domingo, 12 de agosto de 2007

UNA BATALLA PERDIDA

En aquel hotel pronto ascendí a primer chef, ya que dentro de lo malo yo era el mejor, y por ascender me tocó de luchar con algunos de aquellos locos del sanatorio -que era una batalla perdida, una cuestión de reír o llorar-. Lavaban platos y perolas, pelaban patatas y fregaban el piso. Trabajos en los que no hubiese que usar mucho la cabeza. Eso de darles trabajo a los locos, era algo así como un programa de caridad -muy de moda en la política de la hostelera inglesa; pero yo me daba cuenta que, toda aquella generosidad, tenia más que ver con la economía que con la caridad. Les pagaban poco y las compañías se ahorraban unas buenas libras, y ellos iban haciendo el trabajo, si no era mejor era peor; y en mi caso, lo que ellos no hacían lo hacia yo. De esos descarriados recuerdo tres que llegué a cogerles cierto aprecio. Uno era mudo, muy trabajador, pero de nervios muy alterados. Los pinches, segundos cocineros, ingleses jóvenes, que también parecían haber escapado del manicómio, tiraban con todo a la pila, sin orden, hasta que el mudo no sabia por donde empezar, y era entonces cuando no podía controlar sus nervios. Se le hinchaban las venas del cuello y su rostro se enrojecía; y cuando eso sucedía, la explosión no se hacia esperar. Creo que les tenían prohibido fumar, porque nunca tenían tabaco. Tal vez seria por el peligro del fuego, mas que por cuestiones de salud. Yo no fumaba pero siempre tenia un paquete de tabaco en el bolsillo, como si fuese una medicina, para tener los contentos. Cuando el mudo llegaba al borde del abismo, le daba un cigarrillo y lo mandaba al staff room’ a fumar y reponerse. Mientras tanto yo le organizaba el trabajo: perolas a un lado y fuentes al otro. Después de unos minutos el mudo volvía como nuevo. Ya sabia que iba a encontrar la pila organizada. Me hacia una reverencia de agradecimiento y sonreía avergonzado, como disculpándose por haberse enfadado. Otro loco lindo, era un viejo verde que no hablaba más que de sexo. Como yo le contara un chiste verde se reía todo el día. Su risa de idiota era tan contagiosa, que los muchachos se revolcaban por la cocina, contagiados por su risa. Era muy descuidado, o falto de memoria, hasta el punto que algunas veces llegaba sin camisa pero con dos corbatas. Al enterarme de que el sanatorio era solamente para hombres, le pregunté cómo se las arreglaban sin mujeres.
-Nos vamos ayudando unos a los nosotros -me dijo.
Ls tenían muy bien controlados en el sanatorio. Los traían a la mañana y los venían a busca
después de la jornada, hacia las dos y media, o tres de la tarde. No podían trabajar la jornada entera, porque de noche no los dejaban andar sueltos. Algunasveces ellos se largaban antes de que los vinieran a buscar y después los tenían que andar cazando por el pueblo. Los pobres tenia n muchos deseos de parranda. De esos tres, que les cogí aprecio, el más divertido era un tal Pat. Este Patricio era realmente un personaje extravagante, muy guapo, alto, delgado, rubio e ojos azules, cabello ondulado y abundante. Siempre andaba limpio y trajeado. No quería ponerse mandilón, y trabajaba con su traje, unque hiciese un calor espantoso. Y al fin de la jornada estaba limpio como el primer momento. Claro que mucho no trabajaba. Casi lo único que hacia era preparar té para el personal. Cada hora preparaba el té, y miraba