martes, 14 de agosto de 2007

THE HIGHLAND CHIFTAIN

( cacique de las tierras altas)
El “Cerro” parece ser una visita obligada para todo turista que visite Montevideo. Es una colina de una considerable altura, con la forma de volcán. Fue aquella colina, precisamente, la que le dio el nombre a la ciudad. Pues, cuando los navegantes españoles andaban buscando tierra por aquellos parajes, el vigía gritó desde su puesto de observación _en el castellano de aquella época: “Monte vido eu.” Y de ahí el nombre de Montevideo. Era un domingo soleado y caluroso de enero, verano en el hemisferio sur, cuando visité la colina. Mientras observando el panorama, de la ciudad y la bahía, llamaron mi atención los mástiles de un barco hundido, que emergían del agua. Un hombre, ya mayor, que parecía estar observando el mismo detalle, me informó -con un acento portugués- que se traba del Highland Chieftain, uno de los barcos de la Mala Real Inglesa. Aquella noticia me produjo un fuerte golpe de nostalgia, porque yo había viajado a Buenos Aires en aquel barco, y había regresado a España en el mismo, diez años más tarde. Se me hizo conocido el portugués, pues me pareció que había sido el camarero que servía a mi mesa en mi último viaje. Lo invité a tomar una cerveza, para que me contara cómo aquel barco había terminado allí en el fondo de la bahía de Montevideo. A mi ya me habían informado, en mi último viaje, que aquellos barcos de la Mala Real Inglesa iban a ser retirados de servicio, porque ya iban viejos. El portugués me informó que el Highland Chieftain lo había arrendado una compañía Argentina, y convertido en frigorífico para pescado. Allá por los mares del sur le dieron tal hartazgo de pescado que, allí en la bahía de Montevideo, se le cortó la digestión y se fue al fondo del mar. Los Ingleses se lavaron las manos del barco y de su renta, y los argentinos no supieron que hacer con el barco, y allí quedó hundido, no sé por cuanto. Durante sus cuarenta, o más años de vida, aquellos barcos habían monopolizaron el atlántico, desde Inglaterra a Buenos Aires. Por que yo sospecho que habrán sido ellos los que acarrearon una buena parte de la emigración de Galicia a las tierras de América del Sur. Esos mismos barcos, llevaron y trajeron a mi abuelo primero y a mi padre después, así como muchos otros hombres de mi aldea. Cuando yo viajé en el Highland Chieftain, las comodidades de aquellos barcos ya eran mejores que las que tenían cuando viajó mi abuelo, y la de los que iban a recoger las cosechas a la Argentina -La Emigración Golondrina_, llamada así porque los hombres iban y venían en el mismo año como las golondrinas. Yo había escuchado las historias de tales viajes en las tertulias de mi aldea, y aquello era como viajar en un barco de guerra -contaban aquellos viajeros. Muchas noches, durante aquel interminable viaje, pensé yo en las historias que contaban en la aldea aquellos hombres de la Emigración Golondrina. Pues mucha tenía que haber sido la necesidad para hacer aquellos aburridos viajes tantas veces. El barco parecía una prisión de hierro yagua. Sumado a todo eso, estaba el hecho de que aquel era un viaje con un destino incierto, una aventura obligada. Yo no regresaría aquel afta, como los de la Emigración Golondrina. Quizás no regresaría nunca más. El futuro que me esperaba al otro lado del océano, era tan desconocido como el fondo del mar en que navegábamos. Y aquella inmensidad de agua hacía pensar en la distancia que uno iba poniendo entre la tierra, la familia y la infancia, que todo iba quedando detrás. Yo era muy joven cuando emprendí aquella obligada aventura, y la morriña ya me asaltó antes de terminar el viaje. Sin embargo, diez años más tarde, decidí hacer el viaje de vuelta en el mismo navío. Para entonces la Mala Real ya no tenía el monopolio del Atlántico. Hacían la travesía del barcos Españoles, mejores que los de la Mala Real; y ya funcionaba la compañía Argentina Dodero, que eran barcos de clase única y modernos. Pero yo decidí volver a viajar en el Highland Chiftain. No por nostalgia, sino por venganza. Deseaba arrancar, en aquel viaje de regreso, toda aquella tristeza, miseria y aburrimiento del primer viaje. Para entonces yo había sacudido la ignorancia que acarreaba conmigo