viernes, 17 de agosto de 2007

EL VALLE DE LAS LECHUZAS

EL VALLE DE LAS LECHUZAS

Al recorrer la campiña gallega, en los valles apartados, donde los prados verdean y los riachuelos rumorean, el viajero, con ánimo de observación, podría ver a un abandonado personaje con los pies en el agua, escondido entre la maleza, triste silencioso, soñando con su pasado glorioso. Esos guardianes de arroyuelos, con alma de piedra y teja, pies de granito y andar de rueda, eran los comunales molinos gallegos que, víctimas del progreso, fueron quedando solos, como se quedaron tantos otros viejos. Durante siglos esos labriegos, con su tosco mecanismo y su andar seguro y terco, fueron haciendo su trabajo, sin prisa y sin pausa y, durante tan larga existencia, se formó, entorno a esos labriegos un rico ‘folklore de canciones, danzas y leyendas; pues la danza más famosa de Galicia es A Muiñeira, o sea la Molinera. Esos guardianes de riachuelos, eran queridos y respetados por su asociación con el pan, que era ese producto la bendición del cielo: si había pan, nadie era pobre, ese era un dicho gallego. Su romanticismo se lo debían al escenario en que habían sido construidos, su asociación con los verdes prados y el agua cristalina y rumorosa, escondidos lugares, encerrados rincones, donde crecían los fresnos, acacias, sauces llorones, castaños y robles; donde el umbrío paisaje dejaba sentir una sensación de melancolía y soledad. En esos apartados rincones, los molinos han sido testigos de muchos amores y miserias. Y si pudiesen hablar nos contarían muchas historias. Algunas de esas historias, o leyendas, contaban que, en noches de luna llena, las brujas se daban cita por esos misteriosos rincones, donde practicaban sus rituales de hechizos amorosos, y cosas así de poco fundamento. El molino de esta historia, que voy a contar, era de muy supersticiosa naturaleza, testigo de muchos y extraños sucesos. Tendría, el pequeño y tosco molino, más de doscientos años, y yo lo recuerdo abandonado. Era de trece piezas, o sea que pertenecía a trece vecinos. Eso era testigo de que, cuando el molino fuera construido, en la aldea sólo había trece vecinos. Y eso confirmaba la vejez, porque después en la aldea había muchos más vecinos. No existían papeles para justificar su pertenencia a sólo aquellos trece vecinos, pero era así, por tradición, y nunca se ha dicho lo contrario. Por su asociación con el número trece ya existía una cierta uperstición sobre el molino. Creo que sólo su económica utilidad, y la necesidad que tanto obliga, habían sido las causas de su supervivencia. Pero, en un tiempo, que yo no recuerdo, una mujer fue asesinada entre aquellas paredes y, desde entonces, el molino fue abandonado. El crimen había sido de una macabra brutalidad, y la vecindad llegó a creer que el estaba endemoniado y lo condenaron a una soledad perpetua.
Sobre aquel crimen se formé una leyenda que se prolongó por muchos años. Se hablaba de que el alma de la difunta andaba por el valle, volando en forma de un ángel. Vecinos, que no parecían dados a las supersticiones, afirmaban haber visto tal aparición. El ángel bajaba del cielo con sus grandes alas, echando fuego verde por los ojos, llamaba a su amante y después se alejaba. Así lo describían los que habían visto aquella aparición. Por esa razón, al caer la noche, el valle se convertía en un lúgubre paisaje, donde las almas vivientes preferían no deambular. Pero, durante el día, aquel era un rincón encantador, donde yo pasé momentos libres y despreocupados durante mi infancia. Entre otros juegos, me divertía con molinetes de junco que colocaba en el canal por donde se deslizaba el agua con gran velocidad, y allí me pasaba el tiempo mirando como los molinillos giraban. Pero, debido a la leyenda del ángel, procuraba alejarme del lugar antes de caer la noche.
Cuando me encontré lejos, fueron muchas las noches que soñé on aquel apacible rincón, con el molino y con aquellos inocentes juegos; pero después que conocí al tío José, aquellos agradables, recuerdos, se convirtieron en una pesadillas que, por algún tiempo, trataron de enloquecerme. Pues fue en Buenos Aires donde me enteré que José, el hombre de aquel delito, aún vivía. Y fue para mí una gran sorpresa, porque, cuando en la aldea yo escuchaba aquella historia, creía que se trataba de una leyenda, o algo que había sucedido hacía cientos de años.
En una ocasión, en una de esas romerías que los paisanos celebraban allá, a orillas del Río De La Plata, oí unos comentarios sobre aquella historia del molino. Los paisanos, emigrados antes de mi generación, recordaban bien el suceso y reaccionaban con risas y burlas al sólo mencionar aquel hombre.
-Ese está más loco que una cabra.
-No quiere ver a nadie.
-Es un pobre diablo.
Al enterarme de quién hablaban, no pude con mi curiosidad. Conseguí la dirección del hombre y lo fui a visitar. Avisado, por aquellos comentarios de los paisanos, de que el hombre estaba loco, y de que no aceptaba visitas, me acerqué al personaje con cierto recelo. Pero el hombre me sorprendió con su sencilla amabilidad, y visible alegría de ser visitado por un paisano “recién llegado de allá” como se les llamaba en Buenos Aires a los nuevos emigrantes. Sin embargo, aquel afable encuentro, terminaría en una tragedia, por la cual, y durante mucho tiempo, me sentí responsable.
Me acuerdo que era un domingo, una tarde calurosa, a pesar de ser en septiembre, el último mes del invierno en el hemisferio sur. Vivía, aquel personaje, en los arrabales de la ciudad, en una parte llamada La Boca, donde los británicos y los italianos dejaron sus huellas más profundas que los españoles. Los diques y otros lugares, todavía estaban escritos en inglés. El área está casi a nivel del río y, durante mareas altas, las calles se inundaban, por lo que las aceras eran muy altas, y las casas, en su mayoría, eran de madera, recubiertas de chapas de latón pintadas de colores, predominando el amarillo y el verde. En aquella zona vivía una mezcolanza de razas, entre las que predominaban los italianos. De esos minuciosos detalles me fui enterando con el tiempo; pero el día de la visita, aquella zona me era completamente desconocida, y me pareció un lugar muy peculiar, pobre y desagradable. Por aquellos exóticos andurriales deambulé, para encontrar el paradero de aquel personaje y, Mientras preguntaba a los transeúntes por la dirección, mi estado de ánimo cambió varias veces, pensando si debía seguir o no con mi empresa. Después de todo ¿qué era aquel hombre para mí? Un loco que yo nunca había conocido, y que había asesinado a una mujer en aquel viejo molino de mi aldea. Realmente hubiera preferido no dar con su paradero, pero la curiosidad fue más fuerte que mi razonamiento. Encontré su vivienda, al fin, una casa con un patio largo, donde me pareció que vivían varias familias de origen italiano. Una mujer gordita, de baja estatura, pero que me pareció guapa y muy amable, me señaló la vivienda. Una escalera exterior, de madera, al final del patio, que subía a un largo balcón, donde había tres puertas. La mujer, con un gracioso acento italiano, me dijo que la vivienda era la puerta del medio. Las demás puertas, una era de la cocina y la otra la del servicio. De todo eso me informó la mujer. Casi en la cima de la escalera miré para bajo, creo que con la intención de dar vuelta y marcharme sin conocer al hombre que buscaba. Pero la mujer aún estaba allí, mirándome, y me hizo señas que subiera y que golpeara a la puerta. Golpeé tímidamente, con los nudillos de los dedos, como con el deseo de que mi llamada no fuese atendida. En aquel momento desearía que el hombre no se encontrara en casa.
-Pegue fuerte -me ordenó la mujer con su bonito acento italiano-. Él está durmiendo. Duerme todo el día los domingos.
Por eso recuerdo que fue un domingo aquella desafortunada visita. Golpeé fuerte, y después de un largo tiempo, un hombre delgado y alto, en zapatillas y camiseta, abrió la puerta.
-¿Si? -preguntó a secas.
-¿Es usted el tío José? -le pregunté tímidamente, tratándolo de tío como era la costumbre de tratar a los mayores en la aldea
-¿Tío José? Yo soy José, si -me contestó, como extrañado de que le llamara tío José.
Tan pronto como le dije que era un recién llegado de la aldea, mostró una gran satisfacción y me mandó entrar. Se disculpó profusamente por tener la habitación tan revuelta. No había mucho que revolver, realmente, pues, aunque la habitación era amplia, los muebles y otros objetos eran escasos. La sensación era la de una vivienda mas desnuda que vestida. O sea, pobre. El tío José estiró la ropa de la cama y me mandó sentar en ella para que me sintiera más cómodo. El se puso una camisa y zapatos. Siguió disculpándose por no tener en casa nada que tomar, a no ser una botella de vino tinto. Pero, con aquel calor, el vino estaría demasiado caliente para tomarlo -eso me dijo.
-No tengo bebidas porque nadie me visita ¿sabes? Y yo, cuando tengo sed, voy al bar de la esquina.
Yo me sentí impresionado por sus agradables y amistosos modales. Porfió en ir a buscar cerveza fresca, y fue, aunque yo le pedí que no se molestara. Mientras tanto yo tuve un tiempo amplio para observar, detalladamente, el ambiente de aquella escuálida vivienda. Una cama y una mesita a la cabecera, y otra mesa más grande, con un par de sillas, también al lado de la cama. Un ropero grande y gris, cargaba con un baúl de madera, en el que todavía se podían ver las etiquetas de la aduana. En un rincón, había un cesto con lana amarillenta, que imaginé sería la cama de un gato. Había varios cuadros religiosos colgados por las pálidas paredes; y algunos viejos almanaques, completaban el inmueble. Una lámpara, oscurecida por las manchas de las moscas, colgaba del techo, de un cable retorcido. Noté que, sobre la mesita, había un vaso de aceite donde nadaba una mariposa, de aquellas que en la aldea encendían en los velatorios, o cuando las viejas hacían alguna ofrenda. Me dio la sensación de que la habitación transmitía tristeza y soledad. Aunque la alegraban un poco las conversaciones de los vecinos, que hablaban italiano y otros lenguas desconocidas, y cuyas voces, muy altas, pasaban claramente a través de los tabiques de madera. José retornó con las cervezas. Yo lo oí hablar, al subir la escalera, con la misma mujer que me había enseñado la vivienda.
