martes, 14 de agosto de 2007

HISTORIAS DE INGLATERRA

LA MANCHA EN EL ESPEJO


Apoyé el espejo contra la pared, en una esquina, entre la cocina y el restaurante, mientras llegaba el tiempo de colocarlo en el comedor. En aquella esquina había una mesa, donde nosotros nos sentábamos a comer, o a tomarnos un descanso. Cuando dejábamos entrar el perro, el animal se quedaba, por mucho tiempo, mirándose al espejo, moviendo la cabeza de un lado a otro, y de pronto empezaba a ladrarle al espejo, como si viese allí a un extraño.Nosotros nos reímos de la estupidez del animal. Era un poodle depura raza, muy inteligente, y por ello causaba más gracia su estupidez frente al espejo. En otra ocasión nos hemos reído aún más con Mrs Mary. Un día, mientras estábamos sentados a la mesa en aquel rincón llegó la señora Sink, en un estado de nervios que acia sonar el bolso de tanto que se sacudía, y nos empezó a ontando uno de sus percances. De pronto, al dar la vuelta y irarse en el espejo, pegó un salto hasta el techo.
-Quién es esa mujer? –gritó.
E espejo tenia una mancha grande, tal vez debido a tantos años oxidándose en la humedad de aquel corralón. Por la mancha seria que Mrs Sink no se había reconocido; pero, siendo la mujer como era, todos se rieron mucho de su susto. Sin embargo nos hemos reído demasiado pronto; pues lo mismo me pasó a mí en otra ocasión, y mas tarde a mi mujer. Había sido un día ucho trabajo, uno de esos días que todo parece salir al revés. Bajo presión, mi mujer y yo tuvimos un pequeño argumento. Cuando terminamos, ella se fue para el piso sin ­cenar. Yo me senté en la acostumbrada mesa, para relajar, con una botella de vino, queso y galletas. Después de un rato, y cuando levantaba un vaso de vino a los labios, vi a una mujer en el espejo. Pensé que sería mi mujer, que había decidido fumar la pipa de la paz conmigo. Pero, cuando miré para atrás, allí no había ninguna mujer. Como yo no creía en fantasmas, le eché la culpa, a tal visión, a mi estado de ánimo y al vino. Pero unos días más tarde mi mujer me dijo:
-Me he reído de Mrs. Sink, y hoy me pasó a mí lo mismo. He visto una mujer en el espejo que no se parecía a mí.
El espejo era una antigüedad que yo había comprado en un Corralón de materiales de construcción, de esos chapados a la antigua, de los que iban quedando pocos en Inglaterra. El dueño llevaba esperando veinte años por permiso para construir oficinas en el sitio; pero parece ser que los planes nunca eran de la satisfacción del Council de Oxfordshire. Para quién no conozca Inglaterra, les aclaro que allí las cosas tienen que ser hechas de acuerdo a ciertas normas. Y las autoridades del condado de Oxfordshire son capaces de tirar abajo una catedral si un solo ladrillo no figura en los planes. Esa era la razón por la que el viejo corralón seguía allí en el medio de la pequeña, pero muy clásica ciudad, como una mancha que la afeaba.
Durante una de mis visitas al corralón, yo vi el espejo en uno de los galpones donde cortaban los cristales. El espejo tendría un metro ochenta de alto por uno cincuenta de ancho. Tenía un marco de caoba de unos diez centímetros de ancho y tres de espesor, con mo1duras y algunas flores talladas en la parte de arriba. El marco estaba malamente astillado en la parte alta de la derecha, como si, en algún tiempo, hubiese caído sobre aquel costado. Las polillas también habían echo algún trabajo en aquella parte del marco. El cristal tenía una mancha grande en aquella parte, como si el azogue se hubiera deteriorado. Yo calculé que, tal espejo, quedaría muy bien en el comedor,
porque haría juego con las antiguas vigas del restaurante, y daría la ilusión de que el local era más Amplio. Le pregunté a uno de los empleados del corralón si me lo vendían; porque el espejo parecía esta allí sin ningún servicio. Fui informado que el espejo estaba allí con el propósito de ver a la gente detrás cuando cortaban el vidrio y así evitar algún pequeño accidente. Después de un año, más o menos, el empleado me vino a ver para decirme que el corralón cerraba y que yo podía comprar el espejo, si todavía estaba interesado el él. Arreglamos precio el empleado y yo, y él mismo me lo trajo a mi local. Seguro que se habrá quedado con el dinero, porque no creo que al dueño del corralón le interesara aquel pequeño negocio, después de la satisfacción de conseguir permiso para su esperado proyecto. Pero para mí fue una ganga, considerando lo apreciadas que son esas antigüedades en Inglaterra.