en el primer viaje. La nostalgia y la morriña habían dado su fruto; pues son esos dos factores los motores que hacen al emigrante: luchar, aprender y progresar, porque esos son los caminos del regreso. Así que, por entonces, yo tenía mucho dinero, comparado con la pobreza del primer viaje. Y aquel viaje de regreso era un viaje con destino cierto: yo volvía a casa, y lo iba a pasar a lo grande, aunque tuviese que gastar toda mi fortuna. Ya me habían informado, que las comodidades de aquellos barcos eran mejores que las de mi primer viaje. Aun así me llevé una sorpresa, porque las reformas habían sido mejores de lo que yo esperaba. Los camarotes de doce camas, sin decoración alguna, solo el hierro pintado de verde, habían desaparecido, y para entonces eran de dos y de cuatro camas y con buena decoración. Mi camarote era de dos plazas, pero mi acompañante no apareció, así que viajé solo, muy cómodo. Durante la primera cena de aquella tarde que embarqué, sólo estábamos tres personas en el comedor, por extraño que parezca. Los ingleses, siguiendo su tradición, aún en los barcos, servían la cena muy temprano y, en aquella ocasión, la sirvieron apenas el barco salió río abajo hacia Montevideo; y los pasajeros parecían más interesados en ver quedar Buenos Aires atrás que en comer, y todos estaban en las cubiertas mirando las luces de la ciudad; pues ya empezaba a anochecer cuando soltaron amarras. Los camareros de la Mala Real eran todos portugueses y yo me entendía muy bien con ellos. Le di al camarero una buena propina ya al sentarme a la mesa, porque de esa forma la propina puede ser más efectiva que si se da al final del viaje. Y así resultó ser. El camarero ya fue generoso con el vino, y no dejaba que mi vaso estuviese vacío, y cuando acabe la cena ya estaba yo demasiado alegre. Los otros dos comensales, que estaban cerca de mi mesa, eran un hombre mayor y una mujer muy joven. Presumí que serían padre e hija, como así resultó ser. La señorita era muy hermosa, y más hermosa me parecía cuanto más la miraba. Su hermosura resaltaba por el hecho de que ella era la única mujer en el comedor. Pero su hermosura era más profunda que la piel, pues se podía ver, en sus modales delicados, que también poseía una buena cultura.
_Son ingleses _me dijo el camarero, al notar que mi vista se escapaba constantemente para aquella gente.
Cuando dejaron la mesa pasaron a mi lado y le dieron las gracias y las buenas noches al camarero, que en aquel momento estaba hablando conmigo. Aquellas eran dos de las pocas palabras que yo entendía del inglés. Después me hicieron una pequeña reverencia y ambos sonrieron. La sonrisa de la chica, me pareció tan agradable como si yo le hubiera gustado. Tal vez un reflejo de mi imaginación -pensé- un deseo que así fuese, por el hecho de que era muy hermosa. Su vestido negro y largo, además de elegante, la hacia muy alta; y como yo estaba sentado y ella de pie, me dio la sensación de que sería demasiado alta para hacer pareja conmigo. Noté, por el cuello de la camisa, que el hombre que era un cura, o un pastor, como se diría en inglés. Terminada la cena, y cuando me iba a levantar, entró en el comedor alguna gente y, entre ellos, un matrimonio con tres hijos de variadas edades, pero todos muy jóvenes. El camarero, para mi horror, los sentó a mi mesa. Esa parece ser la historia de mi vida, que siempre me ha tocado viajar con idiotas o niños revoltosos y llorones. Los niños ya empezaron el revuelo, y los padres a reñirles, y después a no ponerse de acuerdo hombre y mujer. El solo pensamiento de soportar aquella compañía veinte días ya me amargó la cena. Pues en el barco, una vez asignada mesa y silla, uno no podía cambiar de sitio. Cuando dejé la mesa, las luces de Buenos Aires se notaban sólo en el resplandor del cielo. La ciudad ya quedaba lejos. El barco parecía deslizarse despacio entre las luces de las boyas que le marcaban su paso por el Río de la Plata. El río parecía oscuro, aparte de los pequeños reflejos de aquellas boyas, como si el agua marrón del río no reflejase las luces del barco. Yo me dirigía albar, cuando vi a la pareja apoyada en la baranda, sin conversar, como ensimismados, mirando aquella oscuridad del agua. Me sonrieron, y yo creí notar en aquellas