martes, 14 de agosto de 2007

LA CARTA

LA CARTA



Tendría unos cincuenta y cinco años. Venía al restaurante -dos o tres días a la semana. Pedía un snack (tapa) y un vaso de vino siempre vino italiano- comía, bebía y se marchaba. No quería conversación con nadie. En una ocasión dejó de venir por una semana, y cuando volvió la encontré muy cambiada; y en aquella ocasión, después que la clientela se marchó, la mujer se quedó a charlar conmigo. Parecía tener necesidad de hablar aquel día. Me invitó a que la acompañara con un vaso, y fue así como, después de tanto tiempo, se prestó a una conversación. Al principio me habló del tiempo, que ese es el tema de los ingleses cuando no tienen confianza con una persona. Yo tampoco estaba seguro que modales usar con la dama, dada su personalidad tan conservadora. Como ella me había invitado, yo le correspondí con otra invitación y, después de esos dos vasos, el hielo que nos separaba se empezó a resquebrajar. Entonces me dijo que, por bastante tiempo, ella había creído que yo era italiano. Y me confesó que, hacía muchos años, había estado locamente enamorada de un italiano. Era uno de los jóvenes soldados, que los ingleses habían hecho prisioneros, ya en los últimos meses de la guerra. Y terminada la contienda, él se había quedado en Inglaterra, como tantos otros soldados de diferentes nacionalidades. Cuando ella lo conoció él trabajaba de camarero en un restaurante de Londres. aquella noticia me chocó, porque yo había hecho preguntas sobre el estado social de la mujer, precisamente porque me intrigaba su comportamiento tan altanero. Sus padres -ambos ya fallecidos- tenía los títulos de Sir y Lady; aunque, la tal familia, había sido golpeada duro por las consecuencias de la guerra y se había venido abajo económicamente. Ella hablaba varios idiomas, y era profesora en Oxford. Fue así como, hablando de la lluvia y del sol, cosas sin importancia, la mujer sacó a relucir el tema de su amor italiano. Me mostró un sobre, un tanto manoseado, cuya tinta estaba oscurecida y era difícil leer la dirección. Esa dirección es de nuestra antigua casa, que yo he dejado hace muchos años -me dijo. Yo observé el sobre, sin saber porque motivo ella me lo mostraba. Entonces la mujer me dijo que me fijara en el matasellos del correo. Hacía treinta y cinco años que la carta había sido sellada
-¿Es de aquel novio? -le pregunté.
-Si, es de ese amor que digo -me contestó.
esta es la historia de aquella carta, no tan elaborada como ella me la contó, pero más o menos con la misma esencia. Hacía poco tiempo que la mujer había recibido la carta, y le extrañó la fecha del matasellos ¿Cómo iba una carta a tardar tanto tiempo en llegar a su destino? Los del correo se habían equivocado al poner aquella fecha, eso estaba visto. La carta no era muy extensa pero, aún así, no pudo terminar de leerla sin antes caer de bruces sobre la mesa, abrumada por el peso que sintió en su pecho. El correo no se había equivocado con la fecha. La carta había tardado treinta y cinco años en llegar a sus manos. Con los codos sobre la mesa y la cabeza apretada entre sus manos, quedó mirando unas lagrimas grandes que se esparcían sobre la patina del fino barniz, y en las que, como en un espejo, veía reflejarse su rostro, su juventud perdida. ¡Qué diferente hubiera sido su vida, si aquella carta hubiese llegado a su destino treinta y cinco años antes! -pensaba sin poder contener el llanto. Cuando aquella carta había sido sellada, ella tenía veinte años, y él veintinueve. Ella lo quería desde las primeras veces que sus padres la habían llevado a comer al restaurante. Fue como un flechazo -me decía la mujer- y sonreía, la primera vez que yo la veía sonreír. Era delgado, pero fuerte, moreno, ojos castaños y nariz recta como las estatuas griegas; pelo abundante peinado a lo romano. Al servir a su mesa él le tocaba la mano lo hacía a propósito- y desde aquellos roces ella había conservado el sabor de su piel Cuando sus padres se enteraron que salía con él, fue para ellos escandaloso. Ella era la niña mimada de aquella familia conservadora que, aún después de la guerra, y de haberse venido a menos, seguían apegados a sus tradiciones. Sus padres la consideraban un milagro, porque había nacido cuando ya sus dos hermanos eran mayores, por eso era la niña de sus ojos. Y por esa razón aún se sintieron más ofendidos, al enterase que salía con aquel camarero, un ex prisionero de guerra. ¿y cómo iba ella a revelarse contra esa voluntad de sus padres, que la amaban tanto, pero que creían que aquel hombre no era el apropiado para compartir su vida? Ante aquellas dificultades ellos hicieron planes par marcharse a Italia. El se marchó primero, para abrirse camino y que ella lo siguiera cuando fuera conveniente. Pero ella nunca más tuvo noticias de aquel hombre. Desde aquel desengaño, tanto con sus padres como con su amor, no le habla sido fácil