sábado, 18 de agosto de 2007

LA PROFECÍA DE LOS CUERVOS


Volví al lugar de los hechos quince años después. El paisaje estaba completamente cambiado. El soto de viejos castaños había sido talado, y los caminos, al no ser transitados, estaban parcialmente cubiertos por la maleza. Pero mi cuerpo reconoció el lugar, mejor que la memoria. Porque sentí un reconocido escalofrío, y el sudor, de aquella mañana calurosa, se congeló en mi espalda. Pues había sido allí, en aquella encrucijada, donde un atardecer de otoño, Julia me había dado su último abrazo, y siempre sentía el mismo escalofrío, cada vez que la memoria me recordaba aquel suceso. Porque, según me informaron y aseguraron, Julia ya había muerto cuando tuvimos aquel encuentro; pero yo siempre me resistí a creer que, un hecho tan real, pudiese haber sido una visión. Julia fue mi primer amor. Una vez recuperado de aquella extraña sensación que me produjo el encuentro con el pasado, le pregunté al vecino que me acompañaba:
-¿No era aquí donde había un soto de viejos castaños?
-Si que era. Mira como te recuerdas. Una peste los secó, y entonces los cortaron -me informó.
La pregunta había sido solo por decir algo, porque yo ya me había identificado con el paisaje entero, tanto como si nunca lo hubiese abandonado. También había observado que al lado del camino hondo, quedaba de pie uno de aquellos viejos árboles que, por el verde ropaje que lo vestía, parecía gozar de una buena salud. Entonces otra vez le pregunté al vecino:
-¿Cómo les cogió la peste a los otros y a ese no?
-A ese le guarda la salud el diablo, por haberle dado un alma pecadora -dijo, y echó una risa, festejando su ocurrencia, por lo que no entendí si había hablado en serio o me había dicho un chiste de mal gusto. Porque mi memoria ya me había informado que aquel era el árbol donde Antón, el padrastro de Julia, se había colgado, después de haber asesinado a las tres mujeres, enloquecido por un ataque de celos.
Nos sentamos en el vallado a la sombra de aquel árbol. El vecino empezó a contarme detalles de aquella historia. Por eso pensé que me había llevado por allí con ese propósito, por hablarme de aquel suceso. Yo lo oía hablar, cada vez mas lejos, como una voz que me hablaba desde un tiempo olvidado, y su conversación me iba adormeciendo, transportándome al pasado; y así fui recordando, como en sueños, sin escuchar ya al vecino, los sucesos que yo sabía mucho mejor que él y que cualquiera otro ser viviente. Porque yo había sido parte de aquellos hechos.

LOS CUERVOS

Yo era un niño de muy pocos años, la primera vez que pasé por aquel lugar. Vivía cerca de nuestra casa una vieja supersticiosa, como lo eran casi todas las viejas de entonces. Pero aquella era un caso especial. La pobre estaba ciega y, sin embargo, en la aldea iba y venia haciendo sus trabajos sin necesidad de sus ojos; pues parecía tener todos los caminos gravados en su memoria. Pero cuando la necesidad la obligaba a viajar a algún lugar más apartado, tenia que usar los ojos de algún vidente y, en algunas de esas ocasiones, yo le hacia de lazarillo. En una ocasión la mujer quería ir a la feria -que se celebraba cada quincena en la villa cercana- y pasó por casa para pedirle a mi madre el servicio de mis ojos -que esa era su manera de hablar. Madre pensó que yo era demasiado joven para acompañarla hasta la feria; pero, como en aquel momento estaba brincando conmigo un chaval vecino, que me llevaba un par de años, madre nos pidió que acompañáramos a la anciana los dos. La anciana, en vez de seguir la carretera vecinal, que rodeaba la colina, nos llevo por una vereda, cuesta arriba, cruzando los montes, atajo que usaban la mayoría de la gente, cuando iban a la villa, pero que para mi aún era un camino desconocido. La señora sabía el camino de memoria, y caminaba sin nuestra ayuda. Pues se suponía que nuestra ayuda sería necesaria para ayudarla en la feria y ponerla de vuelta en el camino real, al regresar. Pasamos por un soto de viejos castaños, que me parecieron muy corpulentos y un tanto extraños, porque algunos mostraban sus entrañas como pequeñas cuevas. Debajo de los árboles había una casa deshabitada, que a mí me llamó mucho la atención, ver una casa sin gente. ¿Pues qué hacía una casa sin gente, allí sola en el bosque? Se supone que era por el otoño, porque recuerdo que había muchas castañas por el camino, debajo de aquellos árboles. La vieja, que caminaba al frente, no se dio cuenta que nosotros nos habíamos detenido a recoger castañas. Nos llamó y, ya enterada de lo que estábamos haciendo, nos grito con una inusitada urgencia, como horrorizada de nuestra acción. “¡Dios mío, hijos! Tirar con esa tentación del diablo,” nos dijo la mujer. Nosotros no comprendíamos su excitación, ni que mal habíamos hecho, si las castañas estaban en el suelo y no era delito recogerlas. Pero obedecimos a la anciana y, muy a pesar nuestro, vaciamos los bolsillos. Entonces, la anciana, mientras caminábamos, nos aclaró el motivo de su horror. Se trataba de una historia que, debido a nuestra edad, no la entendimos muy bien. Según nos contó, aquellas castañas estaban infectadas de los cuervos, y nos aseguró que aquellos cuervos, que moraban en aquel soto, no eran cuervos como otros, que eran demonios, hijos del mismo Satanás disfrazados de cuervos. Nos contó, seguidamente, que un hombre había muerto en aquella casa, que estaba allí debajo de los castaños, y los cuervos lo habían comido. Y según nos aseguró la vieja, a las aves les había quedado el pico dulce, porque la carne humana es muy dulce, y ellos, siendo hijos del diablo como eran, esperaban en el soto a que pasara gente por allí y se comieran las castañas endemoniadas y se murieran, para después ellos comerse a los muertos. También nos aseguró que los cuervos, como otras aves agorera que ven el futuro, y que por esa razón estaban seguros de que alguien más iba a perecer en aquel lugar, y ellos esperaban allí, pacientes, a que aquello sucediera, para celebrar otra fiesta.
A medida que fui creciendo, escuché varias versiones de la misma historia, todas ellas demasiado fantástica para ser la verdadera. Se contaba, siempre con alguna variante, que durante una tormenta de nieve (que había cortado varias aldeas por días) un hombre había muerto en la cabaña, se presume que de frío, factor nada convincente, dadas las circunstancias de que el hombre era joven y conocía bien el terreno, y la casa donde vivía no estaba lejos, por lo que el joven podría haber caminado hasta ella, aunque la nieve fuese mucha. En lo que respecta a los cuervos, muy hambrientos tendrían que estar -eso pensé yo cuando tuve uso de razón- para darse tan funesto banquete. Pero las gentes así lo contaban, diciendo que, debido a la nieve, las aves no tenían nada con que llenarse el buche, y así habrían echaron pico a lo que les vino a mano. Pero muchos otros seres hambrientos, como roedores, moraban en aquella casa que, según me enteré cuando ya fui mayorcito, no era una casa propiamente dicha, sino una cabaña para albergar ganados, y que no era usada desde hacía mucho tiempo. Por lo que serviría de refugio a ciertas alimañas. Pero, como bien dice el refrán: Todos los pájaros comen trigo, y la culpa la lleva el gorrión. Y en aquel caso la culpa, del macabro banquete, la llevaron los cuervos. Según la gente contaba, las aves entraron por unas pequeñas ventanas, que no tenían cristales, y se alimentaron del cadáver, dejándolo, hasta tal guisa, que solo pudo ser identificado por las ropas y el calzado. Debido tan macabro suceso, la vecindad le había cogido tal repugnancia al lugar que, aun pasados muchos años, ni las castañas de aquel soto querían recoger, y los cuervos, urracas y otros animalitos, aprovechaban aquellas circunstancias en su favor y se proveían de alimento hasta avanzado el otoño. Por tal razón sería que nadie quiso aceptar aquella cabaña como vivienda, aunque la vivienda parece ser que escaseaba por aquellos tiempos y lugares, porque la gente se cargaba de hijos. Yo oí decir que Don Fernando se la había ofreciera a varias familias necesitadas, pero que nadie se la había aceptado, ni regalada. La razón, por la cual don Fernando regalaba la cabaña, seria porque no la quería ver caer en ruinas, tal vez deseando conservarla como monumento en memoria de su hijo. Pues había sido su hijo el fallecido en aquel lugar. Qué lejos estaba yo de sospechar, cuando escuchaba aquella historia, que un día mi vida se vería involucrada, casi seguro desviada de su curso, por aquel lejano suceso.

MANCIÑEIRA ­

¿Quién era Manciñeira? Esa pregunta no la podré contestar, porque es un misterio, que ni yo pude descubrir, a pesar de la amistad que existió entre nosotros. Solo podré describir su fisonomía, y parte de su personalidad. Para conveniencia, de quien no esté al tanto de ese término, diré que en gallego Manciñeira quiere decir curandera. Eso era Manciñeira, una especie de bruja curandera, una pobre mendigante, que venir por aquellas aldeas, alrededor del año cuarenta y uno, el año del hambre y de la miseria más rampante que azotó España. En aquellos desgraciados tiempos, los pobres desfilaban por las puertas campesinas en procesión, mendigando una patata, una espiga, un trozo de pan de maíz, o una taza de caldo. Pero, en la mayoría de las puertas, los despachaban con un "vayas con Dios." Porque la gente no tenía nada que dar. Aquellos desafortunados, en su mayoría viejos y niños, en algunos casos, aparecían muertos por los caminos. Manciñeira, la Bruja, mas afortunada que otros pobres, era dueña de un burro negro, en el que traía toda su casa a cuestas. Nunca se supo su verdadero nombre, de donde venía o a que raza pertenecía. Se decía que era portuguesa, por la forma peculiar que tenía de hablar el gallego; que era aquella particularidad la que la hacía graciosa. Se decía que era una gitana desahuciada de su tribu. Se decía de todo, menos de que era una mujer. No usaba pañuelo a la cabeza, como era la modalidad en las mujeres mayores, y su cabello largo volaba en su cabeza como una escoba. El cabello habría sido negro, en otros tiempos, poro por entonces era canoso y tiraba mas bien a blanco. Debajo de su nariz aguileña, le crecía una abundante vellosidad, casi como un bigote. Por no usar pañuelo a la cabeza, y dejar así volar aquel pelo rebelde, por su nariz aguileña y el bigote, seria que su fisonomía era asociada con las brujas -si las brujas fuesen como las pintan. Sus ojos eran rasgados, hundidos en huesudas órbitas, y sus labios eran finos, pequeños y apretados. Rara vez se reía. Sus manos eran largas y huesudas; sin embargo eran lo más delicado y femenino que poseía. Como era delgada y huesuda, más alta que las mujeres de la zona, las otras mujeres la tildaban de marimacho. Tendría, a la sazón, unos cuarenta o cincuenta años; pero su edad era tan elusiva como su identidad. Su vestimenta era, ciertamente extravagante: ropa larga y floja, de muchos colores, si bien los colores aparecían un tanto pálidos por falta de agua y jabón. La mujer recomendaba ciertas curas para males menores; pues parecía ser muy entendida en hierbas y potingues. De ahí que la bautizaran con el nombre de Manciñeira. Y por aquel nombre fue conocida, y no por otro, todo el tiempo que se asentó en la región. Acostumbraba a venir por aquellas aldeas, aproximadamente una vez al mes. Colgado en las alforjas del asno, traía un farol de cobre, muy bonito; pero lo mas curioso era el hecho de que lo traía encendido todo el tiempo, de día y de noche -por una promesa, decía. De que promesa se trataba nunca me enteré, a pesar de nuestra amistad. La gente sabía las fechas de su aparición y esperaban por ella para arrancar ciertos males, como esperaban por las estaciones de la luna para sembrar y recoger cosechas. Por aquellas bendiciones, que parecían curar males de ojo y de diente, le pagaban con otros favores, rara vez con dinero, que era lo que más escaseaba. La mujer cogió mucha fama por aquellos lugares y, después de unos dos o tres años, de ir y venir, asentó cabeza en la cabaña, donde los cuervos había comido al hijo de Don Fernando. Don Fernando se la ofreció, como se la había ofrecido a otras gentes que, por superstición, la habían rechazado. Pero Manciñeira la aceptó, sin escrúpulos ni supersticiones. Cuando se hizo mi amiga, me contó que ella había aceptado la vivienda por curiosidad, con la intención de enterarse de los secretos, o misterios, que guardaba aquella cabaña. Pues, por las conversaciones que había escuchado de la gente, y por otra conversación que había tenido con don Fernando, ella sospechó que, en aquellos sucesos -de la muerte del joven y del banquete de los cuervos- había gato encerrado, como era su manera de decir. La mujer sabia un refrán para cada ocasión. Con el tiempo me acordé yo de uno -que no recuerdo habérselo escuchado a ninguna otra persona- y que ella usaba cuando alguna persona, curiosa y atrevida, quería enterarse de su vida: 'La curiosidad mata los gatos” decía la mujer. Y la ironía del refrán fue que la curiosidad mató a Manciñeira.
Era Manciñeira más sabia de lo que la gente se imaginaba; porque como la gente le confesaban sus males, tanto del cuerpo como del alma, ella había llegado a almacenar un gran conocimiento de las manías humanas. Algunas veces me decía: “La gente, hijo, esta enferma de los meollos.” Así fue, por esas confesiones, que Manciñeira se enteró de los hechos reales, de la muerte del hijo de don Fernando, así como de todas las consecuencias que aquellos hechos desencadenaron. Ella me los contó a mi, y ahora, que ya todos los personajes de esa historia han fallecido, se me ocurre que podré yo contar la historia, tal como sucedió, sin miedo a causarles ofensa. Aunque no sé que habrá sido de Luís, el prima de Julia, que si no pereció, víctima de la maldición que pesaba sobre su familia, aún seguirá sufriendo, como yo aun sufro, las consecuencias de aquellos desafortunados sucesos. Pues es él, si vive, la otra persona que sabe, aunque sea desde diferentes ángulos, cómo y por qué sucedieron aquellos hechos.

LA REFORMA

Me cuesta, sin embargo, saber por donde comenzar esta historia, ya que lo contado hasta ahora, no es más que un prólogo, tal vez el único prólogo, porque todos los hechos de esta historia, y desde mi punto de vista, son un epílogo. Son tantos sus ángulos y puntos de atención, que no sé cuál sería el más apropiado para darle forma. Para mí todo empezó con la reforma de la cabaña, para convertirla en vivienda. Tenia yo doce o trece años, cuando mi tío hizo la reforma, faena en la que yo tome parte. Y fue, durante ese tiempo, que cultive la amistad de Manciñeira. También fue, durante aquellos trabajos, cuando conocí a don Fernando y a su nieta Julia. Don Fernando, que no tenia nada que hacer, se acercaba a charlar con mi tío. Recuerdo que, en una de aquellas ocasiones, hizo un comentario sobre la dureza de la cabaña.
-Esta cabaña fue construida con los mejores materiales: piedra de cantería y madera de roble oscuro. La madera de los barcos que descubrieron y colonizaron el nuevo mundo. Esa madera es eterna.
A mi regreso de América, mirando a la cabaña, después de tantos años, pensé en aquel comentario, pues, al contrario de otras casas, que muy pronto se derrumban con la pena -cuando las han abandonado- aquella se resistía a las calamidades de la soledad y la intemperie, como si los funestos recuerdos que guardaba la mantuviesen de pie. Pues la maleza que la rodeaba, era testigo de que allí no había vivido alma alguna, desde la muerte de Manciñeira y, sin embargo, la cabaña no parecía haber desmejorado con el tiempo y la soledad.
La propiedad había sido bien diseñada, para el propósito de albergar ganados, pero no se prestaba demasiado para otra especie de animal, sin una profunda reforma. Aprovechando el terreno inclinado, los dos niveles, arriba y abajo, daban parejos con el terreno. O sea que en la parte baja, para entrar el ganado, había una sola puerta a nivel con la tierra, y en la parte alta otra puerta, también a nivel con el terreno. Parece ser que por aquella puerta era por donde entraban los piensos, y desde el piso se dejaban caer a un pesebre en la parte baja. El sistema era muy práctico y conveniente. En la parte alta había dos ventanas pequeñas, altas y sin cristales, con barrotes de hierro en forma de una cruz, que había sido por donde entran los cuervos para alimentarse del cadáver. El caserío se debía parecer a una pequeña prisión; eso diría cualquiera que estuviese familiarizado con esas desgraciadas viviendas. El edificio tendría más de dos cientos años y, como queda dicho, se conservaba en excelentes condiciones, tanto la piedra como la madera. No se habían escatimado gastos en su construcción.
Mi tío, que era un buen chapucero, hacía cualquier trabajo con hacha y martillo, así que hizo él toda la reforma, tanto el trabajo de piedra como el de carpintería. Construyó una escalera de madera de la cocina al piso, que a mí me hacia gracia aquel diseño: una escalera para bajar en vez de para subir. Era la primera vez que yo veía una casa al revés, con la cocina abajo y la entrada por arriba. Pero me llego a gustar aquel diseño, y termine por pensar que las casas debieran de ser así todas. En la parte de arriba colocó marcos y cristales a las dos ventanas altas, que creo recordar que quedaron fijas, porque estaban muy altas para andar abriendo y cerrando. También fueron colocadas divisiones en el piso, de forma que la vivienda quedó con un par de habitaciones y un amplio salón. En la parte baja, aprovechando la puerta, tío Tom construyó un vertedero, dejando la parte alta de la puerta como ventana. El piso lo rellenó de tierra arcillosa y pedregullo, quedando un suelo firme y llano. Toda esta explicación de los arreglos, que parecen no adelantar la historia, me he visto en la necesidad de enumerar, tal vez porque yo quedé impresionado del trabajo tan ingenioso que hizo mi tío; y también por el hecho de que yo le llegue a tomar mucho cariño a la casa, y porque fue en aquella cocina que Manciñeira me contó todos los hechos de historia. Lo más ingenioso, que a mi entender hizo me tío, fue lo que en Galicia llamamos "lareira", o sea donde se hace el fuego. Aquel si que fue un trabajo sólido, con piedras de granito, que las había en los alrededores, tal vez restos de cuando se construyera la cabaña. Era exageradamente amplia, aquella lareira, cubierta con una enorme gambota de rasilla. Y como costaría mucho levantar una chimenea, abrió un agujero en la pared para la salida del humo. Humeaba bien en circunstancias normales; pero si el viento era noreste, la casa se llenaba de humo. Manciñeira trataba de no hacer fuego en esos días de viendo noreste, o tenia el cuidado de quemar leña muy seca. Antes de la mujer aprender aquel detalle, en una ocasón entre yo en la casa, y era tanta la humareda que no le vi a Manciñeira mas que los ojos.
-¿Pero usted que hace? -le grité.
-Desinfectando la casa -me dijo, entre risas y tosiendo.

Don Fernando le dio a Manciñeira algunos muebles que él tenía amontonados en su caserío, para ir rellenando la espaciosa vivienda. Con todo, la cabaña parecía un tanto desnuda, demasiado grande para una sola persona. Pero Manciñeira le fue dando calor y vida con ciertos objetos, adornos que ella fue consiguiendo en sus andanzas. Plantó algo de jardín al frente, para darle alegría a la casa -eso decía ella- y, a la parte de atrás, al lado de un pilón que recogía agua del tejado, preparó, con mi ayuda, un galponcito para que el burro estuviese abrigado. Manciñeira quería mucho al burro aquel. En la parte más baja del terreno, a orillas del camino, en una rama larga de un viejo castaño, colgó una cuerda -también con mi ayuda- a guisa de columpio, con una madera para sentarse. Me dijo que era para que los chavales se divirtieran, que le daban alegría al lugar. Creo que a Manciñeira le preocupaba aquella aureola de bruja que la gente le achacaba, y ella trataba de abrir las puertas de su corazón a la gente sana, coma es el corazón de la tierna juventud. Porque tal vez el corazón de Manciñeira se sentía un tanto desolado. Yo, que al principio le tenía recelo, por aquello que la tildaban de bruja, pronto le cogí aprecio, porque algo me decía que detrás de aquella apariencia de bruja, la mujer escondía un tierno corazón. Así que pronto la adopte coma mi abuela, y a ella le gustaba que le llamase así. Ella me llamaba hijo unas veces y nieto otras. Pero cuando me llamaba nieto sonreía, como si le hiciese gracia llamarme así. Creo que, después de Julia, yo fui la criatura que ella más ha querido.

Durante el tiempo que la mujer vivió en la cabaña, a falta de médicos y medicinas, o del dinero para pagar esos lujos, la mujer rellenó aquel hueco, y la gente acudía a su vivienda, o ella a la de la se los aldeanos, coma si de un médico se tratara. De aquello vivió la mujer, razonablemente holgada, con poco dinero, que era lo que más escaseaba, pero de comer no le faltaba; y en aquellos tiempos el que comía ya era rico.
Como ya mencioné, me he extendido en describir la cabaña y sus arreglos, algo más de lo que, a simple vista, parecerá necesario, como si ello retrasara esta historia, pero lo he hecho deliberadamente, porque la mayoría de los sucesos de la historia se desarrollaron en la cabaña, o tuvieron algo que ver con ella y sus arreglos, como se verá a medida que se vaya desarrollando la trama.
Fue en aquella lareira que mi tío construyó, donde, a las noches, Manciñeira me contaba sus historias, donde, por su boca, me enteré de todos los secretos de la familia de Julia, y de todos los hechos que rodeaban aquella muerte misteriosa del hijo de don Fernando... en fin, de toda las calamidades que de esa familia yo ahora iré enumerando.


EL ENCUENTRO CON JULIA

Fue, durante aquellas reparaciones de la cabaña, que conocí a Julia. Acompañaba a su abuelo, en una de aquellas visitas que el anciano hacía a la cabaña, para ver como iban los trabajos y charlar con mi tío. Le gustaba mucho al hombre charlar con mi tío. Y aunque el viejo era educado y de una agradable conversación, algunas veces mi tío desearía que se fuese con su música a otra parte. Creo que mi tío se sentí incómodo cuando el viejo lo miraba trabajar. Antes de aquellas visitas yo ya había oído hablar de don Fernando, que era un señor muy conocido, pero nunca había oído mencionar a Julia. Mi amor por aquella mocita fue instantáneo, y se convirtió en una obsesión que no me produjo mas que tristeza, complejo de inferioridad y desasosiego. Julia era diferente a cuantas mocitas yo había visto o imaginado. Era alta, algo más alta que yo, pero muy delgada: un verdadero esqueleto. No comprendo como, a mi tierna edad, pude yo ver tanta belleza en aquellos huesos y pellejos. Sería por ser tan flaca que sus ojos parecían tan grandes, mas grandes que su cara. Ojos tristes, como las miradas de las criaturas que, sin palabras para expresarse, piden ayuda con los ojos. Su cabello rubio, largo y rizado, era finísimo y, con la más tenue de las brisas, se alborotaba y le cubría todo su rostro como un velo de misa. Yo no me enamoré de Julia como mujer, o como un todo. Me enamoré de sus detalles; como si se tratase de un conjunto de identidades separadas: su vestido y sus zapatos, que eran muy bonitos -y ella que parecía muy fina y graciosa dentro de aquellas prendas. Me enamoré de sus modales delicados que, acompañados de aquella vestimenta, la hacían muy respetable. Me enamore de su voz, una voz tan clara y suave que parecía un instrumento musical, cuya música, tan melodiosa, yo nunca había experimentado. El por qué yo asocié su voz con la música, no lo se. A la sazón yo no entendía de esas notas, de música y de belleza. Quizás no haya asociado, entonces, la voz de Julia con lo que ahora cuento, y hayan sido los recuerdos los que jugaron con esa asociación, más tarde. 0 tal vez fuese algo nato que vive en nuestro espíritu: el canto de los pájaros, o el susurro de los árboles, de los arroyos y de las fuentes, esas cosas que se introducen en el alma de un niño campesino, sin él darse cuenta de su naturaleza.
-¿Cómo te llamas? -recuerdo que me preguntó Julia, nada más al llegar a mi lado.
Aquella pregunta me cogió de sorpresa. Yo no esperaba que aquella mocita me dirigiese la palabra, y menos que me preguntara por mi nombre. En las aldeas, en aquellos tiempos, nadie le preguntaba a un rapaz por su nombre. El nombre era para identificar, llamar, gritar por la criatura, como se hacía con cualquier otra especie de animal. Creo, por lo tanto, que ella fue la primera persona que me hizo aquella inusitada pregunta. No me fue fácil contestar, por ser una mocita tan especial la que me hacía tal pregunta. No estaba seguro de si mi nombre sería apropiado para tan inesperada ocasión. A mí me llaman a gritos, estuve a punto de contestarle.
-Me llamo Manuel... pero casi todos me llaman Mano –le contesté.
-Yo me llamo Julia -dijo, sin hacer ningún comentario sobre mi común y extendido nombre, porque, en aquellos tiempos, parecía que no había otros nombres para los barones.
-¡Julia! -exclame, como si aquel no fuese un nombre corriente, o como si esperara que tan extraña criatura tuviese un nombre diferente.
-¿Te gustaría ser mi amigo? -me preguntó, y la pregunta aún me pareció más inesperada que la de preguntarme por mi nombre. Me pareció una pregunta ridícula, pues ella ya no era tan niña para hacer una pregunta tan simple.
-Si tu quieres -acerté a contestarle.
Fue entonces cuando me ofreció un trozo de chocolate, como sello de aquella amistad naciente. Yo no le pude ofrecer nada, porque nada tenía que valiese la pena ofrecerle, para sellar tan inesperado convenio. Don Fernando nos quedó mirando, después que Julia me ofreció el chocolate, creo que con visible satisfacción de que su nieta hubiese cogido tan fácil amistad conmigo, porque yo note en sus labios una sonrisa escondida. Después le dijo a Manciñeira:
-Dejemos a los jóvenes y bajemos para ver como van esos trabajos.