sonrisas, que algún grave problema los aquejaba. A la mañana siguiente llegamos a Montevideo. De desayuno yo solo tomé café y un bollito. No tenía apetito. Tenía, eso si, un ligero mal estar de cabeza, por haberme pasado un poco con la bebida la noche anterior. Pero la pareja estaba allí comiendo el clásico desayuno inglés: bacon con huevos fritos, una salchicha, medio tomate; tostadas con mermelada y el té. No tardó en llegar l matrimonio con los niños, que se abalanzaron a la mesa como salvajes, y yo ya no los pude soportar y me largué. aproveché la ocasión para visitar a unos amigos que vivían en Montevideo, pero con la poca fortuna de que no se encontraban en asa. Cuando regresé para el almuerzo, me encontré con que habían embarcado muchos pasajeros en Montevideo, y el comedor se había llenado. Muchos de los pasajeros eran gente joven, con los que me hubiera gustado compartir mesa, pero a me había tocado sentarme con los pasajeros más desagradables de toda aquella multitud. Hablé con el camarero para que me cambiara de mesa. ¿Por qué iba yo a permitir que aquella gente me estropease un viaje tan esperado? Pero para entonces el barco estaba completo, y sólo en la mesa de los ingleses había dos sillas vacantes. El camarero me informó que rompería las reglas del barco por su cuenta, y que me sentaría con ellos. Me hubiera encantado, pero no tenía valor a hacerlo. ¿Cómo iba yo a pasar veinte días compartiendo mesa con aquella pareja sin poder hablar una palabra? Entonces el camarero me informó, para mi tranquilidad, que una de las sillas era para un pasajero que había perdido el barco -probablemente el que tenía que ocupar el camarote conmigo-. y la otra silla estaba reservada para una portuguesa, que hablaba inglés, porque era la viuda de un señor inglés que había desempeñado un alto cargo en la compañía, y que dicha mujer subiría a bordo aquella tarde. Aquella noticia puso mi corazón a descansar. Porque la sola idea de sentarme a la mesa con aquella encantadora criatura, ya fue lo suficiente para que un resquicio de complejo de inferioridad, que yo pensaba haber enterrado para siempre, resurgiera de sus cenizas como el Fénix. Sus razones tenía mi subconsciente, ante la belleza de una mujer exótica, de una lengua y una cultura diferente. La charla parecía ser mi punto fuerte, al menos me había salvado de algunas situaciones, cuando mis contrincantes me llevaban la ventaja física. Por eso pensé que, al sentirme privado del don de la palabra, que parecería, ante los ojos de aquella gente, un verdadero idiota. El camarero se encargó de explicarles a los ingleses, de antemano, el motivo de mi traslado y aquello también suavizó un poco mi preocupación. Después del almuerzo, y por lo que me pareció pura casualidad, un joven emprendió una conversación conmigo y, después de charla un rato, el joven confirmó su sospecha: habíamos viajado juntos en el primer viaje. Éramos entonces casi unos niños, teníamos diecisiete años, y diez años después éramos hombres, y habíamos cambiado hasta el punto que no nos reconocíamos. Salimos los dos juntos y nos fuimos a la playa de pocitos, y volvimos a la hora de la cena. Sentada con los ingleses ya estaba la viuda, una señora que me hizo pensar que el marido la había desperdiciado por dejarla viuda tan joven; pues la mujer se veía guapa y apetitosa aún para un joven. Su acento era portugués, pero hablaba un buen castellano, por lo que me supuse que su inglés sería de la misma calidad, y parecía traducir mis chistes con suma facilidad y eficacia. Así que, ya en aquella primer cena, rompí el hielo que nos separaba. Pero sentí mucho no poderle decir a la joven inglesa lo guapa que era y lo mucho que me gustaba. Y era aquello, precisamente, lo que no me atrevía a pedir le a la viuda que me tradujera. La viuda tampoco estaba falta de historias, y nos contó un millar de cosas de su vida y de su difunto marido, informándonos de que había sido encargado de los negocios de la compañía en Buenos Aires. Por eso ella usaba las facilidades de la compañía, que tal vez fuesen gratuitas, y aquella era la razón por la que ella conocía al dedillo todo el itinerario de aquellos barcos. Nos recomendó que, al llegar a Santos, visitásemos San Pablo, que era un viaje muy bello.