-Es un recién llegado de España, de mi aldea -le decía y, por el tono de la voz se notaba su satisfacción de tener una visita, como si tratara de decirle a la mujer que todavía alguien se acordara de él.
Mientras bebíamos cerveza y picábamos salame y queso, que había traído para acompañar la bebida, yo fui observando, con disimulo, pero con detalle, la fisonomía de aquel hombre que, para mi, era como hablar con un muerto; pues yo había creído que aquel pecador ya estaba ardiendo en el infierno desde tiempos inmemorables. Era, como dije, delgado y alto, pero muy flaco, escuálido diría yo, con un pelo ralo, lacio y gris, sin brillo y sin vida. Era dueño de una nariz aguileña y de unos apagados y diminutos ojos, hundidos en profundas órbitas. Sus labios era finos, y sus mejillas huesudas. Tenía todos los dientes, pero salidos de las encías y, al reír, aquella dentadura descarnada, le daban un aspecto de calavera viviente. Sus manos eran largas, huesos y pellejos, surcadas por grandes venas azules. Sin embargo, aquel esqueleto viviente, no metía miedo ni parecía feo. Al contrario, irradiaba una personalidad casi dulce. Hablaba con pausada voz y modulado acento. Parecía un cura echando un sermón.
Su aspecto era el de un alma corroída por el sufrimiento.
-Yo nací en esta casa ¿sabes? _me dijo de forma casual
-¿De veras?
Si. Toda la casa era nuestra entonces. Mi padre ya la había heredado de sus padres. Esta es una casa muy vieja.
-Yo oí hablar italiano -le dije.
-Todos son italianos en esta casa. Pero muchos italianos hablan dialectos. Ahora viven varias familias aquí. Mi padre también era italiano. ¿Lo sabías? No, nadie me lo ha dicho.
-O si me lo han dicho no me acuerdo _le dije.
-¿Pero habrás oído hablar, que a mi madre le llamaban la viuda´-En la aldea hay los restos de una casa que todavía le llaman la casa de la viuda. Yo tengo entendido que esa viuda era su madre. Pero yo no ponía mucha atención a esas cosas _le expliqué.
-Así que la casa está en ruinas, ¡eh!
-No quedan más que piedras, tío José... y zarzas y ortigas.
Poco se pierde. Aunque yo pasé tiempos felices en aquella casa.
-Pero lo que vino después... Bueno, mejor no recordarlo.
Hubo una pausa en la conversación. Seguimos comiendo en
silencio. Después de vaciar los vasos de cerveza, José me dijo:
-Mi madre ya era viuda cuando se vino a Buenos Aires. Mi padre era el segundo marido
.¿Entonces era viuda dos veces? -le pregunté.
-Si, era. Mi madre no tenía suerte con los hombres... Como yo con las mujeres. Yo llegué tarde, si me entiendes. Mi padre ya iba largo de diente cuando yo vine a este mundo. Fui una sorpresa, eso parece. Esa sería la razón por la que me criaron un poco mimado, si me entiendes. Los padres viejos son como los abuelos: quieren el doble a los niños.
-¡Qué suerte ha tenido usted, tío José! Usted sabe que dura puede ser la vida en la aldea. No queda tiempo para cariño, solo trabajar y trabajar -le aclaré.
-No te creas que tanto cariño es bueno, muchacho. A veces el cariño puede ser una desgracia, como otra cualquiera.
-Yo no puedo decir nada sobre eso, tío José. De trabajo si que puedo hablar.
Después que mi padre se murió -continuó José sin comentar mi contestación-, mi madre vendió la casa y retornó a la aldea. Yo tenía entonces unos doce años. Mi madre, con la plata de la casa y algo más que había ahorrado, abrió una taberna, y vivimos bien... por un tiempo, eso es. Llegué a querer mucho aquella aldea y sus costumbres. Yo era una novedad y les gustaba a las muchachitas.
Pero yo crecí y me hice hombre demasiado pronto. Sería porque yo
no trabajaba tan duro como los otros mocitos de mi edad. Mi madre me mimaba con buena comida. Yo no tenía más que hacer que crecer.
-¿Y usted piensa que eso no era suerte, tío José?
-Te digo que eso no es suerte, muchacho. Mi madre me tendría que haber tratado con más dureza, entonces pueda ser que yo no hubiera crecido antes de tiempo. Porque, por crecer antes de tiempo fue como los problemas empezaron. Ya te he dicho que yo les gustaba a las muchachas, por estar más logrado, más lúcido que los otros muchachos de mi tiempo. Pero yo no les podía hacer caso a las muchachas, porque madre sentía unos celos incontrolables y no podía verme con las muchachas. Para ella todas eran gatas y perras. Yo ya era un hombre, pero mi madre me seguía tratando como si fuera un niño. Por eso yo no podía hacer caso del aprecio que las muchachas mostraban por mí. De tanto rechazarlas, por miedo a mi madre, las muchachas jóvenes llegaron a llamarme afeminado, un maricón, para ser más específico. ¡Qué rabia me daba aquel mote! ¿Entiendes, muchacho, que tontería pueden ser el cariño? ¡Son horrible, los celos de una madre..! ¿Entiendes ahora que tanto cariño no es bueno?
-Si, tío José. Ahora entiendo lo que me quería decir. No había pensado yo en eso.
-¡Tío José! Nunca me habían llamado así. ¡Tío José! -exclamó dos veces, con una sonrisa.
-Perdone, pero no lo puedo evitar. Es la costumbre de la aldea, si usted se acuerda.
-Si que me acuerdo. Los jóvenes respetan a los mayores en esas aldeas. ¿Verdad que sí?
-¡Qué remedio, tío José! Si no respeta, pronto le dan a uno un estirón de orejas, ya lo habrá visto usted yo le recordé.
Se había puesto el sol, cuando terminamos la cerveza y las
tapas que José había traído. Del Río de la Plata se acercó una brisa refrescante. Pero, por las proximidades de otro pequeño río, llamado el Riachuelo, que es un río putrefacto, la brisa traía un olor un tanto pestilente. José cerró la ventana, y exclamó:
-Qué te parece ahora esa botella de vino!
-Bueno, si se siente con ganas, yo lo ayudo. Pero debo decirle que yo poco vino tomo.
-Tampoco yo, muchacho. El vino pronto se me sube a la cabeza. Pero un día es un día.
Empezó a registrar por algo, dentro del ropero, a medida que
hablaba consigo mismo:
-Estaban por aquí en alguna parte.
-¿Qué busca, tío José? -le pregunté.
-Vasos. Estoy seguro que tenía más vasos por aquí –me contestó.
-Estos de la cerveza bien valen, tío José -le dije.
-No es lo mismo. Si este vino no se echó a perder, es buen vino.
-No conviene que tome el gusto de la cerveza.
Encontró dos vasos diferentes. También encontró un peculiar
sacacorchos, que mas parecía un cuchillo de hoja oxidada que un descorchador. Con aquella hoja oxidada cortó el plomo de la botella, limpió el cuello de la misma, con la palma de la mano, y la abrió. Por la práctica con que abrió la botella pensé que, probablemente, habría trabajado de camarero.
-Te podría contar la historia de este tirabuzón, muchacho. Es un recuerdo de nuestra taberna.
-¡De veras! -yo exclamé.
-Si. Lo traje yo conmigo. Mi madre me lo habrá echado en el baúl. Te digo que nunca me pude deshacer de él. Yo nunca encuentro una cosa cuando la preciso. Pero este tirabuzón siempre lo encuentro a mano. No tengo que mirar nunca por él. Una vez me corté un dedo al abrir una botella y, enojado, lo tiré lejos por la ventana. La vecina lo encontró y me lo trajo de vuelta. Dicho eso me dio el vino a probar, diciéndome:
-Pruébalo tú. Creo que aun está bueno. Tiene buen color.
-Tío José ¿qué entiendo yo de vino? Pruébelo usted -le dije.
Sacudió el vaso, haciendo girar el vino, lo olfateó y tomó un pequeño sorbo, que lo paladeó antes tragarlo. Entonces firmó con la cabeza de que estaba bueno, como si fuera un experto en vinos. Entonces sirvió los vasos casi llenos. Levantó el suyo, salud y bebió un buen trago. No sé porque razón yo lo quedé mirando. El me apuró a que bebiera. De la forma que me lo dijo fue como una orden y me sorprendió. Se dio cuenta y se disculpó, y como si quisiera suavizar aquella resbalada de su temperamento, me dijo.
-Pero tú no me has contado nada de la aldea todavía, muchacho.
-¿Qué le puedo contar, tío José? Yo creo que la aldea estará lo mismo que cuando usted la dejó. Nunca pasa nada allí en aquel
sitio -le dije.
-El viejo molino... ¿Todavía está allí el viejo molino?
¡Ah si! Claro que está. Pero nadie muele allí. Yo nunca lo recuerdo funcionando. Nosotros los chavales siempre jugábamos allí. ¿Sabe, tío José? Yo mucho me acuerdo de aquel sitio. Me acuerdo más de aquel lugar que de ningún otro. Sueño con él todas las noches.
-Aquel sitio está embrujado, muchacho, te lo digo yo. Aun yo sueño con aquel rincón, después de tanto tiempo.
-La gente decía eso que usted dice, tío José: que aquel sitio está embrujado y endemoniado.
-¡Endemoniado! -exclamó José.
-Bueno... endemoniado y otras cosas. La gente no quería andar por allí de noche -le dije con cierta timidez, pues no me atrevía
a tocar aquel tema, aunque lo deseaba.
-¿Por qué no quieren andar por allí de noche? –preguntó José.
-¿No sabe? Por eso que dicen... que anda por allí un alma en pena... y esas cosas de la gente
-¿Una alma en pena, muchacho? -preguntó en un tono como si ya supiera de que se trataba, pero como queriendo asegurarse de que yo me refería a la misma cosa.
-¿No sabe, tío José? La gente cree que el alma de María anda por allí penando -me atreví a decirle.
