sábado, 18 de agosto de 2007

LA CUNA VACÍA

En aquellos tiempos viajar de Inglaterra a La Coruña era una odisea. Yo había volado a Madrid y de allí un viaje interminable en tren. Me acompañaron, en el compartimiento, tres viajeros: un matrimonio de avanzada edad, y una señorita muy joven. Era guapa y, más interesante que su hermosura, tal vez fuese su simpatía y soltura de palabra. Su voz pausada y madura tenía un timbre musical que era muy agradable escuchar. El matrimonio eran, unos curiosos, charlatanes, pero educados. Digo charlatanes porque hablaban por los codos, y curiosos porque nos bombardearon a preguntas, a la joven y a mí. Y lo más curioso era que, a veces, se adelantaban a sus preguntas y las contestaban ellos mismos antes de hacerlas. La joven confesó que iba a Galicia a visitar un pariente que no conocía, pero que le eran de urgencia conocerlo. Yo les conté que venía de Madrid de visitar un amigo que hacía muchos años que no veía. Les mentí porque estaba seguro que si les decía de dónde venía tendríamos Inglaterra para la duración del viaje. Pensaron que nosotros éramos padre e hija, y alabaron mis cualidades de padre y las de la chica de hija, antes que nos dieran la oportunidad de informarles que éramos extraños. Se sintieron defraudados. Ellos nos dijeron que venían de Madrid del bautizo de un nieto. Nos mostraron un montón de fotos y nos contaron todas esas historias que cuentan los abuelos sobre nietos singulares. Siempre me ha aburrido enormemente la gente que va de vacaciones y a la vuelta le hace perder a uno un día entero con cientos de fotografías; o lo que aún me parece más aburrido, que le hagan a uno ojear álbumes de bautizos y casamientos. Pero cuando me cuentan de niños prodigio, de inmediato me viene a la memoria el comentario del escritor Roald Dahl, cuando en el libro Matilda decía que cada vez que le hablaban de niños prodigios él ya pedía una palangana para vomitar. Eso pensé de los ancianos y su nieto –al principio- pero pronto me cayeron simpáticos. Este largo comentario, sobre tan curioso matrimonio, sería irrelevante, si no fuera por el hecho de que, gracias a su intervención, se resquebrajó el hielo entre la señorita y un servidor, y cuando se bajaron, después de más o menos un par de hora de viaje, habían conseguido que entre la señorita y yo hubiese florecido una cierta confianza. Porque, a pesar de que me considero con facilidad de palabra, reconozco que me es muy difícil emprender una conversación con extraños. Pero, gracias a los ancianos, nuestra conversación –entre la joven y yo- fluyó de una forma sorprendente, casi familiar. El tren, después de dejar la llanura, aflojó su marcha, parando en todas las estaciones, y donde estaciones no había; y así, durante esa interminable parte del trayecto, la joven y yo tuvimos un tiempo suficiente para contarnos nuestras vidas. La joven me hizo un sin fin de preguntas sobre Galicia, coma si esa región no existiese en el mapa de su mente. Y coma se trataba de una estudiante, y se veía muy inteligente y madura, llegué a la conclusión de que algo la preocupaba sobre Galicia, y que aquella preocupación era el motivo de su viaje. Entonces traté de confesarla, muy a pesar mío, pues no es de mi gusto escarbar en los meollos de la gente; pero los ancianos me habían contagiado, y la curiosidad me obligó. No fue difícil hacerle soltar el gato del saco, porque la muchacha sentía necesidad de compartir, con alguien, el motivo de aquel viaje. Después de unos titubeos, en los que su facilidad de palabra parecía abandonarla, hasta tal punto que llegó a tartamudear, sacó de un bolso un manuscrito que aclaraba el misterio de su curiosidad por Galicia y su gente. Me invitó a leerlo, si lo deseaba. La caligrafía de aquel abultado paquete, era tan perfecta, tan prolijo el trabajo, que delataba el carácter de su autor. Cualquiera que tuviese una miga de psicología, podría reconocer que pertenecía a un individuo de esos organizados hasta el aburrimiento, una persona que jamás ha pisado un bar, y menos jugar una mano de cartas, o que vaya a ver un partido de fútbol; un ser de esos que solo viven para su trabajo y su casa. Leí en voz alta el encabezamiento, que comenzaba como sigue:
Estas memorias se las dedico a mi hija para que algún día, cuando nosotros ya no estemos a su lado, sepa el secreto que le hemos tenido que ocultar.
-Parece que se trata de las memorias de tus padres –le dije.
-Si, las escribió mi padre, pero en ellas estamos todos.
A continuación la joven se esparció en una elaborada explicación del manuscrito, como si de un prólogo se tratara. Me dijo que aquellas memorias también eran una especie de testamento; pues su padre les había ocultado que su dolencia era grave. Su esposa hubiera deseado reprocharle el ocultarle aquella verdad, porque entre ellos nunca se habían ocultado secretos. Pero ya no había nada que reprochar. Madre, después de leer las memorias, en momentos que yo no estaba presente, había meditado mucho sobre su contenido. Me decía que las memorias están tan fielmente narradas, que reflejan los recuerdos del matrimonio tan vividamente, que ella se sintió desolada al leerlas, porque le habían hecho revivir un pasado muy hermoso, que parecía tan cercano en el papel y que, sin embargo, todo se había perdido en un pasado bastante lejano. Y ahora el único recuerdo viviente, que a ella le queda era yo, y que temía perder si me dejaba leer esas memorias. Pero yo ya tenía dieciséis años, cuando me las entregó, y ya me había convertido en una mujer de una madurez superior a mi edad -al menos eso me tienen dicho, tanto mis padres como algunos otros allegados. Así que madre decidió no ocultarme, por más tiempo, el secreto que esas memorias contienen, cualesquiera que fuesen sus consecuencias. Recuerdo que me dijo madre: “Estas son las memorias que escribía tu padre, que también son las mías... y las tuyas. No trates de leerlas como harías con tus novelas, que estas memorias son cosa seria. Léelas y medita sobre su contenido, y lo que no entiendas me lo preguntas.”
A mi se me escapó un grito de emoción, porque yo sabía que mi padre escribía sus memorias y, como nos queríamos mucho, le había pedido que me las dejara leer, pero él -que nunca me negaba nada- en ese caso me decía que todavía no había llegado el momento de que supiese su contenido. Cuando madre me entregó el manuscrito y me aconsejó que lo leyera con un sentido diferente al de una novela, yo le dije que lo mejor sería leerlo en su presencia, así ella me podría aclarar algún detalle que no estuviese al alcance de mi entendimiento. Madre me dijo que ya las había leído y releído, pero que estaría a mi lado cada vez que yo las leyera. “Seguro que te será difícil entender algunas explicaciones. Y necesitarás que yo te las aclare” me dijo madre.
