domingo, 12 de agosto de 2007

EL HOMBRE QUE NO SABÍA QUÍEN ERA

Esta historia fue publicada en el periódico EL IDEAL GALLEGO de A Coruña, y en la revista SOREL del Forum Metropolitano de ésa mis ciudad.

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Conseguí trabajo en un pequeño hotel situado en un clásico pueblo inglés cerca de Oxford. Mi
turno de trabajo seria de siete de la mañana cinco de la tarde. Acababa de asentarme en mi habitación y me acerqué a la ventana para observando el panorama. Del otro lado de la plaza se levantaba una vieja iglesia de estilo normando, que tienen forma de torre. Su reloj marcaba las seis de la tarde. En sus terrenos se podían ver, claramente desde mi ventana, las lápidas de las viejas tumbas. El otoño iba avanzado y los días fríos habían llegando. Todas las chimeneas humean, y con el frío el humo se iba convirtiéndose en una niebla azulada. Las casas muy antiguas, construidas de ladrillo oscuro producían una sensación de tristeza. Aquel escenario me pareció melancólico y deprimente. Estaba pensaba que no me iba a gustar aquel pueblo tan antiguo, que parecía el escenario de una película de misterio. Ya dije que yo me entía deprimido, siempre que cambiaba de trabajo. Por eso me habrá parecido un tanto desagradable aquel pueblo. Los pequeños comercios hablan cerrado a las cinco y media Y los habitantes se hablan
retirado a sus casas. La plaza estaba desierta. La cabina telefónica, roja y alta, de las pocas clásicas que iban quedando, parecía una nave espacial a punto de arrancar para otro planeta.

Creo que habré asociado aquella cabina con la del Doctor Who, una serie de la televisión donde el Doctor usaba una cabina telefónica para viajar en el tiempo. Un hombre apareció caminando muy apurado por una callejuela. Se paree la al Doctor Who de la serie televisada: delgado y alto
Continúa con pelo blanqueado y despeinado como el Doctor. Se acercó a la cabina con mucha prisa, corno si le fuera tarde para emprender su viaje a otros mundos. Abrió la puerta de la cabina, puso un pie adentro, dudó y retrocedió. Se quedó allí un momento, miraba a un lado y a otro como asegurándose de que nadie lo observando. Volvió a abrir la cabina y otra vez dudó y dejó que la puerta se cerrara. ¿Por qué duda? pensaba yo, ya casi convencido de que el hombre aquel era el viajero del tiempo. Se escondió detrás de la cabina y, estirando el cuello, miraba si alguien se acercaba por la estrecha callejuela. Pero no venia nadie. El hombre parecía asustado. ¿Por qué tiene miedo? Me preguntaba. Dio unas vueltas por la plaza y se sentó en el único banco. Allí se quedó por mucho tiempo. De vez en cuando levantaba el brazo como para mirar su reloj. Tal vez no se habla dado cuenta del reloj de la iglesia. El hombre sacudía la cabeza de vez en cuando, con un ademán como si aún fuese temprano.