-¿Todavía dicen eso las gentes? -preguntó. Le afirmé que si y el quédó pensativo, una pause que me pareció demasiado larga. Los ojos de José parecían mirar lejos. Creí que ya lo había ofendido y me sentí muy incómodo.
-¿Es eso lo que dicen? -Al fin preguntó, pero como sí hablase para si mismo.
-Eso dicen algunos, tío José. Pero ya sabe lo supersticiosa que es alguna gente, allí en la aldea. -le dije como queriendo suavizar la situación. José sonrió, y su rostro se iluminó con una expresión de placer.
-Me acabas de dar una gran satisfacción, muchacho -me dijo, y agregó: No es superstición, no. Ojalá fuera sólo superstición.
-¿Entonces usted cree que puede ser verdad, tío José?
-¡Verdad! Yo mismo la he visto, muchacho. ¡Qué experiencia aquella! -José repitió la expresión varias veces.
-Yo oía hablar, tío José, pero nunca puse mucha atención. Una vez oí hablar a una abuela, de esas que hablan mucho de los fantasmas, y dijo que usted estaba muerto y ardiendo en el infierno.
-Pues no te contó mentira, muchacho. Hay muchas maneras de morir y muchas formas de arder. Y también hay infiernos en este mundo.
Aquella abuela siempre contaba las cosas de una forma muy misteriosa. Como si todo pasara hace cientos años -le expliqué.
Eso me parece a mí también. El tiempo es un truco. A veces, cuando pienso en mi madre y en aquellos días despreocupados de la aldea, me parece que sucedió hace cientos de años. Otras cosas están ahí, tan cerca que me parece tocarlas con las manos.
-¿Quiere usted decir que las malas experiencias se recuerdan mejor, tío José? -yo le pregunté, pensando que eso era lo que él me quería decir.
-No las recuerdo mejor: viven conmigo, aquí en esta habitación. No hace falta recordarlas.
-¿Entonces usted aun padece las consecuencias de aquel suceso, tío José? ¿Es eso lo que me quiere decir? -Quise asegurarme.
-¡Claro, muchacho! Yo seguiré sufriendo después de muerto. Nunca dejaré de sufrir -afirmó José.
-¿Entonces usted cree en el infierno o en otra vida, ¿eh tío José? -le pregunté.
-¡Claro que creo, muchacho! ¿No crees tú? Si yo supiera que con la muerte todo terminaría, ya hace tiempo que yo hubiera terminado con mi miseria -me aclaró.
-Entonces tuvo que tener una bien mala experiencia, ¿eh? Tío José -le dije con timidez.
¡Oh, no! La experiencia fue maravillosa, muchacho. Pero fue un pecado, y Dios castiga a los pecadores, de una forma misteriosa -me dijo, con el tono de un convencido creyente.
-Bueno, eso es lo que nos enseñaron, tío José. Pero yo tengo mis dudas. Yo veía en la aldea que alguna gente nunca iba a misa y
eran los que tenían mejores cosechas -comenté, inocentemente-, y José se rió de mi simplicidad, y me explicó:
-Si esos fueran los pecados del mundo, este valle de lágrimas no sería tan malo, muchacho. Yo hablo de otras cosas.
-Yo no entiendo muy bien lo que usted habla, tío José. Usted perdone -le dije.
-No te preocupes. Nadie me entiende. Por eso nadie viene a visitarme. La gente no quiere saber nada de historias tristes me aclaró.
-Yo si, tío José, yo sí. Si usted me quiere contar.
-Creo que tú si, muchacho. Tú eres diferente.
Noté en sus rostro una cierta satisfacción, como si le agradara hablar del teme conmigo. Terminando de servir el vino dijo:
-No tiene muchas tripas una botella ¿verdad?
Para mi. tal vez por mezclar el vino con la cerveza, la botella había tenido bastantes tripas. Yo me sentía en un estado de ánimo muy extraño; porque yo no estaba acostumbrado a beber.
Me parecía estar soñando, como si aquella experiencia que estaba pasando, ya la hubiera vivido en otra ocasión y la estuviera recordando. Indudablemente que aquel vino tenía algo, tal vez era un vino de mucho cuerpo; pues no era borrachera lo que yo sentía, sino una especie de relajamiento, que yo no recordaba una experiencia igual. Noté que José también estaba bajo los mismos efectos. Sus pequeños ojos se iban retirando, cada vez más, a sus pequeños agujeros de sus profundas órbitas, y ya parecían dos brasitas, como dos luciérnagas alumbrando en la oscuridad.
-Te contaré la historia, muchacho. Te la contaré tal como fue. Nunca se lo conté a nadie. Pero te lo contaré a ti. Tú eres diferente. Y apoyando sus codos en la mesa, cogió la cabeza con las dos manos y, en aquella posición, se quedó pensando un tiempo que me pareció demasiado largo. Otra vez me sentí incómodo durante aquella espera. Por fin, sacudiendo la cabeza, con un ademán de incredulidad, y exclamó, como en un sueño: "¡Qué bien lo pasaba yo los sábados con aquellos amigos! Por eso recuerdo bien que era un sábado. Los sábados siempre tocaba
alguna orquesta en una que otra aldea. Mis amigos me esperaban en la taberna, mientras yo me cambiaba de ropa. Los muchachos reían con las tonterías de Antón. Él había estado allí bebiendo toda la tarde y estaba muy borracho. Maruja entró en la cocina, por la puerta trasera, justo cuando yo bajaba, arreglado para marcharme con mis amigos. "
-Tenía que ir al molino –le dijo Maruja a mi madre, refiriéndose a su marido-. Mira si lo puedes convencer, mujer.
-¡Antón! ¿No te acuerdas que tienes que ir al molino? -le gritó mi madre la puerta de la cocina. É ni caso hizo. Siguió diciendo tonterías a los chavales. Los chavales se reían, más del hombre que de las tonterías.
-¡Antón! _insistió mi madre-. Si no vas a recoger la harina el molino se va a estropear.
Si se estropea que lo arreglen –contestó-. Échales una copa a estos rapaces.
-¡Qué hombre loco! -gritó mi madre, sin hacerle caso.
María se echó a llorar. Hablaba entre sollozos:
-Todo se va a perder. La harina... el molino. Y yo tengo miedo para ir sola.
Entonces mi madre me ordenó que la acompañara. Fui con ella de
muy mala gana, porque mis amigos me esperaban, y aquellos otros problemas no eran mis problemas. Pero yo no le podía decir que no a mi madre. No me cambié de ropa y fui con mi mejor traje. Oscurecía por el camino hondo, porque la oscuridad era ayudada por
la sombra de los tupidos castaños. Las luciérnagas se cruzaban chispeando, encendiéndose y apagándose, entre el día y la noche. Los grillos cantaban en las tierras aradas, y las ranas croaban abajo en los prados. La vida parecía muy contenta en aquel tibio anochecer. Pero yo no iba contento, y caminaba en silencio. Maruja sabía que yo la acompañaba de muy mala gana, contra mi voluntad, y me hablaba, tratando de alegrarme, pero su charla no me convencía. Entre el follaje denso de la arboleda se escuchó el canto de un ruiseñor. Cantaba muy tímidamente, como si su canto fuese un aviso de que alguien se acercaba. Pero al poco tiempo su canto se desbordó como una cascada de agua fresca. Me alegró su trinar y entonces me eché a hablar con María. El molino estaba atragantado. Sólo el agua hacía ruido al estrellarse contra el rodezno. Lo demás era silencio. Ella abrió la puerta con aquella llave grande que parecía de un castillo. La puerta se dejó ir sola, hacia dentro, con un gruñido de mal humor, como el que es despertado de su sueño. María encendió una cerilla y el local se llenó de sombras sin forma. Entre las sombras, dos ratas descoloridas, heridas por la luz y asustadas por nuestra inesperada presencia, corrían, de un rincón a otro, buscaban un agujero por donde escapar. María echó un grito y la cerilla cayó de su mano. Ella se abrazó a mi cuerpo como una sombra temblante. En la oscuridad, sin buscarla, encontré su mano, y le cogí las Cerillas. Cundo encendí una, las ratas, aprovechado las oscuridad habían desaparecido. El candil de queroseno estaba colgado en un clavo en la tolva
del grano. Al encenderlo, un chorro de humo negro salió de su pabilo y se estrelló en el techo, como un chorro de petróleo que cayera al revés. Un grillo cantaba en una rendija, onótono, como si nada de lo que allí pasaba fuese de su interés. Yo empujé la palanca que cortaba el agua en el canal. Se sintió un fuerte chapurreo del agua que se desbordada. A puñados quité el grano que se había acumulado en el hoyo y lo fui echando a la tolva. Levanté la palanca que graduaba la solera y empujé la de abrir el agua. Toda aquella graduación era hecha con cuñas de madera. La rueda
empezó a girar pesadamente, con atronador ruido, escupiendo grano triturado. Fui graduando la solera con la cuña, entonándola como si fuese un instrumento musical; pues era por el ruido como se sabía cuando la solera estaba a punto. Dejé caer la tarabilla que, saltando sobre la rueda, producía un ruido disonante. El grano empezó a caer a ritmo, del embudo al hoyo. Yo fui graduando el embudo, aflojando o apretando el cordón hasta, que, por el sonido de la rueda, supe la graduación exacta del grano. El mecanismo de aquel molino era así de primitivo. Pero, precisamente, era su sencillez lo que lo hacía complicado. Todo tenía que ser hecho por cuñas, tacto y oído. María, apoyada en la puerta, me observaba. De pronto me preguntó:
-¿Quién te enseñó a manejar así este molino, José?
-Mi tío Pepe -le contesté-. Me enseñó cuando vine de Buenos Aires. Me encantaba venir con él al molino.