Justo en aquel momento me llamó mi tío, con alarmantes voces, que sonaban a mal humor, por mi tardanza sería. Me asustó su tono, porque mi tío rara vez usaba aquellos modales exagerados. Guardé el chocolate en el bolsillo y baje corriendo, un tanto avergonzado, por aquel brusco trato de mi tío en la presencia de la mocita. En el fondo de la escalera tropecé con Manciñeira, en el momento que don Fernando le decía, refiriéndose a Julia:
-Es el retrato de su tía. Ella se murió a su edad. Tenia catorce años.
Aquellas palabras me dieron a entender que Julia era cerca de dos años mayor que yo. Julia me había seguido, y don Fernando puso un dedo en los labios, como avisando a Manciñeira de nuestra presencia.
-Esto va a quedar bien -le dijo a Manciñeira, como si fuese una forma de cambiar la conversación que mantenían sobre Julia.
Cuando don Fernando y Julia se marcharon, me preguntó Manciñeira:
-¿Te gusta esa niña?
Como contestación, a una pregunta que no esperaba, me limite a retorcerme, con esa sensación de que la ropa me caía del cuerpo y me iba quedando desnudo. ¿Cómo se había dado cuenta la mujer de que Julia me gustaba?
-¡Qué pena! -exclamó, ante mi silencio delatador.
A la noche, ya en la cama, saboreé el chocolate como si fuera un elixir amoroso, por venir de las manos de tan singular personaje; y porque, en aquellos tiempos, chocolate era inalcanzable, para cualquier niño de familia humilde. Por pensar en Julia y en la pregunta de Manciñeira, me olvidé del chocolate en el bolsillo hasta que fui para la cama. Comí el chocolate, siendo aquella la primera vez que lo probaba, y por venir de las manos de aquella mocita, era como la fruta del Paraíso. Y desde aquel día, yo asocié aquel sabor con muchos sentimientos y emociones, especialmente con el amor y la tristeza. Mientras saboreaba aquella fruta del Bien y del Mal, fui asociando aquella conversación de don Fernando con Manciñeira, de que Julia se parecía a su tía, y que la tía había muerto a los catorce años, la misma edad de Julia. ¿Estaba Julia enferma y por eso era tan flaca y parecía tan triste?
En una ocasión, cuando ya los arreglos de la vivienda estaban terminados, y mi amistad con la mujer se había consolidado, decidí preguntarle el significado de aquella conversación, entre ella y don Fernando. Era la primera vez que yo me atrevía a hablar con una persona mayor, con respecto a esas cosas del corazón.
-Sabia que un día ibas a preguntarme eso -me dijo Manciñeira, sin mostrar sorpresa.
-Es que como esta tan flaca... y no será de hambre, porque ellos son ricos -le dije.
-Está flaca porque no quiere comer. Dice que no tiene apetito. Pero no está enferma. No de enfermedad. Pero tiene algo en su cabeza, algún problema -me aclaró Manciñeira.
-¿Entonces por qué dijo usted "que pena", cuando yo hablé con Julia aquel día?
-Porque esa niña nunca será para ti. Así que no te enamores.
-¿Qué no me enamore? Bueno, señora. ¡Qué cosas tiene usted!
Enamorarme yo a mi edad -le conteste, muy avergonzado.
-Es a vuestra edad cuando se enamora la gente. No me mientas a mí que yo se más que tú -me advirtió la mujer.
-¿Y por qué dice que esa niña no será para mí? ¿Por qué yo soy pobre y ella es rica?
-Esa puede ser una de las razones, muchacho. Pero la razón principal es la edad. Cuando esa niña sea mujer... quiero decir cuando esos huesos se rellenen de carne, esa niña va a ser una mujer preciosa. Dos años más y ya lo verás. Y tú dentro de dos años aún serás un niño. Esa es la pena, muchacho. Así que no te enamores, que vas a padecer mucho -otra vez me advirtió Manciñeira.
No por nada le llamaban bruja a la mujer. Me dijo que no me enamorara porque se dio cuenta de que yo ya estaba enamorado, y de que ya estaba sufriendo. Pero el único bien que me hacía, con aquélla advertencia, era echarle leña al fuego, que dentro de mi pecho ya ardía mi primer amor.
Pero, después de unos momentos leyendo mis pensamientos, Mancñeira me dijo algo que me alentó:
-Tu podrías ayudar a esa niña, si te interesa.
-¡Ayudarla yo! ¿Y en qué? -le pregunté, un tanto perplejo.
-Yendo a verla y hacerle compañía; que aunque nunca sea para ti, podéis ser amigos lo mismo.
-¿Y luego por que precisa compañía? -pregunté, porque yo no veía que ayuda le podría dar con mi compañía.
Manciñeira me aclaró aquella conversación de Julia en nuestro primer encuentro, el regalo del chocolate y la satisfacción de don Fernando, al ver que yo le aceptaba el regalo.


LA AMISTAD

Parecerá extraño que una mujer mayor, como era Manciñeira, cogiera amistad tan pronto y tan fácilmente con un muchacho tan joven como era yo . A mi mismo me extrañaba aquella confianza que me ofrecía a tan poco tiempo de conocernos. Pero se comprenderá que la mujer no tenía amigos a quién contar sus penas o alegrías, y como a falta de pan buenas son tortas, yo terminé siendo su confesor.
Mientras yo le ayudaba con ciertos trabajos, como ser el alpendre para abrigo del burro, y colocar la cuerda en el castaño para el columpio, entre otras chapuzas, ella me fue contando muchas pequeñas historias de sus andanzas. Pero como mi interés era Julia, las otras anécdotas no me llenaban barriga, y yo volvía sobre lo que me interesaba cuando se me presentaba la ocasión. Disimulando mi amor por Julia, que me daba apuro declararlo, para llegar a ella yo daba vueltas, como el que coge el camino más largo fingiendo que es un atajo. En una de esas ocasiones le pregunté de dónde había sacado ella el dinero para comprar la cabaña y para pagarle a mi tío por la reforma. Porque como ya comenté al principio, la gente le pagaba sus servicios con mercadería, como en los tiempos primitivos, pero rara vez con dinero, que eso si que escaseaba en aquellos tiempos.
-Este negocio se lo debo a Julia -recuerdo que me dijo en una ocasión.
-¡A Julia! –yo exclamé.
-Si, a Julia. Veras como sucedió:

En una ocasión don Fernando tropezó conmigo en el camino. Y no hace falta ser bruja para darse cuenta que aquel encuentro no había sido casual. Intercambiamos unas palabras, y me invitó a su casa. No me podía negar, aunque cogí miedo. ¿Y por qué cogí miedo? Porque me había echado fama de bruja, por estos lugares, y si a las brujas no las queman hoy día, aún las pueden meter en la cárcel. Cogí miedo porque su hijo Luís me había pedido ayuda, en una ocasión, y yo le di un consejo, y pensé que Don Fernando me iba a hablar del asunto. Porque su hijo entendió mal mi consejo, y desde entonces dio en cambiar de personalidad... y no para mejor. Y don Fernando, siendo hombre de riquezas y de influencia, me podría meter en un lío, si pensaba que yo era la culpable del cambio de su hijo. Yo siempre desconfié de la gente con dinero. Me hicieron una jugada una vez, y no quiero que me pillen en otra. Pero me sorprendió la amabilidad de ese hombre. Al sentarme me ayudó con la silla, como si yo fuera una dama. Hacía tiempo que yo no experimentaba aquel detalle, tan galante. Don Fernando se sentó enfrente, y llamó a la señora, esa mujer que tiene en casa desde siempre, para que nos sirviera chocolate y bizcochos. Mientras no venía el chocolate, fuimos hablando de cosas sin importancia; así como para entrar en calor.
-Usted va a perdonar, si en algo la ofendo -me advirtió don Fernando al empezar la conversación. Me gusta una broma como a cualquier, pero no sé por qué todo el mundo me toma en serio.
Cuando me trató de usted, ya me pareció una brama, como lo de ayudarme con la silla. Don Fernando, un hombre de bienes, estudiado, mayor que yo, me trataba de usted. A mí, una pobre bruja ¡Bueno, bueno! -dije yo. Cuando llegó el chocolate, debo decir que me porté como quién soy: de una forma grosera. Hacía tiempo que yo no olía el chocolate perdí los estribos. Me di cuenta de mi comportamiento, cuando estaba ya terminando el chocolate, y con la lengua abrasada. Le pedí disculpas a don Fernando, porque, además del chocolate, también había apurado los bizcochos, mojándolos en el chocolate.
-No se preocupe. Yo como despacio -me dijo don Fernando.
La señora de casa recogió todo y se lo llevó en una bandeja. Nosotros, seguimos hablando.
-Mi hijo ha cambiado. Su comportamiento ha cambiado. Ahora... bueno, algunas veces creo que trata de imitar a su hermano. Yo me pregunto por qué será. ¿A qué se puede deber ese cambio?
Ya sabía yo que por algo me llamaban, que no era por el chocolate -dije para mis adentros.
-Yo le he dado un consejo -le conteste a don Fernando.
-¿Un consejo? ¿Nada más que un consejo? ¿Qué consejo?
-Le aconseje que cambiara de calzado.
-¿Qué cambiara de calzado? No la entiendo.
-Señor, usted bien sabe que a veces los zapatos nos aprietan.
-Tenía un hermano que era muy diferente. Diferente en su comportamiento, me refiero. Físicamente eran iguales: eran gemelos ¿sabe? ¿Se lo ha dicho mi hijo?
-Me contó algo de su hermano.
-Amador se llamaba.
-Un bonito nombre.
-¿Cree usted que los nombres influyen en las personas?
-Después de la madre es lo que más influye en nuestras vidas.
Don Fernando no se dio cuenta del doble sentido que llevaba mi contestación. Pero yo se lo dije porque yo sabía algo que había pasado entre la madre y uno de sus hijos. Que aquello fue lo que Luís me contó cuando me pidió el consejo. Pero me di cuenta que don Fernando, o no lo sabía o no le daba importancia a lo que había pasado entre los hermanos.
-El hizo justicia a su nombre. Amó a muchas mujeres. Vivió una vida intensa, mientras duró. ¡Pero fue tan corta! Sin embargo su hermana murió más joven, sin conocer la dulzura del amor. ¡Qué desperdicio!
-Que Dios los tenga en la gloria a los dos -le dije.
-No creo que mi hijo merezca la gloria ¿sabe? Aunque dije que amó a muchas mujeres, eso es una forma de decir. Mejor diría que destrozó muchos corazones.
-Bueno, sarna con gusto no pica. Si los destrozó, fue porque se los dieron a destrozar –le dije a don Fernando como si fueran una manera de consolarlo.
-Usted lo ha dicho. Que lo juzgue el Señor.
-Me parece que usted no cree mucho en esos juicios –le dije.
-Usted lo ha notado ¿eh? Usted me sorprende. Pues no, no creo. En un tiempo creía menos. Pero ahora voy viejo y, en esta familia, pasaron demasiadas cosas. Ya no sé que creer. Me entran dudas... cuando me pongo a pensar. Y ahora no hago mas que pensar ¿sabe? No tengo otra cosa que hacer, ni con quien hablar. ¿A quién le interesa mi filosofía? Tanto estudio, tanto leer, tanta inteligencia y tanta ciencia. ¿Y de qué vale? Usted es más feliz con sus supersticiones.
-¿Mis supersticiones?
-Si, señora, se lo aseguro.
-Yo no padezco de supersticiones ningunas, señor.
-¿No es usted supersticiosa?
-No señor. Ni pizca.
-¿Entonces qué hace con sus brujerías? ¿Engañando a la gente?
Al decirme aquello me dio mucha rabia, y pensé: Este hombre empieza a mostrarme de que pie cojea. Cree, sin duda, que me he aprovechando de su hijo, recomendándole brujerías. Su hijo había sido generoso conmigo, pero solo me había dado su voluntad, que yo no le había pedido nada.
-Yo no engaño a nadie, señor -le dije con mucha firmeza.
-Cree usted, sinceramente, que lo que usted les recomienda a esa pobre gente, les es de algún beneficio?
-Si les es de beneficio o no, eso es otro cantar, que alguna gente está enferma de la cabeza y no hay hierbas que los curen. Pero yo lo que les recomiendo lo hago a conciencia. Usted mismo sabrá el beneficio de las hierbas; y que la medicina empezó así.
-Por lo que veo usted ya sabe que yo soy medico.
-Su hijo me lo dijo.
-Me recibí de medico, por darles el gusto a mis padres, pero no era mi mayor vocación. Yo quería ser militar. Será que los seres humanos sentimos más placer en matar a la gente que en curarla.
-Si así fue ya estaríamos todos muertos -le dije, porque yo bien entendí que don Fernando hablaba por hablar.
-Como no era mi mayor vocación, y porque no tuve necesidad, poco tiempo ejercite mi carrera. Ahora ya me olvidé de todo. Y la medicina cambió desde que yo la ejercía. Me sorprendo, cuando hablo de esas cosas con mi nieto. El se acaba de recibir de medico ¿sabe?
-Pues usted sabrá que los médicos aprendieron de las manciñeiras, y las manciñeiras de las brujas. Y el mundo es una rueda.
Don Fernando se levantó, y yo pensé que habíamos terminado de hablar sin saber yo para qué me habían llamado. Me alegré que hubiera terminado, que aquel hombre ya me estaba cansando. Pero no había terminado todavía, que aún faltaba lo mejor.
-No se vaya todavía. Siéntese, por favor. Es que a mí se me duermen las piernas ¿sabe? ¿No tiene algunas de sus hierbas para esta mala circulación?
Como me pareció que hablaba por hablar ni le conteste, pero yo bien sé lo que es bueno para las piernas y los brazos que se duermen. Me senté otra vez, pero de mala gana. Y fue a este punto, cuando se oyeron unos llantos desesperados de una niña. Don Fernando se alarmó, pero sin perder su compostura, como todo buen caballero, y me calmó, diciéndome:
-Es mi nieta Julia. Iré a ver que pasó. Por favor cálmese y no se vaya todavía.
Don Fernando se fue por aquel largo corredor, que era por donde llegaban los lastimosos llantos de la niña. Yo me sentí muy incómoda y, para pasar el tiempo me puse a observando los cuadros de la familia, que había colgados por las paredes. Toda aquella descendencia parecía gente muy guapa. Pero me extrañó que no había ningún cuadro de gente vieja.
Don Fernando tardó mucho tiempo en regresar al comedor. Cuando regresó venía muy alterado, los ojos húmedos, como de llorar.
-Creí que ya se habría marchado. Algo desagradable le pasó a mi nieta en la escuela. Perdone, pero tendremos que seguir nuestra conversación otro día.
Yo me iba a marchar, sin saber a lo que me habían llamado, cuando una niña flaca, nada más que huesos con pellejos, entró en el comedor. Sin tomar nota de mi presencia, se abrazo a don Fernando y otra vez empezó a llorar. De aquellos ojos tan grandes caían lágrimas a calderos llenos. Yo no sé dónde tanto liquido guardaba aquel esqueleto humano. Don Fernando, al que también le caían las lágrimas, trataba, en vano, de tranquilizar a la niña.
-Compórtate, Julia, que hay gente extraña -le dijo con firmeza don Fernando, después que las palabras dulces no habían surtido efecto.
Julia me miró sorprendida, como si hasta aquel instante no hubiese notado mi presencia. Me clavo aquellos ojos tan grandes, desproporcionados, con respecto a su rostro pequeño y huesudo, llenos de lágrimas. Sin embargo sus lagrimas parecían dulces, porque sus ojos eran muy bellos. Todo en aquella niña, era una dulzura: las lágrimas, su llanto y su flaqueza. Como avergonzada de su llanto sin control, al notar mi presencia, se calmo.
-Esta señora se llama...
Don Fernando no sabia mi nombre, y no se atrevía a llamarme Manciñeira, sin duda pensado que me ofendería.
-Manciñeira -dijo la niña. La gente dice que es una bruja -dijo la niña, de una forma inocente.
-Julia, por favor... -la corrigió su abuelo.
Julia se fue corriendo por el largo pasillo, como avergonzada de haberme llamado bruja, o por la reprimenda de su abuelo, pero ya no lloraba. Don Fernando se levantó y, estallando los dedos, como si los quisiera arrancar de sus manos, exclamó:
-¿Cómo pueden ser tan crueles los niños?
Pensando que se refería a Julia, me pareció que el hombre estaba muy equivocado, pues yo no había visto, en aquel breve encuentro, mas que dulzura en aquella niña. Entonces me atreví a decirle:
-Yo no veo crueldad ninguna en esa niña. Mas bien dulzura.
-Pues tiene usted buen juicio de la gente. La acaba de ver, así llorando y se dio cuenta de su dulzura. La tendría que ver usted cuando esta alegre. Lastima que rara vez esté alegre...
-Como le oí decir que era cruel...
-¡Cruel! No me refería a mi nieta. Me refería a los a sus compañeros de escuela.
-¿Qué le han hecho? -pregunte, pensando que tal vez lo niños de la escuela le habrían pegado a la muchachita.
-No le han hecho nada. Son las palabras las que lastiman... mas que ningún otro hecho.
Fue entonces cuando don Fernando me contó lo que había pasado en la escuela. Y con aquel dolor y sentimiento, se le desató la lengua, y como con necesidad de escupir todo el dolores de su corazón, me contó todas las tragedias de su familia: de su hija y de su hijo muerto en la cabaña; del mayor muerto en la guerra, y de su mujer. Respecto al mal de Julia, me dijo que había contradicciones, por parte de los médicos. Realmente no sabían que mal era aquel de Julia; pero todos afirmaban que no padecía el mal de su hermana.
-Eso le pasa a quien muchos médicos puede pagar -le dije.
Le pedí que llamara a la niña, que la quería ver otra vez. Don Fernando se levantó y fue a buscar a su nieta. No tardó en volver. Julia se había compuesto. Había cambiado de ropa y de calzado, y se había peinado. Ya no parecía una niña de escuela, sino una mocita. Me pareció aún más guapa que antes. Cómo puede uno ver belleza en tanta flaqueza, es cosa que yo no pude entender en aquel momento. Ahora lo entiendo: era la bondad, casi santa, que la mocita irradiaba, dentro de aquella flaqueza.
-Usted cura a la gente con hierbas; y por eso le llaman bruja... a esta. Y tiene un burro negro. Verdad que si?
-Y con palabras. Las palabras también curan a la gente... y a los animales.
-Hoy un niño me dijo que pronto me iba a morir.
Le acaricie aquellos cabellos, rubios, largos y finos como la seda mas delicada. Al soltarlos, los cabellos siguieron mis manos como si quisieran venir conmigo. Julia sonrió y me tiró de mi pelo. A don Fernando le hizo mucha gracia aquel atrevimiento de su nieta, y se echó a reír. Yo también me reí y Julia se rió y reímos los tres.
-Julia _le dije- no hagas caso de la gente. Las brujas vemos el futuro, y tu llegaras a moza y serás muy guapa, ya lo veras.
Los ojos grandes de Julia se iluminaran, porque comprendieron que yo le estaba diciendo la verdad. No encontró palabras para contestarme, y a falta de palabras se marchó cantando por el pasillo. Don Fernando me preguntó:
-Parece que le salió del corazón. ¿Usted ha dicho eso de verdad?
-Esa niña no tiene mal ninguno. El mal de otros tal vez.
-¿El mal de otros?
-El mal de otros a veces se nos pega. Unos fabrican el mal y otros lo sufren.
Don Fernando pensó unos instantes, sacudiendo su cabeza como dándome la razón, como si comprendiera lo que yo le quería decir, y al fin me dijo el motivo de aquella invitación.
-Usted me ha puesto las cosas fáciles en este momento. A veces, cuando ya no se ve otro remedio, hasta los menos creyentes tenemos que acudir alas brujas. Pero ahora que la tenia aquí, me parecía una tontería mi ocurrencia y no sabia como decírselo. Ahora me alegro de mi ocurrencia, porque esas palabras que le ha dicho usted a la nieta, estoy seguro que le harán más bien que todas las medicinas que le pudieran recetar los médicos. Le estoy agradecido.
Yo me quedé corta de palabras, y no supe que contestar, al comprender que me había llamado para pedirme consejo sobre el mal de Julia. Ante mi silencio, él me hizo aquella inesperada pregunta.
-No está usted cansada de andar por ahí pasando frío?
-Es mi oficio. Y el refrán dice que los pobres no pueden elegir -le dije.
-Ha pasado usted, alguna vez, por junto de la cabaña que tengo en el soto?
-He cogido ese atajo varias veces.
-Es una buena cabaña. Construida con buenos materiales. No me gusta verla abandonada, pero temo que, cuando yo falte, nadie mirara por ella. Lo mismo pasara con esta casa. ¿Quién va a querer vivir en un caserío como este?
Don Fernando se levantó y caminó hasta un mueble grande que estaba en un rincón del sa1ón, y de uno de los cajones sacó una llave grande.
-Esta es la llave de la cabaña. Vaya hasta allí y le echa un vistazo, a ver que piensa usted.
-¿Y para qué le voy yo a echar un vistazo? -le pregunté, porque yo ni podía ni estaba interesada en pagarle renta.
-Es un sitio ideal para una bruja. Están los cuervos, que la gente piensa que son hijos del diablo, y hasta anda por allí un gato negro, que no sé de qué se alimenta, pero no quiere dejar aquel lugar.
-Usted se está burlando de mí –le dije, porque aquello no me gustó. Don Fernando le notó y entonces se disculpó:
-Perdone. Me creí que lo tomaría como un chiste. Usted misma ha dicho ahora a la niña que es una bruja. Pero mis chistes son siempre tomados en serio. No es usted sola.
El hombre quedó confuso, acariciando aquella llave, con sus largos dedos, y su mente se ausentó, como si estuviera soñando. Me di cuenta que aquella llave significaba algo para él, porque al acariciarla parecía que acariciaba una vida. Cuando la iba a meter otra vez en el cajón, me entró curiosidad por aquella llave, como si encerrara algún secreto, entonces le dije:
-Déme esa llave. Le echare un vistazo a la cabaña –le dije, y al momento se dibujó una satisfacción en la cara de don Fernando, casi una sonrisa. Me entregó la llave y me dijo:
-Si le gusta, yo le daré una mano con los arreglos.
-¿Arreglos de que? -pregunte, sin entender lo que me decía.
-Los arreglos para dejar el sitio habitable. ¿No me ha entendido?
-Por lo que dice me quiere arrendar la cabaña.
-Esa es la intención, y que usted viva allí, y se deje de andar por ahí pasando calamidades. Usted va para vieja, y perdone la frase. ¿Pero qué va a hacer entonces, cuando sea vieja?
-Yo no le podría pagar la renta. Ni puedo ni quiero -le aclare.
-No se la arriendo. Si quiere asentar cabeza, la cabaña es suya.
-¿Usted me va a dejar vivir allí sin pagar renta? -le pregunté, con desconfiada, por aquello que se dice, que cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía.
-Se la regalo -me contesto, con mucha simpleza.
-¡Me la regala!
-Bueno, se la vendo barata... se la vendo por un duro. Para que sea legal.
Y así fue como me hice yo dueña de una vivienda: por un duro que aún no pague -terminó diciendo Manciñeira, y echó una carcajada, la única carcajada que le escuché en todo el tiempo que fuimos amigos.