Por un tiempo, después del fallecimiento de mi padre, madre y yo dormimos en la misma cama, para no sentirnos solas, y soportar aquella soledad que se había apoderado de nuestra vivienda, especialmente a las noches. Y aquella primer noche, del día que madre me entregó el manuscrito de padre, nos acostamos temprano, porque yo estaba ansiosa de leer esas memorias. No cerramos ojo y leí el manuscrito de un tirón. Bueno de un tirón es una manera de hablar, porque yo hice muchas pausas para pedirle explicaciones a madre. Otras veces ella me interrumpía para contarme alguna anécdota que venía al caso, pero que mi padre había dejado de lado, por olvido o por conveniencia.
La joven terminó su prólogo, entonces yo le pregunté si, realmente, no le importaba que yo le echara un vistazo al manuscrito. Me contestó que por favor lo hiciera, que era para ella como compartir con alguien un secreto que le era demasiado pesado. De la forma que me lo dijo parecía como si la joven hubiese encontrado en mi persona un confesor. Algo que no me extrañó en lo más mínimo porque, aunque comenté al principio, lo duro que me cuesta entablar conversación con extraños, una vez conseguido, la gente parece depositar en mi persona una confianza inusual. Cuando era joven tengo comentado con amigos, algo en broma y un tanto en serio, que yo tenía que haber estudiado para cura, porque la gente, especialmente las mujeres, al poco de conocerme ya me confesaban sus problemas. Y alguien podría pensar: “Qué suerte la de ese hombre, que las mujeres se confiesen así con él. De esa manera podrá conseguir de ellas lo que quiera.” Nada más lejos de la realidad. Mujeres conocí que me gustaban y las deseaba pero, después de contarme sus penas, sus fracasos y desengaños, yo quedaba desarmado y no podría tirarme un lance, porque sería defraudar esa confianza que depositaban en mí. Lo único que me quedaba era tratar de consolarlas y darles algún consejo. Así que eso debió de pasar con aquella joven, y yo le obedecí y me puse a leer las memorias de su padre.
Mi vida –continuaban así las memorias- está dividida en dos capítulos, tan diferentes como si fuesen dos vidas distintas. La primera etapa, la más larga, terminó cuando yo tenía los cincuenta y cinco años. Fue un golpe inesperado que casi acaba conmigo. El virus que me sorprendió y me causó tanta ansiedad, fue una mierdita del tamaño de una uña. Se le dio entonces el nombre inglés “CHIP” que se podría traducir por “ASTILLA”. Y eso es lo que fue para mí: una astilla clavada en mi vida. Toda esa mecánica, en la que estaba basada mi vida, que durante muchos años había marchado, lo que se dice sobre ruedas, a esa edad de cincuenta y cinco años, se vino abajo como un castillo de arena. Pues mientras nosotros, los diseñadores de rueditas, dormíamos tranquilos sobre nuestros laureles, en otros países, los sonámbulos que nunca duermen, ni dejan al mundo dormir, maquinaban el fin de mi sueño, y de muchos hombres de mi oficio. Esos sonámbulos salieron con el invento del ‘chip’ y así terminaron con la etapa más larga de la historia de la humanidad, con el invento más grande, sobre el cual la historia había rodado a toda velocidad durante miles de años: pues esos sonámbulos habían conseguido hacer obsoleta la rueda, y con ello jodido mi trabajo, y el de otros cuantos millones como yo. Mis servicios en la compañía dejaron de ser importantes, pues ya no había que diseñar rueditas. Todos aquellos años de estudio, que también a mí me habían quitado el sueño en otros tiempos, ya no servían de nada: yo ya era un dinosaurio, como me tiene llamado mi sobrino -aunque a mis espaldas. Yo, como otros más, tenía dos alternativas: volver a la escuela, o recibir un pequeño cheque, un apretón de manos y un bufete frío, con el personal, para celebrar mi retiro. Y si me jubilaba, ¿qué iba a hacer de su tiempo un hombre sin hobbies como era yo? ¿Y qué iba a estudiar yo, a mi edad, si volvía a la escuela? Por eso me pasaban las horas, los días y las semanas, allí sentado en el sofá, tratando de tomar una determinación, y las rueditas de mi cerebro, por mucho que giraran, no podían calcular la ecuación final de mi problema, como si mi cabeza ya fuese otra máquina obsoleta. Yo era un adicto al trabajo, un enamorado de mi profesión y de las máquinas que ayudaba a diseñar. Mi cerebro parecía estar hecho de rueditas, cuyos engranajes tenían el sólo propósito de dar vueltas, unas sobre otras, para resolver una ecuación matemática: el peso de un kilo de patatas -para poner un simple ejemplo. Por eso llevaba yo varios días, o tal vez semanas -el tiempo empezaba a no tener significado para mí- allí sentado en el sofá, tratando de encontrar una solución a mi inesperado problema. No tenía deseos, ni humor para nada: leer, mirar la tele o darle una mano a mi señora con los trabajos de casa, como así era mi costumbre hacerlo. En muchas otras ocasiones aún le había estorbado en la cocina, y por ser tan casero ella, en algunas de esas ocasiones, me había mandado a pasear.
-Vete a dar una vuelta, a tomar una copa como los otros hombres –eso me tiene dicho muchas veces.
Pero yo no soy hombre de bares, y de jugar a la baraja. Tampoco soy muy amante del deporte. A decir la verdad yo era un hombre aburrido, como parece ser que decía mi sobrino, cuando hablaba de su tío. Digo parece ser, porque mi sobrino no me decía eso de dinosaurio a la cara; pero nunca faltarán almas caritativas que nos vengan a decir lo que el mundo piense de nosotros. Mi sobrino era un parrandero, a cuenta de mi dinero, claro está. Pero la situación que se me presentaba me hacía pensar si mi sobrino no tendría razón; me hacía pensar si mi vida no habría sido demasiado monótona, y por lo tanto haber aburrido la de mi señora, y a otra poca gente que me había acompañado durante esos años. Me preguntaba si mi vida no habría sido un fracaso. ¿Pues qué había hecho yo en la vida? Ni siquiera tenía hijos.
(ACLARACIÓN)
Al leer esta frase yo levanté la vista, miré a la joven, ella sonrió y contestó a mi pregunta:
-Si, yo soy tardía.
Yo seguí leyendo.
Aquellos días habían llamado varios vendedores de enciclopedias. Tal vez habría alguna promoción de ese papeleo que alguna gente compra pero que nunca leen. Eran chicos y chicas, jóvenes, que tal vez se acogían a lo que se les ofreciera, por falta de otros trabajos mejores. Yo, que estaba en la misma situación, comprendía sus problemas y tenía paciencia con ellos, aunque no les comprara. ¡Pobrecitos! -pensaba yo. Pero, después de unos días ya me iba cansando de atender la puerta, y mi amabilidad con ellos se iba agotando.
-Ve a ver quién llama, que yo no puedo dejar esto en el fuego desatendido –me ordenó mi señora, con un tono desconocido, tal vez desesperada por mi desganada aptitud.