hacer amistades. Desconfiaba de la sinceridad de la gente, especialmente de los hombres, y por eso su comportamiento siempre habla sido duro y altanero. Sus fieles amistades fueron los libros, en los que habla buscado refugio, en los que trató -aunque fuese inconscientemente- de encontrar aquel amor perdido. Y así había transcurría su vida, sin mayores problemas, pero sin amores. Su corazón se endureció, casi sin ella sospecharlo. Se dio cuenta de su dureza al desaparecer sus padres. Aquella desaparición no le habían causado demasiado dolor. Después de todo, ellos habían sido los culpables de que aquel amor suyo no llegase a buen puerto. Aunque, algunas veces, pensaba que la culpa no había sido toda de sus padres. La duda la había asaltado en momentos de depresión, de que aquel hombre no la había amado como ella lo amó. De lo contrario ¿cómo había desaparecido y nunca más había sabido de su paradero? Pero esas eran sólo dudas. Después recapacitaba y pensaba que algo le habría pasado, de lo contrario hubiera tenido noticias suyas. Aquellas palabras tan dulces, con aquel acento tan gracioso, no podían ser fingidas, salían del corazón. Y ella estaba en lo cierto. Después de tantos años la carta le traía las noticias de aquel joven. Había llevado a cabo los planes que los dos tenían en mente. Ya había abierto su propio restaurante en Italia, y el momento había llegado de que ella lo siguiera. Después la carta le dedicaba palabras amorosas, y el deseo ardiente de compartir su vida para siempre. La carta terminaba con aquella tajante afirmación, que él le repetía cuando estaban juntos:
“Te amaré toda mi vida, y te esperaré siempre, hasta la muerte, si fuera necesario.”
Al termina de leer la carta, la mujer quedó pensando, en cómo había tardado tantos años aquella misiva en llegar a sus manos. Sus padres, dándose cuenta de quien venía, la habrían devuelto, con la excusa de que ella ya no vivía con ellos, como habrían devuelto muchas otras cartas, pero aquella, sin remitente, habría vuelto al correo, y allí dormido, entre tantos otros papeles, ese sueño que nunca se hizo realidad. Y luego, aquel milagro de que llegase a sus manos, a otra dirección, y después de tantos años, tal vez se debiera a la intromisión, que de la vida privada de los ciudadanos, hacían para entonces los ordenadores. La mujer decidió viajar a esa ciudad de Italia, y presentarse a la cita, sabiendo_, casi con certeza, que no encontraría allí á su amante, tal vez ni siquiera el restaurante. Pero quería vivir aquella experiencia, y se fue sin enterarse, de antemano, si tal negocio existía. El restaurante estaba allí, un local bien decorado y amplio, cuya clientela parecía bastante selecta. Servían las mesas dos camareras, una joven y otra de mediana edad¡ y el mostrador era atendido por un señor mayor. La mujer pidió un vino blanco y algo de comer. El hombre salió del mostrador y le sirvió el vino, ya que las camareras estaba algo atareada con otros clientes. A este punto yo noté que nuestros vasos estaba vacíos y los llené. La mujer quedó mirando la botella, que ya estaba vacía.
-¡Qué casualidad! -exclamó. Te estoy contado esta historia, y debe ser el vino el que habla, pues es un Frascati como el que tomé en aquel restaurante. La mujer continuó con la historia: Cuando la camarera de mayor edad se acercó con el pedido, le pregunté:
-¿Es ese señor el dueño?
-Si, señora.
-¿Es su marido?
-¡Qué va a ser! El es soltero -le contestó la camarera, con un tono como si se considerara muy
joven para aquel hombre, o como si ya nadie se fijara en él.
La mujer ya había leído en el menú el nombre. Era él, era el hombre que ella había amado. Le había servido el vino y no la había reconocido. Se dio cuenta, entonces, de que mucho había cambiado en esos años. Que los años dan vueltas patas arriba a todos los sueños. Aquel hombre era como un espejo que le hacía ver, ahora, aquella realidad. Estaba viejo, demasiado viejo para su edad, sin color y sin pelo, como si hubiese sufrido mucho en la vida, o trabajado demasiado. Su cuerpo encorvado se torcía hacia la izquierda, tal vez de tanto cargar con bandejas pesadas, durante esos treinta y cinco años. Y no se había casado, casi seguro, por esperar por ella, como decía la carta, guardando siempre la esperanza de que algún día ella vendría... y cuando llegó, no la reconoció. Se marchó la mujer sin hablarle, sin presentarse y decirle que había llegado, al fin. Pues pensó que tal vez él, como lo había hecho ella, la habría recordado todos aquellos años, siempre guapa, eternamente joven; que habría vivido un sueño, todos aquellos años, como lo había vivido ella. Pero de los sueños no queda nada, una vez que se despierta. Ella se dio cuenta de eso al palpar aquella triste realidad. Y le pareció que mejor sería no despertar al hombre, que siguiera guardando aquel sueño.

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