-Lo mejor es ir en bus y volver en tren. Veréis que paisaje tan bonito -acuerdo que nos dijo.
Yo invité a mi reconocido amigo a que nos acompañara, porque yo aún no me sentía con aquella chica, y el llevar a un amigo era algo así como llevar un bastón donde apoyarse. En el autocar viajaban otros pasajeros de nuestro barco, a los que también alguien les había recomendado aquel viaje. Los pasajeros comentaban sobre la altitud” y belleza casi fantasmagórica de las montañas. Entonces yo comenté, que nosotros volveríamos en tren, por que nos habían dicho que el paisaje era aún más bonito por ferrocarril. Fue así como alguien nos preguntó si teníamos billetes para el tren. Nosotros teníamos solamente billetes de ida. Entonces nos dijeron, que nos veríamos en problemas para regresar, porque era un viernes, y los viernes a la tarde todo San Pablo bajaba a Santos para ir a las playas y que, por lo tanto no quedaba nada en que viajar. Aquello nos amargó un poco el viaje y al llegar a San Pablo, en vez de deambular por la ciudad, nos fuimos a la estación del ferrocarril para tratar de conseguir billetes. Era el mediodía y la estación estaba cerrada, pues sino había billetes que vender, no había razón para que estuviese funcionando, eso pensé yo. Nos enteramos que el primer tren saldría a las tres de la tarde, y allí esperamos para ser los primeros, cuando la estación abriese, y conseguir billetes como El inglés parecía muy preocupado, por la situación en que nos veíamos, y la hija tratar de consolarlo. Yo les hubiera querido explicar que, aún perdiendo el barco, el próximo navío de la Mala Real, nos recogería. Pues eran cuatro o cinco barcos, que pasaban uno del otro unos cinco días aparte. Mientras tanto lo podríamos pasar bien en las playas de Santos. Después de todo estábamos de vacaciones. ¿y qué más daba gastar el dinero en un lugar que en otro? Realmente yo así lo hubiera preferido, con tal de alargar el viaje en compañía de aquella belleza de mujer. Llegaron las tres de la tarde, pero el tren no se hizo ver. Llegó una media hora más tarde. Para entonces había gente en la estación como para llenar varios trenes, y creo que habría sido una molestia innecesaria la nuestra, preocuparnos tanto por los billetes, ya que hubiéramos quedado en tierra lo mismo, si no nos apuráramos a subir, empujando a los de delante, mientras a nosotros nos empujaban los de atrás. Y posiblemente parte de aquella multitud no se había molestado de comprar billetes. De asientos ni hablar, que aún en ciertos momentos no había sitio para los pies. El tren emprendió su fantástico viaje de unas cuatro horas, cuando por carretera eran sólo dos. El viaje era como una ilusión. De pronto estábamos viajando por un túnel oscuro con agua chorreando; y de pronto nos golpeaba la luz de un sol que cegaba, y el tren salía volando por encima de las palmeras, ya que los puentes no tenían barandilla y la ilusión era de que el tren volaba. otras veces el tren paraba, sin aparente razón, y allí esperaba como si su propósito fuese el de desesperar y asar de calor a los apretujados pasajeros. Entonces nos enteramos que el tren que bajaba tenía que esperar por el tren que subía, y los amarraban con gruesos cables para ayudarse mutuamente¡ pues la pendiente era tal que, en caso de romperse los cables, terminaríamos todos en el infierno y los pasajeros tenían que cogerse unos a otros, o aferrarse a lo que fuese, para no caerse. Aquellos eran los momentos más agradables del viaje. El cuerpo de la joven y el mío tropezaban y, a veces, nuestras manos se encontraban, y la necesidad de mantener el equilibrio las obligaba a pedir ayuda una a la otra, y las manos apretaban, instintivamente. Y, a falta del lenguaje, las manos, las sonrisas y las miradas, hablaban, como en los tiempos primitivos –eso pensaba yo.