LA SOLEDAD DE JULIA

Estando un día Manciñeira en la casa de don Fernando, había llegado Julia de la escuela, llorando. “No sé como tantas lágrimas podían salir de un cuerpo tan seco” -dijo Manciñeira, y me contó el motivo de aquellas lagrimas. Como Julia estaba tan flaca, la gente comentaba que estaba tísica, como su tía, y por ese motivo, los chavales y niñas de la que iban a la misma escuela, estaban avisados por sus padres, que no aceptaran nada de sus manos. Los alumnos, por esas advertencias, no quería ni sentarse a su lado. Y durante el recreo no querían jugar con ella. Julia, trataba de comprar amistad y llevaba a la escuela dulces: caramelos chocolates que, en aquellos tiempos, eran un lujo para la mayoría de los jóvenes, pero nadie se los aceptaba: ni sus dulces ni su amistad. Ella se sentaba en cualquier lugar y miraba, con aquellos ojos grandes y tristes, como jugaban a los chavales con las otras niñas, y ella no comprendía por qué ella era despreciada. Pero un día un chaval le hizo un favor, llamándole tísica, y diciéndole que se iba a morir pronto, como su tía. Aquel fue el día que Julia llegó a casa llorando. Dándose cuenta sus padres, y su abuelo del problema, hasta aquel día por ellos desconocido, decidieron sacar a Julia de la escuela y ponerle una maestra privada en casa. Pero Julia, al recibir su educación en casa, estaba aislada y se sentía tan triste y sola como cuando iba a la escuela. Por eso yo, al aceptarle el chocolate, era el primer chaval que lo hacia, y por eso había ganado su amistad, y el aprecio de don Fernando. A mi me intrigaba aquella amistad de Manciñeira, con don Fernando y con Julia. ¿Cómo ella, una pobre bruja, se había hecho amiga de aquella gente, hasta tal punto de regalarle la cabaña? Aquello me traía de cabeza desde que mi tío empezara los arreglos, porque él mismo hacia aquel comentarios con mi madre. A ellos también les llamaba la atención aquel negocio. Aproveché aquella ocasión, que Manciñeira me estaba contando los problemas de Julia para hacerle la pregunta. Ya me había pesado hacérsela, tan pronto como me escapó de la boca, porque temía enfadarla con mi atrevimiento. Yo ya sabía que a la mujer no le gustaban esas pregunta, sobre su vida.
-No me la regaló, que me la vendió -me dijo, la mujer refiriéndose a la cabaña.
-¿Se la vendió? ¿Y de dónde sacó usted el dinero? -pregunté
con sumo atrevimiento, esperando una mala contestación de la mujer, pero, pero ella sonrió y me dijo:

LA VISITA

Aquella conversación con Manciñeira, de que a Julia le agradaría mi amistad, me alegro inmensamente y, con mucha timidez y esfuerzo de voluntad, la fui a visitar. Aquella primera visita, la recuerdo mas vivida que ninguna otra, porque los recuerdos parece que se graban mejor en la mente cuando son grabados por fuertes emociones. Y aquel encuentro me impresiono mucho. La casa de don Fernando se encontraba alejada del camino por una huerta, rodeada de una alta muralla de piedra. Por estar tan bien protegida, aquella casa me intrigaba. Me parecía un tanto misteriosa y, por aquello, nunca me había atrevido a saltar la muralla para pillar fruta, como era mi comportamiento con otras huertas, que todas eran mías. Entré por el portal, con tanto miedo como si la casa estuviese guardada por algún perro feroz. Aquella actitud era una forma de engañarme a mí mismo, porque yo estaba enterado que no había perros en aquella casa. Era esa incertidumbre del primer paso, hacia nuevas emociones, lo que me asustaba. Me sentía como el pequeño que se hecha a andar, sabiendo que va a dar con el traste en el suelo y, sin embargo, una fuerza superior a su miedo lo obliga a intentarlo. Así estuve yo en el portal, inseguro de aquel primer paso hacia Julia. Y el miedo era el que me ladraba desde la casa, como una feroz. Pero el amor, que ya sentía por Julia, me obligó a enfrentarme a la bestia. Yo no estaba acostumbrado a grandes viviendas y aquel caserío me hacia sentir muy pequeño. La puerta . estaba abierta, y allí me detuve a pensar cuál sería la forma mas correcta de anunciarme: si la de llamar o golpear. Yo llevaba un bastón. Era corriente, en aquellos tiempos, llevar un bastón o cualquier palo cuando se hacía un viaje. Se hacia por los perros, que en aquellos tiempos siempre andaban sueltos por todas partes, cuzcos de malas pulgas que, cuando uno se descuidaba ya le comían una pierna. Seria por el hambre que pasaban. Pero, en aquella ocasión, yo llevaba el bastón por no ir solo, porque, igual que un viejo, precisaba algo en que apoyarme. Así que pensé en golpear con el palo, pero así golpeaban los mozos que iba a ver a sus novias, y yo no iba a ver a ninguna novia. Yo iba a visitar a Julia, porque Manciñeira me lo había
sugerido. Decidí no golpear la puerta y llamé:
-¿Hay gente? -grité al fin, estirando mi cuello lo más que pude, dentro de la puerta. El eco recorrió la casa como si viajara por una caverna.
Después de unos momentos, que me parecieron largos, un hombre se acercó. Me pareció conocido. Era alto, joven y guapo. La camisa blanca lo hacía más blanco y muy limpio. Me miró para abajo, como si viera algo en el suelo.
-¿Si? -pregunt6 a secas.
Me imagine que aquel "sI" a secas, era una forma de preguntarme
qué hacía yo allí, sin haber sido llamado. Presumiendo que aquel buen mozo era el padre de Julia, no me atreví a preguntarle por la mocita, y pregunte por don Fernando.
-¿De parte de quien? -me preguntó. Yo miré para uno y otro lado y, al no ver a nadie mas por allí, le dije:
-De parte mía.
El hombre se fue y le oí decir algo sobre un chaval, pero sin saber con quién hablaba. Sería con don Fernando, que no tardó en aparecer por la puerta.
-¿Y ahora que le digo? –pensé. Pero no hizo falta decirle nada.
-¡Ah! ¿Eres tú, Manuel? Pasa rapaz, pasa para dentro, hombre -me dijo
amablemente, y gritó: “¡Julia! Aquí tienes a tu novio.
Me puse mas colorado que las brasas. Lo noté porque mi cara me ardía. ¡Qué ocurrencias tienen los viejos –pensé, y seguí al anciano. “Siéntate por ahí, muchacho.” Me senté en cualquier silla y de cualquier forma. Don. Fernando desapareció sin decir mas nada. Julia tardó en llegar, y así me dio tiempo a adaptarme, un poco, a tal primeriza situación. Julia venía muy bien arreglada, por lo que me di cuenta de que, aquella su tardanza, había sido para arreglarse. Yo me avergoncé mucho ante su presencia. Solo la había visto una, y no habíamos quedado en vernos. ¡Que ocurrencias la de Manciñeira! Meterme en aquellos apuros. Yo había puesto mis mejores ropas, y me había mirado en espejo, poniendo el espejo en todos los ángulos, para ver mi cuerpo. Era un espejo grande de un mueble del dormitorio de mi madre. Creo que era defectuoso, porque yo nunca me veía normal en él. Me vi ridículo. Mis ropas no eran gran cosa pero, pero aún así, me pareció exagerado el poner mis ropas nuevas, nada más que para acercarme a la villa, e ir a ver a Julia. ¿Qué diría la gente si me viesen con ropas nuevas un día cualquiera? Dirían: ¿Qué? vas a ver alguna novia, Mano? Quité la ropa nueva otra vez y me puse mis trapos de diario; pero en aquel momento que vi llegar a Julia, tan guapita y limpia -pues todos parecían muy limpios en aquella casa- yo mire mis ropas un tanto raídas, y note que desentonaba miserablemente con aquella insólita ocasión. Entonces me pesó haberme puesto la ropa del diario. Bueno -pensé- de todas formas será la única vez que me pesquen por aquí, así que no importa.
-¿Has venido a verme, Manuel? -me preguntó Julia, como si la sorprendiera mi visita.
Era visto que la había ido a ver. Ella hizo aquella pregunta por decir algo. Por eso se había arreglado, que ella no iba estar así de guapa todos los días. A lo mejor se había arreglado a propósito para avergonzarme -pensé.
-Pasaba por aquí, y dije: Voy a ver si esta Julia. No pensaba entrar -le mentí, pero pronto note que Julia estaba excitada por mi visita, como si aquello de ser visitada por un chaval, jamás le sucediera.
Nos sentamos, creo que a la misma mesa donde Manciñeira y don Fernando tomaran el chocolate, e hicieran el trato de la cabaña. Acordándome de la conversación con Manciñeira, mi vista escapaba hacia los muebles y las paredes, y mi vista se paraba en lo que todo parecía fantástico y nunca imaginado. Así nuestra conversación se cortaba, porque yo no podía abarcar todo lo que me rodeaba. Julia se dio cuenta y, levantándose, me cogió del brazo y me guió en un viaje fantástico a enseñarme los cuadros y los adornos del salón. Aquella fue una velada por mi nunca soñada, y que aún hoy guardo muy clara en mi memoria.
Aquella fue la primera de muchas visitas, durante las cuales gané la amistad de los padres de Julia y de don Fernando. Toda la familia me cogió mucho aprecio, y yo fui muy feliz por aquel par de años que duró aquella amistad. Enterados algunos chavales de que yo visitaba a Julia, me decían que me iba a contagiar su enfermedad y que yo también me iba a morir joven. Llegué a sospechar que me decían aquello de envidia que me tenían.
Durante aquellas visitas, me fui haciendo familiar con los personajes que habían pertenecido a la familia. Pues, como queda ya dicho, colgados por las paredes había muchos cuadros y fotos de todos los antepasados. Julia se sentía muy orgullosa de lo guapa que era aquella familia suya. A veces yo lo interpretaba como que ella se sentía celosa, inferior en hermosura, con respecto al resto de su prole. Me acuerdo, especialmente, cuando me mostró las fotos de su tía Constancia.
-Mira que guapa era -me decía. Todavía no tenía los catorce años cuando murió, y mira que mujer estaba hecha. Como si tuviese veinte años.
En una de esas visitas, Julia me informó que la maestra ya no iba a venir a darle mas lecciones. A mí se me ocurrió preguntarle si iba a estudiar alguna carrera. No se como se me ocurrió aquello, pues yo no sabía, realmente el significado de tal pregunta. Yo había oído hablar de carreras pero para mi era igual que fuera de galgos que de estudiantes.
-No voy a estudiar ninguna carrera -me dijo.
-¿Y por que no? -le pregunte, con esa terquedad que usan los jóvenes en sus conversaciones.
-Porque me voy a morir joven, y no vale la pena -me contestó con toda naturalidad.
Para entonces yo pensaba que Julia ya había superado aquella creencia de que moriría joven, como había muerto su tía, por eso me sorprendió su contestación. Además lo dijo con una simpleza como si estuviese completamente resignada de que aquello sucedería... y como si ya no le importara.
-Tu vas a morir cuando Dios quiera, como los demás -le dije.
Se acercó al cuadro de su tío, me lo mostró con el dedo, como si yo nunca lo hubiera visto. Ella sentía una fuerte admiración por aquel tío. El cuadro estaba allí para verlo, pero el1a me lo señalaba, con mas frecuencia que los demás cuadros. En aquella ocasión, al señalármelo, hablo con una soltura que yo no esperaba de una mocita tan joven.
-Mira mi tío. ¡Pobre! ¡Se murió tan Joven, y era tan guapo! Pero se divirtió mucho, desde jovencito. A los doce años ya tenía novias mayores que el, mujeres hechas. Todas las mujeres lo querían. Y no quiso estudiar. ¿Sabes por qué? Porque ya sabía que iba a morir joven. Toda nuestra familia se muere joven. Es una maldición. Lo dice la gente y es cierto. Yo voy hacer lo mismo que mi tío. Cuando cumpla los dieciséis años, si no muero antes, me he de ir para Madrid, para junto de mi primo, y mis tíos, y me he de divertir cuanto pueda. Lo voy a pasar bien con todos los novios que pueda pescar. Ya veras.
-¡Ya veras! -yo murmuré. Yo nunca veré Madrid. Qué voy a ver yo –le dije, pero como si hablara con migo mismo.
Sentí celos de que Julia pensara así: marcharse a Madrid y divertirse de aquella forma. Se refería a tener muchos novios y hacer el amor con todos. Yo no era tan tonto como para no darme cuenta de que aquello era lo que ella quería decir. Sentí celos pero al mismo tiempo, sentí mucha pena. Supongamos que Julia tenga razón y que se vaya a morir joven, por una razón o por otra. Aquel pensamiento me partía el corazón. Pero aquella conversación pasó, y yo me olvidé de su trágico contenido.

­ EL CAMBIO DE VIVIENDA

Tardé algún tiempo en saber la razón por la cual los padres de Julia habían dejado la casa de don Fernando, para ir a vivir a la casa de la madre de Julia. Fue un periodo de confusión, tanto para mí como para Julia. Yo me daba cuenta que algo desagradable había pasado, entre don Fernando y su hijo, o con la nuera, Dolores, la madre de Julia. Julia parecía triste, pero cuando yo le preguntaba el motivo de aquel cambio, parecía que las lágrima se le querían asomar a los ojos, pero callaba. Con aquel cambio, la amistad de Manciñeira con don Fernando se enfrió, y un día me dijo ella:
-Maldito sea el día que acepté esta cabaña.
Después, como la mujer no tenía ninguna persona adulta con quién confesarse, se desahogó conmigo. O tal vez se diera cuenta que era más sano y más seguro y más sano compartir sus secretos con un niño. Así que me contó el motivo de aquel enfado de la familia de don Fernando. Pero para ello dio sus vueltas, que las historias –decía ella- vienen de lejos.

EL COMPLEJO

Luís sentía un gran complejo de inferioridad, con respecto a su hermano; y la culpa de todo eso había sido de la madre. La madre hizo made Luís un hombre tímido, acomplejado y afeminado. Los mellizos, aunque eran parecidos físicamente, casi idénticos, Luís era mas guapo y mas formal que Amador. Amador, ya de jovencito era un poco mas rebelde. Y tal vez aquella rebeldía se debiera a que, siendo Luís más hermoso que su hermano, el cariño de la madre se inclinaba mas por él, y aquella preferencia fue el motivo que iba a separar y antagonizar a los dos hermanos, para el resto de sus vidas. Como la madre le prestaba más atención a Luís que a Amador, Amador se sentía celoso, y aquellos celos lo fueron convirtiendo en un rebelde; una rebeldía contra su hermano y su madre. Cuando Amador mostraba aquella rebeldía, era el padre, don Fernando, el que intervenía en aquellas disputas, que surgían entre la madre y los dos hijos. Don Fernando, por ser Amador el rebelde, era al que le daba consejos, para tranquilizarlo, diciéndole, entre otros consejos, que los hombres de verdad no le daban importancia a esas bagatelas. Por aquellas razones, Amador se fue encariñando con su padre, y Luís mas con su madre. Amador creció, por lo tanto, con mentalidad masculina, y Luís con mentalidad un tanto afeminada.
Cuando la bella Constancia murió, la madre se sintió tan apenada que no quería seguir viviendo, entonces, aunque iban un poco avanzados en años, decidieron tener mas hijos, y vinieron al mundo los mellizos. Eso se lo contó don Fernando a Manciñeira -que precisamente la idea de tener mas hijos había sido de don Fernando, para salvar a su mujer de una muerte melancólica. Y la razón, por la que la madre se volcó de tal forma por Luís fue porque se parecía más a su hermana Constancia. Luís era muy rubio, y la madre le dejaba crecer el caballo, como si fuese una niña. Jugar con él, peinándolo y rizándole el cabello como quién juega con una muñeca. A veces lo vestía con las ropas de su difunta hermana, con el pretexto de que se había quedado sin ropa limpia del niño. Luís, mientras fue niño, se dejaba llevar con gusto por aquellos mimos, pero cuando ya empezó tener uso de razón, le hubiera gustado que la madre lo tratara de otra forma; pero, por no ofenderla, seguía sumiso a sus caprichos, y se dejó someter a los caprichos de su madre hasta que era un mocito. Para entonces no la madre dejó de vestirlo con las ropas de su hermana a la vista de los demás, pero lo siguió haciendo en secreto. La madre le había encarecido a Luís, que guardara aquel secreto; secrete que Luís hubiera guardado de todas formas, porque se sentía avergonzado de aquellas manías de su madre. La madre que parecía haber perdido la razón, atormentada por los recuerdos de su hija, a veces se encerraba en la habitación con Luís y lo vestía con las ropas de su hermana. . Lo mandaba caminar por la habitación, y le decía:
-Así era tu hermana, guapa como tu.
Después la madre abrazaba a Luís, lo besaba y acariciaba como si de una niña se tratara. Y aquellos juegos siempre terminaban en un llanto: la madre lloraba, recordando a su hija, y Luís lloraba por sus propios motivos: por ver llorar a su madre pero, mÁs que nada, porque se avergonzaba de aquellos juegos. Después de aquel teatro, la madre guardaba las ropas de su hija en el ropero, con tanto cuidado como si estuviese guardando una vida. Luís detestaba aquellos juegos, pero no se atrevía a revelarse contra su madre.
Un día, como siempre pasa con los secretos, aquel secreto también llegó a su fin, y con consecuencias desastrosas. La madre se olvidó de pasar la llave a la puerta, y Amador, sintiendo el llanto en la habitación, empujó la puerta para ver que pasaba. La vergüenza de Luís, al ser visto por su hermano con ropas de mujer, fue tan grande que, desde entonces, siempre sintió complejo frente a él. Por su parte, Amador, como el cariño de la madre había sido todo para Luís, aprovechó aquel incidente para vengarse de su hermano, llamándole niña y mariquita. Por su parte Luís llegó a odiar a su madre, y le retiró su cariño. La madre, entre la pena por su hija, de la que nunca se recuperó, y la de ver que su hijo ya no la quería, no tardó en morirse. Luís se sintió culpable, y eso, sumado al mal que ya la madre le había causado, lo dejo marcado para el resto de sus días. Así fue como los gemelos crecieron tan diferentes uno del otro. Luís creció tímido, introvertido y, en cierto modo, afeminado. En cambio Amador, al llegar a mozo, que la mocedad de tal familia era prematura, se convirtió en un parrandero.
-Esos crecen porque comen bien y no se rompen el lomo trabajando -parece ser que comentaba la gente.
La gente tendría razón, en parte, pero, mas que la buena vida, el hecho de hacerse mozos a tan temprana edad, iba en la sangre de la familia -la única excepción parecía ser la de Julia. Amador, a los doce o trece años, ya era mozo, y ya tenía éxito con las mujeres como un hombre mayor de edad. Podría pensarse que su éxito se debía a que pertenecía a una familia rica. Pero en cambio Luís, siendo más guapo que Amador, no tenia éxito con las mocitas. Tal vez se debiera a que era demasiado hermoso para hombre. Eso parece ser que comentaba la gente.
Amador fue un mal estudiante. Decía que no tenía tiempo para todo, y que estudiar era perder el tiempo que le quedaba, ya que, en su familia, todos morían jóvenes. Por el contrario Luís fue un buen estudiante. Pero abandonó la carrera de medicina cuando se caso con Dolores. Luís no hizo el servicio militar, precisamente por estar casado y tener un hija, y por ser el único hombre en la casa. Parece ser que esas fueron las circunstancias por las que libro. Esto quiere decir que se caso antes de los veinte años. Así fue como Luís casi no tuvo juventud, que se dice juventud de mozo. Primero la madre, que hizo de él una niña, y después el estudio, al que se dedicó de lleno, y luego el hecho de casarse tan joven. -¿Y si el padre de Julia era así cómo cambió tanto después? -le pregunté a Manciñeira, porque yo había visto a Luís, en algunas ocasiones, borracho y agresivo.
-Porque, algunas veces, el remedio es peor que la enfermedad. Eso ya te lo dije en otra ocasión –me dijo Manciñeira.

LOS ZAPATOS DE SU HERMANO ­

Luís, como tanta otra gente que consultaba a Manciñeira, a la bruja que venía quien sabe de donde, a pedir por aquellas aldeas, cargando con su casa en el burro negro, también cayó en la tentación de contarle sus males. Entre los secretos que le contó, ya queda dicho lo que hacia la madre con él. Manciñeira le dio un consejo, que Luís lo tomó demasiado al dedillo. Manciñeira, después de comprender que todos sus males no eran más que celos, le dijo que lo que tenía que hacer era meterse en los zapatos de su hermano. Manciñeira usó aquella frase de forma simbólica; pues ella quiso decir, con aquello de meterse en los zapatos del hermano, que se comportarse como él. Pero Luís no entendió la metáfora y tomó el consejo al pie de la letra. Un día se armó de coraje y se puso los zapatos de su hermano. No solamente los zapatos: los zapatos y el traje. Ya que, toda la ropa de Amador aún estaba religiosamente guardada en el ropero de su habitación. Con las prendas de su hermano, Luís se marchó de taberna en taberna y, por primera vez en su vida, se tomó una borrachera. El vino, que hace resurgir la personalidad escondida, despertó el carácter dormido de Luís y, desde aquel día, se empezó a comportar exactamente como se comportaba su hermano. Le gustó tanto aquella su primera borrachera, que decía que se iba a emborrachar todos los días de su vida. Su primera borrachera fue graciosa, como pasa con las borracheras de los hombres que solo se emborrachan una vez. Su mujer, su hija y su padre, se alegraron de verlo así de contento, y tomaron aquellas habladurías de Luís -de que emborracharía todos los días- como una tontería producida por el alcohol. Pero, desde aquella primera borrachera, Luís se emborrachas muchas más veces, aunque no todos los días, como él decía. Con las borracheras, Luís empezó a imitar, en todo, a su hermano. Su hermano tenía una costumbre que Manciñeira no sabía, y que tal vez fue el motivo por lo cual su consejo no funcionó. Amador guardaba en el bolsillo una llave, la llave de la cabaña que don Fernando le entregó a Manciñeira en aquella visita a su casa. Cuando Amador tomaba cualquier bebida en los quioscos de los bailes, o de las tabernas, al pagar las rondas, sacaba la llave del bolsillo y la ponía sobre el mostrador. Los otros mozos, al ver la llave ya se reían, porque sabían la historia de la llave, y e exclamaban:
-¡Si esa llave hablara!
Aquella frase, así como las sonrisas, eran el pago que los mozos le daban a Amador por las copas que él les pagaba; porque, al joven Amador, le agradaba oír aquellos halagos, y se volvía generoso al escucharlos. Amador era muy joven por entonces, y muy consentido. Y, aunque físicamente fuese un hombre, mentalmente era un niño. La llave se hizo muy famosa, y todas las mozas sabían el chiste de la llave, porque, como la llave era muy grande, cuando Amador bailaba con las mozas, ellas notaban, en sus piernas, el roce de la llave. Por la reacción de sus gestos, Amador ya sabía si la moza aceptando la invitaci6n de acompañarlo a la cabaña. Las mozas hacían bromas preguntándose, unas a las otras, si sabían la historia de la llave. Aquellas bromas llevaban siempre un doble sentido, queriendo decir, si habían sido llevadas a la cabaña.
Luís conocía muy bien aquel detalle de la llave y terminó imitando a su hermano. Si bien él no se dedicaba a bailar, por el hecho de no haber salido bailarín como su hermano. Pero, lo mismo que su hermano, cuando ya tenía unas copas, y pagaba una ronda, también ponía la llave sobre el mostrador y repetía, lo que muchos años atrás, decían los mozos a su hermano:
-Si esta llave hablara...
Los hombres, para entonces ya mayores, que recordaban aquel dicho de cuando eran mozos, se reían con la gracia, inusitada, de que aquello se repitiera, después de tantos años. Los hombres estaban muy lejos de comprender que la frase, en boca de Luís, no significaba lo que ellos pensaban. Luís decía aquello por otro motivo, y el motivo era como una venganza, o un remordimiento, algo morboso que sólo él sabia. Aquello llegó a oídos de don Fernando, que no le gustó que Luís hiciera aquellas bromas con la llave. Don Fernando habló con su hijo a solas y le dijo:
-Hijo, me alegra tu cambio de actitud, y no me importa que te emborraches alguna vez. Pero no me gusta que hagas esas bromas con la lleve.
Don Fernando tenia sus razones, para reprender a su hijo, respecto a la llave. Cuando Amador hacia aquella broma, si bien era una fanfarronería, todo pasaba, por ser cosas de la juventud. Pero, la misma broma hecha por Luís, no quedaba bien. Era ridículo en un hombre mayor, casado y con una hija. Luís debió sospechar que su padre estaba enterado del siniestro secreta que la llave encerraba, y reaccionó con enfado, como para disimular su culpabilidad. Y con la fuerza del enfado, le dijo a su padre lo que tenía deseos de decirle desde hacia años: desde niño, tal vez:
-No importa lo que yo haga, padre, que usted nunca lo verá con buenos ojos; porque sus ojos siempre vieron su modelo en mi hermano.
Fueron en vano las razones, que al respecto le trató de darle don Fernando, diciéndole que lo que estaba haciendo era una falta de respeto a su mujer y a su hija. Y que no era propio resucitar aquella costumbre de su difunto hermano. Porque don Fernando, aun queriendo tanto a su hijo Amador, en ocasiones también lo había reprendido, con respecto a las bromas.
-¿Cómo sabe usted todos esos secretos –le pregunté yo a Manciñeira.
-Todo esto y mucho más, me lo contó Dolores antes de casarse con Antón. Nos lo contó a los dos, como una confesión para pedirle perdón a Antón, por no haberlo esperado. Ella quería tener un testigo al confesarse. Pero ya te contaré esos secretos cuando tú tengas más sentido. Por ahora te diré que aquél enfado fue el motivo por el cual los tres: Luís, Dolores y Julia, se fueron a vivir a la casa de Dolores.
La casa de Dolores estaba vacía desde la muerte de su madre y padrastro, que ya hacía un tiempo que habían muerto. A Dolores le encanto la idea de ir a vivir a su vieja casa, porque siempre hubiera preferido vivir en su casa, que en el caserío de su suegro; porque aquel caserío estaba lleno de tristes memorias. Dolores, después de la muerte de sus padres, le había sugerido a Luís mudarse a su vieja casa; pero Luís nunca se había atrevido a dejar la casa de su padre. Para don Fernando, aquel cambio fue un golpe tremendo;­ pues se quedó solo con el viejo matrimonio. Que aunque eran como parte de la familia, no eran lo mismo que la compañía de los hijos y, especialmente, la compañía de Julia, que don Fernando tanto adoraba.

