seguir, por dedicar su vida a su madre. ¿Pensaría ella alguna vez, en sus noches de soledad, en lo diferente que su vida hubiera sido si hubiera seguido a Sudamerica a su único amor? ¿Habría ella soñado alguna vez con aquel hombre, como yo soñé con mi aldea? A lo mejor ella había soñado alguna vez conmigo y yo, en todo ese tiempo, nunca la había recordado. Pensé, allí en la oscura cocina, como alguna gente arruina sus vidas por dedicarse a la vida de los demás, y después se quedan solos, sin recompensa, en la soledad del olvido. Sentí rabia de mí mismo en aquel momento, por haber olvidado aquella mujer. Pero ya no había nada que hacer. Lo único que podía hacer era mirar a la casa destartalada y a los utensilios dejados detrás para que me contaran su triste historia. Pero yo nunca más volverla a ver a la mujer, que por tanto tiempo olvidé, y que una vez había sido mi primer amor.

Pensado de aquella forma me habré quedado dormido por un momento, eso pensé, porque como en un sueño oí rechinar la puerta al abrirse y, de inmediato, escuché unos pasos familiares en el piso de piedra. Y allí, enfrente de mis incrédulos ojos, apareció una mujer pequeña, gordita. Sus ojos azules, con el reflejo de los rayos de sol que entraban por las rendijas de las maderas de la ventana, brillaban con una hermosura que asustaba. Yo nunca; habla creído en fantasmas, pero allí estaba, mirándome sorprendida, como si yo fuese el fantasma y no ella.
-Déjame verte, déjame verte! -exclamaba con una dulce emoción, y al mismo tiempo que tiraba de las celosías, que para mi sorpresa abrió con mucha facilidad.
Aún conservaba su aspecto infantil, así vestida de blanco, tan joven y tan fresca como el último día que la habla visto. Me abrazó y me besó, como el día que nos despedimos. Me había besado en los labios por primera vez. Recordé, entonces que sus labios eran frescos y blandos, sensación que había olvidado. Pero, aún después de hablarme, de los abrazos y los besos, no estaba yo seguro si aquel encuentro era una realidad o un sueño. Porque yo tenía¡ _en aquellos tiempos- sueños tan vívidos que aún al despertar los sueños parecían continuar.
-¡Cómo has cambiado! _exclamó.
-Tú no has cambiado nada _le dije.
-Dices que no he cambiado y me quedaste mirando como si vieras a un fantasma.
-Me sorprendió verte tan joven -le contesté.
Le gustó el cumplimento y me dio las gracias por ello. Después insistió en que me quedara con ella a merendar. Mientras peló las patatas, encendió el fuego y cocinó la tortilla, hablamos sin parar, dos a un tiempo, porque los recuerdos venían a la memoria como en un tropel y no había tiempo que perder. Sin embargo, de vez en cuando, confuso como estaba, por haber visto una cosa primero y una situación muy distinta después, mi vista se desviaba a otras partes de la casa, como queriendo comprender el porqué mi mente me había jugado semejante truco. Fui comprendiendo, así, que la hierba en el corral crecía viciosa debido a la fertilidad del terreno y no por el abandono. Lo mismo pasaba con la demás maleza que, con el avance de la primavera crecía con más prisa que el tiempo que la gente tenía para cortarla. Las sartenes y las potas tenían hollín, porque no era costumbre lavarlas por fuera. Eso recordé. La artesa de la cocina y los bancos, parecían grises porque así era el color del pino al envejecer. Las paredes eran oscuras, porque así era la piedra de granito. Solo los tabiques de madera se pintaban con cal, la única pintura que se usaba en aquellos tiempos. El piso de piedra, también parecía oscuro porque así es la piedra. Sólo brillaba en la parte más gastada, por donde la gente había caminado con más frecuencia. Los utensilios, todos los componentes de la vivienda, fueron, poco a poco, recobrando su normalidad. Yo venía acostumbrado a las viviendas nuevas de la ciudad, y por eso todo me había parecido un abandono, al confrontarme con antigüedades. Pero aquello era, precisamente, el carácter de la aldea. Las cosas parecen viejas y rústicas, y esa cualidad se puede prestar a equivocación, en circunstancias como aquellas, de un cambio brusco, como el que yo estaba experimentando.Se dio cuenta ella de mi curiosidad, entonces le expliqué de cómo esas cosas triviales, que de tanto vivir con ellas no se les da importancia, son, precisamente, las que se recuerdan con más nostalgia y energía, cuando se está tan lejos de ellas. Entonces comprendiendo esa dolorosa morriña que yo había padecido, en aquella larga ausencia, me dijo ella:
-Veo que tenía razón mi madre. Ella no quería que me marchara.
Siempre me decía: “Hija, no abandones nunca esta casa. Esta casa siempre fue buena con nosotros. Abrigó a muchas generaciones de nuestra familia y nos libró de males mayores. Ahora va vieja y si se deja sola pronto se derrumbará; que las casas no duran cuando las abandonan las personas”.
-Le doy la razón a tu madre -dije yo. Nosotros, los seres humanos, parece que somos más
duros que la piedra. Porque una casa, a la que le falte el amor humano, pronto se derrumba con la pena. Sin embargo nosotros, tiernos seres de carne blanda perdemos la patria, el folklore y nuestros amores, y otros seres queridos, y seguimos de pie, desafiando todos los elementos.