Otro vendedor de enciclopedias, de seguro -yo protesté. Yo pensaba que ya reconocía a esos vendedores de libros, por el sonido del timbre. Todos parecían tocar el timbre de la misma forma. Llamaban tres veces, con un largo intervalo entre llamada y llamada, como si ya se dieran cuenta de que estaban molestando. El timbre sonó otra vez.
-¿Es qué ni siquiera te vas a levantarte para ver quién llama? -me gritó mi señora.
Me levanté y me acerqué a la puerta, a regaña dientes, protestando contra los vendedores de enciclopedias. En aquel momento iba dispuesto a darles con la puerta en las narices. Mis piernas, entumecidas, parecían no quererme llevar hasta la puerta, y fui arrastrado las pantuflas, que hacían un ruido cansado en el parquet como serruchos mal afilados. Pensé, entonces, al escuchar mis pies, que muy pronto me iba a convertir en un viejo, si aceptaba aquella jubilación. Y desde el salón a la puerta tomé mi decisión: no me quedaba más remedio que volver a la escuela y entrenarme para la nueva generación de la industria. Qué lejos estaba yo de sospechar, que la segunda etapa de mi vida iba a comenzar con aquella llamada.
-Buenos días -me saludó el hombre que estaba a la puerta, con una reverencia un tanto exagerada, mostrándome su calvicie, que más que afearlo, lo hacía respetable. Para mi sorpresa, el hombre no vendía libros, y me decepcionó, porque yo ya llevaba mis contestaciones preparadas, para el supuesto vendedor ambulante, y me las tuve que tragar. El hombre tenía un sobre en su mano y, por unos segundos, pensé que sería un nuevo cartero. Pues al mismo tiempo que me hizo aquella reverencia, también hizo un ademán con el sobre, como si me lo fuera dar a firmar. Pero pronto me di cuenta que no se trataba del cartero, por su traje claro, bien planchado, y su camisa blanca y corbata gris; y el hecho de no usar gorra. En aquel momento no tuve tiempo a fijarme en sus zapatos, que después, ya sentados en la sala, puede ojear que se trataba de un calzado caro, Comprendí, o sospeché, cuando me enteré del propósito de su visita, que el hombre se había vestido así, elegante, para tal ocasión. Pues parecía un hombre tímido, educado, de finos modales; y tal vez temía ser recibido con sospecha, si no fuese respetablemente vestido. El hombre habría notado, en mi semblante, una cierta rudeza y mal humor, pues, como mencioné, me encontraba un tanto enfadado, por presumir que la llamada sería de otro vendedor ambulante, y por el hecho de que mi señora me había levantado la voz más de lo normal, y me había lastimado, porque no era su costumbre el regañar. Pero lo había hecho en aquella ocasión. Digo esto, porque el hombre parecía sorprendido al verme, como si, a pesar de venir preparado, no esperase tropezar con un carácter tan frío, como creo que le habrá parecido el mío. Y por esa razón sería, creo yo, que habría hecho aquella reverencia un tanto exagerada.
-Es usted don José? preguntó, mientras trataba de leer mi apellido en el sobre, que estaba un poco borroso, como comprobé después.
-Si, ese soy yo -le dije con sorpresa al ver, de reojo, mí antigua dirección en el sobre.
-¿Entonces usted vivió en esa dirección, hace un tiempo? -me preguntó.
-Si. Pero hace muchos años -le aclaré, y agregué, como con la intención de darle al mensajero confianza: Allí nací y me crié.
-Si, me imagino que hace mucho tiempo. Hace veinte años que yo vivo allí, y me enteré que hubo dos inquilinos más. Esas fueron las direcciones que tuve que encontrar, antes de dar con usted.
-Hará treinta años que dejamos aquella casa -le comuniqué. El hombre ya me tenía intrigado por tan insólita visita.
-Entonces esta carta es para usted -dijo, a medida que me entregaba el sobre.
Yo cogí el sobre, que estaba un tanto manoseado y, al mirar al dorso, me di cuenta que había sido cuidadosamente abierto, y la punta del mismo, por donde se pegan, estaba metida para dentro.
-Lo tuve que abrir ¿sabe? Lo pide ahí al dorso -dijo el mensajero, con un ademán de hombros como si se sintiera culpable de haberlo hecho.
El remitente era de un párroco en Galicia, y yo quedé pensando qué motivo tendría un párroco para escribirme desde Galicia; y que mensaje importante traería tal misiva para decir al dorso que se abriera, que era importante.
-Yo recibí otras dos cartas de ese párroco, en los dos últimos meses, pero las he devuelto. Esa no la he devuelto porque decía que se abriera, que era importante. Así que perdone, que la haya leído. Por eso me vi. en la obligación de encontrar su paradero... y bueno, ahora que he cumplido, me tendré que marchar.
-No se vaya, por favor. Ahora que se tomó tan grande molestia, no se vaya. Pase y cuénteme de nuestra antigua vivienda. Espero que haya sido feliz allí como lo fuimos nosotros.
Le dije todo eso con la intención de agradecerle su molestia y de disculparme, indirectamente, por mi tosco recibimiento. Abrí la puerta, de par en par, con una reverencia tan grande como la que él me había hecho, con la intención de dejar al hombre pasar. Al tiempo tropecé con mi señora, que se había acercado a la puerta, llevada por la curiosidad de mi charla con el visitante.
-Este señor vive en nuestra antigua casa. Se tomó la molestia de encontrarnos para entregarnos esta carta. Mira: es de un párroco, de Galicia -le dije a mi mujer, entregándole el sobre.
-¡Pero si es de la parroquia de tía Matilde! -exclamó mi señora, poniendo el grito en el cielo.
-¿Tía Matilde? -me pregunté, pero al momento ya me acordé de aquella tía. ¿Cómo se me había olvidado aquella parroquia y aquella tía?
Mi señora, a medida que se presentaba, invitó a entrar al hombre. El mensajero parecía avergonzado de nuestro comportamiento, pero aceptó pasar a la sala y se introdujo, dándonos a conoce su nombre y apellidos. Ya sentados en la sala de estar, y cuando yo me disponía a leer la carta –la curiosidad me apuraba- mi señora me reprendió. La carta podría ser muy importante, pero para ella los modales eran más urgentes.
-Lo primero es lo primero -me dijo, con aquellos modales cariñosos que ella usaba cuando me corregía en público.
Le preguntó al mensajero lo que quería beber y, al mismo tiempo, fue enumerando las bebidas que había por casa. Y ya con las cervezas sobre la mesita, mi señora se sentó, y dijo calmadamente:
-Ahora vamos a ver que dice ese párroco.
La carta estaba muy bien redactada. Se comprendía que había sido escrita deliberadamente clara, para que fuese entendida por quien quiera que la leyera. Al leer el remitente, en la parte alta de la derecha, y antes de continuar, mi señora me cogió la carta, tirando por ella suavemente, pero sin arrancármela de la mano, sólo para echarle una ojeada al encabezado, como para asegurarse que yo la había leído correctamente, y ella repitió lo que yo había leído.