LA MUERTE DEL PADRE DE JULIA

Al poco tiempo de aquel cambio, el padre de Julia se enfermó, de una enfermedad de lo mas extraña. Se empezó a quejar de un frío que le recorría el cuerpo. Tenia frío a una parte del cuerpo un día, y a otra parte otro día. Después cogió la manía de que lo iban a envenenar, y la persona que lo quería envenenar, según él, era su mujer, que le había encargado el veneno a Manciñeira. Por aquel temor, no quería corner nada, a menos que, el lo comprara y cocinara. A medida que la manía avanzaba, ni quería corner. Se escondía por los rincones coma un niño asustado, y no podía ver comida de ninguna clase. Se murió en poco tiempo. En el entierro, Julia me mostró a un mozo alto, fino y muy guapo.
-Aquel es mi prima Luís. Se parece a mi tío ¿verdad que si?
Efectivamente, Luís se parecía al tío que Julia tanto admiraba.
Durante aquella extraña enfermedad del padre de Julia, con aquella manía de que lo querían envenenar, la amistad de Manciñeira con don Fernando se enfrió, y Julia también dejó de visitarla. Algo había pasado entre ella y aquella gente, pero nadie me explicaba nada. Lo mas extraño de aquel lío, fue el hecho de que, a los pocos meses del fallecimiento del padre de Julia, Dolores se casó con un tal Antón, un hombre corpulento, bastante buen mozo, pero algo bruto y no muy simpático. Aquel casamiento tan apurado me llamó mucho la atención. Yo no le caí en gracia al hombre, y tuve que dejar de visitar a Julia, por lo que no nos veíamos con tanta frecuencia. A veces yo merodeaba por delante de su casa, para ver si ella me olía, y alguna vez sucedía y salía a la puerta y hablábamos un rato en voz baja. Julia parecía muy triste. El cambio de vivienda, la enfermedad y muerte de su padre, así como el casamiento tan repentino de su madre, la habían entristecido mucho, justo cuando parecí que se le iba abriendo el apetito y recobrando la alegría. Pues, desde el día que yo la haba conocido hasta la fecha que ella se fue con sus padres a vivir a la villa, habían pasado casi dos años y, al cabo de ese tiempo, Julia parecía haber recuperado su salud, si es que enfermedad se podía llamar a su flaqueza. Sus huesos se habían rellenado de carne y, si bien seguía siendo delgada, se había convertido en una señorita. Fue el paso de esos dos años los que empezaron a distanciar nuestros físicos, tal como me lo había advertido Manciñeira. Yo no acababa de salir de niño, pues tardé en desarrollarme, como si el deseo que sentía de hacerme hombre frenara mi crecimiento. Y Julia mejoraba y se me escapaba. Eso pensaba yo al ver que Julia no salía de casa, y parecía no estar interesada en verme. Durante aquel tiempo, que nos veíamos tan pocas veces, sufrí una gran soledad y, para desahogarme, visitaba a don Fernando muy seguido. Aquellas visitas eran como una consolación mutua. Los dos padecíamos el mismo desamparo: la perdida del cariño de Julia. Pero el que más sufría era el abuelo de Julia. El se daba cuenta de que yo estaba enamorado de su nieta, pero disimulaba, o lo tomaba como si pensara que aquel era un juego de niños. En una ocasión, como para consolarme, me dijo algo que siempre recordaré:
-Hay cosas, hijo, que duelen más que el amor.
Creí entenderlo: él había perdido toda la familia, toda en trágicas circunstancias, víctimas de 'La Maldición.'

LA MALDICIÓN

La casa de don Fernando, como ya comenté, era un caserío, casi como un pazo, cuya familia terrateniente, venia de generaciones atrás. Muchas casas de labradores, de todas aquellas aldeas cercanas, pagaban renta a dicha familia. La cabaña, donde se asentó Manciñeira, era parte de los bienes de aquella familia. Era, aquella gente, muy conocida y renombrada, no sólo por su riqueza, sino también por su hermosura, que era remarcable. Pero una hermosura corta y fugaz como las primaveras, pues las desgracias, o enfermedades, los diezmaban a temprana edad. Por aquello se decía que eran victimas de una maldición. Si maldición existía, dicha maldición vendría de parte de la mujer de don Fernando, doña Gumersinda, que era la última descendiente de la familia, y donde el apellido y el linaje terminaba, pues no tenia hermanos varones en su familia. Don Fernando, contrario a la familia de su mujer, vivió hasta avanzada edad, sobreviviendo a todas las tragedias de tan extraordinaria familia. Por eso se decía que, la maldición venia de la parte de la mujer. Don Fernando, al casarse, había dejando de ejerce su carrera, para atender la familia, sus muchos intereses, sus bienes y sus males. De aquel matrimonio, vinieron al mundo cuatro hijos: tres hombres y una mujer. El mayor estudió la carrera militar, y tenía un alto grado cuando murió en la guerra civil. Estaba casado con una madrileña y vivía en Madrid. Tuvieron un hijo, que era Luís, un mozo guapo prima de Julia. Constancia era la del medio. Los gemelos eran los últimos, que vinieron al mundo después de la muerte de Constancia, cuando los padres ya iban largos en años.
A veces don Fernando se consolaba conmigo, hablándome de Julia y, en tales ocasiones también me comentaba sobre de la belleza de Constancia, que él creía que era el retrato de Julia. Y así, al ponerse triste, se esparcía contándome todas las desgracias que habían pesado sobre su familia. La bella Constancia, que no tenía más de trece años cuando se murió, en las fotos parecía una mujer de veinte años, tan lograda se veía. Según la gente, había muerto víctima de la Maldición. Pero según me contó don Fernando, había muerto de tuberculosis. La madre, doña Gumersinda, murió cuando los mellizos iban grandecitos, víctima de una profunda melancolía. Después murió amador en la cabaña, y por último el padre de Julia. Y para entonces don Fernando había perdido la compañía de Julia. Aquella pérdida fue la paja que rompió la espalda del camello. El viejo vivía solo, pero sin ganas de vivir, en aquel caserío, con el matrimonio viejo -sus sirvientes de toda la vida-. Y el caserío, de aire sacro y viejo, parecía vacío, sin la presencia de Julia. Sin embargo el viejo nunca me contó el motivo de aquella separación, y yo nunca tuve el valor de preguntárselo. Fue Manciñeira la que me aclaró todos aquellos hechos. La historia que me contó Manciñeira, y que aclaraba aquel casamiento apurado de Dolores con Antón, ya la había escuchado, pero de una forma muy diferente. Esas historias no me interesaban, cuando tenia pocos años, y no les prestaba atención. Pero le presté atención cuando me la contó Manciñeira, y la recuerdo muy claramente. Con todo eso la tendré que contar algo diferente a como ella me la contó, porque una cosa es escribir y otra es hablar.

LA PROFECÍA

Era famosa la feria que cada dos semanas se celebraba en la villa. La feria aun se celebra hoy día, pero ya es muy diferente a los tiempos aquellos, de cuando yo era un chaval. Al lado del campo de la feria había dos viviendas, cuyos frentes daban a la carretera principal y, por la parte de atrás, al campo de la feria. Aquellas dos casas eran famosas, cada una por diferentes razones. Una de las casas era una taberna, cuya fama se debía a sus vinos y tapas. La tabernera, era una viuda muy guapa y simpática. Por aquella razón, de la mujer ser viuda, la taberna era conocida por la Casa de la Viuda, y nadie le llamaba taberna, o cualquier otro nombre. La otra casa, era una herrería, cuyo herrero era muy famoso por la calidad de sus trabajos. Ambos negocios, hacían su agosto el día de la feria. La viuda tenia una niña, bonita, dulce y simpática. Eso El matrimonio de la herrería tenían un hijo, un par de años mayor que la niña de la viuda, que también se decía que era guapo. Los dos pequeños, por la vecindad que los unía, siempre se les veía juntos, y se les veía llevándose de la mane como novios. La gente, al verlos tan encariñados comentaban: “Esos dos se casaran algún día.” Esos niños eran Antón y Dolores. De ahí que yo le prestara tanta atención a la historia, al contármela Manciñeira. Con aquel cariño infantil, sin disminuir con la edad, llegaron a mozos. La moza, acostumbrada _alas bromas de los hombres, que iban a la taberna, bromas que había que tomarlas como venían, había adquirido un carácter abierto y de un gran humor. No se escandalizaba de nada y hacía una broma como cualquier hombre. Aquello, mas que quitarle meritos. O feminidad, la hacía más interesante y agradable. Por aquellas cualidades, juventud y belleza, la moza podría elegir los novios que se le antojasen, pues tenía muchos pretendiente, algunos de mas calidad y de mejor posición que la familia de Antón. Pero ella solo les llevaba la corriente a esos pretendientes, actitud que era todo ganancia para el negocio. Ella, en cosas del amor, no tenía ojos mas que para Antón. Los jóvenes, que a veces la acosaban, sabían hasta donde podían llegar con sus avances; porque se decía que Antón era muy celoso, y ninguno de los jóvenes tenía interés en crear un argumento con él.
El casamiento estaba planeado para la fecha en que Antón fuese licenciado del servicio militar. Mientras él estaba haciendo el servicio, sucedió que la madre de Dolores, la viuda, se casó con un hombre de muy buen porte y posición, pero un tanto conservador. Y el nuevo matrimonio decidió hacerle una reforma al negocio, y convertir la taberna en un bar, más lujoso. La idea, de tal reforma, había sido del nuevo marido, con la intención, precisamente, de quitarle a la taberna aquel mote de La Casa de La Viuda. Como novedad, por ser el primer bar de la villa, el cambio tuvo mucho éxito pero, pasada la curiosidad, resurgió el error de tal reforma. Pues la gente de feria estaba acostumbrada a la clásica taberna, y la reforma fue, para aquella gente tradicional, casi como un insulto y, en su gran mayoría, cambiaron de lugar. La juventud, que era la mas interesada en el nuevo bar, por aquellos tiempos no manejaban dinero suficiente como para suplantar a los viejos feriantes.
Se inauguro el bar el día de las fiestas patronales que, en dicha villa, se celebraban a lo grande. Se traían las mejores orquestas de la región, y la gente acudía, desde muy lejos, a los bailes de aquellas fiestas. Antón había conseguido permiso, con motivo de las fiestas, y andaba con el uniforme de soldado, sin duda para presumir un poco, debido a su juventud, acompañada de una pizca de ignorancia, pues lo habían ascendido a cabo primero, y el uniforme le quedaba bien, por ser un mozo corpulento. El segundo día de la fiesta, y durante el descanso del baile, los amores de Antón y Dolores, se hicieron pedazos. A continuación van los sucesos de aquel desafortunado día: Entraron en el bar dos mozos, finos y muy bien trajeados, especialmente uno que vestía un traje blanco de lino. Se acercaron a la barra y pidieron de beber. Dolores ayudaba en el bar durante el descanso del baile, que era la hora del apuro. Pasado el apuro, ella también se iba al baile, acompañada de sus amigas de Antón. Al mozo, que vestía de blanco, le gusto Dolores y trato de conversarla, pero con el apuro, de atender a la clientela, Dolores no pudo atender a la conversación del joven. El mozo se sintió un tanto ofendido, aparentemente acostumbrado a que las mujeres le prestaran atención. En la barra había unos mozos de la villa, y uno de los jóvenes le explicó al forastero el hecho de que Dolores tenia novio, y que no le hacia caso a ningún otro hombre.
-Pierdes el tiempo con esa -le dijo. Tiene novio, que lo son desde que eran niños y se van a casar. Ella no le hace caso a ningún otro hombre.
El extraño invitó al los mozos a una ronda y una ronda llevó a otra, como siempre es el caso en esas ocasiones, rondas que el forastero insistió en pagar, pues se sentía generoso, y los jóvenes locales aprovechados. Al empezar el baile, las mesas del bar se fueron quedando libres y los mozos . forasteros se sentaron, invitando a los de la villa a su mesa. El mozo que vestía, de blanco, tal vez ayudado por las copas, dio en presumir y en hablar sandeces:
-Volveré por aquí después de las fiestas, y veré si es verdad que esa moza no tiene ojos para otro hombre.
-Según él, no había mujer que se le resistiera, si el se lo proponía. En proporción con las rondas de bebida, creció la fanfarronería del forastero, hasta tal punto de alabarse de que, mujeres como Dolores, él se las llevaba al camino la primera noche que las conocía. Aquella fanfarronería de la bebida y de la juventud, o de un hijo mimado, hubiera pasado sin mayor incidencia ni importancia, si no fuese por esas almas caritativas, de las que nunca faltan. Pues, uno de aquellos mozos, que se había aprovechado del extraña, tomando copas a su favor, pretendiendo que iba al servicio, salió por al puerta trasera, la que daba al campo e la feria, donde se celebraba el baile. En el baile le comunicó a Antón las fanfarronadas del forastero. Antón salió del baile, con la intención de darle unos puñetazos al extraño, y hacerle tragar sus palabras. Pero, mientras peleaba para salir del baile, le subió el mal humor, porque la muchedumbre le cerraba el paso. Sus celos fueron creciendo, con los empujones, que precisó para abrirse paso. La furia se le fue encendiendo, con aquella sola idea de que, una vez que él se marchara para servicio, aquel extraño pudiese cumplir lo que les prometía a los jóvenes que lo escuchaban. Aquel pensamiento le hizo pensar que tal vez el mozo estuviese armado: de navaja o cualquier otro instrumento. Entonces entró en su casa por la puerta trasera y cogió un pequeño cuchillo de cocina, lo metió en el bolsillo y entró al bar por la puerta de atrás, que a é le era tan familiar.
Se introdujo al extraño:
-Soy el prometido de esa mujer, la chica del bar, a la que has estado insultando -esas fueron las palabras que, según los presentes, Antón le dirigió al forastero.
-¿Quién dice que es ese? -preguntó el forastero.
-El novio de la chica del bar –le aclaró el mozo que estaba con él.
-Pues que se siente y que tome una bebida -dijo el forastero.
-Quiero saber si es cierto que has estado hablando de esa mujer –le dijo Antón.
-Yo siempre hablo de las mujeres. ¿Qué tiene eso?
-Pues repite lo que has hablando, allí afuera -le dijo Antón.
-Tú primero –le dijo el mozo, levantándose y haciéndole una reverencia. Antón se sorprendió de la estatura y buen porte del joven, y pensó que el extraño aquél, dada la oportunidad, podría cumplir sus promesas, tanto con una mujer como en una pelea con un hombre. Entonces sintió Antón aun más celos. Antón salió delante, hacia la puerta de atrás. Los clientes quedaron mirando a los dos mozos, sin entender bien de que se trataba. Casi en la puerta, Antón oyó un sonido, que confundió con algo familiar. Al mozo le había caído al suelo una moneda, del cambio de una ronda que acababa de pagar, y cuyas monedas aun tenía en la mano. La moneda rebotó un par de veces y Antón, tal vez por su estado alterado, asoció aquel sonido con el que producen los muelles de una navaja automática al abrirse. Antón, con la misma reacción de un muelle que se desprende de su compresión, dio la vuelta y, de una veloz pasada del cuchillo, le segó la garganta al mozo. El extraño dio vuelta para el bar. En su rostro se dibujaba una sorpresa, y en su garganta un grito que nunca se llegó a materializar. Pues al hacer fuerza, el grito se convirtió en un chorro de sangre que, como un tiro, se esparció por las mesas y por el suelo. El mozo se cayó, y en el suelo movía sus extremidades como si bombeara su propia sangre. En un tiempo, que nadie sabría decir cuanto duró, porque toda la gente había quedado estática ante el suceso, las extremidades del joven se relajaron y el manantial rojo de su garganta se secó. Fue entonces cuando se sintió un grito horroroso, un grito que parecía haber quedado suspendido en el tiempo, un grito que pareció salir de la garganta abierta de aquel hombre moribundo. Pero era el grito de una mujer. Era el grito de Dolores que, enterada de que Antón iba a tener una pelea, había corrido a detenerlo, como con ese presentimiento femenino de que una catástrofe se avecindaba. Pero había llegado tarde, unos segundos tarde, para evitar una desgracia que iba a terminar con aquel largo amor, y cuyas consecuencias iban a repercutir en las vidas de muchas otras inocentes personas. Unos segundos tarde para detener aquella rueda de la fortuna, que ya nunca pararía de girar. Pues –como decía Manciñeira- las catástrofes, de cierta naturaleza, una vez que nacen, como si fueran seres vivientes, engendran otros sucesos.
Ese incidente, del asesinato del joven, era el que andaba en boca de la gente, después de muchos años, y que yo escuchaba, pero sin ponerle atención.
Aquella sorpresa, que la gente decía se dibujó en el rostro del extraño, era, probablemente, mas que la sorpresa de la muerte, la sorpresa de que aquello hubiera sucedido. Pues él no tenía navaja, ni otra arma cualquiera, y tal vez había pensado que, aquellas diferencias, se iban a partir con unos puñetazos. El grito que le salió de la garganta, en la forma de un chorro rojo, era como una protesta, por una pelea desigual. Parecía denunciar, en la expresión de su rostro, y el movimiento de sus extremidades, y ante los presentes, un crimen sin motivo. La gente, que presenció el hecho, comentaba de muchas maneras aquella expresión en el rostro del mozo. Por eso yo nunca le escuchaba contar a la gente, la historia de la misma manera.
El crimen resultó, por esas razones, por ser premeditado, y el mozo estar desarmando, mucho mas alevoso que si fuese en una pelea con las mismas armas. Pero el mayor infortunio de Antón fue cometer aquel crimen con el uniforme militar. Fue juzgado por un tribunal castrense y, con mucha lucha, y alegando de que había sido un crimen pasional, le salvaron la vida, pero fue condenado a cadena perpetua. Porque el mozo asesinado, resultó ser de gente con buenos medios económicos, y también hicieron fuerza para que Antón pagara caro su crimen.
Allá se marchó Antón, a pagar por su crimen. Y la pobre Dolores, quedó esperando, como una viuda espera ver su hombre, aunque sea en la forma de un fantasma. Dejó Dolores palidecer su belleza, y hasta la calidad de sus vestidos. Perdió el sentido del humor y la amabilidad con la clientela. Decía que no miraría para otro hombre en su vida, y que esperaría por Antón hasta el fin de sus días. Pero, unos años después, y para sorpresa de la gente, se casó con Luís, hijo de don Fernando, y hermano gemelo de Amador. De aquel matrimonio, entre Luís y Dolores, vino al mundo Julia, la mocita que fue mi primer amor.
Cuando Antón regresó de cumplir su condena, había pasado diecinueve años. Catorce en la cárcel, tres en la guerra, y tres de reservista; que fue por esos servicios a la patria, que le había sido acortada la cadena.
El corazón de Luís sabia que, espiritualmente, Dolores nunca había sido suya: ella llevaba a su primer novio muy dentro de su corazón. Por eso, cuando Antón regresó, Luís se derrumbó. Aquella manía suya, de que lo querían envenenar, y aquel frío que recorría su cuerpo, tal vez no hayan sido mas que los celos que, como un volcán durmiente, habían entrado en erupción, con el regreso de Antón. Enfermedades de los amores frustrados, enfermedades que nadie entiende y que no tienen cura –me decía Manciñeira.
El caso fue que, con su enfermedad y muerte, Luís dejó a Dolores y Antón libres para que se casaran, cumpliéndose, así, la profecía que decía la gente de la feria: que aquellos dos se casarían algún día. Pero ¿por qué Dolores se había casado con Luís, deprisa, sin ser novios por ningún tiempo, y siendo Luís cinco años más Joven? ¿Por qué había roto aquel juramento de esperar por Antón hasta el fin de sus días? La gente decían, que se había casado con Luís por el dinero; pues, aunque Luís era muy guapo, no era el tipo de hombre para Dolores: era demasiado fine y delicado para Dolores. Pues su educación, y aquella finura casi afeminada de Luís, contrastaba mucho con el machismo de Antón. Pero Dolores no se había casado con Luís por dinero ni por amor, que había sido por otros arreglos, de mutua conveniencia. Manciñeira me aclaró esos motivos, pero para ello dio sus vueltas, para empezar por las raíces. Que las historias –decía ella- tienen raíces como los árboles, o como la hierba mala. Tienen una madre que las engendra; que las historias no nacen espontáneas, de la nada.
Las cosas se agravaron para Manciñeira con la muerte del padre de Julia y el casamiento de Dolores con Antón. Como Luís tenía miedo de que lo envenenaran, y decía que Manciñeira era quien lo quería envenenar, don Fernando sospechó –al casarse Dolores tan pronto con Antón- que tal vez la manía de su hijo había tenido fundamentos. Porque su enfermedad había sido galopante, llevándolo a la tumba en pocos meses. Como don Fernando era medico, así como su nieto Luís, pensaron que, realmente, aquella enfermedad, fuera de un carácter sospechoso. Por aquello, mandaron exhumar el cadáver y hacerle la autopsia. La autopsia, al parecer, aunque de forma vaga, demostró señales de cierta intoxicaci6n. Pero no se pudo determinar la autenticidad de tales síntomas, ya que parece ser que la desnutrición puede presentar esos síntomas. Sin embargo Manciñeira fue llamada a casa de don Fernando y fue interrogada por don Fernando y su nieto Luís. La interrogación, a pesar de ser discreta, y amable, afectó a Manciñeira, y anduvo asustada por un tiempo. Pues, si aquella familia, por cualquier razón, o motivo, le quisieran achacar la muerte de Luís, a ella le sería imposible demostrar lo contrario. Fue entonces, para aclarar tan grave problema, que intervino Dolores en favor de Manciñeira, y les contó, a don Fernando y a Manciñeira, una historia fantástica, un secreto muy bien guardado, y que ella había jurado no divulgar jamás. Y la historia de Dolores aclaró cosas que parecían no tener explicación, especialmente la misteriosa muerte de Amador en la cabaña. Don Fernando, que sospechaba que la llave guardaba un secreto, se enteró, al fin, del tal secreto, cuyo resultado hubiera preferido no descubrir jamás. Pero, el que escarba en cementerios encuentra esqueletos -terminó diciéndome Manciñeira.