Ella se rió de mi comparación, pero, dándome la razón, me dijo:
-Sería por eso que yo le prometí a mi madre que nunca abandonaría esta casa. Ahora, por lo que tú me dices, yo fui bien recompensada por ello. Porque en esta casa yo nunca sentí nostalgia por nada; nunca estuve enferma ni sentí jamás un minuto de aburrimiento, o de soledad.
Quedé como pasmado por aquel tan inesperado y sorprendente comentario. Yo estaba, aún, pensando que tendría que ser, para ella, muy triste el vivir por tantos años sola en aquella casa grande. Tocamos, entonces, el tema de su novio, y le conté que, en nuestra conversación, yo había comprendido que él aún le guardaba cariño. Le pregunté si ella había sentido lo mismo por aquel hombre.
-El placer de cuidar a mis padres hasta la muerte, la seguridad que me ofreció esta casa y la compañía de mis animales ¿qué amor hay de hombre que lo supere?
¡Animales! ¿Qué animales? -quise yo preguntar- porque en todo el tiempo hablando, yo no había pensado en animales, ni había notado trazas de ningún animal, ni había visto huellas en el corral. Pero, como ella hablaba tan fluente y con tanta soltura, no quise interrumpirla.
-Aún mi padre -continuó ella- siendo un buen hombre como era, nunca pedía nada por favor ni daba las gracias. Quería su ropa lavada y planchada y su comida en la mesa; porque es tenido por costumbre que las mujeres tiene que servir a los hombres. Me acuerdo que, por las fiestas, se ponía su ropa nueva y se iba a la taberna a recibir a los invitados, mientras que madre y yo teníamos que cocinar para todos ellos; y alimentar también a los animales. Después, mientras ellos tomaban y cantaban, nosotras teníamos que acarrear agua de la fuente y fregar los cacharros. Las mujeres en las aldeas son esclavas de los hombres. No vale la pena casarse, amigo.

Cuando yo insistí en que seguramente ella había estado enamorada de aquel hombre y que, en un tiempo, le hubiera gustado seguirlo a Sudamérica, me dijo:
-En aquel tiempo me hubiera gustado seguirlo, porque yo era joven y deseaba una aventura. Pero yo nunca eché de menos a ese hombre.
Yo quedé desarmado por su frialdad. ¿Cómo puede uno llegar a la
conclusión, como había llegado yo al principio, de que aquella mujer había muerto de soledad? A ella parecía no importarle el mundo ni los problemas que lo componían. Los espíritus de todas las generaciones de vidas, de los cuales estaban impregnados los objetos y paredes de aquella casa, parecían emanar una sensación de seguridad y de calor que, en aquel corto tiempo, yo mismo empezaba a sentirlo.
Terminada la tortilla, la puso sobre la mesa, y la cocina se inundó de un olor tan agradable que la boca se me hizo agua. Pues hacía mucho tiempo que yo no sentía aquel característico perfume de las tortillas caseras, cocinadas sobre la leña perfumada de pino. Ella insistió en celebrar nuestro reencuentro con vino. No me sirvió de nada decirle que yo aún sufría la resaca de la noche anterior. Me dijo que un pelo del perro que me había mordido también me curaría, refrán que yo nunca había escuchado. Salió con una jarra a buscar vino a la taberna. Yo la miré desde la ventana del vertedero, cuando cruzaba el corral. Parecía muy joven y guapa con su vestido blanco, gordita como una niña, con las piernas lisas y bien moldeadas. Ella se dio cuenta de que yo la estaría observando y dio vuelta, se rió y me dijo adiós con la mano, de una manera tan extraña como si me dijera adiós para siempre. Sentí, al momento, un nudo en la garganta; una sensación que había olvidado, pero que me vino a la memoria al momento. Yo no recordaba de que forma me había despedido de ella al marcharme a Buenos Aires, ni siquiera si me había despedido, pero acordé la despedida en aquel momento. Ella me había abrazado y besado en los labios, por eso sentí aquella sensación cuando me besó, después de abrir las celosías. Me había dado un beso en los labios -el primer beso que jamás yo había recibido en los labios- y sus labios eran frescos y eran tiernos, por eso había sentido aquella misma sensación en el reencuentro. Los dos habíamos llorado y, después del llanto, yo le había dicho adiós con la mano desde el corral. Yo tenía un nudo en la garganta, y la sensación de que nunca jamás la volvería a ver y besar. Aquella misma sensación sentí en aquel momento que ella me dijo adiós con la mano. La única diferencia era que, en la despedida, ella estaba en la ventana y yo en el corral. Pues en aquel momento que ella me saludó con la mano desde el corral, sentí la misma tristeza, y se me anudó la garganta, como cuando yo le había dicho adiós con la mano. Sentí una sensación de soledad, como si yo fuese a vivir solo en aquella casa para el resto de mi vida, y aún después de muerto.

