sábado, 18 de agosto de 2007

HOMENAJE A UN AMIGO

Esta historia ganó el primer premio del concurso del centro cultural del partido socialista de la
ciudad de BETANZOS


Recuerdo muy bien aquellos anocheceres, cuando ya éramos mocitos y salíamos juntos. Me silbaba desde el portal como imitando un mirlo. Yo cogía un trozo de pan de maíz y salía a su encuentro. El me esperaba, quizás también con un cacho de pan en una mano y en la otra el bastón. A veces compartíamos nuestra pobre merienda, y juntos marchábamos al encuentro de otros compañeros. Si el tiempo lo permitía, nos divertíamos a nuestra manera, con ciertos inventados juegos, por las eras y los corrales. Cuando el frío o la lluvia nos privaba de esas libertades, nos íbamos para alguna I casa, cuyos moradores tenían la santa paciencia de aguantarnos y aun de contarnos cuentos de fantasmas, demonios y almas penando. Me fascinaban aquellas historias, pero al regresar a casa, por los caminos hondos y oscuros, con la luz de la luna y las sombras dé los árboles, veía yo extrañas criaturas en cada sombra que se movía. Porque es curioso que caprichosa juega la luna con las sombras cuando saben que uno tiene miedo. Por aquello yo tenía que esperar por mi amigo para retornar a casa; porque él, quizás por ser un par de años mayor, o por carecer de imaginación, no tenía miedo de ninguna de esas supersticiones. Tal vez estuviese acostumbrado a las historias de sus abuelos y por eso estaba inmunizado contra todas aquellas’ fantasías. Aquellos eran los tiempos de la despreocupación, los tiempos cuando nada tenía importancia, ni siquiera el tiempo. El trabajo duro y aún el mal trato que a veces recibíamos, 10 considerábamos como una forma natural de vida; por lo tanto era fácil sufrir ciertas necesidades. Pero cuando llegaban los días de fiesta y se comía mejor, o se estrenaba una prenda de ropa, todo era alegría. Digo esto, porque esos fueron
los momentos que, más tarde, desde aquella distancia, mi amigo y yo hemos recordado como si fueran los mejores años de nuestras vidas. Pero esos recuerdos no eran más que trucos de la morriña; un diezmo que paga el que abandona sus lares y se queda sin raíces. En realidad, en aquella viña del señor, en la que nos habíamos criado, hubo y faltó de todo. Pues al pasar de niños a mocitos, y al perder aquella inocencia, empezamos a comprender la pobre realidad que nos rodeaba, y la realidad nos mostró cosas buenas y males, y también cierta crueldad. Mi amigo vivía con la abuela y, por mucho tiempo, no se me había ocurrido a mí el por qué no tenía padres. Quizá mi amigo no se había percatado del detalle hasta que yo se lo mencioné. Pero, el tiempo llega cuando uno ya piensa y la curiosidad se despierta. y cuando los perros se despiertan desentierran los huesos, y en el caso de mi amigo, mejor seria dejarlos dormir. Porque en ese
despertar me fui enterando del porque mi amigo no tenía padres. Primero me enteré, que él había venido de lejos, pero yo aún no sabía que lejos era tan lejos; pues nuestros conocimientos
geográficos eran pobrísimos. Aquello, desde mi punto de vista, rodeaba a mi amigo de un misterio, que hacía crecer mi admiración por él. Después me fui enterando que era hijo de hermanos y que los hermanos no debían tener hijos entre sí. Contaban que su madre, al tener el niño, se había tirado debajo de un tren; pero, porque la suerte no lo quiso, ambos habían salido ilesos del percance. Entonces la mujer regresó a la aldea con el niño, y lo dejó con los abuelos, y ella otro vez se marchó a América. y el que tuvo que cargar con la cruz, que por cierto le tuvo
que resultar pesada, fue el hijo. Pero para mi, aquel amigo, precisamente debido a esas circunstancias, era para un ser extraordinario y único. No habla otro ser igual en el mundo,
pensaba yo. Yo no me daba cuenta lo caro que puede ser el ser diferente. Pues, al ser hijo de hermanos, y de acuerdo a las leyes que la sociedad impone, más que las que impone la naturaleza, se supone que ese ser humano tenía que ser un imbécil que no es necesariamente el caso. Pero es fácil fabricar a un cretino si se poseen ciertos ingredientes, como ser la pobreza y la falta de unos padres que nos protejan. Pues, en muchas ocasiones, yo he observado como la gente abusaba de mi amigo. Él, impotente frente a esos abusos, aguantada de una forma muy cristiana, poniendo siempre la otra mejilla. Quizás, queriendo demostrar que era una persona normal, como los demás, y aún sobresaliente, mi amigo se esforzaba en relucir sus cualidades, con sus prontas y oportunas contestaciones, ocurrencias y numerosos chistes. Todas esas