El barco tenía su salida para las ocho de la tarde y recomendaban estar a bordo una hora antes. Eran las ocho cuando llegamos a Santos y, desde la estación del tren a donde estaba el barco, había una buena distancia, pues la ciudad vieja de Santos se extiende a lo largo de un brazo de mar, estrecho como un río, apretujado por una alta montaña al otro lado. Cogimos un taxi viejo, manejado por un negro tan viejo que ya era blanco. El taxi marchaba a paso de tortuga por aquella interminable calle. Y por primera vez en la historia eran los ingleses los que perdían su compostura, y eran los españoles los que mantenían la calma; porque nosotros, mi amigo y yo, estábamos convencidos de que el barco ya se habría marchado, así que era inútil preocuparse. Pero los ingleses, por el hecho de ser ingleses, parecían confiar en que el barco esperaría algún tiempo por ellos. ¿Pero cuánto paga un barco por hora en un puerto? Yo traté de apurar al taxista, y su respuesta fue que los taxis no eran para correr. Si teníamos prisa deberíamos haber cogido el tranvía. Mi amigo, que hasta entonces había conservado una calma casi alarmante, explotó, al escuchar aquella barbaridad del conductor y empezó a insultarlo. Fue inútil el esfuerzo que yo hice para calmar aquella tormenta. El taxista nos mandó bajar, con muy malos modales. Mi amigo salió y amenazó al taxista a que saliera él también. E taxista era el hombre más grande del mundo, y allí se armó un asalto de boxeo entre mi amigo y aquel negro gigante. Pero como el hombre era tan grande y pesado, sus puños se perdían por encima de la cabeza de mi amigo, y los de mi amigo le caían al negro por debajo del cinturón. Los ingleses trataban de separarlos, gritando como gitanos, y por meterse en el medio, un puño del negro fue a parar a la cara del pastor que dio con él en el suelo, más muerto que vivo. La hija, de rodillas en el suelo, llorar y le daba el beso de la vida, y nosotros a gritarle al negro por haber matado al pobre inglés. El negro se le veía realmente asustado. Yo, pensando que el hombre padecería del corazón, creía que aquello había sido un ataque, porque no había visto el puñetazo; y le pedí al negro que lo cargara en el coche y que corriese al barco, por si aún nos estaba esperando, que en el barco había un médico. Así lo hizo el negro, y salió por aquella avenida como alma que se la lleva el diablo, y estábamos a bordo creo que en segundos. El taxista desapareció sin cobrar el viaje. Todo aquel desastre había sido inútil, pues el barco, aunque estaba allí, no había esperado por nosotros. Su estancia en Santos estaba programada hasta el siguiente días, y nosotros no nos habíamos enterado. El pastor estuvo en el hospital del barco hasta que pasamos el ecuador. La ansiedad y el puñetazo lo habían puesto al borde de un ataque al corazón, y el médico de abordo lo tuvo. En observación todo aquel tiempo. La señora viuda me contó el motivo de aquella ansiedad del inglés. Había sido enviado a la Argentina por la iglesia Anglicana, y el destino resultara ser un lugar muy solitario en el campo, nada parecido a lo que ellos esperaban. A la mujer del pastor le cogió la morriña, pero sufrió sin protestar, más de lo que su corazón pudo, y su corazón le falló.
Es mi experiencia, y la de otros viandantes que conocí en mis viajes que, de todos los temores que el emigrante, o el viajero, sienten, quizás sea el sentimiento que causa más horror, el de ser enterrado en tierras lejanas. Y el inglés no podía ser menos, y así era que llevaba en aquel barco el cuerpo de su mujer para ser enterrada en Inglaterra. Entendí yo, entonces, el motivo de aquella ansiedad del pastor. Y yo estaba en lo cierto cuando, ya el primer día, había notado en las sonrisas de aquella pareja, que algún problema los aquejaba. No solamente había perdido el hombre a su mujer, sino que también la misión que le habían encomendado había sido un fracaso. Durante los cuatro días que tardó el barco en llegar a Rió, y mientras el pastor conva1ecia, la viuda cuidaba de la joven como si corriese algún peligro conmigo. La actitud de la viuda era difícil de entender, pues por veces parecía el hada protectora y otros veces parecía incitarnos. Creo que la mujer actuaba de acuerdo con su estado de ánimo, que cambiaba como el tiempo._Tú compórtate bien con esta señorita _me amenazaba con el dedo, y al mismo tiempo sonreía. Yo me portaba bien, porque nunca tan inútil me había sentido en presencia de una mujer. Había elegido aquel viaje, en aquel barco, para