Ya segura de la dirección, se dirigió al hombre, con un ademán como con deseos de abrazarlo.
-Le tenemos que dar las gracias otra vez, por tomarse la molestia de encontrarnos. Esa es la iglesia donde nos casamos ¿sabe?
-Si, ya lo entendí en la carta -contestó el hombre, y agregó como para que mi señora no pensara mal: ”La leí porque lo pedía en el sobre.”
El hombre cogió el sobre, que estaba sobre la mesita, y se lo mostró a mi señora, para que viera que él decía la verdad. Yo seguí leyendo en voz alta:
Apreciado inquilino:
Le doy las gracias por devolverme las cartas que he enviado a esa dirección. La última con una nota en la que se me dice que don José no vive ahí desde hace muchos años. Le pediría, encarecidamente, que si tuviese idea de su paradero, tratase de entregarle ésta, ya que es muy importante que yo me comunicara con él. Le quedaría muy agradecido si lo hiciera.
-Esa es sólo la nota dirigida a mí, o a quién quiera que viviese en esa dirección -dijo el mensajero, dirigiéndose a mi señora.
-Si, eso parece –dijo mi señora.
Yo seguí leyendo en voz alta.
Apreciado don José:
Soy el cura párroco de la parroquia de Soto Mayor, donde ustedes se han casado. Yo no soy el cura que los casó; pues don Paco, el que los casó, ha muerto hace unos diez años -que en paz descansé- y desde entonces yo soy el nuevo párroco –así es como me llaman estas buenas gentes de aquí, aún despuéS de diez años.
Durante este largo tiempo me he hecho muy amigo de la señora Matilde, tía de ustedes.
-¡Tía Matilde! -exclamó mi señora, y me preguntó: ¿Crees que aún vivirá?
-¡Mujer! Ya tenía sesenta años cuando nos casamos -le dije yo a mi señora, y ella hizo una rápida ecuación con los dedos, que ni las máquinas que yo diseñaba lo hubieran hecho más rápido, y exclamó:
-Tendría ahora unos noventa y tres. ¿Cómo va a vivir? Además toda mi familia murió algo joven. Mira mi madre y mi padre.
-A tu padre lo mató la guerra, mujer, que no fueron los años.
-Era su hora -dijo mi señora- porque ella cree que todo es así, programando por Dios.
-Pues la señora Matilde aun vive. Lo dice el párroco ahí en la carta -dijo el mensajero.
Yo seguí leyendo y, efectivamente, tía Matilde seguía con vida, de acuerdo a lo que decía el señor cura. Mi señora, al enterarse de que tía Matilde aun vivía, exclamó como con dolor:
-¡Dios mío, qué malos que somos! Tan felices como fuimos allí en su casa, y nosotros la hemos olvidado.
-Es que nosotros pasamos la luna de miel allí ¿sabe? -le aclaré yo al mensajero.
Él sonrió, como avergonzado de tener que escuchar las cosas privadas de nuestras vidas. Yo hice una pausa larga, mientras recordaba, no la luna de miel, sino las vacaciones que habíamos
pasado en casa de tía Matilde, cuando aún éramos casi unos niños. Aquellas si que había sido vacaciones felices... llenas de aventuras.
¿No continúas? -me preguntó mi señora, al verme tanto tiempo pensando.
Yo continué leyendo la carta.
Su tía Matilde me lleva contando tantas cosas de ustedes, de
cuando pasaron aquí las vacaciones, cuando aun eran unos críos, y de cuando celebraron aquí su boda. Tantas cosas me contó de ustedes que yo tengo la sensación de que ya los conozco. Por estas razones yo pensaba que ella estaba siempre en contacto con ustedes, pero me enteré, no hace mucho tiempo, y para mi sorpresa, que hace muchos años que ella no sabe nada de ustedes. Ahora está viejita, y casi ciega, aunque la memoria la conserva muy bien. Sin embargo yo creo que no le quedará mucho de vida, pues se ha vuelto muy sentimental, y parece que padece una gran nostalgia, creo que por ustedes. Me dijo, hace poco tiempo, que la única pena que siente en dejar este mundo, es la de morir sin volver a verles a ustedes.
Ese comentario ha sido el motivo por el cual yo les escribí varias veces, pero las cartas han retornado, por lo que comprendo que ustedes ya no viven en esa dirección. Debo aclarar que yo le he escrito sin el permiso de la señora Matilde, pues ella está hecha a lo antiguo y, aunque tuviese vista para escribirles, no creo que lo hiciera, porque ella piensa que sería obligarlos a venir a verla, y ella piensa en los gastos que eso les causaría. Pero si esta carta llegase a sus manos, me tomo la libertad de pedirles, como un favor personal, que vengan a visitarla, si estuviese dentro de las posibilidades de ustedes. Harían muy feliz a tía Matilde. Aprovecho esta ocasión para comunicarle que ella ha hecho testamento en nombre de ustedes, del que yo soy albacea. El documento pone algunas condiciones, como es de esperar de un documente de esa naturaleza y, una de las cláusulas, se refiere a un término de tiempo para ser rubricado; y pasado ese tiempo, los bienes de tía Matilde pasarían a las gentes que actualmente viven en su casa. Espero que esta carta llegue a ustedes, y si así fuese, les ruego que se pongan en contacto conmigo.
Que Dios les guarde...
Buenas noticias, veo -interrumpió el mensajero, y agregó: Me siento satisfecho de haberme tomado la molestia de encontrarles.