Era realmente pesado el tal espejo. Lo colocamos en el patio del negocio y lo cubrí con un plástico; y allí empleé yo muchas horas libres en restaurarlo: restauré algunas flores que estaban dañadas, rellené los agujeros de las polillas con cera oscura, y pulí el fango verdoso de la madera. Después lo lustre con el verdadero lustre de laca, y me quedó un trabajo del que me sentí orgulloso. Lo único que no pude remediar fue la mancha en el cristal. Hecho el trabajo, y para evitar que la intemperie deshiciera lo hecho, lo coloqué, con ayuda, contra la pared en un rincón del restaurante. Allí estuvo por un largo tiempo; porque, cuando intenté colocarlo en el restaurante, aparecieron algunos improvistos problemas. Me encontré con que un radiador tenía que ser movido para hacer sitio para el espejo. Y allí empezaron los problemas.
Cuando al fin todo estaba listo para colocarlo en su sitio, un domingo, día que se cerraba el negocio, me armé de todo lo necesario para tal trabajo: tornillos, braguetas, martillo, tarugos y taladro, y puse manos a la obra. Al principio me encontré con que la pared, antigua y reseca, aparecía dura, lo que se dice como una piedra. Yo empujé el taladro con todas mis fuerzas y la broca empezó a penetrar De pronto, la broca y medio barreno se hundieron en la pared; y como yo estaba empujando tan fuerte, mi cabeza golpeó la pared con tal impacto que casi me desmayado de dolor. Al tiempo oí un grito como el de un vampiro cuando le clavan una estaca a través del corazón. ¿Fui yo el que echo ese grito tan grande? -me pregunté. Me di cuente, al arrancar el barreno, que el agujero hablaba, y era él el que gritaba de forma alarmante. Yo puse un ojo en el agujero y vi, del otro lado de la pared, lo que parecía una ostra con una perla negra en el medio. El objeto, arrugado y nadando en agua, se abría y cerraba con rápidos movimientos, justo como una ostra que se está muriendo. La ostra pronto se declaró ser un ojo humano que, del otro lado, mira a mi ojo.
La casa vecina, mirándola desde afuera, parecía una continuación de mi establecimiento, declarando que, en un tiempo, todo el edificio había sido una sola vivienda. Yo pensé, por un buen tiempo, que la vivienda estaba deshabitada; porque yo nunca había oído ruido en aquella casa, y nunca había visto un alma entrar o salir, excepto un gato grande que algunas veces había visto a la parte de atrás. Pues la vivienda tenía un pequeño y encerrado jardín a la parte de atrás que se podía ver desde una de nuestras ventanas; pero la hierba era alta como una selva. Por eso me sorprendió tanto oír aquel grito en la vivienda, y más sorpresa, ver un ojo del otro lado; porque, yo pensé y con razón, que detrás de aquel ojo tenía que haber alguna persona. Corrí a la calle y golpeé a la puerta vecina, para disculparme, humildemente, por el daño hecho, a quién quiera que estuviese invernando en aquella casa. El propietario resultó ser una mujer mayor, que vivía sola con su gato. Estaba temblando de susto, toda blanca como si la hubieran tirado en la harina, y más parecía un fantasma que una mujer. Casi no podía hablar, debido al susto que había pillado.
-¡Mi Dios, mi Dios! ¿Pero que ha hecho usted? -Repetía, cuando al fin pudo hablar.
-Cálmese, señora -le dije. Déjeme entrar para ver lo que pasó y yo lo arreglaré.
Me dejó pasar, y me condujo hasta su cocina. Pronto comprendí porque la pobre mujer se había asustado tanto; pues, de su lado, había caído media pared. La cal, seca como el aserrín, estaba esparcida por toda la cocina hasta la puerta de entrada: sobre la antigua cocina, sobre su té y el fregadero. Y como digo, la mujer parecía un fantasma. El gato no estaba por allí. Quizás pensase que el tiempo había llegado de encontrar una morada más segura.
-¡Mire que demonios ha hecho usted! -Me gritó la mujer.
Yo no podía dar crédito a mis ojos ante tal desastre.
- No se preocupe, señora. Esto no es nada. Yo voy a ir ahora mismo al bricolaje por plasta, y le voy a dejar esta pared mejor que nueva, ya lo verá. Si le he roto alguna cosa yo se la pagaré.