cualidades serían más que suficiente para hacer, de cualquier otra persona, un ser simpático y admirado; pero, tratándose de mi amigo, de un hijo de hermanos, esas bromas, a vistas de la gente, no servían para más que para confirmar su personalidad charlatana, y anormal. Tuvo, por lo tanto, que aguantar muchas bromas pesadas mi amigo, aparte de las otras calamidades, como enfermedades, hambre y frío. Y sirvió de modelo para muchas conveniencias. Recuerdo que, a nosotros los jóvenes, siempre nos comparaban, en todo, con aquel personaje, con la intención de ofender, que era la única manera de educar de aquellos tiempos. A pesar de esas dificultades, mi amigo se desarrolló y se hizo hombre de una forma prematura, diría yo. Un mozo alto y bien parecido, moreno, con cabello ondulado, nariz recta y ojos castaños, de mirada bondadosa, y labios carnosos y risueños. Cuando a nosotros, los mocitos de su edad, nos empezaba a salir la barba, como la tiña de los pájaros, él ya tenía un bigote tipo mejicano, que era la envidia de todos los que sentíamos la urgencia de llegar a hombres. Le gustaba fumar y beber, que, mas que
vicios, eran las cosas que por entonces hacían a un hombre. Le gustaba las fiestas, y era Conocido, a temprana edad, por diversos y distantes lugares. Llegó ser un personaje muy famoso, aquel buen amigo mío. En una ocasión ese buen amigo recibió una grata noticia: una
carta de su madre, en la que 10 invitaba a regresar a la Argentina. Fue, entonces, cuando la gente se dio cuenta que mi amigo era ciudadano Argentino. Hasta entonces había venido de Argentina, cuando era una criatura, pero nada más. Y ahora, aquel título de ciudadano Argentino, le daba una cierta estatura. En aquellos tiempos se miraba a la Argentina como si fuese la tierra prometida.Empezaron los trámites de repatriación que, en tales casos, se suponía que eran gatuitosro, pero en aquellos tiempos sin dinero que engrasase las ruedas, los trámites no se movía. así que, el regreso de mi amigo al paraíso, se prolongó por un largo tiempo, y aquello le trajo nuevas burlas. El tiempo llegó cuando ya nadie tomaba en serio su marcha, y le llegaron a formar un estribillo, diciéndole que aun no naciera el roble para hacer el barco. Aquello le hizo perder a mi amigo las esperanzas y llegó a momentos de gran depresión. La víspera de mi despedida había fiesta en una aldea cercana. Todos los jóvenes de la aldea acudimos a la fiesta para celebrar mi despedida. Mi amigo cantó por los altavoces de la orquesta, cosa que hacía cuando tenía la ocasión. Al mismo tiempo contaba algún chiste, pues tenía vocación de comediante. El pretendía que no se acordara de una canción entera, entonces le agregaba a su manera, y era aquello 10 que le hacía gracia a la gente. Yo me acuerdo muy
bien lo que le agregó a la canción en aquella ocasión. En vez de decir: “El día que nací yo que planeta reinaría” él dijo: “El día que nací yo, nació el rey de los cielos; el día que muera yo, morirán todas las flores.”
Era tarde cuando emprendimos el regreso a casa. Cruzamos por senderos, a través de fincas y prados. Algunos compañeros habían tomado muchas copas y venían cantando. otros estaban tristes por verme marchar. Yo tenía un nudo en la garganta que no me dejaba cantar. Nos cogió la lluvia por el camino. Una garúa fina, de esas que mojan sin uno darse cuenta. Nos guarecimos debajo de un viejo castaño. Un compañero cantaba una canción que tenía algo que ver con la emigración. La lluvia, en las hojas del castaño, parecía un ejército de hormigas cortando hojas. Yo me puse muy triste, como si en aquel momento comprendiera que mi infancia había terminado y que el mundo me iba a devorar. Muchas sensaciones se me amontonaron en el corazón. Tenía deseos de llorar, pero aquel nudo en la garganta no dejaba pasar nada ni para arriba ni para abajo. El que rompió a llorar fue mi amigo, siendo la primera vez que lo veía llorar. Nunca, nunca 10 había visto llorar hasta aquel momento; y motivos había tenido para ello. Me gustó mucho verlo llorar, porque comprendí que aquel eran un llanto que había estado aprisionado
en su corazón desde niño. No lloraba solamente por nuestra separación, por aquel momento de despedida, lloraba por todos sus infortunios. Era un llanto dulce mas que desesperado, como una fruta madura que sólo precisa una brisa para arrancar la del árbol. Aquella despedida habla sido la última sacudida, que su espirito pudo aguantar.