el reloj para no pasarse un minuto.Todo el dinero que le daban lo jugaba a los caballos. Tienen fama los irlandeses de ser locos por los caballos. Este, cuando al fin de semana le daban su dinerito, lo primero que hacia era hablar con el jefe de los camareros -otro jugador empedernido, que tenia cuenta corriente con los “Bookies” -agencias de apuestas­ y apostaba por teléfono. Patricio elegía una de las carreras del día y apostaba unos peniques a todos los caballos. Así nunca perdía, porque siempre ganaba alguno de sus caballos; aunque lo que ganaba siempre era menos de lo que apostaba. Había en el pueblo, además del asilo de locos, un “Resting Home” -casas de descanso- una forma delicada que tienen los ingleses de llamarles a los asilos de ancianos. Este Resting Home que había en el pueblo, era famoso por la mezcolanza de razas que allí se agrupaban. La mayoría eran de Europa del Este, de los que se habían quedado en Inglaterra después de la guerra. Pero también había algunos alemanes y franceses. A los del Este les gustaba mucho jugar al ajedrez. Como hiciese buen tiempo, se les veía con sus mesas portátiles, sentados en los bancos de madera del parque, preparando su jornada. El parque estaba a la parte de atrás del hotel, a poca distancia, y los jugadores se podían ver desde las ventanas de la cocina. Las partidas duraban horas. Los jugadores, con los codos sobre la mesa, la cabeza entre las manos y los ojos clavados en el tablero, pensaban y pensaban,que mismo parecía que se quedaban dormidos con los ojos abiertos, y murmuraban ni una palabra, como si les estuviese prohibido hablar. Solo cuando un jugador estiraba la mano para mover una pieza, daban los espectadores señales de vida, haciendo unos ademanes, positivos o negativos, con las manos o la cabeza. Había un jugador, y antipático. Pero por qué era antipático no lo se, si rara vez alzaba la voz. Sería mi imaginación. Le llamaban Frog de apodo, o sea Rana, por lo que me di cuenta que era francés. Es parte del humor inglés el apodar a todas las razas. A los irlandeses les llaman Paddies, a los españoles cebollas, porque las cebollas españolas tiene allí mucha fama. Los italianos son espaguetis; cabeza cuadrada los alemanes, y mentalidad de cuco los suizos, por los relojes de cuco. A los franceses, les llaman patas de rana, porque comen ranas, cosa que a los ingleses les horrorizan el sólo pensarlo. Con el tiempo me enteré que no era yo solo el que lo consideraba antipático, al Rana aquel, que les pasaba lo mismo a los jubilados que jugaban con él, pero por distintos motivos. El hombre era invencible en el ajedrez, y todos sus compañeros le tenían rabia por aquel motivo. Todos deseaban vencerlo, algún día, o que alguien lo hiciese por ellos. Ya no se trataba de ganar al ajedrez, sino de ganarle al francés. Al loco Pat le gustaba mucho el ajedrez. Se escapaba antes de terminar la jornada, para no volver al sanatorio tan pronto. Yo sabía bien a donde iba, pero les decía a los que lo venían a buscar que no lo sabía. Se iba a ver como jugaban al ajedrez los jubilados. Después me rompía a mi la cabeza dándome explicaciones de como se jugaba. Siempre se mantenía en la parte de atrás de los espectadores porque, como era tan alto, él podía ver por encima de la cabeza de los demás. Una tarde me acerqué yo al grupo de espectadores y, tocándole la espalda le saludé: ¡Hola, Pat!