Yo perdí interés en el extraño y me retiré de la ventana. Pero, por alguna razón, aquel personaje me había dejado intrigado. Volví a la ventana y el hombre aún seguía allí sentado, mirando su reloj y encogiéndose de hombros. No parecía esperar por nadie. Pensé que estaría a matar el tiempo, y me preguntaba: ¿Por qué desea matar el tiempo? El matar el tiempo es como un suicidio lento, pues el tiempo es nuestra vida, y sin embargo lo matamos. El hombre hablaba
haciendo muchos ademanes con sus manos como si hablase con un amigo. ¿De quién es amigo? Yo me preguntaba sin saber por que me interesaba el problema de aquel desconocido. Me retiré de la ventana. Sin embargo la curiosidad se había apoderado de mi. Tuve que volver a la
ventana para ver si el extraño aún seguía allí sentado. Un hombre de mediana edad se acercó a la plaza y el personaje se levantó y le fue a pedir algo, pero el transeúnte le hizo un ademán de rechazo. El extraño personaje insistió. ¿Qué desea? Me preguntaba yo. Ante el rechazo del hombre se sentó otra vez. El transeúnte se alejó gesticulando, haciendo un ademán con la mano como si apartara algo imaginario de su camino. Sentado en el banco el hombre sigue discutiendo con sus manos. Luego saca un espejo y se mira. Hace un ademán como si no se conociera a si mismo. Guarda el espejo en el bolsillo interior de la chaqueta. Lo vuelve a sacar y se vuelve a
mirar. A la segunda vez hace un ademán de satisfacción como si se reconociera a si mismo. ¿Qué es para él el conocerse a si mismo? Tal vez sea para él importante el conocerse, justificarse por alguna razón, por el rechazo de aquel transeúnte.
Una mujer cruza la plaza. El hombre se levanta, da unos pasos y se detiene y pone una mano en la frente como queriendo recordar algo. ¿QUé intenta recordar? Camina hasta la mujer para
preguntarle lo que fuese. ¿Qué le quiere preguntar? La mujer, igual que el otro transeúnte, alarga el paso como si no quisiera contestar. El hombre sé sienta otra Vez. ¿Cuánto tiempo se va a quedar allí? Hace frío y pronto va a oscurecer. Por fin decidió usar el teléfono. Se queda en la cabina por mucho tiempo. ¿A quien llamará por teléfono? Sale con un papel del tamaño de una cuartilla y, después de mirarlo, como si lo leyera varias veces, sacude la cabeza de forma negativa, lo dobla y lo guarda. ¿De quién era el mensaje? Otra vez pierdo el interés en el personaje y me retiro. Si seré tonto, preocuparme por ese desconocido. Quiero olvidarme del
personaje. Es un hombre más, como otro cualquiera, con sus problemas como cualquier otro humano; alguien que le cuadró de estar en la plaza aquella tarde y a tal hora. Pero a la tarde siguiente el hombre vuelve a estar en la plaza. Se comporta de la misma forma que la tarde anterior. Camina solo por la plaza y mira desconfiado a un lado y a otro como para ver si viene alguien por la callejuela. ¿De quien desconfía? ¿Cuantas veces por semana vuelve al mismo
sitio? -preguntaba yo.
A la tercera tarde, o la cuarta tarde, llega un coche de policía y se lo llevan. Yo quedé aliviado de no tener que verle nuca más. Sin duda era un fugitivo, porque estaba demasiado bien vestido para ser un mendigo. Ya no lo volveré a ver, me decía, pero no muy convencido. A la tarde siguiente, a la misma hora, el hombre volvía a estar sentado en el banco. No pude más con mi curiosidad y decidí conocer de cerca al personaje. Crucé la plaza pretendiendo que iba al teléfono. Me fijé en el hombre al pasar. Estaba bien vestido y limpio. No era un mendigo. Era un hombre diferente, de una personalidad inesperada. Parecía triste y muy preocupado. No usaba reloj, como yo había pensando cuando miraba su muñeca. Yo entré en la cabina telefónica para disimular. El teléfono no funcionaba, estaba hecho pedazos. Al salir de la cabina, haciendo un ademán con la cabeza, por ver el teléfono tan mal tratado, un transeúnte, creyendo comprender el por qué yo sacudía mi cabeza, me comunicó que el teléfono llevaba así desde hacía tiempo. ¿Para que el hombre pretendía hablar por teléfono, si no funcionaba? Al cruzar la plaza de vuelta, el extraño se levantó, titubeó, dudó, y se me acercó. Parecía asustado, desconfiado, como olvidadizo, pues parecía quererme preguntar algo pero no le salían las palabras. Al fin sacó un papel del bolsillo y me lo entregó. Al leer el contenido hallé las respuestas a todas aquellas interrogantes que tanto me habían intrigado. Decía la nota del papel:

POR FAVOR ENSEÑARLE A ESTE HOMBRE EL CAMINO DEL HOSPITAL.

Después me enteré que en las afueras del pueblo había un famoso asilo para gente anormal. Los internados que no eran considerados peligrosos los dejaban salir a pasear. Aquel paciente de la plaza era muy conocido; las gentes ya se reían al mencionarlo. Salía a recorrer el pueblo pero después no sabía...


FALTAN CUATRO RENGLONES

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