Como todo llega en esta vida, también el tiempo llegó cuando nos encontramos los dos en Buenos Aires. Una ciudad de ocho millones de seres humanos, donde todas las razas del mundo se mezclaban: algo muy diferente a nuestra aldea. Pues es en esas grandes ciudades, abarrotadas de gente, donde la soledad crece mas viciosa. Allí nos tuvimos que acostumbrar a diferentes trabajos, horarios y distancias, inconveniencias que las grandes ciudades imponen y obligan. Por esas razones no nos podíamos ver tan a menudo como lo hubiéramos deseado. Pero muchas veces nos hemos dado cita en los bares de la Avenida de Mayo, conocida como la avenida de los españoles. Algunas veces tomábamos sólo unas copas, otras veces cenábamos juntos. Ya teníamos dinero para gastar. Después, ya tarde, tal vez nos diéramos un largo paseo por alguno de los vastos parques de Buenos Aires, caminando y hablando hasta las altas horas de la noche, o de la mañana. Comparábamos los árboles exóticos con los de nuestra campiña y observábamos las estrellas descolocadas en el cielo, o la luna creciente colgando al revés. Porque todo se ve al revés en el hemisferio sur; y es por eso que a las noches uno siente más descolocado, como los astros, y la nostalgia profundiza en los recuerdos, porque es de noche cuando uno se siente
en otro mundo. La arboleda de los parques y la noche, nos hacia recordar Galicia, la aldea y su folklore, y aquellas cosas que habían sido miseria, al recordar las parecían dulces. Porque la morriña es muy caprichosa, y mata de pena con su pasado, pero recordando también da la vida. Por eso nosotros éramos, a veces, sorprendidos por el día, caminando por los parques, recordando nuestra infancia en la aldea: aquellos juegos y fechorías; los amigos y la familia.
Porque, después de aquella vida pastoril, primitiva, espaciosa y sin relojes, la inmensa ciudad nos apretaba el espíritu como unos zapatos nuevos de mala calidad. La ciudad era insufrible, con sus horarios y apuros, y su multitud desconocida. Muchas veces hemos renegado del día que dejamos nuestros lares para meternos en semejante infierno.
Mi amigo pensó que, al llegar a la tierra prometida, sus problemas se habían acabado, cuando realmente estaban empezando. Encontró la abundancia: comida, bebida, ropa, dinero; pero, a
cambio, había perdido todo su pasado y la libertad, de la que en la aldea había gozado. Su madre quiso reeducarlo; pero, lo mismo que un árbol crecido no se puede enderezar, tampoco ella pudo hacer nada ya con aquel hombre. Lo único que consiguió fue alejarlo y perderlo; pues él se fue a vivir por su cuenta, en una habitación, como vivían la mayoría de los emigrantes. El trataba de encontrar algo de aquel pasado perdido. Por eso le encantaba visitar a los paisanos, que para entonces eran muchos los que para aquella tierra habían emigrado. Con ellos recordaba los días de la aldea, contándoles sus chistes. Yo, que padecía del mismo mal, también visitaba a los paisanos, y ellos me contaban que mi amigo los había visitado. Reían, recordado sus bromas y ocurrencias, y luego comentaban: “Es el mismo de siempre. No ha cambiado nada.” Yo no
tomaba aquello como un cumplimento hacia mi amigo, sino como una crítica. Era como decir que seguía siendo un charlatán, o algo peor. Me daba mucha rabia aquello; pensé que lo mismo dirían de mí, por lo que decidí poner remedio al asunto. Los paisanos habían cambiado, no tenían tiempo que perder con nuestros cuentos y morriñas. Nosotros éramos los que estábamos equivocados. Habíamos dejado nuestra aldea muy jóvenes, y añorábamos lo que se podría llamar una infancia inconclusa. Pero los que habían emigrado de mayores, no parecían sufrir aquella tan aguda morriña nuestra. Ellos recordaban la vida dura de la aldea, y pensaban, creo que con razón, que sus vidas había cambiado para mejor. En una ocasión, caminando por un parque, le dije a mi amigo lo que los paisanos pensaban de él. Le dije que nuestras visitas ya estaban estorbando, que a él aún lo seguían tratado como a un idiota. Traté de explicarle, que la ciudad nos ofrecía ciertas ventajas, si las sabíamos aprovechar. Teníamos