La mujer se fue calmando, hasta el punto que empezó a sentir pena por mi, por verme tan preocupado. Yo fui a por el material adecuado y volví pronto. Pero para entonces la mujer ya tenía la cocina aseada, y el gato ya estaba allí, sentado en una silla. Fui a por mis herramientas y puse manos a la obra. La mujer me ofreció una taza de te. Yo le conté de la manera que había visto su ojo desde la otra parte, y ella me contó como había visto el mío desde su lado. Aquello la hizo reír mucho, tanto que yo pensé que se iba a morir, pues hasta se atragantó con la risa.
Entre taza y taza de té hablamos mucho, siendo ella la que más habló. Me dijo que nunca había hablado tanto desde la muerte de su . marido, que eran veinte años. La mujer tenía una forma muy agradable de decir las cosas, porque, siendo esas historias de los viejos aburridas, como a veces son, éste no era su caso. Le ponía un poquito de sal, como dicen los ingleses, a la parte triste de la historia, con una sonrisa aquí y allí. Mientras ella contaba, el gato, sentado en la silla, nos miraba atentamente a los dos, moviendo la cabeza de arriba a bajo como confirmando que todo lo que la mujer me decía era la pura verdad. Entre todas las historias que me contó, me dijo que, en un tiempo, todo el edificio era una sola vivienda, tal como yo había sospechado.
-La parte de atrás, tu patio y mi jardín, el aparcamiento y parte de los jardines de la ciudad, pertenecían a esta vivienda me informó la mujer.
También me enteré, por la mujer, que el edificio era unos Cuantos cientos de años viejo, y era “listed building.” Me aconsejó que revisara el seguro del negocio para estar seguro que estaba asegurado de acuerdo a tales circunstancias, pues si ardía tenia que ser reconstruido exactamente como el original, que eso podía ser muy cara. Aquello era algo que mi abogado no había tenido en cuenta. La viejita sabia todo aquello al dedillo porque había trabajado para el Council toda su vida y sabia todos los secretos de la ciudad. Me contó que, en aquel edificio, habían vivido generaciones de la misma familia. Cuando ella era una niña, algo terrible había sucedido en aquella casa. Los último dueños, eran un matrimonio de mediana edad. Tenían una cocinera, o sirvienta, una chica joven y guapa. La dueña sospechaba, ya por algún tiempo, que su marido andaba envuelto con la joven. Una tarde, que el marido venia de cazar, colgó la escopeta y la cartuchera en el pasillo, entre la cocina y el comedor. La sirvienta estaba en el comedor, y el dueño le preguntó dónde estaba su mujer. La mujer había salido de compras, pero en aquel momento llegaba a casa por la parte de atrás, justo cuando su marido estaba besando a la sirvienta. La mujer vio la escopeta allí colgada -que era de un sólo cañón-, la cargó y ¡bum! No se supo a cual de ellos quiso matar, si al marido o a la sirvienta, pero el tiro cogió a la muchacha en el cuello, tan de cerca que su sangre penetró el cristal del espejo, y aquella mancha nunca pudo ser borrada, por más que la quisieron sacar: la mancha continuó allí.
La anciana me siguió contando que la mujer fue a la cárcel por “manslaughter”, o sea homicidio no premeditado. La casa fue vendida y el hombre se mudó a alguna otra parte del país. Entonces se hicieron tres viviendas de la misma casa.
-Esta mía y dos más en tu lado me dijo la viejita. Las dos de tu lado las convirtieron en restaurante, muchos años después. Querían comprar mi parte también, y me ofrecieron buen precio. Pero yo no vendo. Tengo aquí mis memorias ¿sabes? Hemos comprado esta casa cuando nos casamos y llevamos viviendo aquí desde entonces.
La pobre mujer hablaba como si su marido aún estuviese allí con ella.
-La casa del medio –continuó contando la anciana- fue comprada y vendida docenas de veces.
Todos los inquilinos se deshacían de esa vivienda como si tuviese un fantasma. Y se supo que un fantasma era la causa por la que la gente no paraba en esa vivienda. El fantasma era la sirvienta que parecía en el espejo. Los últimos dueños se deshicieron del espejo y con él se fue el fantasma.
-¿Cómo era el espejo -le pregunté.
-No lo sé. Yo nunca he visto ese espejo. Pero tengo entendido que eran un espejo muy bonito y muy grande.
Tan pronto como llegué a mi negocio cogí un cuchillo de la cocina, con punta aguzada, y empecé a escarbar en el marco del espejo, en los agujeros de la polilla que yo había tapado con cera. Y allí estaba: un grano de munición. Ya no tuve que mirar más para comprobar que los agujeros no habían sido trabajo de la polilla, sino la descarga de una escopeta. Vendí el espejo a una casa de antigüedades, por muy buen precio; y algunas veces me tengo preguntado por dónde andará poniéndole miedo a la gente.

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