Con la conversación, yo no había notado de dónde ella había sacado las patatas para la tortilla, los huevos, la leña, y cómo había encendido el fuego. No había yo ni siquiera tenido la noción del tiempo que allí había estado. Pensé que todo se debía a la emoción del encuentro. Pero, al quedar solo con aquella tristeza, y pensar más objetivamente, me pregunté si ella no estaría, ante mi presencia, poniendo valor a su precaria situación. Pues, aunque las cosas habían tornado vida, con respecto a la primera impresión, no me pareció que la mujer viviese en medio de una gran abundancia. Ciertamente la casa estaba vieja, y un poco vacía de inmuebles.Quise, por lo tanto, echar un vistazo a las habitaciones. Si ella vivía en la pobreza, sería en las habitaciones donde mejor se notaría. Subí con cuidado, porque me daba la sensación de caer a través de las maderas, que parecían podridas; pues los pasos de la escalera crujía amenazantes, y las maderas parecían doblarse debajo de mis pies. Arriba, las celosías también estaban cerradas; todo estaba más oscuro que abajo en la cocina. En el ambiente flotaba el olor a humedad y a madera taladrada por la polilla. Aquel olor me era familiar. Siendo las divisiones, de esas casas, casi siempre de madera de pino, las polillas trabajaban allí día y noche. Pero era de noche cuando se oían taladrar. Me vino a la memoria aquel tiempo, cuando, desde la cama, en la tranquilidad de la noche, escuchaba yo esas pequeñas criaturas roer en las maderas, y aún estando seguro de que eran polillas, me preguntaba si no serian fantasmas, almas en pena, o difuntos que nos visitaban. Porque mi cabeza estaba llena de aquellas historias que me contaban los viejos. Pero entonces la habitación se llenaba de un agradable olor a resina, y era aquel olor el que me convencía de que el ruido era obra de las polillas y no de fantasmas. Encendí el hero,ra oder observar la vida privada de aquella mujer. Al encender el chero, se produjo un resplandor como si la luz entrase a raudales por todas las rendijas de las ventanas. Y, casi al mismo tiempo, un ruidoso temblor me sacudió, de tal forma, que pensé que la casa se había derrumbado. De inmediato la lluvia siguió al trueno, golpeando el tejado como si cayeran piedras. Pensé, entonces, que con la lluvia, ella daría vuelta de inmediato, con vino o sin vino, y sería vergonzoso si me sorprendiera en el piso, expiando su vida privada. Por eso bajé de inmediatamente a la cocina, sin observar a por lo que había subido. Al bajar las escaleras noté, con sorpresa, que la cocina otra vez estaba muy oscura: las celosías se habían cerrado. “Fue el viento” -dije. Traté de abrirlas, y otra vez las encontré duras. Pensé que habría algún pasador, pues ella las había abierto sin dificultad. Tiré fuerte, al no encontrar ningún pasador y, una de las maderas, me quedó en las manos. Al inundarse la cocina de una luz gris, del color de la tormenta, pude ver que en la mesa no estaba la tortilla. El fuego no había sido encendido. Los rincones estaban cubiertos de telarañas como los había visto al principio. Como un poco asustado dejé la vivienda y, al empujar la puerta noté que, lo mismo que antes no me quería dejar entrar, después no me quería dejar salir, y tuve que enfadarme para que me dejara paso. Después, mientras yo corría escapándome de la lluvia, la puerta se cerró por sí sola, con un chillido interminable, lastimoso como el llanto de una mujer.

Faltan cinco renglones para saber el desenlace.

1 comentario:

la casa del escritor de bordel dijo...

Fatima do concello de Abegondo a Coruña

Unha hitoria digna de ser leida e saboreada.Encantoume.Ademáis decirvos,para aqueles que non teñades o gusto de coñecer o autor, que é unha persoa encantadora e con unha grande experiencia da vida, o que poderiades escoitar falar durante horas sin cansarvos