Puso el dedo en los labios y, casi enfadado, me dijo: ¡Chis! En una ocasión vi allí más agitación de lo acostumbrado.Por primera vez se oían algunas voces, aunque suaves. Pero la excitación se podía notar en el aire. Me acerqué para ver si habían vencido al Rana y, para mi sorpresa, allí estaba Pat desafiando al francés. Mismo parecía un científico, sentado frente al tablero. Su personalidad se hacía más impresionante porque todos los demás eran viejos, y no muy aseados. La Rana francesa, parecía diminuto frente al irlandés. El cuello de su camisa doblaba las orejas para arriba, como las de un perro de policía. Su chaqueta estaba arrugada como si durmiese con ella puesta todas las noches, con las solapas llenas de ceniza y de marcas de cigarrillo. Pat, aun después de la jornada de trabajo,estaba limpio, impecable, con su traje gris, su camisa blanca y su corbata azul a rayas. Quien no lo conociera diría que era un lord, o un dandy de la moda inglesa. La partida iba a empezar. El francés cogió dos peones, uno blanco y uno negro, escondió las manso debajo de la mesa y después, mostrándole los puños a Patricio, le dio a elegir. Le tocaron las blancas. Se oyó un suave susurro de aprobación. Pat ya tenía la ventaja, y aquello parecía alegrar a los espectadores.Pat suspiró hondo y, después de estallar sus dedos largos y delgados, los estiró hacía un peón. Yo noté, por primera vez, un cierto nerviosismo en el francés. Vi como todos los presentes, inconscientemente, estiraban sus dedos, corno si ellos fueran a mover la pieza. Pat se detuvo, entonces hubo un suspiro de alivio entre sus admiradores. Pude comprender que no aprobaban que Pat saliese con aquel peón. Todos estaban de su parte y no deseaban que cometiese una equivocación. Tenían el presentimiento de que el francés había encontrado su Waterloo. Lo notaban en el aire tranquilo e impenetrable que irradiaba aquel desconocido. Pero aquel peón no era la salida que ellos esperaban. Pat avanzó dos cuadros con el peón que estaba enfrente de la reina. Los presentes hicieron un movimiento de hombros, y se oyó un murmullo. Después un silencio profundo. No debía de ser la salida apropiada, pensé yo. El francés meditó un buen rato y saltó con un caballo, amenazando al peón. Patricio salió con el alfil. El peón ahora estaba protegido por la reina y el alfil. Cualquiera podía ver que de eso se trataba. El francés volvió el caballo a su sitio, como si su táctica fuese la de estudiar a su contrincante. Pero las jugadas de Pat dejaban a todos con el corazón en la boca. El francés sudaba, encendía un pitillo y el pitillo ardía casi por completo mientras él pensaba, y la ceniza le caía por la chaqueta, entonces, como despertando, la limpiaba con el reverso de la mano y movía su pieza. La partida se prolongaba, aún más que cuando los mejores jugadores desafiaban la Rana, porque Pat lo hacía pensar demasiado. Las jugadas de Pat eran cosa nunca vista, fuera de toda norma -eso lo notaba yo en la expresión de los presentes. Era una nueva forma de jugar al ajedrez -parecían decir aquellas expresiones. Todos estaban al borde de un ataque de nervios -eso me pareció- como si nunca hubiesen visto un genio del ajedrez como aquél. Pat no respetaba las reglas del juego -según podía yo entender- y avanzaba y avanzaba con sus peones y piezas, en un ataque que parecía imparable. De pronto el francés levantó la cabeza y estiró la espalda, como si se fuese a levantar, como si fuese a abandonar la partida, para no ser humillado delante de sus viejos contrincantes. Pero no se levantó. Secó el sudor de la frente con la manga de la chaqueta, tiró con la colilla lejos, y siguió jugando. El hombre había despertado de su hipnotismo, y se había dado cuenta que Pat no sabía jugar. Solo sabía el movimiento de las piezas por las veces que había estado observando las partidas. Yate el asombro de los presentes, sus peones y sus piezas dieron en caer, como la teoría del dominó. El francés, rompiendo también sus reglas, ya no le interesaba el jaque mate, sino el destruir todas las piezas de su adversario, como por pura venganza. Pat se quedó con el tablero vacío. Pero, con una dignidad de campeón, empujó el rey, delicadamente, con su dedo índice, y el rey sonó suavemente en la tabla; pero todos los presentes se estremecieron, con aquel sonido, como si hubiese caído una bomba a su lado. Pat se levantó, sonrió, y me dio una palmada en el hombro.
-Hasta mañana -me dijo, y echó a andar.
-¿Le conoces? -me preguntó el francés.
Es un loco del asilo, que viene a trabajar al hotel a las mañanas -le dije.
Las carcajadas de los presentes retumbaban por todo el jardín. Noté que al francés no le hacían gracia alguna aquellas risas.

FALTA TRES RENGLONES

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