Tanteé la finura de la harina con la yema de los dedos. Caía fina y caliente. La seguí tocando, acariciándola, sin saber por qué lo hacía. Me producía placer aquel tacto caliente de la harina. María, mirándome desde la puerta se sonreía, una risa apagada pero significativa; aunque yo no comprendía el porque de su motivo. De pronto me asusté, y me sentí avergonzado. Realmente, yo estaba pensando en su mano. Aquella mano caliente y fina que mis dedos acariciaran en la oscuridad al coger las cerillas. Ella se había dado cuenta que yo acariciaba, en la harina, la ternura de su mano. Por eso se reía. Por eso me avergoncé. Pero luego pensé que no sería así. Ella no podía imaginar aquello. Era mi imaginación, y no la suya. Yo me tranquilicé, pensando que se reía por reír. Me di cuenta, sin embargo, que por primera vez yo estaba solo con una mujer, lejos de los ojos de mi madre y de la gente. Entonces sentí miedo, un miedo que lo sentía por todo el cuerpo como aquella harina fina y caliente. En la rendija seguía cantado el grillo, sordo a cuantas cosas allí pasaban. Sus tenues alas de cera eran más poderosas que el tronar de la solera. El grillo, la piedra, el tintirintín de la tarabilla, el choque del agua contra el rodezno, y el caer sordo del grano. Era todo un desconcierto de sonidos donde jamás una nota era igual a otra. Aquel desconcierto me desesperaba. Me parecía caer en un vacío
vertiginoso. Me sentía aplastado como un grano de maíz por la solera. Mis ojos chocaron con los de María, y sus ojos parecían brasas, en aquella oscuridad, que el tenebroso candil no llegaba a iluminar. No pude sostener su mirada que quemaba mis ojos.
-Acércate aquí, José -me pidió.
Me acerqué a la puerta, que era justo del ancho para nuestros dos cuerpos. Estaba cantando un ruiseñor. Por eso ella me había llamado. Sería por eso. El pájaro, cantaban como dentro de mi sangre. Apretados como estábamos en la puerta, yo empecé a sentir el calor de María, y mi corazón latía, aleteaba como un pájaro asustado, prisionero, que se quiere escapar de la mano de un niño travieso. María caminó unos cuantos pasos, hasta el pequeño campo que había delante del molino, y se sentó en la hierba.
-¿Marcha bien el molino ahora, entonces, José? -me preguntó.
-Si que marcha -le dije.
-¿Cuanto tiempo crees que le llevará?
-Pueda ser que una hora -le dije.
-Pues descansa.
Caminé hasta el campito, empujándome a mi mismo, pues mi cuerpo no quería hasta donde ella estaba sentada. Me senté a su lado. La luna llena empezó a asomarse por detrás de los troncos de los pinos, allá arriba en el monte. Al compararla con los árboles, parecía enorme, como otro mundo viajando a la par de la tierra.
-¿Sabías que tu tía fue mi novio? -me preguntó Maruja, al poco de sentarme a su lado.
-Lo oí hablar, si. Pero yo siempre te recuerdo casada con Antón.
-Si, me casé con Antón antes de tú y tu madre llegar a la aldea. Tu tío no lo pudo soportar, y por eso se marchó a Buenos Aires. Mientras chafullabas con el molino te fui comparando con
Tu tío. Tienes las mismas manos, largas y con mucha vida. Sus manos también eran muy expresivas. Tienes los mismos ojos y los mismos labios. Creo que eres más alto. Has crecido muy pronto. Claro que tú nunca trabajaste fuerte como tu tío. También te fui comparando con Antón, mientras...
-¡Con Antón! -yo exclamé_, porque no veía yo ningún parecido entre su marido y yo.
-Hice comparaciones. Tú estás lleno de vida y juventud. Antón está viejo, viejo de espíritu y de cuerpo. Esta muerto y él no lo sabe. Sus manos están muertas. Tengo miedo que me toque con aquellas manos muertas, escamosas y frías como los peces muertos. Sus labios están atrofiados por la bebida. Siempre apesta a agua ardiente. Tú no sabes lo que es vivir con un hombre así...
-Yo no tengo porque saberlo -la interrumpí.
-Es un témpano -continuó ella-. Noche tras noche llega borracho, frío como la nieve. Se mete en la cama y yo siento como si alguien abriera una puerta en una noche fría de invierno.
Mientras ella me contaba, yo imaginaba su cuerpo en la cama. Mi imaginación nunca se había atrevido a tanto. Hasta aquel Momento una cama, para mí, era algo para dormir y nada más. Pero sus palabras despertaron en mí la curiosidad y, alejado de los ojos de mi madre, conversando con una mujer, me sentí hombre. Empecé a imaginar aquella mujer, como nunca había imaginado a ninguna mujer: desnuda, en cama, con toda su blancura, sus formas y su hermosura. Porque María había sido la moza más guapa de todos aquellos contornos. Eso se había escuchado yo decir a mucha gente. Para entonces, debido a la vida dura, a la que el marido la obligaba, había perdido algo de su belleza física, la exuberancia de la juventud, aquella belleza que comentaba la gente, cuando hablaban de la mujer. Pero lo había ganado en ternura. Parecía triste y sola, con muchos deseos de vivir, y aquello hacía que uno la quisiera, o la deseara. Su vida, compartida con aquel hombre, era un desperdicio. Venía yo notando aquello en las conversaciones que ella sostenía con mi madre en la cocina. Las dos hablaban sus cosas en la cocina, y pensaban que yo no prestaba a atención. Pero yo miraba a María con disimulo, por miedo a mi madre, y me preguntaba cómo un hombre podía maltratar a una mujer como aquella, tan bonita y amorosa. Qué problemas podría tener un hombre para emborracharse y darle mala vida a otra persona, cuando cariño era lo que merecía. Qué pena me decía yo. Y yo pensaba que si fuera mía yo la trataría con ternura y estaría siempre a su lado. Pero estábamos separados por la edad. Yo era casi un niño y ella era una mujer madura, y casada; casada con un hombre que no la apreciaba. Allá arriba, en nuestra taberna, se oyó una risa borracha.
Era él, Antón, que tenía una risa como el relincho de un caballo y se oía muy lejos.
-¿Oyes? Es él -dijo María. ¿Por qué se emborrachan los hombres, José?
-Y yo qué sé -le contesté.
-Pues un tabernero debía saberlo -dijo ella.
-También lo debía de saber la mujer de un borracho -le dije.
-¿Entonces tu tío no escribe? –ella me preguntó, como por cambiar de conversación.
-Creo que escribió una vez o dos en tanto tiempo -le dije.
-Qué diferente hubiera sido mi vida si me hubiera casado con tu tío ¿No crees?
-Si, pero tú pensaste que Antón traía mucho dinero cuando llegó de Cuba, y cambiaste amor por dinero _le dije atrevidamente; porque aquello era lo que yo había escuchado de boca de mi madre y de otra gente. Noté, entonces, como la luz difusa del candil, que escapaba por la puerta entreabierta, llegaba hasta nosotros y proyectaba nuestras sombras en la hierba. Dos sombras largas sin cabeza y sin sentido, pero fundidas una con la otra. Vi, desde allí, como una mariposa nocturna danzaba, peligrosamente, alrededor de la llama del candil, y la llama se movía, con el tenue aleteo de la mariposa, y entonces nuestras sombras también se movían al compás de la llama, en movimiento que parecía decir algo, aunque yo no lo comprendía. ¡Qué bonita es esta mujer! –pensé entonces. ¿Cómo puede un hombre emborracharse teniendo esta mujer? María cerró los ojos. Se dejó caer hacia atrás, con las manos cruzadas debajo de la cabeza. Su barriga se hundió y sus pechos, se levantaron. En aquella posición, sus pechos me parecieron muy grandes y muy cerca. -Pues ya ves como se emborracha -me contestó ella-, por lo que me di cuenta que yo había pensado aquello en voz alta. Me sorprendió su contestación y le dije, como sin pensar lo que decía:
-Bien merecido lo tienes.
Se dio vuelta, escondiendo la cara entre las manos, y empezó a llorar como un niño. Yo nunca había visto a una mujer llorar de aquella forma. Las había visto llorar por sus muertos o por otras desgracias, pero nunca había oído un llanto de amor. Pues, a pesar de mis pocos años y de que era yo muy inocente, comprendí que lloraba por falta de amor. Su llanto era tan doloroso que yo no lo podía soportar. ¿Cómo había tenido yo la ocurrencia de contestarle de aquella forma tan brutal? Me sentí muy culpable y le pedía perdón por haberla ofendido. Fue así como me atreví a tocarla, para consolarla y que no llorara más. -Tienes razón. He sido una egoísta. Cambié a tu tío por Antón, porque tenía dinero. ¿y mira lo qué gané? ¡Fui una egoísta y una tonta! ¡Me está bien, me está bien! Siguió repitiendo aquellas palabras hasta que se puso histérica. No comprendía yo, entonces, que una persona podía llegar a tal trance de desesperación, y me asusté. Pensé, alarmado, que la iban a oír llorar desde las casas y que la gente iba a venir corriendo para ver lo que le pasaba. Entonces la sacudí con toda mi fuerza y la mandé callar. Se sorprendió de mi reacción y paró de llorar. Se levantó de medió cuerpo y se dejó caer contra mi cuerpo y me abrazó: y después cogió mis manos y me las apretó contra su cuerpo. Su cuerpo seguía convulsionado, y parecía temblar como una persona que tiene mucho frío. Me miraba a los ojos y sacudía su cabeza como si estuviese viendo algo increíble. Después descansó la cara en mi hombro; y al restregar su mejilla contra la mía, sentí sus lágrimas calientes. Su cabello olía a mujer, y producía electricidad contra mi cara y mi ropa. Nunca yo había reparado, que el cabello pudiera oler y excitar de aquella forma. Pero aquel olor era encantador y no pude evitar el tocarlo, acariciarlo y olerlo. Era una fuerza mayor que mi timidez la que me obligaba a hacerlo. La seguí acariciando, pretendiendo que la estaba calmando, pero, realmente, yo estaba gozando de aquellas caricias que le hacía. Ella temblaba y se agarraba a mi cuerpo como un ahogado a una rama. Entonces, para sorpresa mía, ella fue arrastrando su cara por mi cara hasta encontrar mis labios, y me empezó a besar. Las lágrimas tocaban mis labios y tenían gusto a sal. Sus labios eran frescos y tiernos. Yo me sentí como un manojo de nervios, pues no esperaba que ella se atreviera a besarme de aquella forma. Era la primera vez que sentía los labios de una mujer. Comprendió ella mi sorpresa, que era como un susto, y como cambiando los estados de ánimo, ahora era ella la que trataba de calmarme. No sé el tiempo que habremos estado así, hablándonos sin palabras, porque el tiempo, para mí, se había detenido. De pronto ella me tiró aquella frase que me cayó como un martillazo; la frase que yo más odiaba y la que más lastimaba mi orgullo.