Despedimos al buen hombre, y le prometimos visitarlo, para así volver a ver nuestra antigua vivienda, y contarle las noticias de nuestro viaje a Galicia, que haríamos inmediatamente. Después que despedimos al mensajero, mi señora y yo hablamos toda la tarde de aquel pasado, de nuestras vacaciones y del casamiento. Dormimos poco aquella noche, porque seguimos hablando en la cama, recordando aquel pasado que tan fuertemente nos había unido. En algunas ocasiones, celebrando algo en un restaurante, me tengo fijado en el comportamiento de la gente. Por el silencio que guardaban unos, o por la conversación sostenida de otros, eran reconocidas las parejas que estaban cortejando, o las que llevaban mucho tiempo casados. Los que no hablaban eran los que llevaban mucho tiempo juntos. Sin embargo cuánto hay de que halar, si uno se pusiese a recordar la mitad de los hechos que forman las vidas de un matrimonio. Digo esto, porque lo mismo nos había pasado a nosotros, en algunas ocasiones, pero aquella noche, después de las noticias de aquella carta, recordando lo bonito de esos tiempos idos, no nos alcanzó la noche para hablar. Bueno, no fue todo hablar, que también hicimos el amor, que hacía mucho tiempo que no lo hacíamos. Yo mismo me sorprendí de lo jóvenes que nos encontramos sobre ese asunto. ¿Entonces porqué habíamos dejado de lado, por tanto tiempo, ese negocio? Para que mi hija entienda esto sin sonrojarse, le daré una breve explicación: Creo que pasará eso con muchos matrimonios, y no será por falta de cariño ni de fuerzas. Tal vez el cariño tenga la culpa de que, después de mucho tiempo casados, no se haga el amor. Porque cuando hay cariño, marido y mujer se sienten cada vez más cerca uno del otro, como si fueran la misma sangre, como si fueran hermanos, y así nace un respeto entre ellos, y ese respeto va en contra del sexo. La unión de dos seres distintos, tiene que tener unas raíces más profundas que eso que le llamamos amor, porque cuando decimos amor, la mayoría de las veces, nos referimos al sexo, y no al amor. Sin embargo, a veces, tengo yo meditado en lo que pensaría de mí mi señora: si pensaría que yo ya no la quería o si pensaría que ya era impotente, o no tenía interés en lo sexual. Y aquí viene la razón del comentario arriba expuesto: por el cariño que le tengo, y el respeto, aún deseándola, a veces no me atrevía a pedírselo. De acuerdo a mis sentimientos, pedírselo sería como obligarla, sería como una violación. Y si un hombre piensa así ¿qué va a pensar una mujer? Se dice que a ellas, a cierta edad, el sexo no las preocupa. Así que, basándome en esas y otras falacias, yo siempre dejaba ese deber para mañana. Y así pasaba el tiempo, hasta que ya ni me preocupaba. Pero aquella noche, los recuerdos nos despertaron los deseos y nos dieron la fuerza, como si fuéramos jóvenes.
Al terminar de leer este último comentario, y recordando la frase que el padre de la joven había dicho, al comienzo de la historia, de que ni siquiera había tenido hijos, paré de leer y le pregunté a la joven:
Entonces aquella noche fuiste creada tú ¿verdad?
Eso mismo le pregunté yo a mi madre. Ella quedó mirando al techo, pero su vista parecía perderse más lejos de lo que aquella habitación le permitía. Así estuvo un tiempo y, por un momento, hizo como un ademán de quitarme el manuscrito, como si no deseara que yo siguiera leyendo. Después me contestó que no había sido aquella noche, que ya encontraría esa respuesta al leer más adelante.
Yo seguí leyendo.
MI PRIMER ETAPA

Cuando mis padres se casaron fueron a vivir a una casa, en lo que hoy es parte de la ciudad, pero que entonces estaba a las afueras, una zona que, ya en aquellos tiempos, era deseada por gentes de clase media. Mis abuelos -por parte dé mi padre, que yo no llegué á conocer- gozaban de una buena posición económica, y la vivienda de mis padres había sido un regalo de bodas.
Al lado de aquella casa, donde yo nací y viví por muchos años, había otra vivienda, en la que vivía un matrimonio sin hijos. La mujer, que se llamaba doña Josefa, era gallega, de Ferrol. El marido, don Felipe, era capitán de la marina. Ya no me acuerdo de su dirección. A veces se marchaba por un largo tiempo, y su señora, doña Josefa, durante esas ausencias de su marido, fue entablando amistad con mi madre, que también quedaba sola mientras mi padre iba a trabajar. No sé como llegaron a ser tan amigas las dos mujeres, pues había una gran diferencia en edad entre ellas. Mi madre no tendría ni los veinte años cuando se casó, y doña Josefa tendría, por entonces, más de los cuarenta años.
Doña Josefa siempre vestía de luto, porque había tenido varios abortos, y ella ponía luto por ellos, porque para ella los abortos eran la muerte de sus hijos. Y eran tantos los deseos que tenía doña Josefa de tener un crío que, cuando yo nací, fui secuestrado por ella -eso me contaban mis padres cuando tuve conocimiento. Yo debí de crecer un poco confuso, por aquel cariño y mimos que me daba la mujer. Digo esto porque, antes de poder razonar, yo pensaba que tenía dos pares de padres, y le llamaba mamá y papá, tanto a mis padres como a doña Josefa y a don Felipe, y tardé en acostumbrarme a llamarles padrinos.
Parece ser que mis padres me tenían varios nombres en reserva, pero no se atrevieron a contrariar a doña Josefa, por aquello de que tenía la mala suerte de perder a sus hijos, y dejaron que ella eligiese mi nombre. El nombre de José me trajo algunas complicaciones. El único que me llamaba José era padrino Felipe que, tal vez por su disciplina militar, no era dado a los diminutivos. Pero mis padres me llamaban Joselito, y mi madre Jeseíto; y doña Josefa me llamaba Joseíño. Yo no podía entender porque no me llamaban todos José, como padrino Felipe.
Yo creo que fue padrino Felipe, con su sentido de la disciplina, el que evitó que las dos familias llegasen a romper sus relaciones por mi culpa; pues parece ser que era él quien, con un tacto especial, mantenía la balanza, y no dejaba que doña Josefa me secuestrara por completo.
Cuando doña Josefa tenía unos cuarenta y dos años, y cuando ya no le quedaba ninguna esperanza de tener hijos, dio a luz una niña.
A veces milagros suceden –decía padrino Felipe, que no creía en milagros ni en supersticiones como su mujer.
Madrina Josefa, como era tan religiosa, cuando tenía un aborto decía que Dios no estaba seguro de que iba a ser una buena madre, y que por eso no le dejaba tener hijos. Pero el Señor, después de ver su cariño por mí, había quedado satisfecho, como lo había hecho con Abrahán, y le concedió la gracia de tener un crío. Así que ella nos daba las gracias a los dos: al Señor y a mí, por aquel milagro. Mis padres, para tomarse la revancha, fueron los padrinos de la niña, pero tampoco le pudieron poner el nombre que ellos hubieran deseado, porque doña Josefa dijo que aquel era un caso especial y que le tenía que poner a la niña un nombres que reflejara su agradecimiento al Señor. Así que le pusieron Consuelo Esperanza Concepción. Pero, como sería la historia de nunca acabar llamarla por tantos nombres, todos le llamábamos Consuelito, excepto padrino Felipe que le llamaba Consuelo. Doña Josefa nos trataba de hijos a los dos, y yo pensaba que la niña era, realmente, mi hermanita. La niña, cuando empezó a hablar y a tener algún uso de razón, también pensaba que yo era su hermanito.
Cuando tenía yo unos cinco o seis años, fue cuando empecé a distinguir entre unos padres y otros, y cuando les empecé a llamar padrinos, a doña Josefa y a don Felipe. A esa edad también empecé a fijarme en las diferencias que había entre mis padres y aquel matrimonio, y entre maridos y esposas. Me da la sensación, recordando aquellos tiernos años, que hasta la edad que menciono, yo veía a todas las personas iguales, sin tener en cuenta si eran mujeres o si eran hombres. Aunque pueda ser que yo lo vea así al recordarlo, y que a lo mejor no haya sido como lo recuerdo. De lo que estoy seguro, es que a esa edad fue cuando empecé a notar la diferencia de estatura y de los caracteres de las personas que me rodaban. Creo que también seria a esa edad cuando empecé a notar los diferentes sentimientos de las personas. Noté, por ejemplo, que padrino Felipe no era religioso, creyente si, pero no religioso, como era madrina Consuelo, que era fanática.