vengarme del primero, para vengarme de aquellos recuerdos de cuando viajaba sin una perra chica, de cuando era un niño analfabeto, asustado del mundo que me esperaba. Y para entonces yo estaba dispuesto a gastar toda mi fortuna en aquel viaje, pasarlo bien y reírme de aquel pasado que había superado. Viajaban muchos jóvenes que como yo retornaban a su terruño, y se vela en ellos la a1egrla de ese regreso, por la forma en la que se divertían. Había algunas chicas guapas que viajaban con sus padres, hijas de los emigrantes de otros tiempos, y todos parecían estar pasándolo muy bien. Y yo, en vez de hacer como ellos, había echado anclas con aquella chica; con su sonrisa triste, que por tener a su padre enfermo en el hospital del barco, y a su madre por al1i en algún congelador, no tendría deseos de divertirse con hombre alguno... Además yo tenia que aguantar aquella viuda, aquella hada protectora, que nos había mandado a San Pablo, y que nos había causado aquel revuelo por miedo a perder el barco. A veces pensaba que debla de olvidar a la chica y envo1verme con la viuda, porque me daba la sensación de que me buscaba. Tendría que hacer lo que me había prometido hacer: divertirme y emborracharme, si me lo pedía el cuerpo; pero ni eso podía hacer por guardar mi compostura ante aquella joven que me había embrujado. En Río, siempre acompañados por el ángel protector, hicimos el recorrido que todo turista se ve obligado a hacer, y visitamos el Cristo del Corcovado, y del Pan de Azúcar. En el
trasbordador, o como le llamen al demonio aquel que nos transportaba por el aire sin volar, yo le cogí la mano de la chica, o ella me la cogió a mi, como impulsados por una sensación de miedo, cuando la cabina se balanceaba a tan terrible altura. Aquella mano fina, con uñas largas, que hacían su mano aún más alargada, me dio tal sensación de seguridad, que sentí la sensación de que me mantendría en el aire aunque el trasbordador se cayera. Por aquellos lugares nos encontramos con muchos pasajeros, algunos de nuestro barco y otros del Alcántara, el barco más grande de la compañía, que siempre viajaba un día delante de nosotros. La viuda conoció a alguien de aquel navío y, mientras se le fue el santo al cielo charlando, nosotros seguimos andando, y de pronto, no creo que fuese a propósito, sino cosa del destino, la habíamos perdido. Así que la chica y yo anduvimos varias horas juntos paseando por Rl0, y tomamos varias bebidas juntos, sin la interferencia de la viuda. Yo había aprendido, cuando era un chaval, un cierto lenguaje de mudos, precisamente con un mudo que había en mi aldea, y empleé esos conocimientos con la inglesa, y yo mismo quedé sorprendido de lo bien que nos fuimos entendiendo.La bronca del hada protectora fue grande a la hora de la cena, por habernos despistado de ella, y no fue de gran efecto el explicarle que no había sido intencionado. La verdad era que, su enojo parecía más bien envidia que enojo, pues la mujer era demasiado guapa para estar viuda y se veía que tenía muchos deseos de vivir. Era el día de la fiesta del paso del Ecuador. siguiendo la tradición de ese ritual obligado que se hace en los barcos al cruzar ese paralelo, las fiestas ya empezaron antes del almuerzo, con el capitán, disfrazado de Neptuno, bendiciendo a los pasajeros con calderos de agua. A la noche hubo una cena especial, y una banda de u nos cuatro músicos, que no sé de donde salió, tal vez de primera clase, tocó hasta pasada la media noche. La viuda se vistió de gala, con un vestido negro largo, lo mismo que la chica inglesa, y debo confesar que casi parecían hermanas, y eran las dos mujeres más elegantes de la fiesta. El pastor nos acompañó durante la cena, pero se retiró temprano. La hija lo quería acompañar, pero él le pidió que se quedara, y que lo pasara bien. Eso me transmitió la viuda. La oficialidad, tal vez aburridos con la gente de primera clase, a cerca de las once de la noche se acercaron a la segunda clase, entre ellos el capitán, y pronto se hicieron con mis mujeres, ya que eran las más elegantes, guapas y de más clase. Yo, que siempre encontré fácil cualquier aprendizaje, nunca pude dominar mi esqueleto, que siempre se resistió a los movimientos rítmicos, y nunca yo había deseado bailar bien como lo deseé aquella noche. Mi complejo de inferioridad empezó a retoñar y en aquella velada se apoderó de mi con verdadera venganza. La inglesa bailaba con una elegancia salvaje, y a mi me daba la sensación que eran las manos de aquellos elegantes