-Tú no eres un maricón, como dicen las chicas, ¿verdad que no, José?
-¡Yo no soy eso, no! -le grité.
-Pero tú nunca hiciste el amor con las chicas, ¿verdad que no?
-No. Tengo miedo que mi madre lo sepa -le contesté.
-¿No tienes calor con esa chaqueta? -me preguntó.
Hasta aquel momento no me había dado cuenta de que tenía puesta mi chaqueta nueva.
-Quítatela, que la vas a manchar -agregó ella.
Me ayudó a quitar la chaqueta. Seguidamente ella tiró por su vestido y lo arrancó por la cabeza. Su caballo siguió al vestido,
entonces pude apreciar su cuello largo y delgado. Me pareció aún más bonita de aquella forma. Pero pronto mis ojos se bajaron a sus pechos, grandes y redondos. Se quitó toda la ropa, y cada prenda que quitaba era como si me arrancaran a mi el pellejo. Cada ruido de un roedor entre la maleza, me parecían los pasos de un vecino, de Antón, o de mi madre expiándonos. Cuando ya estábamos casi desnudos, un mochuelo, tal vez alarmado por nuestra presencia, echó un grito casi como una carcajada humana, y yo quedé petrificado de miedo. Pero ella me calmó con palabras muy dulces, como si ella misma estuviese reviviendo una experiencia semejante.
A este punto José paró de contar. Cerró sus pequeñitos ojos y quedó inmóvil por mucho tiempo, como si de su cuerpo se hubiera ausentando la vida. Yo me sentí muy avergonzado. Él despertó de su sueño y sacudió la cabeza como si lo que había estado pensando le pareciera una mentira. Pensando que no me iba a contar más, le pregunté:
-¿Pero cómo terminó todo tan trágicamente, tío José?
-Él, como si no me escuchara, continuó la historia:
-Yo estaba llenando la harina en un saco con aquella pala de madera. Ella estaba sentada en el poyo de piedra. No paraba de mirarme. Me miraba con ojos tristes y cansados, como si aquella fuera la última vez que me iba a mirar. Sonreía sin sonreír. Yo no entendía la expresión de su rostro. Pero yo me sentía muy feliz. Pensé que tal vez las mujeres miraban así a los hombres después de hacer el amor. A lo mejor se sentían avergonzada. Traté, por lo tanto, de restarle importancia a la situación, canturriando una canción. De pronto alguien pateó la puerta, y la puerta golpeó la pared con un ruido como un trueno. Ella saltó en sus pies y echó un grito. Mi corazón dio un gran chapuzón, como un pez en el agua. Un sudor frío corrió por mi espalda. Antón tenía un cuchillo en la mano y venía a por mí sin decir una palabra. Instintivamente le tiré la pala llena de harina en la cara. Dejó caer el cuchillo y echó las manos a los ojos a medida que escupía harina. Yo le iba a dar con la pala en la cabeza, pero María gritaba que me escapara.
Aproveché aquel momento de la ceguera de Antón y me escapé. Corrí, cuesta arriba sin sentir la cuesta, tan grande era mi pánico. Mientras corría me pareció oír un grito, o quizás varios gritos.
Me escondí entre un maizal para escuchar. Sólo mi corazón hacía un ruido como si quisiera escapar de mi pecho; pero la noche estaba silenciosa como una tumba. Así estuve un tiempo pensando. ¿Qué diría mi madre cuando se enterara? ¿y los vecinos? ¡Qué vergüenza! ¿y Maruja, qué iba a ser de Maruja? A mejor Antón le iba a dar una paliza. ¿Por qué había entrado así, con la evidente intención de matarme? ¿Nos habría estado observando? ¿o alguna otra persona nos había visto y se lo había comunicado? Pensando de aquella forma, mi corazón, que ya se iba calmando, de pronto pegó otro chapuzón. Por culpa de aquellas menudas reocupaciones mías, no se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que Antón pudiera usar el cuchillo en su mujer. Estaba borracho, y creo que quería matarme. Lo mismo podría hacer con ella. Aquel grito, que me pareció oír, lo recordé más claro, como si pronunciara mi nombre, pidiéndome ayuda. Traté de calmarme, diciéndome a mismo que el grito había sido de un ave nocturna, alarmada por mi carrera. Sin embargo corrí cuesta abajo hacia el molino para asegurarme. La puerta estaba cerrada. No salía luz por la pequeña ventana que había encima de la puerta. El agua chapurreaba en el canal, el único ruido de la noche. Ni un grillo que cantara, ni una rana que croara, ni el grito de otra ave nocturna que rompiera aquella soledad. La noche, conmigo adentro, me pareció más grande que todas las noches. “Se fueron” dije, y caminé cavilando cuesta arriba para mi casa. La taberna estaba cerrada. Me pareció extraño, porque los
sábados la gente no tenía apuro en irse a casa. Pero más extraño me pareció que mi madre se hubiera acostado sin esperarme. Nunca había hecho aquello. Siempre esperaba por mí en la cocina, pretendiendo que hacía alguna cosa, pero era para asegurarse de mi llegada y de que me comiera la cena caliente. Me fui a cama sin cenar. En la cama pensé que Antón había reaccionado de aquella forma porque estaba borracho. O tal vez había pensado que yo era un ladrón que estaba a robar la harina. ¿Para qué preocuparse tanto? Yo había tenido una experiencia maravillosa. ¡Al diablo con tanta vergüenza y preocupación! Al fin yo era un hombre. Lo había demostrado y ella me lo había dicho. Con aquellos pensamientos me sentí bien y me quedé dormido. Cuando desperté, el sol brillaba alto sobre los montes y. Parecía la mañana más alegre de mi vida. Madre ya no estaba en casa, y me extrañó, porque ella siempre me llamaba antes de marchar para la misa. Me acerqué ala huerta. Me gustaba escuchar, desde aquella huerta, a los vecinos charlar por las eras y los corrales. Pero aquella mañana había silencio en la aldea. “Todo el mundo se fue a misa hoy” pensé. Del fondo del valle oí un rumor de voces. Después vi alguna
gente subiendo la cuesta. Hablaban excitados, todos a un tiempo, con muchos ademanes de brazos y manos. Corrí hacia el valle con el peor de los temores. De pronto me detuve. Si algo grave había pasado, no debía de presentarme allí, pensé. Me escondí entre el maíz y esperé a ver la gente pasar. Eran las viejas de la aldea, todas vestidas de negro como una bandada de cuervos anunciando terribles presagios. No tenían dedos bastantes para hacerse la señal de la cruz, y comentaban todas a la vez:
-Qué espectáculo, Dios mío!
-La dejaron como una criba.
-¿Quién pudo haber hecho eso?
-¡Un loco, sólo un loco pudo hacer eso!
El vecino, que le tocaba de moler aquel día, la habla encontrado muerta en un charco de sangre. La sangre se había mezclado con la harina que yo le había tiro a los ojos a Antón, y las ratas habían hecho de la mezcla un banquete. Tan llenas estaban que no pudieron escapar y el vecino las mató a puntapiés. Aquella sangre caliente que yo había sentido latir en su cuerpo y
que me habla hecho tan feliz y tan hombre, había terminado como un manjar para aquellos repugnantes animales; las mismas asquerosas ratas que la habían hecho gritar de miedo cuando ella había encendido la cerilla. Antón, después de su crimen, se fue por las tabernas de la villa, que los sábados continuaban abiertas por casi toda la noche. Después se acostó en un prado, donde su cuerpo, lleno de alcohol, se enfrió hasta la muerte. Lo encontraron, semanas más tarde, cuando segaban la hierba. Estaba irreconocible, pues las alimañas le hablan comido parte de su cara.
Terminó aquí su narración José y, por otro largo tiempo, quedó mirando para el techo. Yo no me atreví a interrumpir su meditación. Yo me sentía muy afectado, no sólo por la historia, sino por la emoción y sentimiento que él habla puesto en contárme1a. Cuando al fin suspiró, aliviado, como si se hubiera confesado, como si se hubiera sacado una tremenda carga de encima, yo le dije:
-Me alegro que me lo haya contado, tío José. Me alegro mucho, porque yo pensaba que usted había matado a la mujer, y no Antón.
-No eres tú solo, el que lo pensó, muchacho. Otra gente pensó lo mismo. Creían que habla sido yo, por lo menos hasta que
apareció el cuerpo de Antón y todo se aclaró. Y aun así no faltó quién quedara abrigando una duda. Aunque las autoridades nunca sospecharon de mí -aclaró José.
-Ahora comprendo que habrá usted sufrido mucho...
-¡Sufrido! -me atajó José-. Lo indecible, muchacho, lo indecible. Anduve con la cabeza baja, mirando siempre al suelo,
pero mismo ves las caras de la gente que te miran como acusándote.
-¿Y por qué cree usted que Antón fue al molino con el cuchillo, dispuesto a matar?
-Mi madre comentó con él nuestra tardanza, y los hombres en la taberna le empezaron a gastar bromas, de que su mujer lo estaría
pasando bien en el molino con un mozo joven. Él lo tomó en serio y acertó. ¿Por qué venía armado con aquel cuchillo? Su intención era matarnos a los dos.
-¿Entonces la gente no se enteró de que usted había hecho el amor con María? -pregunté yo tímidamente, ante aquella aclaración de José.
-Ya sabes lo mal pensada que es la gente de esas aldeas, especialmente en cuanto a sexo se refiere. Lo hubieran pensado lo mismo, aunque no lo hubiéramos hecho. Pero lo peor era aquella duda que yo notaba en los ojos de la gente. Tal vez era mi imaginación, pero me daba la sensación, cuando me miraban, de que me acusaban de asesino.
-Fue por eso que usted decidió regresar a este país. ¿Verdad que sí, tío José?