EL SECRETO DE LA LLAVE

¿Sabes a quien le debe la vida Julia? -me preguntó Manciñeira, antes de contarme el secreto de la llave.
-A Dolores y a Luís. ¿A quién va a ser? –le respondí.
-No. Se la debe a una mascarilla.
-¡A una mascarilla! ¿A una mascarilla de carnaval?
-Si, a una mascarilla de carnaval -dijo Manciñeira y me empezó a contar
la siguiente historia.
Mira si yo no tengo razón -dijo. La vida, cuando quiere venir a este mundo, encuentra las razones más inverosímiles.
-¡Inverosímiles! ¿Y qué es un invero... símil? -yo me quise asegurar.
-Un inverosímil, es un escucha y calla -me contestó Manciñeira, como molesta por una pregunta que tal vez elle no supo contesta al pie de la letra, pero me lo explico a su manera.
-Eso es un decir, muchacho, algo que nosotros no podemos hacer nada por evitarlo. Algo que esta decidido desde el comienzo del mundo.
Y esta es la inverosímil historia que Manciñeira me contó, historia que yo contaré a mi modo, para hacerla mas clara y no tan larga como ella me la contó.
Había en la villa una mujer joven, que llevaba unos cinco años viuda, y otra moza que había tenido una hija de soltera. Esa dos mujeres, por su condición, se habían hecho amigas de Dolores, que también llevaba una vida como de mujer viuda. Esas tres mujeres se velan juntas muy a menudo, y la gente las empezó a llamar por el mote de "Las tres Marías." Ellas otra cosa de que hablar no le daban a la gente, porque no iban a fiestas, y no andaban con hombres. Pero la gente, tanto habla de la pureza como de la indecencia y, como las veían guapas y jóvenes, las criticaban por no divirtieran, tanto como si fuesen unas parranderas, y las bautizaron con ese apodo de las marías. Esas mujeres, en una ocasión, que era carnaval, y se leía el testamento en mi aldea, decidieron asistir a la velada. Aquella costumbre, de leer el testamento, o amonestaciones como le llamaban otros, consistía en leer unos versículos criticando las tonterías que habían cometido la vecindad durante el año. Estaban muy bien inventados aquellos estribillos, y la gente se reía mucho con ellos, porque -en tales ocasiones- era cuando se podía criticar a cualquiera, ya fuera el cura o el alcalde, y tenían que aguantar las bromas como los demás. Pues en esa fecha, los clientes estaban comentando en el bar de Dolores algo sobre esas tradiciones de testamentos y amonestaciones, costumbres que, para entonces, ya se iban perdiendo. Y la gente mayor parecía recodar, con nostalgia, todo ese folklore. Las amigas de Dolores, que se encontraba en el bar, al escuchar las bromas y el buen humor de los hombres mayores, se les ocurrió un plan: disfrazarse de hombres, con ropas de viejo, e ir a la aldea a escuchar la lectura del testamento, y reírse un poco. Les costó mucho el embarcar a Dolores en aquella pequeña aventura, pero lo consiguieron, y las tres se disfrazaron de viejos, con las ropas campesinas de uno de los abuelos de las mozas, que aun vivía, pero cuyas ropas ya no usaba: zuecos de labranza, trajes raídos de pana, y sombreros redondos y rotos, así como los bastones para apoyarse. Las caretas las hicieron de trapo con agujeros para la boca y los ojos y las pintaron con hollín de la chimenea. Así disfrazadas atajaron por el monte y llegaron a la aldea sin la gente sospechar de donde venían, ni quienes eran. En la aldea había mucha gente, entre la que se encontraban muchas mascarillas, que casi siempre eran gente joven, niños y niñas, disfrazados con toda clase de harapos. Y las tres amigas pasaron inapercibidas en el montón.
Mi aldea era famosa por esas celebraciones del carnaval, porque era una de las pocas aldeas que aún se conservaba la tradición de leer el testamento. Así que allí también estaban los gemelos, Luís y Amador. Dos vecinos, bien conocidos por su humor, leyeron el testamento, desde el palco de la orquesta, criticando, de forma exagerada, a contrapunto y en verso, todas las estupideces que la vecindad había cometido durante aquel año, y que parecían ser muchas y realmente cosa de reír.
Una cierta timidez se había apoderado de las tres amigas, por sus diferentes condiciones sociales y, aunque aquella tarde lo estaban pasaron muy bien, con las bromas del testamento, para no ser conocidas, tragaban su risa, pero al fin la risa se les escapó y las delató. Amador, que ya sospechaba que las tres mascarillas podrían ser las tres amigas, fue el que se dio cuenta, por las risas, de que, efectivamente eran ellas. Les habló al oído y las invitó a tomar una bebida, que ellas aceptaron.
Los dos hermanos frecuentaban, muy a menudo, el bar de Dolores, y Amador en muchas ocasiones, había invitado a Dolores a salir con él, pero ella nunca había aceptado. Y su hermano Luís -que sentía un cierto amor secreta por Dolores- al ver que su hermano no tenía éxito con ella, él ya ni lo había intentado. Así que aquella era la única vez que los dos hermanos tomaban una bebida en compañía de Dolores, en otro sitio que no fuera su bar. Después de unas tazas de vino blanco, las mujeres perdieron aquella timidez que las agarrotaba y se sacaron las mascaras. Entonces otros mozos que, frecuentaban el bar de Dolores, se unieron, y la alegre velada se prolongó por unas horas. Pero al ver que se acercaba la noche, Dolores decidió marcharse, y las amigas no la pudieron convencer de que un día es un día, y que se quedara hasta mas tarde, pero ella se empeñó en marcharse. Las amigas, como hacia tiempo que no lo pasaban tan bien, decidieron quedarse. Los dos hermanos, Luís y Amador acompañaron a Dolores. Amador le pidió a su hermano, Luís, que caminara con ellos hasta la villa, porque sabía que Dolores no aceptaría ser acompañada solo por Amador. No porque Dolores le tuviese miedo al joven Amador, sine por que diría la gente, debido a la fama del joven. Así que los dos hermanos la acompañaron.
Aquella tarde hacia mucho frío y, mientras caminaban cuesta arriba, por el atajo que pasaba por delante de la cabaña, la conversación giro en torno al tiempo y a la nevada, que la gente venía pronosticando todo el día. Al acercarse a la cabaña, Amador le hizo señas a su hermano Luís de que se fuera quedando detrás. Luís obedeció como un niño, pues se sentía inferior a su hermano y, pretendiendo que se ataba un zapato, se fue quedando rezagado. Dolores y Amador siguieron andando.
A este punto Manciñeira se detuvo un momento y luego me hizo una aclaración. Cuando Dolores les contaba a sus amigas que Amador la invitaba a salir, ellas la embromaban, diciéndole que Dios le da pan a quien no tiene dientes, que era como decirle, que si ellas fueran invitadas aprovecharían la oportunidad. Después se reían con Dolores, recordando aquella famosa frase de la llave; porque ellas sabían que Dolores era virgen, y le decían:
-¿No pensarás llegar a vieja, sin probar la llave?
Pero Dolores no podía hacerlo, porque ella era victima de sus propias circunstancias, porque le había jurado a Antón que nunca mirarían a otro hombre, y que esperaría por él hasta el fin de sus días. Sin embargo, las bromas de sus amigas, contándole de como era el amor, en su soledad la quemaban por dentro, y entonces pensaba en las invitaciones de Amador. Pero no tenia el valor de romper sus promesas. Amador, por su parte, sabia que, dada la oportunidad, Dolores seria suya. Y en aquel atardecer frío y carnavalesco, la oportunidad se sacó la mascara. Los dos sabían que no se presentaría otra, oportunidad, tan casual como aquella. Dolores vio que Luís ya no estaba con ellos, y se alegró. El vino la había hecho fuerte o, mejor dicho, había debilitado su fortaleza. En aquel momento deseaba la aventura con Amador. Amador era el hombre joven, guapo y parrandero, que tenía tanto éxito con las mujeres. Las mujeres lo elegían él, así como él elegía a Dolores. Por eso Dolores entró en la cabaña, sin resistencia, sabiendo las consecuencias que esperaban a toda moza que cruzara aquel umbral.
Cuando Manciñeira me contó este pasaje, me acuerdo que hizo otra pausa, me miró de forma indagadora, sacudió la cabeza, y me preguntó:
-¿Cuantos años dices que tienes?
-Voy para los quince. ¿O usted no lo sabe?
-Entonces no te cuento más.
-¿Y por qué?
-Porque eres un niño.
-¡Dale con el niño! Usted es como mi madre: para lo que le conviene soy un hombre, y para lo que no, soy un niño.
-¿Y sabes callar la boca?
-Se, señora se. Para lo que me conviene se.
-Te lo pido par Julia. Si la quieres como dices, guardando este secreto. Sólo te lo digo con esa condición.
-Aunque no me lo pidiera por Julia, es lo mismo. Que yo no ando por ahí dándole a la lengua.
-Pues el secreta es que, aquella tarde, en esta cabaña, se sembró la semilla de Julia -me dijo Manciñeira, de una forma tan simple que yo no la entendí-
-Cómo que se sembró -le pregunté.
-S. Julia fue sembrada en esta cabaña, aquella tarde. Fue engendrada aquí, para que lo entiendas mejor.
-¡Fue hecha aqu! ¿Cómo fue hecha aquí? –insistí, porque no entendá nada de lo que Manciñeira trataba de decirme.

Manciñeira se levantó y se dispuso a subir las escaleras, pues estábamos abajo en la cocina. Yo pensé que iba a algún sitio, y que ya no me iba contar más. Desde las escaleras me llamó con el dedo, para que la siguiera y, ya arriba en la sala, marcó un círculo con el pie, allí en un rincón, y me dijo:
-Aquí mismito fue engendrada Julia. ¡Quién diría eso? -dijo, meneando la cabeza como aquel que no puede creer lo que dice.
Yo pensé un poco en la historia, confuso e incrédulo. Ella se sentó en el sofá y me pidió que me sentara su lado. Me senté, y fue cuando me di cuenta que sus piernas eran muy largas. ¿Cómo no me había dado cuenta antes, después de tanto tiempo sentándome a su lado en los bancos de la cocina. Yo no me podía recostar cómodamente en aquel desmesurado almatroste que le había regalado don Fernando. Parecía algo hecho para gigantes, y al reclinarme, mis pies apenas tocaban el suelo. Manciñeira, en cambio, parecía hecha a medida para aquel asiento.
-¿No me estaba usted diciendo que el que se metió en esta cabaña, con la madre de Julia, fue Amador?
-Si, eso te estaba diciendo.
-Y si el padre de Julia era Luís ¿cÓmo es eso?
-El padre de Julia no era Luís. El padre de Julia era Amador.

LA LLAVE

De acuerdo a lo que me contó Dolores -prosiguió Manciñeira- aquel anochecer Luís se quedó detrás, obedeciendo a las señas de su hermano. Parece ser que varias y confusas ideas cruzaron la cabeza del pobre Luís. Pensó regresar a la aldea y, aunque el no era amigo del alcohol, le pasó por la cabeza el emborracharse. Luís no se daba cuenta que, realmente, el ya estaba afectado por la bebida. Pues aquel había sido un día especial que, por estar en compañía de Dolores y sus amigas, había tomado unas tazas, para no ser menos que los otros mozos, y coma él no estaba acostumbrado a beber, el vino ya se le había subido a la cabeza. Cuando ya había bajado un pedazo de cuesta, hacia la aldea, cambió de idea y dio vuelta. Al pasar por la cabaña, unos minutos mas tarde, oyó las risas de Dolores. Eran unas risas juguetonas. Luís se quedó a escuchar. El sabia que su hermano no sentía cariño por ninguna mujer. ¿Qué cariño iba a sentir? Era joven, buen mozo y con dinero. En lo único que pensaba era en pasarlo bien. En cambio Luís sentía cariño por Dolores, un cierto amor secreto. Luís sintió celos de aquellas risas, y los celos pronto se fueron convirtiendo en rabia. Porque las risas de la mujer, que se esta por entregar, pueden volver loco a otro hombre que las escuche.
-Para que te diré yo esto? -dijo Manciñeira, y yo aproveché para pregunte cómo era que ella sabia aquellas cosas, si ella no era hombre. No me hizo caso y, después de una pausa, en la que me miró duramente, siguió contando.
Cuando las risas se fueron apagando, Luís sintió lamentos, o quejas, que no supo comprender si eran lamentos de placer o alguna clase de resistencia que Dolores le presentaba a los avances de Amador. Caminó hasta la puerta y siguió escuchando. Entonces los lamentos le parecieron lamentos de placer. Era la primera vez _que Luís sentía esas cosas del amor. Padeciendo como si le arrancaran las uñas y los dientes, se marchó. Otra vez le vino la idea a la cabeza de volver a la aldea, emborracharse y después pregonar a voces, que Dolores estaba con su hermano en la cabaña. Aquello daría mucho que hablar.
Esa seria su venganza. Mientras caminaba -su corazón lleno de rabia- le vino a la cabeza una idea. Una broma pesada, que, en circunstancias normales, nunca se hubiera atrevido acometer. Cuando estaba escuchando, cerca de la puerta de la cabaña, le pareció haber visto la llave en la puerta. No estaba seguro, pero decidió dar vuelta y, si la llave estaba en la puerta, hacerles una buena jugada. Para entonces ya había caído la noche, que se había cerrado prematuramente debido alas nubes plomizas de la nieve que se avecinaba. Aunque no era una oscuridad negra como otras noches nubladas, porque aquellas nubes de nieve parecían retener un cierto reflejo amarillento. Cuando llegó de vuelta a la cabaña, adentro reinaba un silencio oscuro. Luís pensó que su hermano y Dolores se habrían marchado, pero notó que la llave aun estaba en la puerta. Despacio, sin hacerla rechinar, Luís le fue dando la vuelta a la llave y paso la cerradura sin hacer ruido alguno. Hecho lo cual se fue para casa, satisfecho de su broma. Los celos y el odio se habían apagado, con aquella venganza. Dolores iba a quedar desprestigiada, y todo el mundo le haría la broma de la llave. Dolores y Amador quedarían encerrados hasta que alguien pasase por allí y, oyendo gritos de socorro, les abriese la puerta. Pues, a la pareja, no les quedar1a otro remedio, mas que pedir ayuda a gritos, y aguantar la vergüenza.
A este punto Manciñeira hizo otra pausa. Creo que ella pensó que yo no estaba prestando la debida atención, porque me había perdido un poco en la historia, y aproveché aquella pausa para preguntarle cómo sabía ella todo aquello. Pues yo tenía presente lo que ella me había dicho: que Luís no le había confesado toda la verdad, cuando le había pedido consejo.
-Recuerda que esta historia fue contada por Dolores, cuando intervino en mi ayuda, y que Luís ya había muerto cuando ella rompió este secreto -me aclaro Manciñeira.