oficiales que le daban forma como si estuvieran jugando con arcilla. Yo, como el zorro cuando decía que las uvas estaban verdes, me fui consolando a mi mismo, diciéndome que aquellas mujeres no me pertenecían. Que la inglesa entonaba mejor con su gente, con aquellos hombres, que mi complejo veía superiores, y me resigné aquella resignación, pensé, era lo único razonable que había salido de mi pobre cabeza, o de mi corazón durante todo aquel viaje. ¿Por qué perdía yo el tiempo con aquella mujer que pertenecía a otra cultura, con la que ni siquiera podía hablar, y que dentro de unos días seguiría a Inglaterra y yo me quedaría en Vigo y nunca más la volvería a ver? Yo había estropeado aquel tan esperado viaje por culpa de aquella mujer. Decidí empezar una vida nueva aquella misma noche. Aún quedaban varios días de viaje y estaba a tiempo de divertirme. Decidí tomarme una borrachera, y que pensaran de mi lo que quisiera, aquella inglesa y su madrina protectora. Bebí whisky con hielo y tónica, que por aquel entonces era mi bebida preferida, pero no me pude emborracharme. Cuanto más bebía más sobrio me sentía. El momento llegó cuando los oficiales se tuvieron que marchar a dormir o a cumplir con su deber, y a poner en rumbo recto aquel navío, que para mi navegaba a la deriva y que no hacía más que dar vueltas. Para entonces la mayoría de los pasajeros también habían puesto rumbo a sus aposentos, o a donde quiera que fuesen. El hada protectora de la inglesa, que tal vez había encontrado con quien realizar algún milagro, también había desaparecido, dejando abandonada a su protegida. La música y toda la algarabía habían cesado. Fue entonces cuando noté que mi amigo y otros dos jóvenes estaban de pie al lado de mi mesa, y sentada del otro lado estaba la inglesa. Me miraba a los ojos, y parecía que había visto un fantasma, como si no pudiese creer lo que estaba viendo. Cogió mis manos. Su mano parecía pequeña sobre las mía, pero sus dedos eran más largos. Había una desproporción de belleza entre su mano y las mías. Creo que no me había dado cuenta, asta aquel momento de aquella desproporción. Mis manos, aunque por entonces estaban finas, por el trabajo duro que me había tocado hacer desde muy joven, parecían brutas, comparadas con aquella mano tan frágil y delicada. Sin embargo mis manos, que quisieron escapar del suave peso de su mano, no pudieron hacerla. Ella me dijo algo que no entendí, pero que hubiese dado el corazón por saberlo, porque sus palabras tenia un timbre dulce, y al mismo tiempo lastimoso, como si sintiese una gran pena por mi estado. Tanto ella como mis amigos, pensaba que yo estaba borracho, y me animaban a salir a la cubierta a tomar aire fresco. Había una luna llena muy brillante, tan brillante que yo pensé que era el sol, y aquel brillo, de aquella luna, dejaba una marca profunda en el agua, y después se estrellaba en el barco chispeando como un gigantesco soldador que intentaba partir lo en dos. Mis ojos ardían con aquel reflejo, y me llevó un poco de tiempo darme cuenta que era la luna y no el sol lo que producía aquella tan intensa claridad.
-Are you alright? -oí la voz de la inglesa.
Aquella era una de las frases que ya había aprendido. Claro que estoy bien, quise decirle. ¿o qué piensas que puede pasarme a mi? Le hice un ademán con la cabeza de que me encontraba bien
Está esperando por ti -me dijo mi amigo, con un tono muy sugestivo. Yo miré a la chica y ella sonrió como si entendiese lo que mi amigo me había dicho, pues se encogió de hombros, como diciendo que sí, que estaba esperando por mi.
-¿Qué esperas? Llévala a tu camarote -me decía otro de los muchachos..
-Tú eres tonto. Lárgate con ella -me apuraba todos.

Los muchachos parecía niños achuchando a dos perros a que se pelearan. Yo caminé unos pasos hasta la chica. Ella sonrió, y puso su mano en la parte baja de mi cintura, haciendo un delicado esfuerzo como si quisiera hacerme caminar. Me pareció entender, en aquel ademán, que se estaba disculpando por haberme abandonado durante toda la velada, como si estuviera sugiriendo que la noche aún era joven. Mi corazón se trasformó. Mi complejo se desapareció. Puse mis dos manos juntas y las acerqué a mi mejilla, haciéndole la señal de ir a dormir. Ella sonrío, y aquella sonrisa decía más que tomos de palabras, pues había entendido todo cuanto yo pensaba, y le debió parecer muy bello, como si no esperara tal reacción de mi persona. Se fue sin decir buenas noches_ como si ya las palabras no tuviesen más significado.