Padrino Felipe era alto y delgado, pelo castaño, que tal vez me pareciese así por las canas, pues tal vez su pelo fuese negro en otros tiempos, porque su semblante era moreno, de piel dura, curtida. Cuando vestía el uniforme –que muy pocas veces lo hacía- parecía aún más alto e imponía tanto respeto que yo casi le tenía miedo. Pero muy pocas veces lo he visto con uniforme, por eso sería que me llamaba tanto la atención aquella vestimenta.
Madrina Consuelo era pequeña, y gordita, de piel muy
Fina, y blanca como la leche. Y como decía, fanáticamente religiosa. Ella no podía perder su misa los domingos, y de poner sus velas a los muertos que ella recordaba, entre ellos sus hijos que no habían llegado a nacer. Sin embargo no era de esas personas que quisieran imponer su forma de pensar a los demás. Pequeña como era, dominaba a su marido y, para alguien que no los conociera, daría la sensación de que ella era la que llevaba los pantalones. Pero no era así, porque aquel dominio que parecía ejercer la mujer sobre el marido, era parte de la armonía que los unía, a pesar de semejante contraste. L mujer, según me fui enterando a medida que adquiría conocimiento, nunca trató de influir en la forma de pensar de mi madre, que tampoco era religiosa, aún menos que mi padre. Por eso sería que madrina tomaba ventaja de mi madre y, cuando a los domingos iba a misa, le dejaba la niña, diciéndole:
Como tú a misa no vas.
Cuando la niña quedaba en casa, mi madre me dejaba cogerla en brazos, que a mi me gustaba como si fuese una muñeca. Mejor que una muñeca, porque me parece que aún hoy siento en mi piel el calor de su piel, tan suave que casi me estremecía su tacto. Después, cuando ya la niña empezó a tener conocimiento, yo, presumiendo de mayor, o de ese machismo de la temprana edad, le contaba a la niña, unas veces en plan de burla y otras con paternal cariño, de como ella me acariciaba en esas ocasiones, así como lo de sus risas, y como pronunciaba las primeras palabras. Creo que aquellos primeros juegos eran ya como una forma cortejar.
LA SEPARACIÓN

(
Tendría la niña unos seis años, y yo cerca de los nueve, cuando vino a desbaratar toda aquella armonía, de las dos familias, como lo habrá hecho con tantas otras, la catástrofe de la guerra civil. Creo que nosotros, por vivir a las afueras de la ciudad, no notamos tanto el impacto de la contienda como lo habrán notado otros con menos suerte; o tal vez yo no recuerde las consecuencias de la guerra, por ser muy joven. Yo no me acuerdo de haber visto movimientos de tropas y muertes. Aunque, pasado un tiempo, ya casi al final de la guerra, yo ya había adquirido conciencia de la situación que estaba pasando en España; y también noté cierta austeridad en casa.
Dos años habían pasado, desde el comienzo de la guerra, cuando las nuevas llegaron de que padrino Felipe había muerto, al servicio de la patria. Me costó mucho creer aquella muerte, porque era la primera muerte de la guerra que tocaba mis sentimientos, y hasta entonces la guerra no nos había tocado tan de cerca. Con aquella noticia, doña Josefa cerró su casa para ya no abrirla nunca más. Se vino a llorar a nuestra casa, a encontrar consuelo en los brazos de mi madre... y en los míos; pues, cuando me abrazaba, yo me daba cuenta que buscaba el cariño del hombre que había perdido.
Después de un tiempito, madrina se marchó a Galicia, a vivir con su hermana Matilde. Decía que no podría vivir nunca más en aquella casa, que los recuerdos la matarían. Matilde, según me contaron, era la mayor de los tres hermanos. Madrina Josefa era la más joven, y un hermano, que estaba en Cuba, era el del medio. Madrina y el hermano de Cuba, habían renunciado a su herencia en favor de la hermana Matilde, porque ella había sido la que cuidara a los padres hasta sus últimos días. Aquello de dejar la herencia a quien cuidara de los viejos, parece ser que era como una tradición de aquella casa. Por eso aquellas tierras nunca habían sido divididas, como era la ley napoleónica en Galicia, que se dividían las fincas en partes iguales, y así el campo se había desmenuzado a través de los siglos. Pero las tierras de la familia de madrina Josefina seguían unidas desde Dios sabe cuando. Y por aquella razón su lugar era el mejor de aquella aldea.
Madrina Josefa, nos contaba, a la niña y a mi, muchas historias de su aldea, y decía que era de sólo una docena de casas, más o menos. Una aldea muy apartada de la carretera principal. La escuela estaba lejos, en otra aldea, y los niños tenían que ir caminando a la escuela, cruzando los montes.
Por eso madrina Josefa, que quería una mejor educación par su niña, que la que podría adquirir en la aldea, cuando vendió la casa de Madrid compró un piso en la ciudad de Ferrol, y se fue a vivir allí con la niña. Pero para entonces la niña ya estaba encariñada con su tía Matilde, y con la libertad que le daba el campo, así como con muchas amistades de su edad. Y tía Matilde, que era viuda y sin hijos, también estaba muy encariñada con la niña. Así que los fines de semana y vacaciones, la señora Josefa y Consuelo casi siempre lo pasaban en la casa de la tía Matilde. Y por esa razones, de haber vivido en la aldea un tiempo, y de sus continuas visitas, Consuelo, aunque en la escuela fuese obligatorio el castellano, ella sabía hablar gallego, y esa lengua era la que usaba con tía Matilde y con sus amigos, cuando estaba en la aldea.