Aquella noche -continuo Manciñeira después de aclararme ese detal1e- estuvo nevando, tal como habían pronosticado los entendidos en esa materia del tiempo. A la mañana Luís se levantó con dolor de cabeza, por las tazas que había tomado, a las que no estaba acostumbrado. Se asomó a la ventana y, al observar las huertas y los campos, cubiertos de blanco, no se dio cuenta, por unos momentos, si era nieve lo que veía o si se había quedado ciego. Entonces recordó, como si hubiera soñado, el detalle de la llave y le entró miedo. En la cabaña no había más que alguna paja. Tal vez su hermano tendría alguna manta, pero no estaba seguro. De todas formas, si la gente que volvía de la aldea no oyeran las llamadas de su hermano y de Dolores, para entonces estarían muertos de frío. Decidió acercarse al bar y preguntar, de forma casual, por Dolores. Luís se sorprendió, al llegar al bar y ver a Dolores haciendo alguna limpieza.
-Buenos días -saludó Luís a Dolores, tratando de disimular su sorpresa.
-No son muy buenos -le contestó Dolores, como algo avergonzada, pero tranquila.
-¿Tienes café? -le preguntó Luís.
-Si, tengo. la maquina ya esta caliente. Esta mañana me levanté temprano –le dijo Dolores.
Luís tomó un sorbo de café, y le preguntó a Dolores si tenía aspirinas para el dolor de cabeza. Dolores hablaba poco. Luís disimulaba, con su dolor de cabeza, como que él no estaba enterado de lo que había pasado. Luís esperaba que Dolores le dijera que él había sido el que les gastara la broma. Pero Dolores no le dijo nada, y se limitó, en lo poco que le habló, a comentar sobre la nieve y el frío. Luís quedó convencido de que las amigas de Dolores habían pasado por cerca de la cabaña y habían liberado a la pareja y habían hecho un pacto de silencio. Luís se preocupó, al principio, de cómo reaccionaría su hermano ante aquella broma, cuando se entera que él se la había jugado. ¿Lo tomaría como una broma, o se pondría violento? Después Luís se fue calmando. Pensó que su hermano no iba a sacar a relucir aquella broma, por su propia conveniencia. Además Luís, en el ultimo de los casos, podía negar que había sido él el que, había cerrado la puerta con llave.
Aquel día y días siguientes, siguió nevando. Era una nieve fría y molida, que caía casi horizontalmente, empujada por una fuerte ventisca. A la noche, Luís otra vez se acercó al bar. En el bar estaban algunos vecinos, y todos hablaban de que había nieve para rato. Luís no se atrevía a preguntar a Dolores por el hermano. Aquello seria como descubrir que él había sido el de la broma. Dolores lo seguía mirando como avergonzada, pero tampoco le hacía ninguna pregunta sobre su hermano. Al no regresar a casa, Luís se imaginó que su hermano habría marchado a la ciudad. Así lo acostumbraba a hacer, especialmente cuando estaba mal tiempo y no había nada que hacer por las aldeas. Dos veces al día, y durante una semana, Luís fue por el bar, para ver si sacaba algo de Dolores, o de sus amigas. Se encontró con las amigas de Dolores un par de veces, y en una ocasión, una mencionó la llave, pero Luís no se entero si se refería a la llave de la cabaña, que era motivo de las bromas, o a una llave cualquiera.
Había pasado una semana cuando don Fernando le preguntó a Luís por su hermano. Pasado aquel tiempo, don Fernando se empezó a preocupar. Aquel periodo de tiempo era el que le podía durar el dinero a Amador. Le ­preguntó cuándo había sido la última vez que lo había visto. Luís le dijo que por el carnaval, cuando se estaban leyendo las amonestaciones en la aldea vecina.
Había mejorado el tiempo, y la nieve se estaba derritiendo. Luís, sin verdaderamente saber el motivo, pero como si un presentimiento lo empujara, una mañana cruzó la colina hacia la cabaña. Por los senderos la nieve estaba muy gorda y, a veces, sus piernas se enterraban por completo en la nieve. Al llegar a _la cabaña notó, con sorpresa, que la llave seguía en la puerta. ¿Cómo se les había olvidado la llave en la puerta? Por la vergüenza ni siquiera habían pensado en la llave -eso pensó Luís. Al empujar la puerta, notó que estaba cerrada con llave. Aquello aún le pareció más extraño: cerrar con llave y olvidarse de la llave en la puerta. La llave, ya entumecida, produjo un fuerte chirrido al darle vuelta de un solo golpe. Entonces Luís oyó un cierto ruido adentro, como si se tratara de un aleteo de pájaros. Y, efectivamente, al entrar en la cabaña, una bandada de cuervos, tropezaban unos con los otros, en su apuro para escapar por las pequeñas ventanas. Las aves golpeaban los barrotes de las ventanas con sus alas y producían un sonido como de palmas, a medida que croaban asustados, o del dolor de sus golpes contra los hierros. En la paja, Luís vio las ropas, en parte deshechas, de su hermano. Por los rasgones de la vestimenta, se podían ver los huesos y trizas de su carne. En la autopsia se comprobó que Amador había muerto de frío debido a la gran cantidad de alcohol que tenía en su cuerpo. El veredicto fue muerte desafortunada. Luís confesó que, él y Amador, habían acompañado a Dolores hasta la villa. Dolores se había ido para su casa, y él para la suya, y que Amador otra vez había regresado para la aldea. Dolores, de acuerdo con Luís, confirmó lo que Luís declaró, y no se investigó más aquel accidenten. Pero don Fernando siempre abrigó una duda de que allí algo sucedido algo extraño, aun que nunca sospechó de Luís. Yo quedé sin entender, cómo había quedado Amador encerrado y Dolores había logrado salir de la cabaña. Manciñeira adivinó mis pensamientos, y me dijo:
-Ya se lo que estás pensando –me dijo Manciñeira y me siguió contando:
Debido a ese secreto, fue que se casaron Amador y Dolores. Un casamiento de conveniencia mutua. Esa es la parte que Dolores le explicó a don Fernando, para salvar mi pellejo. Después, entre las dos, se lo contamos a Antón, y por eso él le perdonó que no lo hubiera esperado. Que realmente no se lo ha perdonado, eso pienso yo.
-Luís no me contó nada. Como te dije, él ya había muerto, cuando Dolores contó todo. Luís me contó lo de su madre, y de que le tenia envidia, y hasta rabia, a su hermano, pero nunca me contó 10 de la llave. Por eso te he dicho yo que no me contó toda la verdad, y eso le pudo haber costado la vida.
-¿Por no contarle la verdad se murió? -pregunte yo incrédulo.
-¿Por qué crees que se confiesa la gente? Porque no pueden con sus pecados. Ya te dije lo que le pasa al que trata de guardar un secreta. Un secreto es como un embarazo: O das la luz o revientas.
Luís le contó a Dolores, que él había sido el que le pasara la llave a la puerta. Y se lo dijo porque Dolores ya se imaginaba que no podía haber sido otro mas que el.
-Y sabia Luís que Julia era hija de SU hermano?
-La gente pensaba que Dolores se había casado con Luís por el dinero; pero no había sido por el dinero. No fue una conveniencia de dinero, como pensaba la gente, sino de conveniencia entre ellos. Ya verás cuando te lo cuente:
Cuando Dolores se dio cuenta que estaba embarazada, le propuso casamiento a Luís. Así uno cubría el secreta del otro. Luís el del embarazo, y dolores el de la llave. Casados, los dos estaban a salvo. Así que Luís aceptó la propuesta de casamiento por dos razones: porque a el le gustaba Dolores, y porque Dolores sabía que él había sido el causante de la muerte de su hermano. Había mucho de chantaje en aquel casamiento, tanto de un lado como del otro. Era un castillo en el aire. Por eso, cuando Antón regresó, Luís se derrumbó: no pudo con tanta carga.
Manciñeira hizo otra pausa. Hacía muchas pausas cuando me contaba estas historias. Yo bien la entendía en esos hitos. Eran una duda. Parecía pensar: "¿Qué hago yo contándole estas cosas a un rapaz?" Creo que Manciñeira hablaba conmigo porque, como ella decía, sobre las confesiones de la gente: “Hay que hablar o reventar.” Ella no podía hablar de tales asuntos con otra persona: no tenía otras amistades con quien hablar y confiar. La gente iba a verla, la llamaban para contarle sus problemas, pero nunca escuchaban los problemas de Manciñeira.
-Tu has oído el refrán que dice que el hábito no hace al monje? -me pregunto después de aquella pausa.
-Pregúnteselo a mi tío, que los sabe todos.
-¿Y tu no lo sabes?
-Quiere decir, que la mona aunque se vista de seda, si mona era mona se queda, que eso también lo dice mi tío.
-Pues ese refrán es una mentira, como tantos otros refranes. Porque el hábito hace al monje. Todo el mundo cambia de acuerdo a como se viste. Que aún un burro parece mas respetable con alforjas nuevas. Pero lo que tú no sabes, y mucha gente tampoco sabe, es que la forma de vestir también cambia la manera de pensar: la gente piensa, y se comporta, según se viste. No nos damos cuenta, pero es así. Te digo esto, porque la culpa de que Dolores se entregara a Amador aquella tarde, tan fácilmente, fue culpa de la ropa. Aquel día Dolores no era Dolores. Ni siquiera era una mujer, pues se había vestido de viejo, con las ropas del abuelo de una de las amigas. Ella nunca comprendió la razón, por la cual aquella tarde se entregó, pero se dio cuenta cuando yo se lo hice ver. Y eso fue que les dije yo, tanto a ella como a Antón. Si Dolores, aquella tarde estuviera guapa como estaba casi siempre no se tiraría en la paja como una cerda. Pero aquella tarde no era ella, que era una mascarilla carnavalesca: era un viejo harapiento. Y según se vistió, así se comportó. ¿Pero, por qué se vistió así? ¿Y por qué los dos hermanos estaban en la fiesta aquella tarde? Eso vamos a dejarlo así. Ahora te diré lo que pasó. Manciñeira me miró a los ajos, antes de continuar, sacudió la cabeza y me preguntó si sabía lo que era una mujer virgen. “Qué vas a saber” –contestó a mi respuesta. “Tú sabes lo que es una virgen de oídas, pero una virgen no es como se habla y se dice, que es mucha más que eso. Pero vamos a dejarlo así, que tienes mucho tiempo para aprender.”
Amador no podía creer que Dolores, siendo novia de Antón toda su vida, nunca hubiera hecha el amar can él. Aquello no entraba en la cabeza de un parrandero, y le causó gracia. Era muy joven y le faltaba delicadeza. Parque, en vez de loar a una mujer respetada, se mofó de su estado. Se rió de Dolores, por haber desperdiciada tantas añas. Y se rió de Antón, por no haber aprovechada aquel amor. Aquella burla era perdonable, en cierto moda, por la juventud de Amador, y por ser un hijo estropeado par el mima. Que de eso tenía la culpa dan Fernanda, por darle una vida demasiada fácil. Pero, Dolores se sintió muy ofendida; que solo una mujer sabe el dolor de esa ofensa, en un momento tan importante en la vida coma es ese momento de entregarse a un hambre por primera vez. Un paso puede cambiar la vida de una mujer, para bien o para mal. Esas son cosas de las que los hombres no entienden. Dolores se sintió ofendida y defraudada, de haber entregada cuerpo a un hombre sin respeto por las mujeres. Se sintió como se vestía: una mascarilla carnavalesca, y pensó que, si aquella aventura se sabía, al año siguiente sería leída en las amonestaciones de la aldea, para hacer reír a la gente, como con las bromas de las que ella venía de escuchar y reír. Se dio cuenta, entonces, que aquellas bromas, que le habían causado mucha gracia, a ella y a toda la gente, eran, en su mayoría, sucesos tristes que habrían causado dolor a otras personas. Mientras pensaba así notó que Luís, por las copas y el cansancio, se había quedando dormido. Dolores se puso otra vez las ropas de viejo, sobre su cuerpo avergonzado y, dejando su virginidad en la paja de la cabaña, salió despacio, cerrando la puerta que le pesaba haber cruzado. Dejó el sendero, que era el atajo de la villa, y cruzó por el monte, para no encontrarse con gente en el camino, que pudieran estar regresando de la aldea. Entró en la casa por la parte del campo de la feria, sin ser vista. Sus padres atendían el bar, y tampoco la vieron entrar. La casa de Dolores era una de las pocas en la villa que tenla agua corriente, que la habían instalado cuando habían hecho la reforma del bar. Dolores se encerró en el servicio y se lavó; y cuanto más se lavaba mas sucia le parecía sentirse. Ella había oído, de boca de sus amigas, de la dulzura del amor, y había esperado tanto por aquel momento, y el momento había sido una experiencia dolorosas, que la dejó frustrada para siempre. Dolores se casó con Luís, pero nunca más felicidad sinti6 en hacer e1 amor. Y por aquello tampoco Luís fue feliz. Porque Luís pensaba que Dolores no era feliz con él y que por eso no tenía interés en hacer el amor. Y como el matrimonio no fue feliz, tampoco lo fue Julia. Que el amor, o el dolor de los demás, se pega. Yo le pregunté a Manciñeira si Julia nunca supo que su padre era Amador y no Luís. Me dijo que Julia no lo sabía, que su madre nunca se había atrevido a decírselo.
-Pero se lo dije yo. ¿Por qué te crees que cambió y ahora es feliz –me aclaró Manciñeira. Pero no le contó la desagradable experiencia de su madre, que eso no seria de beneficio para Julia. Pero le contó cómo había sucedido. Tenía su riesgo el contárselo, que tanto podía reaccionar de una forma como de otra.
Julia lo tomó con calma, y al poco tiempo dio en cambiar para bien. Ella nunca mucho se había encariñado con su presunto padre. Pero había escuchado Muchas aventuras de su tío, historias que, con la muerte del protagonista, aumentaran y se convirtieron en una leyenda. Ella, al enterarse que Amador era su padre, se sintió halagada de saber que era hija de un aventurero, un don Juan: se sintió como si fuese la hija de un héroe. “A veces las mujeres padecemos esas vanidades, especialmente cuando se es muy joven” dijo Manciñeira. “Después de todo, Julia, en su cabeza, aún es una niña, y está en la época del romanticismo, cuando las mujeres sueñan con los héroes. Pero...”
Manciñeira me dejó en suspenso con aquel pero, porque le dio un cierto tono misterioso, como si quisiera decir que algo le faltaba a la historia. Contestando a una de mis preguntas me dijo que aquella era la historia que le habían contado. Pero que una historia no es como se cuenta, porque siempre es más lo que queda por contar.
-Te quiero decir, hijo, que aquí hay gato encerrado –terminó diciendo Manciñeira.
Cuando en otra ocasión me volvió a hablar de esta historia, en vez de contestar a mis preguntas, la mujer se fue por las ramas, hablando de almas y espíritus, que parecía ser su tema preferido, y me contó que Julia era la reencarnación de su hermana, y que esa reencarnación había pasado a través de su padre. Toda una fantasía tan grande que hasta yo, siendo casi un niño, no le daba crédito y lo tomaba como una locura de Manciñeira. Pero Manciñeira me decía que eso le causaba miedo y pena, porque temía por la vida de Julia. Me quería decir, con aquellas creencias suyas, que Julia era el ultimo puente de un alma purificada. Yo enloquecía pensando en aquellas creencias de Manciñeira. Yo estaba enamorado de Julia y mi cabeza no funcionaba como Dios manda y Manciñeira terminaba de ponerme loco con sus creencias.
Suponiendo que fuesen así, todas aquellas historias -de que Amador fuese el padre de Julia- lo cierto es que ella admiraba a ese hombre, y todo cuanto se hablaba de él. Y sería esa noticia –de que ella era su hija- la que le produjo aquel cambio tan radical. Pues fue durante aquel tiempo, de reclusa, que sufrió una increíble metamorfosis, como si su encierro hubiese sido una gestación, como la de las mariposas. Cuando después de unas semanas la vi, había perdido aquella aureola mística que la hacía parecer enfermiza, y parecía volar con su belleza, alturas para mi inalcanzables. Me di cuenta de aquella diferencia que nos separaba, el día que la vi del brazo de su primo Luís. Estaba bellísima, como si se tratara de una mujer que yo nunca había visto; una belleza, para mi tan inalcanzable como la estrella mas lejana, pensaba yo. Después de aquel encuentro, pensé en los consejos que me había dado Manciñeira, de que Julia se convertiría en una mujer hermosa, y que yo me quedaría atrás, como un niño: y así fue. Comprendí, aquel día, como son los celos incontrolables. Creí que la vida me iba a abandonar aquel día. No me extrañó nada, desde aquel día, que la gente llegase a matar por celos, porque realmente hacen perder la cabeza. Iba yo por la carretera, una mañana de sol, y caminaba como sin prisa y sin rumbo. No me acuerdo para donde iba, si es que iba a alguna parte. Tal vez fuese un domingo, día de feria. Yo iba pensando en Julia, de eso si que me acuerdo. Es fácil recordar eso, porque siempre pensaba en ella. Caminando así, con desgano y pensando en Julia, no me di cuenta que se me acercaba una pareja desconocida. Estaban casi a mi lado cuando me di cuenta que eran Julia y su primo Luís. En aquel momento no deseaba mas que un sitio por donde escapar; un ribazo por donde tirarme y desaparecer, como un zorro que huye perseguido de los cazadores. Pero ya no había tiempo a desaparecer. Cuando comprobé que realmente eran ellos ya estaban a mi lado. Pensé que no me verían, tan insignificante me sentí. Pero se pararon a hablarme, y Julia me presentó a su primo:
-¿Te acuerdas de mi primo? -me preguntó, y en la pregunta había un cierto orgullo de que aquel buen mozo fuese su primo.
-Si, me acuerdo -dije con dificultad.
-Este es Mano, el muchacho del que te hablé en las cartas -le dijo al presentarme.
Luís me dio la mano y me apretó fuerte. Mi mano, mas pequeña, se perdió en aquella mane larga y fuerte, dándome a entender, de aquella forma, la insignificancia de mi cuerpo, con respecto al mozo aquel.
-Me alegro conocerte -me dijo.
Yo dije algo, no se que. Ellos me dijeron que iban para la ciudad. Se fueron, y yo seguí mi camino, no se hacia donde: hacia la villa seria. Mire hacia atrás para ver como Julia caminaba con zapatos altos. Los dos primos hacían una pareja tan bonita por detrás como por delante. Casi sin darme cuenta, empecé a caminar en la punta de los pies, para ver que alto seria yo, si calzase los zapatos de Julia. Después empecé a pensar en lo guapa y contenta que iba con su primo. Había una sola razón para ello: Julia se había enamorado de su primo. No le ponía culpa, enamorarse de un mozo tan guapo y tan fino. Pero ¿por qué me había quedado yo tan pequeño? ¿Por que mis padres no se habrían tenido antes? ¡Si por lo menos yo tuviese la edad de Julia! Pero aquellos escasos dos años eran como un abismo que nos separaba. Después pensé que los años no harían ninguna diferencia. De todas formas yo no sería un contrincante que pudiese competir con aquel mozo. Aquella conversación que había tenido, dos años atrás con Manciñeira se despertó en mi memoria como una venganza: igual que una profecía. Hacía unas semanas que no veía a Julia y en aquel tiempo había sufrido el cambio que la transformó en una mujer, como por encanto. Claro que mi joven ignorancia no sabia, por entonces, que la ropa puede cambiar mucho a una mujer. Pero de contado me vino a la memoria lo que me había dicho Manciñeira, que el habito, contrario a la creencia, cambia al monje. Julia llevaba un sombrero como una gran señora; un vestido casi amarillo, creo recordar -¡qué sabía yo de colores! Y a guisa de cinturón, sujetaba, su delicada cintura, un lazo negro que terminaba atado en un costado. Al hombro, con una cinta larga, colgaba un pequeño bolso, haciendo juego con los zapatos, que también eran casi blancos. No supe explicarme lo qué les había hecho a sus ojos, pero eran de otro color. También los labios parecían más rojos. Me sorprendió el hecho de que se hubiera quitado el luto tan pronto, ya que, en aquellos tiempos, las mujeres lo llevaban por años. Pensé, por lo tanto, que el lazo negro a la cintura, eran el luto que llevaban. Con el sombrero y los zapatos parecía alta, pero no tan alta como su primo, al que yo le daría por un hombro. Su primo vestía un traje claro y zapatos marrones; una camisa tirando a roja y una corbata negra, que también sería el luto que llevaba por su tío.
Más tarde pensé mucho en lo que Julia le había dicho a su primo, de que me había mencionado en las cartas. Aquello aclaraba el hecho de que Julia y su primo se escribía seguido, y que por eso ella había perdido el interés por mi. ¿Qué le diría de mi en esas cartas? A lo mejor le había hablado de mi para meterle celos, pensé. Pero pronto me corregí. ¿Celos de mí, aquel mozo
tan alto, tan guapo y tan fino? A lo mejor le había dicho que yo era un idiota, un pobre diablo, iluso, un niño estúpido que la pretendía. En casa me miraba al espejo. Nunca tantos defectos encontré en una cara, como encontré e la mía aquel día. Nada iba con mi ara: ni las orejas, ni la nariz, ni los ojos. Me encontré horriblemente desproporcionado. Luego empecé a probar mis ropas. ¿Qué ropas eran aquellas? Las de un mendigo. Para trabajar ya era un hombre; pero, con respecto a la vestimenta, era un niño.
Si por lo menos yo tuviese buenos trajes y buenos zapatos. Pero mi ropa aún era ropa de chaval, y nadie me iba a comprar otra. Di en protestar por todo. Mi humor era irritable.
-¿Qué le pasa al chaval? -preguntó mi tío.
-Que piensa que es hombre -le dijo madre.
Al atardecer, después de mirar mis defectos en espejo, cansado de protestar –que total nadie me hacía caso- cogí un trozo de pan, mi miserable merienda, y me fui a visitar a Manciñeira. Mi sola intención era la de llorarle mis penas y darle a la razón de lo que me había dicho, casi dos años atrás. Cuando llegue a la cabaña ya anochecía. Los cuervos se arremolinaban en los viejos castaños, argumentando unos con los otros como vecinos que se llevan mal. Encontré a Manciñeira sentada al lado del vertedero pelando unas patatas. Me senté en el banco cerca del fuego, sin decir nada. Aquel era mi estilo. El gato negro estaba acostado al lado del fuego. Me miro con un ojo solo como cansado, para avisarme que no lo pisara, porque, si no fuese por su ojo brillante, en aquella oscuridad el animal parecía una mancha en el suelo. Manciñeira me miró a los ojos, una mirada brillante, rojiza, como si le sangraran los ojos debido al reflejo del cielo que entraba por la ventana. Comprendí, en aquella mirada, que Manciñeira había adivinado a lo que iba, y que vientos me habían llevado por allí. Ella siempre adivinaba mis pensamientos. Pero yo también empezaba a adivinar los suyos. En aquel caso me di cuenta que adivinaba a lo que iba, por la forma que les quitaba los ojos alas patatas. Les metía el cuchillo hondo y les arrancaba los ojos como con rabia, y parecía decirme: “Duele ¿verdad? Pues ya te lo decía yo. Así que, ahora aguanta.
-Vi a Julia y a Luís -le dije.
-¿Si?
-¿Y qué¿
-¡Nada!
-¿Dónde?
-Por la carretera. Iban para la ciudad con su primo.
-¿Te lo dijeron ellos?
-Si. Julia iba muy guapa.
-¿Muy guapa?
-Muy guapa, si. Cambió en poco tiempo. Ya no parece Julia.
-Y tú no has cambiado ¿verdad?
-No. Usted tenía razón.
-¿Tenía yo razón?
-Si, que tenía. También tenía razón que el habito hace al monje.
-Y las mujeres también cambian con la ropa. ¿Verdad que sí?
-Si. Julia cambió con aquella ropa que llevaba
-¿Qué ropa llevaba?

No le pude contestar, ni decirle que ropa llevaba Julia, que a eso era a que lo que iba. Pero en aquel momento bajaba las escaleras Antón, el padrastro de Julia. Me sorprendió verlo por allí, y a tales horas, porque yo ni siquiera sabía que Antón visitaba a Manciñeira. Pero la mujer no parecía sorprendida de aquella visita. Antón se sentó detrás del fuego, justo a mi lado. Y tal como había hecho yo, se acomodó sin decir nada, ni hola ni buenas tardes. El gato lo miró, de la misma forma que lo había hecho conmigo. Pero la reacción de Antón, al notar su presencia, fue la de darle una tremenda patada. El animal echó un grito de dolor. A la ventana le faltaba un cristal que tal vez Manciñeira lo había rota con el propósito de que el animalito saliese y entrase por allí a su antojo. De dos largos saltos, el gato salió por aquel cristal, sin tocar las orillas de la madera, tan justo fue su cálculo. Manciñeira no se extrañó de aquella actitud de Antón y, con calma, le dijo:
-¿Qué te ha hecho el gato hoy, Antón?
La pregunta no parecía referirse al gato, sino por qué razón Antón venía de mal humor. Alguien había lastimado sus sentimientos aquel día, y por la patada al gato Manciñeira adivinaba de que se trataba.
-Ese animal no es un gato. Es el mismo diablo. ¿Para qué lo quieres? Para que pruebe tos potingues?
-Tú no vendrás hoy aquí con la intenci6n de hablarme de gatos ¿eh? Antón -le dijo Manciñeira.
Antón me clavó su dura mirada, con sorpresa, como si no me hubiese visto hasta aquel mismo momento.
-¿Qué hace aquí este chaval? ¡Fuera de aquí! -me gritó.
Yo no dije palabra y me largue, tan asustado como el gato. Pero me entró una rabia que, en aquel momento, si tuviese fuerzas para hacerlo, lo hubiera matado. Afuera ya estaba oscuro. Los cuervos se habían acomodado en sus preferidas ramas, y parecían dormir en paz. Al dar la vuelta, hacia abajo alrededor de la cabaña, el gato me llamó, como si me preguntara algo en su idioma. Yo comprendí que se trataba de una queja. ¿Por qué me ha pegado ese hombre sin motivo alguno? Estaba sentado cerca de la ventana, y yo lo vi por el brillo de su ojo encendido. Me acerque para consolarlo, y fue entonces cuando me di cuenta que el pobre animal era ciego de un ojo, detalle que me había pasado desapercibido hasta aquel día, después de tanto tiempo que éramos amigos. Aquel era el gato que ya estaba allí cuando mi tío y yo empezamos los trabajos en la cabaña. Creo que era salvaje, pero yo le fui dando algo de corner y pronto nos hicimos muy amigos, pero nunca me había dado cuenta que no vea de un ojo. Me di cuenta aquella noche porque su ojo no reflejaba la luz como el otro ojo. Mientras yo lo acariciaba y el maullaba, coma contándome algo de su susto, de su dolor, y de aquel castigo inmerecido, oí, por el cristal roto, la conversación entre Antón y Manciñeira. Me entró curiosidad y me quedé a escuchar, pegado a la pared, con mi cabeza muy cerca del cristal roto.
-No puedo dormir. ¿No tienes algo para el sueño? -Antón le decía a Manciñeira.
-Pues muérete -le dijo Manciñeira, sin reparos ni respeto.
-No puedo morirme. La muerte no me quiere. En la guerra todos morían a mi alrededor y yo, que quería morir, no me mataba nadie. Solo mueren los que quieren vivir.
-Algo habrás hecho de pequeño -le dijo Manciñeira, creo que con doble sentido, pero que yo no entendí. Tal vez lo trataba así por patear a su gato -pensé.
-¿De pequeño?
-Tú me entiendes.
-Yo te entiendo, si. Yo entiendo a todo el mundo, pero a mi nadie me entiende.
-Eso es lo que tú te crees.
-¿Tú me entiendes?
-Antes que hables. Te entiendo, se por donde vas y por donde vienes. Te veo por dentro como por fuera.
-¡Qué me vas a ver tú por dentro! Nadie me puede ve por dentro. Mis entrañas están llenas de noches y de soledad oscura.
-Ver en la oscuridad es mi oficio. No por nada me llaman bruja.
-Te llaman lo que eres. Así que no te quejes.
-Tu desembucha y dime a lo que vienes.
-Yo también precise de la bruja. Tengo que hablar con alguien que no sea humano.
-Todo el mundo se acuerda de santa Bárbara cuando truena. Si un animal tiene el mal de ojo, llaman a Manciñeira. Si un crío tiene la sombra, llaman a Manciñeira. Llaman a Manciñeira para bendecir el aire de sapo y salamandra... para bendecir los demonios todos... pero nadie viene a ver si Manciñeira está triste, si está sola o enferma...
-Te tienen que llamar a ti para sacar esos males, porque tú eres la que los hechas.
-La gente es mala, Manciñeira. ¿O no lo sabes? Qué les importas tú y tu soledad... y la mía.
-Él estuvo aquí, si es eso lo que quieres saber.
-¿Estuvo?
-Ahí sentado donde estas tú. Ten cuidado con tu culo, que no te vaya a contagiar las almorranas.
-Fueron a la ciudad juntos.
-Ya lo se.
-¿Cómo lo sabes?
-Me lo dijo un pajarito.
-La gente va a hablar.
-¿Hablar de qué?
-Ya sabes como es la gente.
-Si, es mala. Tú me lo has dicho. Pero que hablen hasta que revienten. ¿A ti qué te importa?
-Me importa... la historia se repite.
-¿Qué historia?
-Tú bien sabes que historia.
-¿Estás celoso?
_ -¿Celoso?
-Él es muy guapo.
-¡Tú qué sabes de belleza!
-Y es joven.
-¡Calla ya!
-Y es médico.
-Lo haces a propósito, bruja maldita.
-Tengo razón, entonces: estas celoso.
-No son celos, Manciñeira, no son celos. La historia se quiere repetir. ¿No ves que él es igual que su tío...
-¿Cuál de ellos?
-Cualquiera de ellos. No me recuerdes más.
-Y Julia es igual que Dolores, cuando Dolores era joven. ¿Eso quieres decir tú?
-¡Qué bruja eres! Si, es igual. Es el espejo de Dolores cuando tenia su edad. Yo estoy mirando al pasado... y no lo soporto.
-Tu odias a esa gente, Antón. Ese odio te va a matar.
­-¿Qué quieres que haga? Me han robado. Me han quitado lo que era mío. Y ahora lo van a repetir, ya veras. ¿Por qué no habré muerto yo en la guerra? ¿Por qué tengo que seguir yo vivo?
-Porque tienes que purgar tus pecados, Antón.
-¿Qué pecados?
-Has matado a un hombre.
-He matado muchos hombres. Los vi caer en la mira de mi fusil. Pero en la guerra no es delito matar. Esa es la diferencia. Tú que sabes lo que es matar, lo que se siente. Nadie sabe nada. Ni yo lo se explicar.
-Tú has querido matar tus celos. Y los celos no los mata nadie, Antón. Los celos son como los árboles que retoñan. Cortas uno y de su tallo brotan muchos sarmientos.
-Dices que me entiendes y no me entiendes. No eran celos, era un hechizo sucio y ruin que yo tenía dentro de mí. Un bicho que me comía las entrañas por dentro. Tu no entiendes.
-Pues hab1a claro y déjate de andar por las ramas.
-Éramos como hermanos. Desde pequeñitos... nos queríamos desde niños. Nuestro amor era el más puro y el más dulce del mundo. No había picardía ni maldad en aquel cariño. Yo nunca la manoseé. Yo respetaba su cuerpo como respetaba a mis padres, a Dios y a los santos todos. Yo tengo visto su cuerpo desnudo; nos hemos bañado el río desnudos, como los ángeles, y yo no deseaba su cuerpo. No la miraba como carne. Miraba su cuerpo como mi vida, como la belleza más pura del mundo. Yo guardaba toda aquella belleza para cuando nuestro matrimonio se consagrara. Tanto cariño tenía que ser santo. Tenía que ser aprobado por todas las leyes y tradiciones. Lo nuestro pudo haber sido o perfecto, si el diablo no metiera el rabo. Pero cuando fui al servicio militar, me metieron cosas en la cabeza. Yo vi a los otros hombres ir con mujeres de la vida. Me llevaron con ellos. Yo no sabía que las mujeres tenían que hacer aquella vida. Yo pensaba en esas en Dolores. Pensaba, qué dolor sería si ella se viera en la necesidad de hacer aquel trabajo. Vi ese mundo sexual como la cosa mas triste y sucia de la vida humana. Por eso, cuando maté al mozo aquel, yo no quería matarlo a él, yo quer1a matar a cualquiera, tratase hacer de mi Dolores una de esas mujeres. ¿Y para qué hice yo eso? ¿Para quién guarde yo aquel cuerpo que tanto admiraba y quería? Para venir ella a entregárselo aquí, en esta pocilga, a un borracho... en la hierba seca y atufada, como una perra o una cerda. Yo estaba equivocado. Las mujeres no
tenéis moral. Sois unas perras todas vosotras.
-Eso a mí no me toca, Antón. Las brujas no somos mujeres.
-Y todas las mujeres sois unas brujas.
-¡Ay, Antón, Antón! ¿Qué habrá hecho tu alma en otra vida, para tener que vivir esta otra tan incómoda en tu cuerpo? ¿Qué mal habrá hecho para tener que vivir, ahí, adentro de tus huesos, una mentira tan apretada?
-¿Para qué te contaré yo esto, si tu no me entiendes?
-Entiendo, Antón, entiendo. Tú eres el que no entiendes nada. El mundo no tiene culpa que tu seas así. Porque el mundo no es así. Las mujeres están ahí para como cualquier otro fruto, para cogerlo cuando esta logrado. Si no se coge a tiempo, los gusanos, o cualquier otra alimaña, los comen. Tú no le has hecho ningún favor a Dolores con respetarla tanto. Lo único que le has hecho fue un desprecio; la has hecho sufrir, porque no supiste ser hombre con ella.
-Tú hablas así porque nunca supiste lo que es amor. Qué sabes tú lo que sufrimos los hombres? Los hombres somos los que sufrimos. Sufrimos cuando deseamos y cuando nos contenemos. Nunca hay paz en la mente de los hombres. Tu que sabes lo que es sufrir. Sufrir es estar allí preso como un animal en la cuadra. Soñando dormido y despierto con la persona mas querida. Y la desgracia maldita, hija del diablo, que no quiere que haya felicidad en el mundo, pone puertas de hierro entre los seres queridos. Y mientras uno siente frío, en el corazón, en el alma y los huesos, otros gozan del fruto que uno respetó. Tú qué sabes de todo eso, si tu no lo has vivido.
-Yo se más que tú piensas, Antón. Y más de lo que la gente piensa. Yo se lo que es el amor, el sufrimiento y el placer. Pero yo no hablo ni me quejo. Quejarse es echar leña al fuego. Aceite en la lámpara es lo que se precisa. Mira mi farol. No tendré aceite para la sartén, pero no le faltara a mi farol. De día y de noche estará siempre ardiendo, porque, con esa llama eterna, arden aquellos que me han hecho sufrir.
-¿Qué candil tendré yo por ahí ardiendo, entonces, que siento una llama, aquí adentro de mi pecho, que me quema? Siento el olor de mi propia carne chamuscada. ¿No puedes tú apagar ese candil?
-Yo se encenderlos, pero no se apagarlos. Arde, que cuando ardas te apagaras solo.
-¿Por qué tengo que arder yo solo? ¿Por qué no arde el mundo entero conmigo?
-Porque el mundo entero no tiene tanto odio que quemar como tienes tú. Solo Dios sabe que maldad tienes ahí adentro de ti, para arder tanto. Que misterios encierra tu alma; que purificaciones de fuego tiene que sufrir para liberarse de tu cuerpo.
-¿Y tú que? ¿Que hablas? Si los misterios encierran maldad ¿por qué no tienes nombre? ¿Por qué te escondes aquí en esta cabaña maldita?
-Porque quiero ver en que termina todo este tinglado. Después me voy. Seguiré mi camino prometido. Aquí se me ha presentado una oportunidad.
-¿Qué oportunidad?
-Quiero saber si soy bruja.
-Bruja eres. Te lo digo yo ahora.
-Palabras de burro no llegan al cielo.
-Ni de brujas tampoco.
-Déjame ver tu mano.
-¿Para que?
-Quiero ver que dice.
-Mi mano no dice nada.
-Aquí a la luz del farol.
-¿Qué dice?
-Ves como la llama del candil escapa de tu mano.
-Eso es la corriente.
-No es la corriente.
-Es la corriente del cristal roto.
-Déjame hacer una tortilla; que de charla no se vive.
-¿Qué dice mi mano?
-Tu no crees en brujerías.
-¿Qué dice?
-Muerte. Cuando la llama escapa de la mano y quiere apagarse, eso es muerte.
-¿Muerte de quién?
-De todos. La tuya, la de Dolores, la de Julia... a lo mejor la mía. Ya veremos. Yo no puedo leer mi propio futuro.
-¡Bah! Pensé que hablabas en serio. Me voy. Ya me siento mejor.
-Espera y comes conmigo un trozo de tortilla.
-No quiero tu comida, que le pones veneno.
-Setas, Antón, setas... y hierbas. ¿Qué sabes tú lo qué es bueno?
-Setas o hierbas, veneno son. No tengas miedo por tu vida. Tú si no te has muerto con esas comidas, ya no te mueres nunca más. Ya es de noche. Ya te contaré lo que están armando esos. Si no te lo cuentan ellos antes.
Al comprender que Antón se iba a marchar, decidí largarme de prisa, para no tropezar con él. Note, al querer moverme, que mi cuerpo estaba entumecido, como pegado a la pared. Por el interés de la conversación me había mantenido en aquella posición, como si estuviera pegado alas piedras. Al arrancarme de la pared sentí una cosa blanda debajo de mis pies y, al tiempo, un grito horroroso. Fue tanto el susto que, antes de darme cuenta que era el gato, yo también eché un grito, aun mas estridente que el del animal. El pobre gato se había refugiado al lado de mis pies, temeroso de volver a la cocina, mientras oía la voz de Antón. Con aquellos gritos, los cuervos se alborotaron, y un sonido de alas sacudió todas las ramas de los viejos castaños, como si de pronto se levantara una tormenta. Las hojas secas se desprendían y caían en remolinos. Después, unas manchas negras, como vampiros en retirada, llenaron el cielo, croando de una forma alarmante. Pensando que había sido descubierto, escape muy asustado. Yo sabia los caminos de memoria, aún en la oscuridad y, sin necesidad de mirar donde ponía los pies, corrí hacia mi casa. Será el miedo buen aliciente para la memoria, porque, tal vez debido al susto, yo nunca olvidé una palabra de aquella conversación. Pero debo confesar que, en aquel momento, no entendí el significado de todo cuanto hablaron. Fue una experiencia que analicé con el tiempo. Me di cuenta que, una conversación entre dos personas, sin poder ver la expresión de sus caras y el movimiento de sus manos, no parece tener significado.
Convencido de que Manciñeira y Antón, se habían dado cuenta de que yo los había escuchado por la ventana, no me atreví a visitar a Manciñeira, ni a Julia por algún tiempo. Con respecto a Julia tenía miedo de tropezar con Antón. Y con respecto a Manciñeira, me preocupaba si le habría quebrado la espa1da a1 gato, porque le había puesto el pie encima con todo el peso de mi cuerpo. Deseaba ver a Manciñeira y tener el valor de pedirle explicaciones sobre aquella conversación, pero no me atrevía a ir a verla. Comprendía yo, que Antón detestaba que Julia se encariñara con su Primo. Estaba celoso, eso lo comprendí, porque en eso éramos iguales. Yo también estaba celoso y sabía lo que eso duele. En eso me identificaba yo con el problema de Antón. A mí me comía los celos por ver a Julia con un hombre tan guapo, como era su primo. Aquellos celos míos se debían a que yo me sentía como un niño a la par de Julia y de aquel mozo. ¿Sentiría Antón los mismos celos, respecto a Julia, porque él era viejo? El problema era el mismo. ¿Pero puede darse el caso de que un hombre mayor se enamore de una jovencita, y siendo su hijastra? Aquellos eran los problemas que le quería pregunta a Manciñeira.
Por aquellos tiempos, la amistad de Manciñeira con don Fernando y con Julia volvía a florecer. Tal vez sería porque se habían aclarado muchos asuntos, especialmente la extraña muerte de Amador, y el hecho de que Amador era el padre de Julia. Tal vez el primo de Julia tuvo algo que ver en roper el hielo entre el abuelo y Manciñeira. Después de todo ella no era culpable de ninguno de aquellos líos. El caso fue que Manciñeira dio un cambio. Por primera vez la mujer se empezó a lavar y asear, hasta tal punto que llegó a parecer una mujer casi guapa, aunque no muy femenina. Yo me empezaba a sentir celoso de aquella amistad de las mujeres, y por esa razón sería que fui dejando de visitar a Manciñeira y a don Fernando. Creo que al recuperar el cariño de Julia, yo ya no era de ningún uso para ellos. Parecía como si el mundo entero me estuviese dejando de lado. Viví un verano de soledad y tristeza. Todo era trabajar sin tener con quién hablar, ni a quién querer.

