miércoles, 9 de enero de 2008

UNA TARTA ENCANTADORA

( Una historia que me dedicó una amiga)

La casa, respaldada por un bosque y asomada a un valle encantador, estaba rodeada de una parra. En los días calurosos, el hombre, dominado por la pereza estival, se sentaba a dormir bajo su sombra. Había muchos pájaros por esos parajes. Pequeños carusos, que con sus ruidosas interpretaciones, acababan fastidiándole los sueños.
El hombre soñaba siempre con mujeres. Y, cuando estaba a punto de ocurrir algo buenísimo entre él y una tía muy buena, los carusillos alados le fastidiaban los oníricos placeres. Furioso, disparaba un tiro de fogueo al aire para espantarlos e intentaba sintonizar de nuevo con sus fantasías. Pero ya no tenía remedio. Entonces renegaba con los pájaros, las pájaras, sus madres y sus abuelos.
Una vez espabilado, se dedicaba al cuidado de sus tierras e invernaderos, en los que cultivaba toda clase de frutos y flores. Luego revisaba la tupida red, tras la que revoloteaba su hermosa colección de lepidópteros.
Nuestro hombre se enamoraba por orden alfabético. De ser posible, tendría varias esposas. ¡Cómo alegrarían su casa y rivalizarían en prodigarle mimos y atenciones! Aquella primavera había empezado a cortejar a Lola y a Marta. A las dos a la vez. Como eran tan buenas amigas, no tuvieron inconveniente. Los jueves las invitaba a sentarse bajo la parra de su idílica casita, donde les contaba divertidas historias. Las que tenían que ver con el vino nuevo. Después de merendar, con su hermosa voz de barítono les recitaba fragmentos de Martín Fierro, detalle que las enloquecía. Y al anochecer bailaban los tres bajo la luna nueva, envueltos en un polvillo dorado, causado por una lluvia de estrellas.
Un día se presentó nuestro hombre en casa de Lola, con una caja que contenía una tarta elaborada por el mismo. Le pidió que formulara un deseo, la dividen en dos mitades exactas y la compartiese con Marta. Cuando las amigas vieron la tarta quedaron sorprendidas. La combinación de hojas, flores, gajos de mandarina, uvas, cerezas y fresas en almíbar artísticamente dispuestas sobre capas y capas de crema, daban al pastel todo el aspecto de un barroco y otoñal frutero, al que apetecía hincar el diente de inmediato. Por algo aquel hombre, singular, había sido Pastelero Mayor de un antiguo reino europeo. Marta, al llegar a su casa, se dispuso a abrir la caja donde llevaba su mitad de portento, y al hacerlo, se fijó que en el interior de la tapa había escrito: “Alimento vitaminado para insectos alados Koyac de potencia inusitada”. Sorprendida olisqueó el pastel, e inmediatamente pensó que pudiera haberse contaminado. Lo guardó en la nevera, y por el momento se olvidó del asunto. A los postres, lo sacó, le dio unas cuantas vueltas olisqueándolo de nuevo. No me la comeré- pensó- me puede sentar mal. A quien se le ocurre guardar algo tan tentador y comestible en una caja de productos para insectos...Voy a avisar inmediatamente a Lola.
La llamó. La otra se puso al teléfono con la boca llena.
-¿Dime?
-¿Te has comido la tarta?
-Estoy en ello querida. Por cierto, está deliciosa. ¿Que querías?
-Pues... verás... en realidad nada, yo... también la encontré buenísima.

No pudo resistir la tentación y en cuanto colgó el teléfono, se sirvió un pedazo de tarta y la devoró en el acto. Horas más tarde las dos amigas tuvieron la imperiosa necesidad de llamarse nuevamente por teléfono.
-Marta, ¿qué tal te encuentras?
-Pues... me siento un poco rara. Después de comer la tarta me entró el sopor, eché una larga siesta y la verdad, me desperté distinta...
-¿Cómo de distinta?
-No te lo vas a creer. ¡Soy una oruga!
-¿Una qué?
-Lo que oyes, una magnífica oruga verde jaspeado, y además me están creciendo alas.
-Las alas, ¿Cómo son?
-¡Oh! preciosas, con motitas tornasoladas... No te rías Lola, creo que de un momento a otro me atreveré a realizar un deseo irreprimible. ¡Me voy a echar a volar!
-¡Por Dios espérame! Hoy es jueves, no te vallas sin mí, que enseguida te alcanzo!

Deliciosamente metamorfoseadas, las dos amigas volaron a los sueños del hombre, que dominado por la pereza estival, ahíto de vino nuevo, dormía bajo su parra.

(La autora, en plena euforia estival, después de una noche en que llovieron estrellas)
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