-Eso fue en parte. Pero cosas más extrañas me pasaron, que sólo yo y mi madre sabíamos. Y aquel secreto me estaba volviendo loco. Nunca se dije a nadie. Tal vez mi madre lo compartió con alguien, al quedarse sola: yo nunca lo conté. Pero ahora que tú me has confirmado la misma cosa, te lo contaré a ti, porque tú eres diferente a los otros paisanos. Y porque ahora comprendo, por lo que tú me has dicho, que yo no estaba loco, que todo era verdad. José tomó aquella posición de ausentismo otra vez, y siguió, contando:
-Una noche fui al valle. Sentía como una urgencia de ir allí aquella noche. Fui para acariciar aquella hierba donde habíamos hecho el amor. Me senté en la hierba, la acaricié y la abracé como si aún ella estuviese allí acostada. Lloré y me llamé mil veces cobarde por haber escapado aquella noche, dejándola indefensa frente a un loco con un cuchillo. Sólo un cobarde podía actuar así como actué yo. Yo tenía que matar a Antón, matarlo mil veces que fuera, antes de dejarle introducir el cuchillo frío y afilado en aquella carne caliente y amorosa que me había hecho tan feliz. ¡Cómo me odiaba a mí mismo aquella noche! Le pedí perdón por mi cobardía. Muchas veces le pedí perdón... muchas. ¡Qué triste me sentía yo aquella noche! Mientras lloraba, oí un grito. Pensé que alguien estaba tratando de asustarme. Los gritos continuaron. Venían de
adentro del molino. Pronto reconocí que eran los gritos de María que pedían auxilio. Duró poco el momento. Sus gritos pronto se apagaron, nada más que el tiempo que yo corrí hacia la puerta del molino. Pero eran lastimosos lamentos, que se fueron apagando cada vez más débiles hasta el silencio. Desde la puerta yo oía los golpes del cuchillo. Quise ayudarla. Traté de romper la puerta, pero aquella puerta era de roble, con una cerradura como un castillo y no hay quién la rompa. Pero intenté hacerlo. Entonces, por la pequeñita ventana que estaba encima de la puerta, salió su alma en forma de un ángel. Sentí el soplo de sus alas en mi cara, y vi sus ojos grandes, verdes que me miraron como diciéndome Adiós. Sí, me dijo adiós José. Unas gotas de sangre, aún calientes, cayeron en mi cara, y después su alma aún sangrando se perdió alto en el cielo. Esto no es cierto, me decía yo. Estoy soñando, esto es un sueño. Pero, al llegando a casa, me miré en el espejo y la sangre estaba allí en mi cara. Para asegurarme llamé a mi madre y le dije: “¿Qué es esto que tengo en mi cara, madre?” Y ella me confirmó que era sangre. Se asustó, pensando que yo había tenido alguna pelea. Entonces le conté lo que me había pasado. Mi madre, que era muy religiosa, llamó al cura para bendecir la casa. Pero yo no podía dormir. Noche tras noche, soñaba y veía en esos sueños aquel ángel y aquellos ojos verdes, y escuchaba aquel adiós de su alma. Un día le dije a mi madre: “Madre, quiero regresar a mi país. Quiero ir para junto de mi tío. Yo no puedo seguir viviendo aquí ya mas tiempo.” ¡Pobre! A ella no le quedaba más nadie en el mundo. Ya había perdido dos hombres. Después de la pérdida de dos maridos, todo su cariño estaba depositado en mí. Yo era la luz de sus ojos. Pero, perderme de una forma o de otra, era lo mismo; porque ella veía que yo me estaba volviendo loco. Entonces me dijo:
-Vete, hijo, vete. Yo voy vieja para acompañarte, y quiero morir aquí en mi tierra. Pero tú vete a tu tierra y olvida todo esto. Piensa que todo ha sido un mal sueño, y olvídalo. Mi tío y yo vivimos en esta habitación, juntos, por un tiempo. Después él se casó y fue a vivir a otro sitio. Mi madre no duró muchos años, desde que yo la abandoné. Dejó de mirar por la taberna... Bueno, al fin se volvió loca y murió en el abandono. ¡Pobre madre! Empezaba a oscurecer, pero con la narración, ni uno ni el otro habíamos notado que la habitación estaba ya casi en penumbras.
Como si terminara de contar, José se fijó en la mesita que estaba al lado de la cama. Se levantó apurado, como el que se olvida de Algo urgente, y corrió a encender la mariposa que flotaba en el vaso de aceite.
-Lo hago todas las noches en memoria de mi madre. Así nunca se sentirá perdida en la oscuridad -me aclaró.
-Tío José -le dije- ¿se habrá sentido usted muy aliviado cuando regresó aquí. Dejó a su madre detrás, pero también dejó las pesadillas... y las miradas de la gente que usted decía.
-¡Las pesadillas! ¡Qué va! Las pesadillas me siguieron como una maldición. ¿Ves esa lana en el cesto? –preguntó señalándome la lana, la que yo pensé que sería la cama de un gato.
-Si. ¿Tiene usted un gato? -le pregunté.
-¡Qué gato! No gato. Esa lana era de una almohada. Un recuerdo de mi madre. Cuando estaba poniendo las cosas en aquel baúl que ves sobre el ropero, mi madre me entregó una pequeña almohada y me dijo:
-Llévate esta almohada, hijo. Valor no tiene ninguno, pero, en momentos de tristeza, yo le conté mis penas y me escuchó. Tú cuéntale las tuyas, que te escuchará y no se lo dirá a nadie. ¡Qué razón tenía! Yo nunca le pude contar mis penas a una persona. Nadie me escuchó mis penas sin pensar que estaba loco. Por eso paré de contarlas, hace mucho tiempo que paré de
contarlas, y se las conté a la almohada. Tantas veces lloré sobre esa almohada que la lana se volvió amarilla. Tantas cosas le conté, que la almohada, llena de mis penas y las de mi madre, empezó a contestar. Yo empecé a oír voces dentro de la almohada. Pensé que algún ratón se había metido adentro y que eso era lo que yo oía. Una tarde abrí la almohada y devané la lana para ese cesto. Al hacerlo, me parecía que estaba escarbando en el pasada, devanándole los sesos de mi madre y los míos también. Comprendí, entonces, la tragedia de mi madre. Pensando en mis problemas no había comprendido los suyos. ¿Cómo se siente una mujer joven, que se casa enamorada y pierde a su hombre tan pronto? Luego, ya sin amor, marcharse a un país lejano y empezar de nuevo. Casarse otra vez, para perder al hombre una vez más. Regresar a su tierra para otra vez empezar. Perder a su único hijo y verse otra vez sola. Tanta lucha para terminar loca. ¡Claro que tenía que terminar loca! ¿Quién puede resistir tanta lucha? Pensé, entonces, que si aquella mujer no se hubiera cruzado en nuestras vidas, aquel funesto sábado, yo hubiera vivido con mi madre hasta el fin de sus días. La hubiera cuidado con amor y no se hubiera vuelto loca, y nunca hubiera terminado en aquel abandono. Yo no habría padecido la pesadilla que he padecido. Sería otro hombre distinto. Tal vez me hubiera casado y se padre de una familia feliz. Aquella mujer lo habla estropeado todo. Ella había creado nuestro desastre. Entonces, por primera vez la maldecí. Pensé que merecía su muerte. Había pagado, por adelantado, los males que por ella nosotros íbamos a padecer. Y me acosté con aquellos pensamientos: odiándola y maldiciéndola. Aquella mujer, pensé, no era una mujer, era una bruja, o el diablo puesto en nuestro camino en forma de mujer. Pensando así estaba en la cama, cuando noté un resplandor que iluminaba la habitación. Un resplandor amarillento y muy extraño. Noté que el resplandor venía de ese cesto. Está ardiendo la lana, pensé. Pero si la lana no arde ¿qué es esa luz? Del resplandor surgió una figura con ojos grandes y verdes que parecían echar fuego. Era ella, era ella tal cual la viera yo aquella noche salir como un ángel del molino. Pero de esta vez me pareció el diablo. Me miraba con odio, como burlándose de mí. La luz se fue apagando y ella desapareció. Yo temblaba y me corría el sudor por la espalda. Pensé que había soñado, pero no había soñado. Desde entonces viene a verme todas las noches. He intentado tirar la lana, pero no puedo. No puedo, por que detesto esa figura, pero al mismo tiempo quiero verla, necesito verla. No puedo vivir ni morir sin ella. Esto nunca se lo he dicho a nadie. Te lo cuento a ti, porque veo que eres diferente a esos...
José iba a decir paisanos, pero no terminó la frase. Su rostro había sufrido una metamorfosis, mientras me contaba aquel pasaje. Ya no parecía el mismo hombre. Era un monstruo, un se desfigurado. Al reflejo de aquella luz opaca de la mariposa que ardía en el
vaso de aceite, el hombre parecía un cadáver en descomposición. En aquel momento yo estaba tan asustado que no pude pensar que el olor putrefacto venía del río, y pensé que era su cuerpo, el que olía a muerto. Me di cuenta que yo había estado todo el tiempo hablando con un loco, que hasta parecía peligroso. Por mi cabeza pasaron los comentarios de los paisanos, cuando me decían que el hombre estaba más loco que una cabra. Por eso, cuando él iba a decir “paisanos” notó, en mi mirada, lo que yo estaba pensando, y no terminó la frase. Pegó un puñetazo en la mesa, y los vasos y las botellas saltaron por el aire. Al tiempo se levantó de la silla, creo que con la intención de golpearme, y me gritó:
-¡Tú piensas lo mimo que ellos! ¡Fuera de aquí!
Yo hubiese querido decir algo, disculparme de alguna forma, pero él parecía amenazarme con sus puños y una mirada de odio, y yo salí corriendo de la habitación. Al bajar la escalera lo oí quejarse de que no podía hablar con nadie, que todos pensaban que estaba loco. El pobre hombre quedaba llorando. La mujer italiana salió a la puerta, como alarmada de los gritos de José, y del puñetazo que había pegado en la mesa, que retumbó por la casa de madera. Al verme corriendo, gritaba en italiano:
-¿Qué le pasa a ése ahora?
Unos días más tarde, el vecino que me había dado su dirección, me preguntó si había visto a José. Le dije que sí, y que él tenía razón: el hombre estaba loco de atar.
-Ya no -me dijo el vecino-. Se suicidó. Se cortó las venas con un sacacorchos.