EL VENENO

El otoño había llegado. Parecía como si hubiese llegado de repente. Madre me había mandado a la villa por la ración –estaba todo racionado por entonces- cogí el atajo de menos uso, que poca gente cogía, por ser la cuesta muy empinada. No quería pasar por delante de la cabaña, porque ya no tenía ganas de ver a Manciñeira. En la cumbre, al cruzar un bosque de altos pinos, oí que alguien me llamaba. Era Manciñeira que, con un cesto colgado en su brazo izquierdo y un palo en la derecha, andaba dando vueltas por el monte.
-¿A dónde te diriges por estos caminos? -me preguntó, como extrañada de que yo hubiera cogido aquel atajo.
-Me mandó madre por la ración. Se cree que yo soy una mujer ¿sabe?
-¿De quién iba a echar mane? No tiene mujeres.
Manciñeira Andaba a recoger setas, como aquel que no tiene mejor cosa que hacer. La mujer parecía aburrida aquel día, y tenía ganas de hablar. Yo le ayudé a buscar las setas, mientras que conversábamos. Setas había muchas, y de variados matices, porque en aquellos lugares, nadie se atrevería a comerse tales setas ni por una apuesta. Manciñeira podía llenar el cesto sin mucho trabajo. Pero ella conocía las setas que valían para comer, así como las que eran de mejor calidad, y aquel día estaba interesada en una clase que parecía escasear. Por aquello empezó nuestra conversación.
-¿Y por qué quiere de esas setas? -le pregunté.
-Porque son más venenosas -me dijo.
-Piensa envenenar a alguien, entonces?
-Si, pienso.
-A quien?
-Al mundo entero.
-¡Al mudo entero!
-Si, al mundo entero, que poco se pierde.
-¿Y cuántas setas se precisan para envenenar al mundo entero?
-Muchas, muchísimas. No hay tantas setas en el mundo. ¡Qué pena!
-¿Y para envenenar a una persona cuántas tiene que comer?
-De estas, una sola.
-Entonces ya tiene ahí en el cesto para envenenar a toda la villa...
-Pues eso haré.
-No, a Julia no. Julia es mi amiga.
-¿Sabe qué? Dele todas esas del cesto a Antón. Le hace una tortilla con todas ellas y se la da. Que se muera muchas veces.
-¿Tan mal le quieres?
-Desde aquel día que me trató como al gato, deseo mas que se muera como un perro.
-Y hablando de perros y gatos. Algo que nunca te pregunte. ¿Quién sería el que lastimó a mi gato? El pobre aun se queja.
-Fui yo -confesé- porque me di cuenta que Manciñeira me estaba tirando una indirecta.
-¿Y por que?
-No le pegué. Le puse el pie encima, sin querer.
¿Y qué hacías allí tanto tiempo?
-Estaba a ver si pillaba un cuervo.
-¡Un cuervo! Escuchando por la ventana como una vieja.
-No lo hice adrede. Fui allí para acariciar al gato, que estaba quejándose de la patada que le diera Antón. Oí hablar y me quedé a escuchar. Antón esta celoso de Luís. ¿No es cierto?
-Antón esta loco. Y nos está volviendo locos a todos. Todo por culpa de Julia. ¿Y Julia que culpa tiene? ¡Pobre niña!
-¿Usted tambien esta celosa?
-Siento un pesar.
-Eso es lo que yo siento. Una cosa aquí en el pecho que me pesa.
-A lo mejor tú también tienes un alma, ahí en tu pecho.
-¿Entonces es así el amor?
-El amor es como el camaleón, que se viste del color de acuerdo a la ocasión. El amor que yo siento por Julia tiene el color del miedo. A lo mejor un día te diré por qué.
-Cuéntemelo ahora.
-Ahora no te lo puedo contar.
-¿Y por qué no?
-Porque lo que lo que lo que pienso aún no sucedió.
-¿Y cómo sabe que van a suceder?
-Porque soy bruja.
-¡Qué va a ser usted bruja!
-Es fácil ser bruja, muchacho. Las cosas se ven venir. No las ve el que no quiere.
-¿Que cosas?
-El lío que se está armando. No puede terminar bien. Y yo me veo envuelta en él, sin comerla ni beberlo. Maldito sea el día que vine por estos sitios. Y que maldito sea el día que me metí en esa cabaña.
-Yo crea que los líos se habían acabado, ara que usted ya se lleva bien con todos.
-¡Acabado!
-Como Julia se hizo tan amiga... y usted cambió.
-¿Me notas cambiada?
-Ahora anda mejor arreglada...
-Estos vestidos me los dio Dolores y yo los arregle, que me eran cortos. Eso es todo. Yo se coser ¿sabes? También le hizo dos vestidos a Julia. Ella puso la tela. ¿No se los viste?
-¡Y qué iba a ver! Ahora no la veo nunca.
Yo estaba equivocado. Los problemas no habían terminado, y Manciñeira estaba aburrida. Me pidió que no la abandonara, ya que era su amigo, que fuera a verla cuando tuviese tiempo, que se estaba sintiendo muy sola. Nunca me habla pasado esto, muchacho, y últimamente me siento sola -me dijo con voz muy penosa.
-¿Y luego Julia no la visita? -le pregunté.
-No, desde que anda por ahí su primo.
-Esta enamorada de su prime ¿Verdad que sI?
-La quiere llevar para Madrid ¿sabías?
Me acordé, entonces, de lo que me había dicho Julia aquella vez, cuando me dijo que no iba a seguir ninguna carrera, y que se iría a Madrid para divertirse con muchos novios. El corazón me empezó a dar tumbos. Había llegado aquella hora. Adiós Julia, para siempre!
-Julia me dijo una vez que marcharía, si no moría antes.
-Ahí es donde van a empezar los problemas, no donde acaban.
-Porque Antón lo la quiere dejar ir ¿verdad?
-Tu mismo lo has notado ¿eh? Pues si, es capaz de cualquier cosa antes de dejarla ir. Tú no te imaginas el odio que tiene ese hombre en el cuerpo. Mató una vez y el que mata una vez no le importa matar dos.
-¿Cree que es capaz de matar a Luís antes que la lleve?
-Vete por la compra, anda, y a la vuelta ven por casa, y te comes un trozo de la tortilla que voy hacer con estas setas.
-¿Con estas envenenadas?
-Si, a ver si nos morimos los dos juntos.
Por aquella conversación seria que me entró un deseo loco de ver a Julia. Tenia necesidad de decirle algo, y no sabia qué. No me atreví a llamar a su casa. Sabia que, de estar Antón en casa, yo no seria bien recibido. Me limité a pasar por delante de la vivienda unas cuantas veces, pero no vi señal de vida en aquella casa.
A la vuelta, subiendo la cuesta, las bolsas de la compra me caían pesadas,
como si mis fuerzas se hubiera disipado en aquella ansiedad que me afligía. La tarde otoñal era plomiza, y así de pesada como el plomo. 0 tal vez era la pesadumbre de mi corazón y no las bolsas. Sentía la sensación, al alcanzar la cumbre del monte, que las nubes bajas me querían aplastar. A mi edad no tenía la experiencia para comprender mi estado de animo, que nacía, pensé más tarde, de aquel amor que se me escapaba. Un amor que veía ya como perdido. Aquellos pocos días, semanas o meses, se había amplificado por años, habían hecho de Julia una mujer, pero a mí no me habían hecho diferencia alguna.
Encontré a Manciñeira en la puerta, como si me estuviera esperando.
-Pronto diste vuelta. Se te acordó la tortilla.
-No había nada que ver en la villa. ¡Qué sitio tan aburrido!
-¿No vistes a Julia, luego?
-No vi a nadie.
-Bueno, baja, que la tortilla esta esperando.
-Mejor le llevo las bolsas a mi madre. No tiene aceite para hacer la merienda.
-Como quieras. Pero, pero vuelve, que te quería contar algo importante.
-Que es?
-E primo de Julia marchó para Madrid.
-¿Cómo lo sabe?
-Vino a despedirse, mientras tú fuiste al recado. Hablamos de Julia.
-¿Qué hablaron?
-Llévale las bolsas a tu madre y vuelves. Poco tiempo te lleva, si te apuras.
Me intrigó la lo que me tenía que contar Manciñeira y decidí parar y come la tortilla con ella ante de ir a casa.
-Comeré su tortilla, a ver si me muero –le dije, que aquella tarde no me hubiera importado morir.
Puse las bolsas a un lado de la puerta. Íbamos a bajar, cuando Manciñeira, poniendo la mano a forma de visera delante de los ojos, miró para la cima del monte, y preguntó, como si hablara con ella misma:
-¿No es aquel Antón?
Tarde unos momentos en comprobar que, efectivamente, era Antón. Venía muy guapo, con un traje oscuro, camisa blanca y corbata. El sombrero lo hacía más alto, y el bastón le daba un cierto aire de señor. No se podía negar de que eran un hombre bien plantado. En aquel momento le perdone aquellos malos modales, con los que me había mandado marchar, en aquella ocasión que le diera la patada al gato en la cocina de Manciñeira.
-¿A dónde vas tan guapo? –le preguntó Manciñeira, cuando se acercó.
-No voy que ya vengo -dijo Antón, y su voz no entonaba con su vestimenta.
-¿Fuiste a la ciudad?
-Fui a la ciudad, si.

Antón venía de mal humor. La simpatía que se me había despertado por él, al verlo tan aseado, se esfumó en e1 tono de su voz. Hablaba como si no me viera. Manciñeira me miro, haciendo alguna señal con los hombros. Me pareció comprender lo que me quería decir. “Todavía no te ha visto” -creo que trató de decirme.
-¿Qué meriendas fuiste a papar a la ciudad, entonces? Porque esa ropa no es de todos los días -le dijo Manciñeira.
-Tenemos que hablar -dijo Antón, y escupió, como si echara fuera de su pecho algo amargo.
-Nada malo, me supongo -dijo Manciñeira, y quedó mirando la escupida como si le viera algún significado.
En ese momento Antón me clav6 su mirada dura y fría. En su rostro se dibujó una sorpresa, como si acabara de ver un animal raro. Yo creo que tardó unos segundos en reconocerme. Como sorprendido, le preguntó a Manciñeira:
-¿Pero qué hace este rapaz... siempre a tu lado?
-Es mi amigo y viene a verme, como vienes tú -le dijo ella.
-Yo vengo por algo -dijo Antón.
-Pues él viene por nada, y me sale mas barato -le espetó Manciñeira.
-Lo que yo tengo que hablar tiene prisa -dijo Antón, como si quisiera decir que me fuera lo antes posible.
-Hablaremos mañana, muchacho. Parece que esto es más urgente -me dijo Manciñeira. Y dirigiéndose a Antón, le dijo: “Baja.”
Antón pasó a mi lado. Me pareció sentir el aire de su cuerpo que me apartaba. Al darme la espalda le clave una mirada de odio. Debió de sentirla, porque dio vuelta sin otro motivo. Me miró, y yo note que en su garganta se ahogó una frase. Manciñeira se dio cuenta de nuestro mutua desprecio. Note el detalle en Manciñeira porque se encogió de hombros. Ya con un pie adentro de la puerta, se dio vuelta y me dijo:
-¡Ah! Y no te olvides del cristal.
-¿Qué cristal? -preguntó Antón.
-El cristal roto. Él me lo va a poner –le explicó Manciñeira.
Quedé pensando. ¿Cuándo le había prometido yo colocarle el cristal? Nunca le había prometido aquel trabajo. Se lo habrá imaginado, pensé. Cargué con las bolsas y camine hasta la encrucijada, siempre pensando si le había, en alguna ocasión, prometido a Manciñeira colocarle el cristal. De pronto me di cuenta de lo que me había querido decir: era que me pusiera al lado del cristal para escuchar la conversación entre ella y Antón. Manciñeira, por alguna razón, quería tener un testigo de aquel encuentro. Yo había notado, cuando miró la escupida de Antón, que no le alegraba aquella visita. Escondí las bolsas entre unas retamas verdes y volví a la cabaña. El gato estaba al lado de la ventana, pero, de aquella vuelta, no me espero. Maulló de mal humor y se largo. Yo me puse al lado de la ventana, para escuchar la conversación. Oí que Manciñeira le ofrecía tortilla a Antón.
-¿Estás seguro que no quieres un trozo de tortilla?
-Te he dicho que no, mil veces.
-¿Tantas?
-Dásela a ese chaval amigo tuyo, a ver si revienta con tus setas.
-Iba a comer conmigo, pero tú le estropeaste la fiesta.
-Si lo supiera no venía.
-A lo mejor le hiciste un favor. Con estas setas venenosas, el chaval...
-Déjate de hablar tonterías. Vengo a hablar en serio.
-Pues habla mientras yo como; que a mí me llena más la barriga comer que hablar.
-Fui a ver un abogado.
-¿Un abogado?
-Si, un abogado.
¿Qué pleitos tienes?
-La quieren llevar.
-¿A quién quieren llevar?
-Tu sabes a quien.
-¿A dónde?
-Tu bien sabes a donde.
-Yo no se nada.
-No se la voy dejar llevar.
-¿No?
-¡No!
-¿Y qué dice el abogado?
-El abogado va a estudiar el problema.
-Y Dolores, su madre ¿qué dice?
-Dolores nada... no dice nada.
-¿Y Julia? ¿Qué dice Julia?
-Julia es una niña. ¡Qué sabe ella!
-¡Una niña! ¿Cuándo cumplió los dieciséis?
-No importa. Es una niña.
-Si tú lo dices.
-Tú tienes influencia sobre ella. La puedes convencer de que no se vaya.
-¿Yo?
-Si, tú.
-Yo quiero Julia. Hacia tiempo que no me encariñaba con una persona, así de esa forma. Tampoco a mí me gustaría perderla, no verla nunca más. Pero no me pidas que interfiera en su vida. Si se quiere ir, allá ella. Déjala que se vaya. ¿Qué futuro tiene aquí? En Madrid aprenderá a ser mujer.
-En Madrid la gente no es más feliz que en otro lado.
-Si tú lo dices.
-No es por su futuro. Lo hacen por mí. Esa gente me odia. Tú bien lo sabes.
-Yo no se nada.
-Tu sabes todo lo que te conviene.
-Está muy buena esta tortilla. ¡Seguro que no quieres un trozo?
-No cambies la conversación. Esto es muy serio.
-Corner no es una broma.
-No se para qué te hablo. No me haces caso. Estarás de acuerdo con ellos
tú también.
-No tengo ganas de hablar hoy, Antón. Mal día has venido.
-Pues come y revienta.
-Y tú que me veas, con tus ojos en la mano.
-No he venido a discutir.
-¿A qué has venido, entonces?
-Ya te lo dije.
-No me has dicho nada. Si has venido a confesarte, habla, y habla claro... déjate de andar por las ramas.
-¿Qué ramas? No te entiendo.
-Yo a ti sí. Te entiendo muy bien... pero quiero estar segura.
-¿Segura de que?
-De una mosca que me anda detrás de la oreja. Quiero sentirlo de tu boca. ¿Por qué no me lo dices? ¿Por qué no eres sincere una vez en la vida?
Te haría bien.
-¿Qué me quieres decir?
-Te quiero decir lo que tú me quieres decir. Lo que le quieres decir a todo el mundo, pero no te atreves.
-¿Qué es lo qué me quieres decir tú?
-¿Quieres que te lo diga?
-Dilo. Dilo de una vez.
-¿No te enfadarás?
-Si me enfado aguanto.
-Dolores era muy guapa, cuando era joven...
-Si, era muy guapa. ¿Y qué?
-Tengo oído que era muy simpática.
-Era muy simpática, si. ¿Y qué?
-Y la querías mucho.
-Desde que nacimos. No des más vueltas.
-Julia se le parece a mucho, cuando la madre era de su edad. Es su retrato.
-Si, es... Es el retrato de su madre, cuando su madre tenía su edad.
-¡Cómo cambia la gente! ¡Cómo nos cambian los años! Ahora Dolores no parece la misma. Está muy desmejorada. Su humor no es de los más alegres. ¡Pobre! Ella también ha padecido lo suyo.
-Ella no ha padecido nada. Yo fui e1 que padeció. Yo soy el que padece. Nunca dejaré de padecer...
-¿Cuántos años dices que fueron?
-Los años son días que se cuentan. Pero e1 tiempo es diferente. Un tiempo que no pasa; las horas que no se van. El tiempo tiene muchas formas, cuando el espacio es pequeño y la soledad es grande.
-Y uno piensa siempre en lo que dejó detrás... coma si nada hubiera cambiado...
-Si, uno siempre ve todo lo mismo.
-Pero al volver todo está cambiado.
-Todo cambiado, si... todo cambiado, como si pasaran mil años.
-Y la persona que uno amaba, ya no es la misma persona.
-No, no parece la misma persona.
-Parece una persona extraña...
-¿Pero tú qué hablas? ¿Qué dices? ¿Cómo sabes tú esas cosas?
-Yo se esas y muchas otras. Yo soy bruja. Tú mismo me lo has dicho.
-Estaba enfadado.
-El enfado es como el vino: siempre dicen la verdad. Tu te tendrías que emborrachar alguna vez.
-Yo no bebo. Tú ya lo sabes. Tú sabes por qué. Tenia unas copas, cuando paso lo de aquel hombre... fueron las copas.
-Fueron los celos.
-Y las copas...
-Las copas avivaron el fuego, pero el fuego ya estaba encendido. ¡Los celos! ¿Qué serán los celos, Antón? ¿Tú lo sabes?
-Tu lo sabrás, que para eso eres bruja.
-Yo no lo sé. Es muy difícil entenderlos. Pero los puedo comparar. Son como los helechos, que tienen raíces muy largas. No echa flor, los quema el sol, el fuego y las heladas, pero vuelven a revivir, a nacer de nuevo, porque su vida esta en las raíces. ¿De dónde vendrán esas raíces tuyas?
-Del infierno. ¡Calla! No me hables cosas que no entiendo.
-Yo llevo pensado mucho en tus celos.
-¿Qué te importan a ti mis celos?
-Son parecidos a los míos.
-¿A los tuyos?
-A los míos, sí.
-¿De quién tienes tú celos?
-De mi cara.
-¿De tu cara? Ni que fueras tan guapa.
-Por eso. Una vez fui joven, y Julia me hace acordar mi juventud.
-Tu nunca fuiste hermosa como Julia. No me hagas reír.
-Pues eso. A mi me hubiera gustado ser hermosa como Julia. Julia es el ideal de mi juventud. Yo también me miraba al espejo cuando era joven. Me miraba y, por unos momentos, veía a Julia. pero, después de unos momentos, Julia se marchaba del espejo, y entonces mi rostro me remedaba como una mueca,
burlándose de mí, como una mascarilla carnavalesca.
-¿Cómo veías tú a Julia? Julia no había nacido cuando tú eras joven. Nadie había nacido, cuando tú eras joven.
-No, Julia no había nacido. Pero me doy cuenta, ahora que la conocí, que Julia era la mocita que yo veía en el espejo. Julia es aquel espejo en que yo me miraba. Por eso la quiero tanto. Ella es mi juventud, todas las cosas que soñé, todas las cosas que no fui. Julia es un espejo del alma, donde se miran todas las mujeres. Su cuerpo es tan perfecto, tan joven, y de un color tan bueno, de piel tan suave...
-¿Cómo sabes tú eso? ¿Como sabes tu del color de su piel?
-Yo le he hecho vestidos. Para hacer vestidos hay que tomar medidas.
-Ella nunca tuvo necesidad de tus vestidos. Los podía comprar.
-Los vestidos que se compran no son como los que se hacen. ¡Tú qué sabes! Los vestidos que se compran no tienen vida. Los vestidos que se hacen son amor, caen al cuerpo como la misma piel. Los hombres no entendéis a las
mujeres. Sois unos animales.
-¡Mira quién habla! Una bruja mendiga y fea, vieja, hablando de belleza y de vestidos. Haciendo vestidos... tomando medidas... para ver el cuerpo de una niña, para manosearla. Ahora veo, conozco las mujeres como tú. ¡Puercas!
-Tiene un cuerpo encantador. Parece delgada, es delgada. Pero desnuda... en ropas menores, quiero decir, su cuerpo es mayor... es firme. Tiene la forma de un ángel. ¿Tú no la ves así?
-Yo no veo su carne como tú, vieja sucia. Ella no volverá por aquí... veras que no...
-Me has dado permiso para que te dijera lo que tú no me querías decir, no podías, o no sabías cómo. Pero ahora ya me lo as dicho: estás celoso. Así que no te enfades y desembucha. Dime qué ves en el espejo de Julia. ¿A quién ves, cuando la miras?
-Yo veo a Julia.
-Tú ves a Dolores, cuando ella tenía la edad de Julia. Dolores para ti ahora es una mujer extraña. Por eso no eres hombre con ella.
-¿A qué le llamas tú ser hombre?
-A la otra mitad que nos falta a las mujeres.
-Aclárame eso.
-Que no haces el amor con ella.
-Esas cosas de familia no se deben tocar.
-Durante el servicio militar fuiste a casa de mujeres, pero te dieron asco y no te acostaste con ellas.
-Me daban asco, si. ¿Y qué? Esas mujeres son una porquería.
-Y Dolores es una porquería?
-¿Qué comparación es ésa?
-¿Entonces por qué no haces el amor con ella?
-No puedo. Pienso en ese momento que se entregó al bandido aquel. La veo en la paja como una cerda, vestida con harapos de carnaval, entregándose sin pudor...
-Algo de bueno tuvo que tener ese hecho, para venir al mundo Julia, una criatura tan hermosa.
-Es una venganza... Es la maldición de esa gente... de esa familia maldita.
-Déjala marchar, entonces. Que se vaya lejos, donde no la veas, ni la recuerdes.
-Tu no me entiendes. Ya te lo dije, y no me entiendes. La historia se repite. Tu misma lo has dicho. Julia es el retrato de su madre, cuando su madre era de su edad, y su primo es el retrato de su padre. Si me la llevan, es como repetir la historia otra vez. Yo no podría sufrir eso, aguantar, ver que se repite todo mi pasado delante de mis ojos. Tu no te das cuenta lo que yo he sufrido. Nadie puede entenderlo.
-Tú has venido a desahogarte conmigo, a pedirme consejo. ¿Quieres que
te dé un consejo, el ultimo de mis consejos, el consejo de una bruja?
-¿Qué consejo?
-Vete a casa. Vete ahora mismo, mientras la sangre te hierve. Haz el amor con Julia, viólala, si es necesario, y después mátate, pero quítatela a Julia de la cabeza.
-No quiero escucharte más...