La marcha de madrina Josefa y de la niña a Galicia fue para mi muy dolorosa que, especialmente la pérdida de la niña, con la que yo estaba muy encariñado. De vez en cuando recibíamos noticias y, en varias ocasiones, hemos intercambiado fotos. Aún conservo la primera que madrina Josefa nos mando, en la que están la niña, madrina y su tía Matilde. Esa es la foto que está sobre a la estantería en el comedor. Fue ampliada y retocada. Pero la foto es la misma. Cuando la niña aprendió a escribir, ella y yo mantuvimos una correspondencia casi confesional, pues no sabíamos hablar de otra cosa que de nuestros problemas, como las calamidades de los estudios y la maldad de nuestros maestros. Eran tiempos cuando los maestros creían en el dicho de que la letra con sangre entra. Pero toda aquella correspondencia, y los problemas que nos comunicábamos, eran ya una manera de cortejar, otro nombre que nosotros le dábamos al amor que, desde tan tierna edad, había quedado gravado en nuestros corazones para siempre. Madrina Josefa siempre nos invitaba a visitar Galicia, cuando nos escribía. Decía que ella no quería volver a Madrid, porque le traería dolorosos recuerdos. Creo que se refería a los buenos recuerdos, que luego se habían empañado por la muerte de padrino Felipe. Pero la razón principal sería económica. Madrina vivía de la pensión de viudez y no podía andar de fiestas, considerando como estaba la situación en aquellos años. Y nosotros también habíamos sufrido el impacto de la guerra y, aunque nuestro estado económico fuese más afortunado que el de mucha otra gente, no estaban las cosas como para vacaciones. Pero mis padres me chantajeaban con la promesa de llevarme a Galicia cuando terminara mis primeros estudios, si aprobaba todos los exámenes. Creo que aquel chantaje fue el motivo de ser yo uno de los mejores estudiantes de mi escuela, y aprobaba todo con sobresalientes, especialmente en religión, que ya me la había metido en la cabeza madrina Josefa. Y la religión me valía muchos puntos con los frailes, que eran mis maestros. Así pasaron seis años, antes de mis padres cumplir la promesa de llevarme a Galicia. Yo tenía quince años y Consuelo doce.
EL VIAJE A GALICIA
No recuerdo que marca era el coche de mi padre, pero talvez fuese un Ford. Era alto, casi cuadrado, y reforzado con unos parachoques de metal, alejados del chasis, que lo hacían aún más largo de lo que era, y le daban una sensación de seguridad como la de un tanque. Sus ruedas eran altas y estrechas, lo que lo hacían apto para todo terreno, detalle que vino bien cuando llegamos a la aldea de tía Matilde. Aquel viaje me fascinó, porque no sospechaba yo de que España fuese tan extensa, ni que las montañas fuesen tan altas por la parte de DE León y Galicia. La geografía que se aprendía en el colegio, me di cuenta después de aquel viaje, era una geografía de papel y de loros, como tantas otras cosas que nos enseñaban. Digo de loros, porque los loros pueden aprender a hablar, pero sin saber lo que dicen, y eso es como un reflejo de muchas cosas que aprendemos en el colegio. Como un ejemplo podría citar el hecho de que yo sabía recitar el catecismo de memoria, antes de saber su significado. En el colegio le hablan a los estudiantes de un sitio, de una montaña, o de una llanura, pero cada alumno intérprete una visón distinta de la lección, pero ninguno podría hacerse una idea de como era ese territorio, si antes no ha tenido la experiencia de haber visto algo parecido. Por eso para mí aquel viaje fue más importante que muchos años de estudio. Fue cómo si la vida tomara forma en mi conciencia. Uno de los detalles que más me fascinó, fueron los caminos hondos de la aldea de madrina Josefina, y como otras aldeas más que visité, durante aquellas vacaciones. Yo no sé porqué mis tiernos años se veían en la necesidad de analizar aquellos detalles. Tal vez fuesen reflejos de ciertas lecciones que los frailes me habían metido en la cabeza. Pero no podía menos que pensar en los años que le había llevado, a las lluvias y a los carros, escarbar aquellos caminos tan hondos. Aquellos caminos eran verdaderos renglones de la historia de muchos seres humanos; una historia escrita en jeroglíficos que yo no podía interpretar, pero
que me hacían pensar y me fascinaba. Aquel era un mundo del que no nos habían hablado nada en el colegio; o si lo habían hecho, no lo habíamos comprendido.
Llegamos a la aldea de la seora Matilde pasado el medio día. Era un día caluroso, pues creo recordar que era el mes de agosto, y era fiesta en la parroquia de la señora Matilde. Por los caminos de la aldea nos encontramos con muchos chavales, que jugaban con una rueda y levantaban una polvareda que casi no se les veía en medio de aquel polvo. Los chavales parecían no estar acostumbrados a los coches, ya que en aquellos tiempos pocos coches había, y seguro que los chavales nunca había visto de cerca un almatroste tan grande como aquel de mis padres. Como si les llamara mucho la atención, corrían detrás del coche haciendo un griterío salvaje. Nuestro coche debía de tener un defecto en alguna de las bujía y, de vez en cuando, producía una explosión como una bomba. En aquellas ocasiones, el fallo de las bujías se repetía más a menudo. Tal vez fuese por el viaje tan largo y por que hacía mucho calor que no carburaban bien. Los caminos desiguales y las piedras hacían saltar el vehículo, y era entonces cuando las bujías explosionaban. Los chavales se asustaban y la algarabía enmudecía, las gallinas que merodeaban por el camino volaban a los árboles, tal era el pánico que cogían. Lo más gracioso fueron unos cerdos que también andaban por el camino, y que se le escaparon a la señora que los cuidaba. Aquello me divirtió mucho.
En la casa de la señora Matilde había dos criados, de unos treinta años. Uno era un simplón. Aquel pronto se encargó de mantener a los chavales alejados del coche, corriéndolos con un palo.
Tía Matilde era una mujer muy delgada, que vestía de negro. Tendría los cincuenta años, pero parecía gozar de
buena salud. Tenía mucha energía, y se movía para un lado y
para otro como si estuviera bailando. Madrina Josefa, por el contrario, había engordado y envejecido más de lo que yo esperaba. Yo la imaginaba como la última vez que la había visto, y las fotos que nos había enviado no decía toda la verdad. No me daba cuenta de que, si todos los jóvenes habíamos cambiado, también los mayores tenían que haber cambiado.
Consuelo tenía doce años, pero podría pasar, porque unos quince, porque estaba muy crecida para su edad. Sus pechos yA tenían forma de mujer; y en sus piernas se notaba un bello muy fino, pero que declaraba qué había llegado a la pubertad. No sé como podía yo pensar en esos detalles, a mi edad, porque de la forma que yo había sido educado, era un inocentón, con respecto a esos asuntos. Tal vez mi inconsciente haya analizado ese detalle más tarde. Ella se había puesto muy guapa para recibirnos. Alertada de nuestra llegada por las explosiones del coche, había corrido a ponerse guapa, de eso me enteré por la señora Matilde.
Consuelo casi no me dio tiempo a saludar a madrina Josefa y conocer a la señora Matilde. Mientras ellas y mis padres conversaban, ella me secuestró y me llevó por la huerta para presentarme a unos jóvenes vecinos, que se habían hecho sus amigos. Realmente los vecinos, aunque eran sus amigos, en aquel momento eran sólo un pretexto para escapar conmigo y estar solos. Pues fue al llegar a la huerta cuando nos pudimos abrazar y besar, sin sentir vergüenza de la presencia de los mayores. Yo, cuando recordaba a Consuelito, me parecía sentirla en mis brazos, porque siempre la cogía en mis brazos, aún cuando había crecido y me costaba mucho esfuerzo sostenerla. Digo esto porque mi cuerpo pensaba que ella aún era así, lo mismo que antes, y por eso mi inconsciente creía que iba a sentir aquella misma sensación al abrazar; pero sentí otra sensación muy diferente. Sentí el cuerpo de una mujer, y yo me sentí hombre. Una sensación que nunca encontré palabras para explicarme. Yo no me atrevía a besarla en los labios, no me atrevería nunca si ella no lo hiciera. Aún en el cine yo sentía vergüenza cuando los actores se besaban en los labios. Creo que hasta lo consideraba una suciedad. Pero en, aquella ocasión suelo acercó sus labios a los míos, y yo los míos a los suyos, y noté, entonces, que nuestros labios eran muy tiernos y más fríos que nuestras manos o nuestras mejillas. Can algo de vergüenza dome que así lo hacían en el cine.