Yo me sentí culpable por mucho tiempo. Él me había contado todo, confiando en mi inocencia, pensando que yo era diferente, y yo lo había defraudado. En desesperación se había suicidado. Por aquel complejo de culpabilidad, yo tuve pesadillas muy desagradables, soñando muchas noches con las cosas que él me había contado. Yo llegué a tener miedo de que él me hubiera pasado su locura. Pero los años pasaron y con ellos las pesadillas se fueron. La sensación de culpabilidad desapareció con mi madurez y me olvidé de José y de su desgraciada vida.
Cuando, después de muchos años, regresé a la aldea, las historias adormecidas de José y del molino, se despertaron otra vez. Decidí, por lo tanto, acercarme al molino, como si lo hiciera
en nombre de José, para revivir parte de aquella historia, allí en el mismo escenario. Sentir, en el mismo terreno, el miedo de aquellas pesadillas que, sin duda, aún estaban presentes en el
subconsciente. Me acerqué al valle a cerca de la noche, a la misma hora que José y María lo habían hecho. Yo recordaba que, en mis años de chaval, hubiera dejado el valle con prisa a tales horas, antes que me sorprendía por allí la oscuridad. Pensé, entonces, si yo aún podría experimentar aquel miedo. Una de las cosas sorprendentes, cuando después de muchos años
uno regresa al mismo lugar donde creció la juventud, es que las cosas parecen fuera de su sitio. Nada está ni parece como uno lo recuerda. Yo encontré el valle irreconocible, como anteriormente había encontrado mi aldea. Al bajar por un caminito empinado, entre unos eucaliptos, pinos y castaños, me encontré con un pequeño prado, un riachuelo y un viejo y ridículo edificio. Me di cuenta que aquel era el molino, el escenario de tal macabro suceso. Aquel era el bonito rincón donde yo había pasada momentos felices durante mi tierna juventud; el escenario de morriñentos recuerdos: sueños, pesadillas, leyendas, supersticiones y crimen.
Me sentí defraudado, al encontrarme con la insignificancia de aquel escenario. Nada coincidía con aquellos recuerdos y sentimientos que del lugar yo guardaba. Sentí, en aquel encuentro, una sensación de rabia y desprecio por el lugar. Yo nunca debiera haber perdido un momento de sueño por recordar aquel pequeño rincón. Decidí dar vuelta, sin molestarme en acercarme al riachuelo, y al ridículo molino, pero me detuvo un cierto ruido que me pareció familiar. Aunque yo no había escuchado nunca el tal ruido en aquel valle, me di cuenta que era el desconcertante retumbar de un solera. Para mi sorpresa, el molino estaba trabajando. Sorpresa aún mayor porque, para entonces, ya no se horneaba el pan en las casas; el panadero pasaba todos los días repartiendo pan por la aldea. Entonces, por curiosidad, me acerqué al molino, y comprobé que, efectivamente, el molino había sido reparado y estaba trabajando. A su alrededor el terreno estaba bien cuidado, limpio de arbustos, y los árboles podados. El campecil1o, que se encontraba enfrente del molino, estaba verde y recortado. Al acercarme a la puerta, sentí la vibración del terreno, Producido por el movimiento de la solera. La puerta era la misma puerta que yo recordaba. Una puerta de gruesas maderas de roble, que nosotros los chavales no habíamos podido destruir, cuando el molino estaba abandonado. La encontré inclinada como un viejo al que le pesan los años. Me entretuve tratando de leer los estribillos que los chavales habían grabado en las maderas con sus navajas. Reconocí alguno de mis trabajos. Las frases eran breves referencias amorosas, sentimientos adolescentes, como una forma primitiva de comunicarse.
José me había dicho que, estando él y María en la puerta, sus cuerpos se apretaban, porque la puerta era estrecha. Aquello fue uno de los detalles en los que me pareció que él no estaba en lo cierto. Yo recordaba aquella puerta de un tamaño más grande, y me pareció que José exageraba, cuando dijo que sus cuerpos se apretaban, por la estrechez de la puerta. Pero José estaba en lo cierto. La puerta era baja y estrecha, como él la recordaba. Ciertamente demasiado estrecha para contener dos cuerpos sin apretujarse. La ventana, encima de la puerta, no era más que un agujero que se podía alcanzar con la mano; demasiado pequeña para pasar por ella una persona. Pero lo suficiente para escaparse por allí un alma o un ángel, pensé yo en aquel momento. Traté de recuperar aquellos recuerdos que, cuando estaba lejos, me parecían tan vívidos y que, entonces, en el terreno, se me escapaban como si fueran una ilusión. Por unos momentos observé el agua deslizarse por el canal. Allí era donde acostumbraba yo a jugar con los molinillos hechos de junco. Después me senté en la hierba, en el campito que estaba enfrente del molino. Aquel era el trocito de campo donde José había, por primera vez, hecho el amor con María. Por primera vez y ultima; pues, por la forma que él me habló, aquel suceso lo había dejado sin deseos de amar a ninguna otra mujer. No porque no fuese bella aquella experiencia; pero por el hecho de que, aquel momento de placer, se le había asociado con la muerte.
José me había dicho que la luz del candil llegaba, desde la puerta del molino, hasta donde ellos estaban. Que los pechos de María proyectaban una sombra larga y difusa con aquella luz.
Calculé, por la dirección de la puerta, que yo estaba sentado en el lugar donde ellos habían hecho el amor. No había sido intencionado, pero yo estaba en el mismo lugar. Allí me acosté y acaricié la hierba, que si no era la misma hierba, si podrían ser las mismas raíces. Pensé cuánto José habría deseado tocar aquel remiendo de terreno una vez más, antes de morirse. Él me había
dicho que ya odiaba tal mujer, pero aquel odio aún era amor, un amor que lo enloqueció. ¿Cuántas veces habría él acariciado, en sus sueños, o pesadillas, aquel remiendo de hierba? Me pareció, por lo tanto, que yo estaba acariciando un sueño, al acariciar aquella hierba. Como si yo estuviera reviviendo aquel momento de José. Me pareció sentir la hierba caliente, y un cuerpo latir debajo mi cuerpo. Concentrado, o ensimismado en aquel placer extraño, ni siguiera me di cuenta que, allí bajo el umbrío paisaje, la noche se había cerrado de una manera prematura. Las luciérnagas pasaban chispeando en la oscuridad. Los grillos cantaban en las tierras aradas, y las ranas croaban en los verdes prados. Por entre la maleza se oía uno que otro ruido de los roedores. Una bandada tardía de cuervos pasó hacia los montes y, al resplandor del cielo rojizo, parecían almas penando. Pronto el cielo quedó oscuro y sin estrellas, aparte de Venus en el horizonte. La noche parecía pesada y honda como un pozo sin aire. Me sentí aplastado por el peso de la oscuridad. Envuelto en aquella húmeda atmósfera, sentí frío, un frío que me recorría la carne como un cuchillo afilado. Pensé que la noche no podía enfría así, tan de golpe, después de un día relativamente caluroso. Me di cuenta, entonces, que aquel frío era miedo. Me pregunté, entonces, si aquel pájaro grande que había cruzando bajo el reflejo del planeta Venus, sería el último cuervo, o un alma camino del cielo. Iba a marcharme, con el pretexto de que la noche se había puesto muy fría. Yo no quería confesar, a mí mismo, de que el subconsciente empezaban a retoñar supersticiones y temores de otros tiempos, que estaba experimentando miedo; un miedo olvidado, aquel miedo de los cuentos que yo escuchaba de chaval. Cuando me disponía a marchar, oí el ruido de unos zuecos que parecían caminaban a tientas, como si fueran adivinando el camino en la oscuridad. Los pasos se acercaban a mí, estaban casi a mi lado, y yo no podía ver ningún cuerpo en aquellos ruidosos zuecos, que parecía que caminaban por debajo de la tierra. Hubiera deseado escapar de aquel fantasma, y creo que estaba a punto de hacerlo, cuando una voz familiar preguntó:
-¿Quién anda ahí?
-Soy yo. No se alarme -le contesté.
-¿Qué demonios haces aquí de noche? -me preguntó.
-Vine a recordar.
-Eso está bien -fue su simple contestación.
Abrió la rechinante cerradura y la puerta se fue para dentro por su propio peso, pero con un quejido como una protesta por despertarla de su descanso. El vecino encendió su mechero y el molino se llenó de sombras desteñidas. Un rata de agua, descolorida por la fécula, y ciegas por la luz, trataba, en vano, de encontrar su agujero de retirada: saltando y cayendo por los artefactos del molino.
-¡Otra vez por aquí! -le gritó el vecino, como si se tratara de visitantes regulares.
Apagó el mechero, para darle tiempo a escapar. Cuando otra vez Encendió el mechero, la rata se habían marchado. Colgado en la Tolva estaba el candil de queroseno. Lo encendió, y del pabilo salió un chorro de humo negro como aceite que caía al revés, desparramándose en el techo como una mancha. Un grillo cantaba en una rendija, y su canto se dejaba sentir claro por encima del tronar de la solera y de todo el desconcertante ruido de aquel tosco mecanismo. El vecino empezó a graduar aquellos simples artefactos. A medida que lo hacía, los ruidos se volvían desconcertantes, sin relación unos con otros, diferentes al instante. Tan desconcertante encontré aquellos rechinantes artefactos que se me ocurrió que eran una máquina de tortura, algo que separaba los huesos de la carne. De pronto el vecino empujó la palanca que cortaba el agua en el canal. La piedra paró de forma instantánea. Entonces se produjo un vacío como un pozo, y yo sentí un vértigo como si fuera tragado por aquel silencio. Me acerqué a la puerta, y la luz del candil proyectó mi sombra difusa y larga por toda la hierba. Ya no se sentía más que el chapurrear del agua en el canal. Un ruiseñor empezó a cantar, en algún lugar cerca de la puerta. Una nota muy baja al principio, para terminar su canción como una cascada de agua fresca. Parecía que cantaba adentro de mis venas.
-¡Idéntico, idéntico! -yo exclamé, pensando lo bien que José me había descrito aquellas escenas.