dinero, andábamos limpios y bien vestidos; en la ciudad había muchos cines y teatros; había museos, el zoológico, el jardín botánico; y muchas exposiciones. Había los parques de diversión. Había más sitios a donde ir que tiempo nos quedaba para ello. Teníamos que dejar a los paisanos de lado, porque ellos ya nos habían dejado a nosotros. No le cayó bien aquel consejo a mi amigo. No sé si fue porque me encontró muy duro, cosa que no esperaba de mí, o si fue porque lo lastimó la realidad que ya él sabía, pero que no quería aceptar. De una cosa estoy seguro, y es que él sabía que yo no le mentía. Tal vez despertando a la realidad, se echó a llorar, siendo la segunda y última vez que lo he visto quejarse. Pero, en aquella ocasión, no me agrado nada su llanto. Era un llanto vengativo, cargado de rencor; un llanto furioso y descontrolado, intercalado con juramentos hacia todo cuanto conocía. Me pesó mucho darle aquel consejo; pues lo dejé desarmado y, al parecer, él quería seguir con su papel. No lo volví a ver por un largo tiempo, hasta una ocasión que me enteré de que había tenido un grave accidente. Lo fui a ver al hospital. Estaba en estado de coma. Parecía que dormía, con los ojos cerrados y la respiración normal. Los médicos lo daban por perdido, pero mi amigo era duro y resucitó al tercer día, para sorpresa de los médicos. Después del accidente, pasó un buen tiempo sin volver a verlo. Si de casualidad me encontraba con algún paisano, me preguntaban:
-¿Qué es de tú amigo, que no viene a visitarnos?
Lo volví a ver en el puerto, un día que llegaba un barco en el que venía alguien de la aldea. En aquellos tiempos, cuando un barco con emigrantes llegaba al puerto de Buenos Aires, aquello
parecía una romería, tanta era la gente que se juntaba en el puerto a esperar los nuevos emigrantes. Pues allí estaba mi amigo. Se había dejado la barba y estaba sucio, muy desaliñado. Yo iba acompañando de nuevos amigos, argentinos unos y españoles otros, pero buenos y agradables amigos que me habían enseñado un poco a andar por la ciudad, y también como vivir mejor la vida. A esos nuevos amigos no les gustó mi amigo, y por primera vez yo sentí vergüenza de mí viejo amigo. Aquello era una nueva sensación para mi. ¿Pues cómo iba yo a pensar que un día me avergonzaría de tan querido amigo? Le pregunte el por qué venía de aquella guisa a .dónde se iba a encontrar con tantos paisanos. El me dijo si yo no me acordaba lo que le había dicho: que a los paisanos nada les importaba de nosotros. Creo que estaba haciendo aquello como una venganza. En otra ocasión me enteré que habla ido a una romería, que la comunidad de nuestra zona celebraban, en ciertas ocasiones, a orillas del Río De La Plata. Llevaba con él una negra de sospechosas cualidades, como si a propósito se quisiera mofar de los paisanos con aquella compañía. Porque, según me enteré, estaba lo mismo que en el puerto, sucio y con ropas desgarradas. Yo me pregunté, muchas veces, si aquel cambio de personalidad, que mi amigo habla experimentado, se debla al consejo que yo le había dado, o si el accidente lo había dejado trastornado. Fue pasando el tiempo sin vernos. Yo me fui acomodando a la ciudad, a nuevos amigos y amigas. De tanto andar, los zapatos de la ciudad se adaptaron a los pisé, y por un tiempo hasta me olvidé que habla tenido tal persona por amigo. Una tarde llegó un vecino, a donde yo vivía, y me dio la noticia: “Tu amigo ha muerto. Lo entierran esta tarde.” En el taxi, mi vecino me fue explicando el accidente. Me enteré, entonces, que mi amigo se había reformado y que trabajaba en los ferrocarriles de señalero, trabajo de mucha responsabilidad, y para el que es necesario un examen. El accidente habla sucedido de la forma más estúpida, como suelen ser los accidentes. Los andenes de los trenes en Argentina, como fueron construidos por los ingleses, están a nivel con las puertas del tren. Mi amigo llevaba una especie de capote sobre los hombros, prenda que era parte del uniforme en los ferrocarriles. Parece ser, según testigos, que mi amigo subió al tren cuando éste se ponía en marcha. Su capote le resbaló de los hombros