La discusión se puso fea, y los dos se insultaron. Yo me puse nervioso, porque Antón se enfurecía. Ya no entendía de qué hablaban. Oí un golpe y un grito. Al mirar por la ventana los vi luchando. Manciñeira había cogido el bastón con las dos manos y Antón forcejaba por quitárselo. Los dos gemían y se insultaban, aunque yo no entendían los insultos. Yo quería gritar, pero el grito no me salía. Antón, más fuerte que Manciñeira, pronto se hizo dueño del bastón. Vi que le iba a bajar un golpe a la mujer. Ella llevó las manos a la cabeza, como para parar el golpe. Yo pegue un puñetazo en la ventana a tiempo.
-¡Pare! -grité.
Antón quedó paralizado, con el bastón suspendido a la altura de su cabeza. Sorprendido, gritó:
-¡Ese chaval aquí otra vez!
Disparó el bastón contra la ventana, con la intención, de castigarme. El bastón rompió uno de los cristales, produciendo un ruido alarmante. Antón corrió a recoger el bastón, desafiándome.
-¡A ese chaval lo mate hoy!
Subió las escaleras a saltos. Yo corrí a la parte baja del monte, poniendo una distancia segura entre los dos. Comprendiendo que no me alcanzaría, aunque lo intentara, me desafió con el bastón.
-Ya te pillaré -me gritó.
Se alejó pegando patadas a las piedras y palos a los árboles. Ya no lo veía, pero oía los golpes que les daba a los árboles. Ya seguro de que iba lejos, regresé a junto de Manciñeira. Estaba llorando, sentada en el banco. Al verme, como avergonzada, secó las lágrimas con el mandil.
-Pero, señora. ¿Cómo se le ocurre pelear con él? No ve que esta loco.
-Me está bien, por hacerles caso a todos ellos. No me han traído más que problemas.
Según estaba sentada, me cogió de la cintura y apretó su cara contra mi pecho. Me apretó muy fuerte, y otra vez empezó a llorar. Yo le acaricié la cabeza. Nunca le había tocado su pelo. Tenía un pelo áspero y duro.
-Para qué habré yo venido a este mundo. ¿Para qué? ¿Para qué habré yo venido a vivir en esta maldita casa? -se quejaba con una voz desconocida, lastimosa y lejana.
La deje llorar, mientras ella me apretaba y yo le acariciaba la cabeza, tratando de consolarla. Fue aflojando mi cintura; otra vez se secó las lágrimas con el mandil, y me pregunto:
-¿Qué hacías ahí afuera?
-Estaba escuchando. ¿No quería eso?
-¿No fuiste a casa?
-Todavía no.
-Vete corriendo, anda, que te estarán esperando.

En las escaleras miré hacia atrás. Los ojos de Manciñeira estaban en mí como si me quisieran decir algo. Un adiós tal vez, como si aquella fuera la última vez que nos íbamos a ver.
-Gracias, hijo -me dijo, y otra vez se puso a llorar.
-Me di cuenta que no era aquello lo que me quería decir. Me quería decir algo más, pero el llanto no la dejo. Me dio mucha pena dejarla sola. Quise bajar aquellos dos pasos, y volver, pero no pude. Su llanto era tan triste que me empujó escaleras arriba. Parecía un llanto de otros tiempos. Su voz era distinta. Creo que ya no lloraba por la pelea. Lloraba por algo que hacía tiempo le pesaba en el corazón.
Afuera la tarde estaba oscura. En la línea del horizonte, donde el sol se había escondido, había una nube rojiza, todo a lo largo del monte, que tenía la forma de una cruz acostada. El monte era negro. Los cuervos, habían aprovechado la tarde mas de lo acostumbrado, y venían acercándose, casi tocando las bajas nubes de aquella tarde otoñal. Otros ya se arremolinaban en los viejos castaños, croando roncamente y haciendo un ruido peculiar con sus alas en las ramas semidesnudas. Las pocas hojas mustias que se aferraban a la vida, con aquel aleteo, se desprendían, como haciéndome ver que la vida, cuando está acabada, una insignificante sacudida es lo suficiente para desprenderla del cuerpo que la cobija.
Cogí las bolsas de entre las retamas. No note su peso, como si para entonces me sintiera insensible a las cargas físicas, porque sentía otras cargas en mi espíritu que anulaban los sentimientos corporales. La tarde no era fría, pero yo sentía un sudor helado en mi espalda, como si fuese un susto, y no era miedo lo que sentía. No supe interpretarlo, porque nunca me había pasado nada igual, y no pude comparar aquella sensaci6n con ningún otro estado de animo, con ninguna otra anterior sensación o experiencia. Pero, por primera vez, aquel lugar me pareció peculiar, fantasmagórico y funesto. Pensé cómo sería la soledad de la noche en aquel lugar. Noche tras noche, la lúgubre soledad con Manciñeira adentro. En aquel momento sentí mucha pena por la mujer. Sin duda aquel sitio era muy triste, cuando la noche llegaba. ¿Cómo no me había dado cuenta de ello anteriormente?
El camino no tenia forma, porque no había sombras que le dieran relieve. Siendo hondo, la oscuridad lo achataba. Me parecía caminar en el aire. En aquel camino sin forma vi una sombra lejos, como un remolino de tierra. La sombra corría, pero siempre estaba en el mismo sitio. Me pareció oír una voz, una voz femenina, casi dolorosa. La sombra me llamaba, y de pronto la sombra estaba a mi lado. Era Julia. Con las ropas sencillas y las sandalias, me pareció todavía una niña. ¡Qué cambio tan grande! –pensé. Porque me vino a la memoria el día que la había visto en la carretera con su primo. Para mi gusto, en sandalias y en ropas sencillas, estaba más hermosa. Hacía mucho tiempo que no se ponía aquellas ropas, tal vez desde hacia un año. Y aquella vestimenta, la ponía más a mi alcance, como si la diferencia de edad, y estado social, se hubiera disipado al cambiar de ropas. Me abrazó al llegar. Sus brazos delgados dieron la vuelta a mi cuerpo y me apretaron con una fuerza sobrenatural. Por haber corrido tanto, no podía hablar. Me quería decir algo, pero le faltaba el aliento. Su corazón agitado parecía latir dentro de mi cuerpo, a la par de mi corazón que, con la emoci6n de aquel inesperado abrazo, también latía con la misma prisa del corazón de Julia.
-Se ha vuelto loco, se ha vuelto loco -repetía, una vez recobrando su aliento.
-¿Quién se ha vuelto loco? -le pregunté, aun sabiendo que ella se refería a su padrastro.
-Antón, mi padrastro. Se ha vuelto loco. Dice que nos va a matar a todos. Mi madre se encerró en su cuarto. Yo me escape.
-Se peleó con Manciñeira -le dije.
-Dice que te va a matar a ti también... y a Manciñeira. La voy avisar para que cierre las puertas. Después me voy para junto del abuelo. No volveré nunca más a casa. ¡Nunca más... Nunca más..!

Julia aflojó sus brazos. Tan apretado me tenia que, al soltarme, sentí como si mi corazón fuese a reventar en mi pecho.
-Adiós, Mano! -oí que me decía desde lejos, porque yo quede como atónito, como si aquel encuentro no fuese real.
No pude decirle ni una palabra, porque, cuando reaccioné Julia ya iba lejos. Pero aún oía du voz como un eco: ¡Nunca más... Nunca más! Y desapareció en la encrucijada como si se esfumas. Dejé caer las bolsas, toqué mis mejillas y entonces, noté que Julia había estado llorando y había dejado sus lágrimas en mi cara. Y yo no le había dicho nada; no había tratado de consolarla, o darle un beso. Las bolsas ¡malditas bolsas! ocupaban mis manos y yo, por la sorpresa de aquel abrazo de Julia, no las había dejado caer. Acaricié mis brazos, deloridos por aquel tan fuerte apretón de Julia. Seque sus lagrimas con el reverse de mi mano, y luego bese mi mano y saboreé la sal de sus lágrimas. Cogí las bolsas y caminé, con aquel sabor en los labios. En aquel momento el camino se iluminó. Era el crepúsculo, ese ultimo suspiro del día que se muere, y que, en esas tardes oscuras, siempre hacia lo mismo, como si fuese un pretendido amanecer. A mi no me engaño. Acostumbrado a esos fenómenos sabia que, en segundos, la noche se cerraría con toda su oscuridad. Se levantó una brisa, ese viento aprisionado entre el día y la noche y que, a ese preciso instante del crepúsculo, se escapa como el ultimo suspiro de la vida. Las hojas secas se arremolinaron por el camino, con un sonido como si fantasmas caminaran a mi lado. De los árboles, ya casi desnudos, cayeron mas hojas, como los últimos harapos de algún cuerpo que se desnuda para dormir la larga noche del invierno. Yo nunca había reparado en aquellos detalles, aunque los sabía, porque mi inconsciente los había asimilado, al estar en contacto, desde la, infancia, con esa naturaleza. Pero en aquel momento tomé conciencia de lo que me rodeaba, como si despertase en mi espíritu la conciencia de la naturaleza.
Tomé nota de lo que me había dicho Julia, de que Antón me mataría a mí también. Por si es caso evité el camino que me separaba de la ultima encrucijada, el atajo alto que iba hacia la villa. Pensé que si Antón decidiese regresar, para pelear a Manciñeira, seguro que cogería el camino más corto, como lo había hecho Julia. Por eso deje el camino y cruce el monte hacia casa.
-Tú eres bueno para ir a buscar la muerte -fueron las primeras palabras de mi Madre.
Yo odiaba aquel dicho. Se refería a que, una persona que tardaba tanto en volver de un viaje, de un mandado, era bueno para ir a buscar la muerte, porque tardaría en volver con ella. Mi tío estaba sentado en el banco, leyendo un periódico viejo, que lo tenía estirado sobre la mesa. Tenía aquella costumbre de leer algo cuando estaba comiendo. Era uno de sus pocos defectos,
pero muy desagradable, pues siempre ocupaba toda la mesa, que ya no era muy grande. El no dijo nada, pero le note un cierto mal humor, por lo que me di cuenta que había estado esperando por la merienda.
-Sabias que no tenía aceite para la merienda, y tu por ahí a perder el tiempo -agregó Madre.
-Me paré con Manciñeira y...
Tú y la bruja esa -dijo madre, ofendiéndome, porque me desagradaba que le llamaran bruja a Manciñeira.
-Se pelearon ella y Antón -dije, para justificando mi tardanza.
-Mi tío levantó los ojos del periódico, otra vez, como para asegurarse de lo que yo había dicho.
-¿Se pelearon esos dos?
-Tuvieron una discusión, y Antón le pegó con el bastón.
-Se pelearon esos dos. ¡Bueno, bueno! Eran una y carne -dijo madre, muy sorprendida.
-Por el camino encontré a Julia...
-¿Y a dónde iba a esta ora, por ahí por los montes? -madre me interrumpió.
-Iba avisar a Manciñeira...
-¿Avisarla a esta hora? ¿Para qué?
-Me dijo que Antón se ha vuelto loco. Dice que nos va a matar a todos.
-¿A todos, quiénes? -preguntó madre, a medida que ponía la sartén al fuego, y con una actitud como si mi conversaci6n fuese de chiquillos.
-A Julia, a Dolores, a Manciñeira... y a mí.
-¿Y a ti por qué? -madre preguntó, pero sin sorpresa, como si yo hablara tonterías.
-Porque presencié la pelea... y le grite a Antón.
-Otra vez mi tío levantó los ojos del periódico y me avisó con una firmeza que me sorprendió.
-Tú deja a esa gente a lo suyo. Que se maten entre ellos.

Yo acababa de evitar la pelea entre Antón y Manciñeira, una . pelea que hubiera terminado mal, si no fuese por mi intervención. Julia me acababa de dar un abrazo, como buscando refugio en mi pecho. Por primera vez no había sentido yo complejo en su presencia. Ella me había precisado, y me sentí feliz de que mi cuerpo fuese su apoyo, y su refugio. Después de eso, en casa era tratado como un niño, cuando para trabajar esperaban de mí la misma responsabilidad de un hombre. Sentí la necesidad de protestar, pero las lágrimas del niño se acercaron a mis ojos, y para no darles la razón de que era niño, corrí a mi cuarto y me acosté sin merienda y sin cena. Total sin cena me acostaba muchas veces. En la cama seguí acariciando el abrazo de Julia, que aun estaba allí en mis brazos. Quise sentir otra vez sus lagrimas, y seque mis ojos con la mano, pero aquellas lágrimas eran mías y no de Julia. Sentía un gran pesadumbre en mi corazón. Creo que de la emoción, y de tanto latir, para entonces mi corazón iba cansado, así como se cansa un cuerpo de tanto correr, y pronto me quede dormido.

LA VICTORIA DE LOS CUERVOS ­

Al otro día me levanté temprano, sin necesidad de que me llamaran. Desde una de las ventanas se veían los árboles donde estaba la cabaña de Manciñeira. Había una niebla diáfana, y las puntas de los árboles desnudos parecían pintadas en aquella niebla. Los cuervos y las urracas se arremolinaban difusamente por la cima de los árboles. Estaban lejos, pero en la mañana tranquila, su croar y cacareo, parecía cercano. Bajé a la cocina. Mi madre ya estaba faenando. Nunca paraba.
-¡Ah! Hoy madrugaste. ¿Vistes? No hay mejor que acostarse temprano.
-Tengo hambre -le conteste.
-Pues ahí tienes la cena de ayer.
-Cogí el plato con la tortilla y el trozo de pan.
-Muy locos andan los cuervos y las urracas hoy, allá en el soto -le dije a madre, como por decir algo.
-Llevan así desde que amaneció. Algún zorro andará por allí -dijo madre.

Los zorros, cualquier persona del campo sabe, tienen la maña de hacerse los muertos. Las urracas y los cuervos, razón incomprensible, se agitan, con sus voces alteradas y su curiosidad insatisfecha, hasta que, incautamente, bajan a comprobar si el animal, efectivamente está muerto. El incauto pájaro comprueba, tarde, que el objeto estaba vivo. Yo sabía, por mi contacto con aquella naturaleza, que objeto era que disturbaba la curiosidad de esos pájaros, por sus voces y revoloteos, pues su comportamiento variaba según el peligro. Aquella mañana su comportamiento era desconocido: no era agitación. Parecía un canto triunfal, la culminación de una larga espera, como el alboroto de los chavales el primer día de una fiesta. Recordé algo olvidado, como si las voces de aquellos cuervos y urracas me recordaran un viaje que había hecho cuando era niño: el viaje a la villa, con la vieja vecina y mi amigo. Recordé la historia que la vieja nos haba contado. Dejé caer el plato, que estaba alto en mis manos, y sonó sobre la mesa, asustando a mi madre.
-¿A dónde vas sin comer? –oí la voz de mi madre detrás.

Yo sabía el tiempo que llevaba aquel camino hasta la casa de Manciñeira. Sabía el tiempo de todos los caminos, que iban a todas partes. Eran un tiempo sin relojes y sin medida, despacio o corriendo. Un tiempo que uno sabía y no tenla otra explicación. Pero aquella mañana perdí la noción de ese tiempo, y de esa forma que tiene el subconsciente de medir las distancias. Un extraño presentimiento se había apoderado de todas mis facultades. Ya se estaba levantando el viento de la mañana, ese viento que duerme toda la noche y que a la mañana sopla suave desde el mar del norte y que parece traer olor a sal. Aquel viento me hizo acordar las lagrimas frías y saladas de Julia. Y aquel viento, como un mensajero, un mensajero de malas noticias, empujaba un objeto hacia mí, haciéndolo rodar por el camino. El objeto pronto se declaró ser un sombrero nuevo. Era el sombrero de Antón. Aquel sombrero que, la tarde anterior, le quedaba tan pintado en su cabeza. Por entre los árboles desnudos vi, en lo que era el columpio de Manciñeira, un cuerpo colgado. No me atreví, entonces, a coger el sombrero que, de pronto, tomó la la forma de algo luctuoso y siniestro. Corrí hacia casa, con la urgencia de un mensajero que lleva apremiantes noticias.

EL EPÍLOGO

Antón había elegido, para deshacerse de su vida, colgar su cuerpo en la cuerda del columpio, el inocente columpio, que Manciñeira había puesto en aquel árbol para ver a los niños jugar. ¿Por que Antón no había usado la navaja, con la que segó las vidas de las tres mujeres, es algo inexplicables. En un rapto tal de locura, nacida de los celos, y encendida por la pelea con Manciñeira, había segado, con su navaja, las gargantas de Dolores, de Julia y de Manciñeira; pero para él había elegido la cuerda. Es incomprensible que Antón hubiera pensado en una manera menos dolorosa para terminar con su vida. Si esa fuese la razón, Antón se equivocó, pues su agonía tuvo que haber sido muy larga. Se dice que los sueños que recordamos, suceden en el momento de despertar, sueños que son prácticamente sin duración ni tiempo, soñados en un instante. También se dice que, el sediento y el ahogado, ya en los umbrales de la muerte, tienen tiempo a ver toda su vida pasar. Si así fuese, la muerte de Antón fue una eternidad, un sufrimiento como la duración que nos ofrecen del infierno. Pues, la rama larga y delgada, donde colgaba el columpio, era lo suficientemente fuerte para sostener a los niños, pero no tenía la fortaleza para sostener un cuerpo pesado, como el de Antón.
Con premeditación, como si lo hubiera planeado de antemano, y a sangre fría, Antón cortó con su navaja, una de las partes de la cuerda del columpio y con la destreza del verdugo, hizo un nudo corredizo –un trabajo profesional como si hubiera visto en la cárcel el ahorcamiento de algún condenado. Puesto el lazo al cuello y se lanzó desde el barranco al camino, pero la rama dobló con su peso antes de caer al vacío. Y allí la rama lo mantuvo, por momentos tocado el suelo, y por momentos levantándolo, como para darle tiempo a respirar, para ahogarlo otra vez. Así bailando en la cuerda, la danza de la muerte, como una marioneta, agonizó una eternidad. Las marcas desesperadas, que sus zapatos dejaron en el suelo, eran como un reloj que marcó el tiempo interminable de su lucha con la muerte. Aquel día no hubo escuela. Los chavales, atónitos primero, y divertidos después, no hicieron caso a las demandas de los mayores, de que se retiraran, y allí estuvieron, como si el espectáculo despertara, en sus sumisas mentes, la semilla de la rebeldía. Con la perspicacia, que en casos especiales la naturaleza despierta, se explicaban, unos a otros, el desenlace de aquella muerte macabra. Para ser mas realistas, cuando las palabras no eran suficientemente expresivas, hacían que se colgaban ellos del cuello y que se ahogaban. Aquello les causaba risa, y pronto convirtieron el espectáculo en una fiesta. Allí estuvo, el cuerpo de Antón, una buena parte de la mañana, bailando en la cuerda, cuando el viento la mivía, para horror de unos y diversión de otros.
Julia, la pobre Julia, la bellísima y buena de Julia, la encontraron en la cocina. Sus ojos abiertos, en los que había una expresión de espanto, según dijeron los que la encontraron. Dolores estaba muerta en su habitación, sobre la cama. La puerta de la habitación estaba forzada, demostrado que la mujer había buscado allí refugio, como me había dicho Julia. Yo no vi a ninguna de las mujeres muertas. No las quise ver. De Julia quise conservar el recuerdo de su ultimo abrazo. Pues aunque me llamasen mentiroso, para mi aquel abrazo había sido verdadero y nunca pude aceptarlo como una visión. Mi madre fue la primera en llamarme mentiroso, por aquella historia mía, de que Julia me había abrazado y hablado a tal hora de la tarde en el camino. Pues, a tal hora ya Julia había muerto, y parece ser que, aquella tarde, Julia no había salido de casa. Eso me fue explicado.
A Manciñeira tampoco la vi. Cuando baje a la cocina ya estaba tapada con un lona que alguien había acercado para tal propósito. Yo hubiera deseado verla, pero no me dejaron. Me calificaron como a un niño, sin tener en cuenta que Manciñeira era mi amiga y yo su amigo, el único verdadero amigo que ella había conseguido, desde que se había asentado en aquella maldita cabaña. Lo que nunca me contó, a pesar de ser tan buenos amigos, fue sobre la promesa por la que siempre tenia el farol encendido, día y noche. Pero recuerdo que, cuando bajé a la cocina, el farol estaba apagado. No me enteré si alguien lo había apagado, si se había apagado al apagarse la vida de Manciñeira. Las autoridades se llevaron su cuerpo, sus pocos objetos personales, y aun se llevaron el burro _seria para tomarle alguna declaración. Nunca más se supo que fue de ambos. Lo único que no se llevaron fue el gato, que allí estaba cuando Manciñeira se asentó en la cabaña y allí se quedó, como si fuese el alma en pena de Amador, el tío de Julia que había muerto en la cabaña.
De Manciñeira se hablaron muchas cosas, esas historias que resurgen de los muertos, como si fuesen secretos que la vida guarda, y que al faltar el calor de la vida, esos secretos dejan el cuerpo, como las pulgas dejan los cuerpos de los perros y los gatos, en el mismo instante en que la vida se va.
Que eran un médico disfrazado de mujer, que era una persona culta y que había escapado de la guerra. Se hablaba de todo, menos de que era una mujer. Yo no hice mucho caso a tales historias, porque, la aflicción que me causó la perdida de Julia y de Manciñeira, me hizo cerrar los oídos a todos aquellos comentarios. Pronto me llegó la hora de marcharme a América y, por mucho tiempo, me olvide de todos aquellos sucesos, como algo que mi mente no quería recordar.
Faltan diez renglones
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