El vecino, que se disponía a recoger la harina para el saco, pensando que yo me refería al molino, comentó:
-Esto está muy diferente. Unos cuantos vecinos trabajmos muchas horas para poner este molino en sus pies. Pero yo me he divertido haciéndolo. La gente no sabe que tesoros se van perdiendo, con el abandono de las cosas.
-No estaba pensando en el molino -le dije-. Me refiero a las cosas abstractas: el grillar de ese grillo, el desconcertante ruido del molino, ese humo del candil, la luz opaca que escapa por la puerta; mi sombra, el chapurrear del agua y ese pájaro que canta. Esas son cosas que nunca cambiarán, seguirá así para siempre. ¡Qué bien se acordaba él de todo esto!
-¿Quién dices que se acordaba? -preguntó el vecino.
-José -le dije.
El vecino dejó caer la pala de madera y empezó a buscar tabaco por los bolsillos, con sempiterna paciencia. Yo me di cuenta que, más que tabaco, estaba buscando recuerdos. Enrolló un cigarrillo y, a medida que le pasaba la lengua, para componerlo, me preguntó:
-¿Has visto allá a José, entonces?
-Si que lo he visto. Hablamos mucho de aquella historia.
El vecino se sentó en el poyo de piedra. Al fumar, sus ojos se perdieron en una mirada lejana como siguiendo la fuga del humo. Yo me di cuenta que el hombre estaba esperando que le contara algo de José. Porque yo recordaba, que esos hombres campesinos tienen una forma especial de pedir las cosas. El cigarrillo, fumar y sentarse, eran una forma de pedir que le contara algo de José.
-José era más o menos de su edad. ¿Eran ustedes amigos cuando él estaba aquí? _-le pregunté, como para empezar la conversación.
-De la misma edad, si. Y éramos muy buenos amigos -dijo, y sacudió la cabeza en forma afirmativa.
Le conté mi entrevista con José y de como yo había sido El culpable de su suicidio. El vecino le agregó algo a la historia, ciertos detalles que José había dejado afuera, por olvido o por conveniencia. Según el vecino, la aventura amorosa de José y María, había durado algún tiempo más de lo que José me había contado, y ya en la aldea se hacían comentarios. Aquello sería la razón por la que Antón los sorprendido en el molino. Aquel vecino tenía una filosofía muy convincente para encontrarles explicación a las cosas. Cuando tocamos el tema del fantasma de
María, de como José la había visto salir del molino, y luego en la lana de la almohada, el vecino me dijo:
-José se creó su propio fantasma. Al fin se lo creyó él mismo, y el fantasma lo mató. No te sientas culpable, que no se suicidó por tu culpa. Tarde o temprano lo hubiera hecho. Lo extraño es que tardara tanto en hacer lo. Si, eso va en la familia.
-Pero, según las lenguas, mucha gente afirmaba haber visto ese fantasma en forma de un ángel.
-Lo que José vio y la gente veía, son lechuzas -me dijo el vecino.
-¡Lechuzas!
-Si, lechuzas. Son unas preciosas criaturas, muy grandes. Estos parajes deben de ser un buen lugar para proliferaren. Ahora Hay muchas por aquí. En aquellos tiempos de José, probablemente Había una sola pareja, que se refugió por estos lugares. Ven a mi Casa y te mostraré una de esas aves. Verás que grandes y que Bonitas son. Está embalsamada ¿sabes?
-¿Cómo la ha matado, siendo un pájaro tan interesante?
-¿Ves esta mano? -dijo, mostrándome unas grandes y viejas cicatrices que, hasta que me las mostró, me habían pasado desapercibidas. Y mientras llenaba el saco, me fue contando: Me las hizo esa lechuza. Esas cicatrices tienen unos años. Una noche venía yo para el molino, al poco tiempo de ponerlo a trabajar, y desde lejos ya me di cuenta que el molino estaba atragantado, quiero decir que se había detenido. Eso pasa si alguien desvía parte del agua para regar. Como todo estaba en silencio, oí unos gritos dentro del molino, que parecían lamentos de una persona, de una mujer. Yo no creo en esas cosas de fantasmas; pero, después de la gente hablar tanto de esas apariciones, los lamentos que escuché aquella noche, me dieron un poco de recelo. Yo traía una linterna, que pocas veces hago uso de ella. A mí me gusta la oscuridad, para decir la verdad, pero había estado lloviendo, y el camino estaba oscuro y resbaladizo, y por eso usé la linterna. Con la linterna me atreví a entrar en el molino y ver de que se trataba aquel escándalo. Los lamentos ya habían cesado, cuando me acerqué a la puerta. Entré, alumbrando con la linterna. Una lechuza había matado una rata, de esas grandes, como la que tú has visto cuando entramos. La tenía sujeta con sus garras, en un charco de sangre. Tendrías que ver cuanto sangra tiene una de esas ratas. La lechuza quedó inmóvil, encandilada por la luz de la linterna. Me pareció tan mansa e inocente que no se me ocurrió otra cosa más que echarle la mano. Me clavó las uñas como un gato rabioso, y con el pico me cortaba la mano como con una navaja. Tuve que golpearla contra la pared, y no soltó su presa hasta que la maté. Casi pierdo mi mano. ¡Qué animal tan feroz!
-Lo que son las supersticiones, ¿verdad? ¿Como la gente puede confundir un pájaro con un ángel, o un alma en pena?
-La gente no confunde nada, hombre. Bueno, no tanto como lo hacen creer. ¿Sabes que son las supersticiones? La mayoría de las veces son pretextos. No te creas que la gente es tan tonta.
No comprendiendo lo que quería decir, le pedí una explicación.
-Después de ver a la mujer muerta en este sitio, la sangre mezclada con la harina, y las ratas comiendo todo esa mezcla, ¿crees tú que la gente podría comer pan de la harina de este molino? ¡No, qué va! Cada vez que tocaran un trozo de pan, pensarían en la sangre y en las ratas. Entonces el fantasma de María les vino al pelo. Así no tendrían que admitir que sentía
repugnancia por la muerta, que eso tocaría sus conciencias como un pecado. Creer en un fantasma era mas conveniente.
-¿Entonces la gente se olvidó de todo aquello, ya comen ya el pan de esta harina? -le pregunté.
-Ahora nadie hornea el pan en casa, que se compra. Esta harina es de maíz para los animales. La gente se volvió muy cómoda. Ahora miran la televisión en los bares. Se arreglaron los caminos y hay luz eléctrica por todos los sitios. Las leyendas han muerto con el progreso. Los fantasmas se quedaron sin hogar ¡Es una pena, realmente!
El vecino terminó de llenar el saco de harina. Yo, mientras tanto, pensaba en lo que acababa de decir el vecino, que era una pena ver las leyendas y supersticiones perderse; porque, con ellas se perdía toda la tradición. ¿De qué hablaremos cuando todas esas cosas se acaben? Cuando no podamos creer en nada y no haya mas historias que contar ¿qué haremos, entonces? La “lareira” gallega iba desapareciendo de las casas campesinas. Los vecinos ya no entraban en la casa de otro vecino sin llamar, como lo hacían antes. En mi regreso esa fue una de las cosas que más extrañé, aquellas reuniones en cualquier casa, alrededor del fuego, contando cuentos. Por entonces las casas ya usaban la bombona de butano y, el fuego de leña, que calentaba aquellas historias, ya se había apagado en la mayoría de las casas gallegas. El vecino tenia razón: la gente miraba la televisión ya no contaban historias. Cuando salíamos del molino, observé aquella pequeña ventana que estaba encima de la puerta, y le pregunté a mi vecino:
-¿Cree que sería un lechuza, lo que José vio salir de esa ventana?
-¿Y qué otra cosa iba a ser? Ellas saben que por aquí hay ratas y vienen a por ellas -me contestó el vecino.
-Pueda ser que las gotas de sangre que le cayeron a José en la cara hayan sido de una rata. ¿No cree?
-Eso es lo que habrá sido _-el vecino afirmó.
-¿Pero y ese grito que decían que echaba el ángel llamando a José? ¿Es que gritan así las lechuzas? -le pregunté.
-Esas aves no están acostumbrados a ver gente. Cuando la ven se acercan a investigar y echan ese grito, para asustar o avisar a otras de un peligro, pienso yo.
Dejamos detrás el molino. El vecino, con el saco de harina en los hombros caminaba despacio. La luna iba alta y brillaba casi como el sol; pero producía unas sombras muy negras. Sólo se oía el agua chapurreaba en el canal. No otro sonido que disturbara la noche. Los grillos y las ranas ya no cantaran, señal de que la noche iba avanzada. No se oía una voz humana, más que nuestra calmada conversación. El molino quedaba solo una noche más, como lo había quedado todas las noches de su larga vida. Casi sentí pena por él, por su soledad, como si de una vida se tratara. La vereda hacia las casas parecía aún mas inclinada con la luna. Caminando y hablando, yo sentía la cuesta en mi respirar. Me pareció curiosa la fortaleza de aquel vecino que, ya viejo y con el saco en los hombres, podía mantener el paso y la conversación. Aunque, a medida que la cuesta se hacia más alta, su conversación también iba aflojando. Yo me detuve para mirar hacia atrás. Las colinas, con aquel reflejo de la luna, formaban un contraste de plata y carbón. Del otro lado del valle brillaban como estrellas lejanas las luces de las casas. En la carretera principal, los coches iban y venían. Aquello era el futuro, que había llegado casi de golpe por aquellas aldeas, y el valle, oscuro y solitario, era el pasado, donde se escondían recuerdos y leyendas de otros tiempos. Entonces el valle, envuelto en el misterio, me pareció grande, importante y hermoso. El molino, en parte iluminado por los rayos de la luna, que se filtraban entre los árboles, me pareció muy respetable. Mientras me quedé mirando aquel fantasmagórico paisaje, el vecino se había alejado. Al dar vuelta para seguirlo, oí un zumbido, y un golpe de aire me sacudió el cabello, y lo sentí en los ojos. Al tiempo, una cosa blanca, como un ángel, casi chocó con mi cabeza. Echó un grito agudo y extraño que me erizó la piel y quedé temblando con el susto. El vecino, probablemente dándose cuenta de que me había asustado, echó una risita sarcástica y me dijo:
-Ahí va una lechuza.



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