-¡Cómo! ¿No vas con ella? _me preguntó mi amigo, horrorizado de mi estupidez.
Los otros jóvenes hablaban todos a un tiempo sobre lo que yo estaba a desperdiciar. Ellos no
sospechaban lo que me acababa de pasar. Aquella mujer tan guapa, que podía haber elegido al
más opuesto de aquellos oficiales, que le podían comunicar las palabras hermosas que yo desearía decirle, ella los había rechazado y me había elegido a mi. Aquella era la recompensa de todos los esfuerzos que yo había hecho durante aquellos diez años, de las horas de escuela que me habían privado de otras diversiones tal vez de aprender a bailar. Era la recompensa de todos los libros buenos que había metido en mi cabeza. Lejos quedaba aquel chaval analfabeto que había viajado en el mismo barco, diez años atrás. Y yo estropearía todo aquel logro mío, si llevase aquella mujer a mi camarote, por presumir delante de aquellos compañeros de viaje; pues a la mañana siguiente ella se sentiría avergonzada, cuando mis amigos la mirasen con sonrisas sugestivas. Y luego me preguntaría si lo había pasado bien. Me preguntarían todas esas tonterías que a veces se hacen los hombres con respecto a las mujeres. Y el padre de la joven tal vez le hubiera reprochado, dándose cuenta de que habíamos estado juntos, si no había podido guardar un poco de luto por su madre que estaba de cuerpo presente en algún lugar del barco. Los dos teníamos unas copas aquella noche, yo más que la chica, pero ella también se había tomado varios cócteles invitada por los oficiales. No desearía yo que cuando nos pasase aquel estado de ánimo ella se sintiese avergonzada; un barco no es como una ciudad, donde uno puede desaparecer. Allí teníamos que tropezar unos con los otros a cada momento, y yo no quería que la chica pasara por esa vergüenza. Todos esos pensamientos cruzaron por mi cabeza en segundos. Dejé a mis jóvenes amigos hablando sobre mi comportamiento, y me fui a mi camarote. Tardé un tiempo en dormirme, pensando en el aquel primer viaje. Sin duda yo había andado un largo camino desde entonces. Pensé en ese detalle de una persona que irradia algo a primera vista, y que nos hace pensar que esa persona posee algo especial. Tal vez yo había conseguido convertirme en una de esas personas. Estábamos separados por la barrera de las palabras, pero ella me había entendido, porque las palabras ya no eran necesarias, porque el corazón tiene un solo lenguaje. Me sentía feliz, tanto o más que si la hubiera poseído, porque en realidad la sentía más cerca de mi que si eso sucediese; me sentía como si aquella noche me hubiese hecho hombre. Al otro día, durante el almuerzo, nuestros. pensamientos se conectaron de tal forma que sabíamos lo que pensábamos uno del otro, y las disimuladas miradas eran más elocuentes que todos los idiomas del mundo. La viuda, con esa perspicacia de las mujeres de mundo, se dio cuenta de que alguna clase de barrera se había roto entre nosotros, y tal vez haya pensado que habíamos hecho el amor; pero no hizo ningún comentario.
No quedaba una semana para llegar a Vigo, y yo contaba los días y las horas, y trataba de detener el tiempo, al vez como el condenado a muerte que ya no es dueño de su vida, y que no puede parar esa carrera hacia su fin. Nos despedimos con un abrazó, y por un tiempo sentí aquel abrazo como si fuese parte de mi cuerpo, como si fuese la otra mitad que me faltaba. Después traté de olvidarla, y la olvidé, como habré olvidado tantas otras cosas que no recuerdo, pero que están latentes en alguna parte de la memoria. Y los mástiles del barco hundido, hicieron que resurgieran de esas profundidades los recuerdos de aquellos viajes y de aquella mujer. Pensé en como se parecía aquel barco hundido a la vida misma; pues de un ser humano solo vemos asomarse una pequeña parte de lo que fuimos, el resto también se encuentra hundido en las profundidades de ese océano inmenso, inexplotable, que es nuestra memoria...

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