y, al echar le mano, el tren lo despidió, como si el capote se hubiera enganchado en algo. A medida que aquel paisano me contaba el accidente de mi amigo, yo iba pensando en la ironía de la vida. Pues, desde aquel día que su madre se había tirado al paso de un tren, habla pasado mucho tiempo, para al final ir a sucumbir de la misma manera, quizás en el mismo sitio. Iba pensando yo que mi amigo, en realidad, había muerto aquel día que la madre se había echado al tren, y que el resto de su vida había sido uno de esos sueños, que dice la gente se sueñan en los últimos momentos de la vida. Un sueño que tal vez yo había soñado. Por que aquella amistad nuestra me pareció muy lejana. Mi vecino hablaba y yo lo escuchaba como en un sueño, porque yo iba pensando en otras cosas, como queriendo acercarme a un tiempo perdido y olvidado. Yo no había exerimentado nada, cuando aquel vecino me dio la noticia de la muerte de mi amigo. No había sentido pena, y mi corazón siguió su ritmo sin la menor señal de alteración. Yo quería sentir pena y sentir dolor y no sentía nada. Pensaba, entonces, si la ciudad cosmopolita, donde todas las razas se mezclan, me había endurecido a mí de tal manera que no sentía la muerte de un amigo. Tal vez fuese porque no lo podía creer. No es posible que yo me haya insensibilizado de tal forma, me consolé a mi mismo pensando así. Su cuerpo presente estaba en la case de su madre. Me sorprendí, cuando al llegar vi a tantos paisanos, que allí se habían juntado para despedir a mi amigo en su último viaje. Aquello parecía una fiesta de las que los paisanos organizaban, como ya dije, a orillas del Río de la Plata. Había flores por todos los rincones, ofrendas de los paisanos para aquel extraordinario personaje que habla interpretado un difícil papel en esta comedia de la vida. Yo no habla tenido tiempo para flores, pero recordé su canción, aquella canción que cantara en la fiesta el día de la despedida. Pues allí parecían estar todas las flores muertas, tal como el lo habla predicho. Yo lo miraba, y me parecía verlo descansando, allí acostado en el sarcófago, completamente relajado y en paz. Su pelo rizado y bien peinado y su bigote muy bien recortado. En sus labios sensuales me pareció ver una sonrisa enigmática; o tal vez una palabra que se quedó en sus labios. Pues me pareció que me quería hablar. Estoy seguro, o eso me pareció en aquel momento, que le quedó algo por decirme, y estaba allí a flor de labios; tal vez fuese ese chiste nuevo que uno piensa contar al encontrarse con un amigo. Si, aquello que había en sus labios era un mensaje para mi, y yo no pude adivinar lo que era. Porque, estando así mirando su
eterna tranquilidad, se acercó un paisano y comentó:
“Era buen mozo. ¿Verdad?”
Yo miré al paisano para decir que si y, al tiempo, el funerario le puso la tapa al cajón, como el que cierra un libro de un cuento fantástico antes de haberlo terminado de leer. Salió el cortejo por los arrabales de la ciudad, y cruzamos una zona que venla siendo un vertedero de desperdicios. La basura ardía y el humo y el olor eran pestilentes. Mismo me dio la sensación de que entrando en el infierno. Llegamos al cementerio de Flores, otra ironía más de la canción de mi amigo. Era aquél, un vasto cementerio, muy viejo, feo y muy deprimente. Yo pensé que mi amigo hubiera preferido ser enterrado en el cementerio de la aldea, como cualquier otro emigrante lo hubiera deseado. Pues es, de todos los temores que los emigrantes abrigan, al andar por el mundo, el de morir lejos de la patria, uno de los temores que mas los preocupa. Por eso, cuando vi a mi amigo allí enterrado, me di cuenta que lo había perdido para siempre; pues hasta aquel momento no podía creer que había muerto. Fue entonces cuando sentí una sacudida en mi corazón, como si hubiese reaccionado de un profundo estupor. Quise contener el llanto, por la vergüenza de llorar en publico, pero, al contenerme, las lágrimas eran aún más grandes y abundantes. Y allí cayeron sobre su tumba como algo mío que moría con él. Y aquel fue mi homenaje para aquel caro amigo.

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