La huerta de la señora Matilde era muy grande, o eso me pareció, porque yo estaba acostumbrado a casas con jardines pequeños. Había muchos árboles frutales, y por el suelo verduras y otras plantas, para mi desconocidas. Al lado de la huerta de la señora Matilde había otra huerta, separada de la de tía Matilde por una cerca de zarzas y mirtos. Detrás de la huerta, había una casa grande, como la de seña Matilde. Desde allí vinieron corriendo tres jóvenes: un mocito que me pareció de mi edad, o un poco mayor; una mocita de unos dieciséis o diecisiete años, y otra de la edad de Consuelo. Aquellos eran loS amigos preferidos de Consuelo, de los que ya me había hablado en las cartas. La vecindad de las dos huertas los había unido, desde que Consuelito había llegado a casa de la señora Matilde. Así que, en aquel momento, ya no hablamos más de nosotros, por atender a tales amistades. Esos jóvenes y yo nos hicimos amigos de contado, y ellos fueron nuestros guías, en las correrías que hicimos por los campos, durante aquellas inolvidables vacaciones. Consuelo, hasta aquella ocasión, parecía como si no se hubiese divertido, pues no conocía los lugares que conocían los otros jóvenes, aunque no eran lugares muy apartados. Ella había sido mimada y protegida, hasta el extremo que la consideraban más niña de lo que era. Y ella parecía estar muy deseosa de aquella libertad, que le permitieron al andar conmigo. Me decía Consuelo:
Mi madre y tía Matilde tenían tanto miedo de que me pudiera pasar algo, que me protegían demasiado; pero yo ya me había escapado con mis amigos, en algunas ocasiones, y conocía más lugares bonitos, como ser bosques y prados.
Como ya mencioné, en la escuela era obligatorio hablar castellano, pero Consuelo se había acostumbrado a hablar gallego con su tía Matilde y con sus amistades. A mi me gustaba y me hacía mucha gracia sentirla hablar de aquella forma, con sus amigos y con su tía Matilde. Al principio yo no los entendía muy bien, pero podía deducir de qué hablaban, y cuando no entendía, Consuelo me hacía de intérprete.
A veces aquel chico y sus hermanas trataban de hablar castellano conmigo, y aunque no lo hablaban mal del todo, a mi aún me hacían más gracia que sentirlos hablar gallego. La que nunca intentó hablar castellano conmigo fue la señora Matilde.
En aquella aldea, por primera vez observé yo detalles que nunca se me habían pasado por la imaginación. Lo que demuestra que yo había sido criado en un ambiente muy inocente. Un detalle, de los primero que me sorprendió, fue el ver un perro que llevaba una perra arrastrando, y otros perros mordiéndolo, como si quisieran ayudar a la perra -que eso fue lo que yo pensé-. Se rieron mucho de mi inocencia los otros chavales, cuando yo les pregunté el motivo de aquel comportamiento. Y así fue como me enteré que aquella era la forma que tenían los perros de hacer sus cosas. Vaya un placer, pensé yo. Estos detalles, que parecen triviales, así como los siguientes, que también parecen irrelevantes, en estas memorias nuestras, tienen su importancia, porque demuestran la distancia que separaba mi mente del mundo campesino. En otra ocasión he visto a la madre de mis flamantes amigos, allí en el corral, levantándole el rabo a una oveja, mientras un carnero le olía el trasero y, subidos a un carro, que estaba en el corral, se sentaban unos niños y niñas de muy poca edad, que serían como una docena, entre unos y otros, y todos parecían muy entendidos en lo que un macho cabrío podría hacer con una oveja, y apostaban cantidades ficticias, como si fueran hombres en el mercado, a que el macho no lo podría hacer más veces, porque ya lo había hecho tres, y aquello era todo lo que podía hacer. Yo, era tan inocente que comenté aquello delante de la señora Matilde y de madrina Josefa, y tía Matilde sonrió, creo que de ni ignorancia, pero dirigiéndose a madrina Josefa comentó:
Ya te dije, que esa mujer goza viendo a los animales hacer sus cosas.
¡Dios mío! ¿Pero por qué dejan hacer esas cosas delante de los críos? -se preguntó madrina Josefa, y se hizo la señal de la cruz dos veces.
Me enteré, entonces, que los padres de aquellos vecinos amigos tenían sementales: un toro, un carnero y un cerdo. Los labradores llevaban allí sus animales y ellos les cobraban por los servicios de los sementales. Mis flamantes amigos estaban tan acostumbrados a tales actividades que para ellos era algo tan natural como cavar en la tierra. A mi me daba vergüenza el solo pensar en ello y, al mismo tiempo, me entró una curiosidad insufrible por enterarme de como funcionaba aquellos negocios. Hasta entonces yo no había tenido curiosidad alguna, con respecto a la vida sexual. El cariño que nos teníamos, Consuelo y yo, era un cariño como de hermanos, y como hermanos nos tratábamos, sin darnos cuenta que la naturaleza ya hacía tiempo que había impuesto su dominio sobro nuestras almas, y que, realmente, aquel cariño que nos unía, ya era amor, con todas las consecuencias que el amor implica y obliga. Solo precisaba yo, para salir de mi ignorancia y desear la carne, de aquel ejemplo animal. Y en cierta ocasión, estando a solas con el mozo de la casa vecina -Andrés se llamaba- le tiré algunas indirectas, con respecto al negocio aquel de los sementales. El mozo, queriendo demostrarme sus conocimientos de la procreación, se esparció en lo más minucioso de los detalles, y después me invitó a ver los sementales. Yo tuve que esperar a deshacerme de Consuelo, para satisfacer mí. curiosidad, porque no me pareció apropiado que ella me acompañara. Pero después me enteré que ella ya había visto aquellos procedimientos en otras ocasiones y, al igual que las hermanas de mi amigo, ella tampoco les daba importancia alguna, como si aquello fuera una siembra que había que hacer para recoger crías, como se recogían patatas o maíz. Hoy día toda la ganadería es insemina artificialmente, pero entonces la vida era al natural y por eso aquellos niños no le daban importancia a lo que diariamente veían, porque ellos estaban acostumbrados a ver aquello todos los días.
Mis padres, solo se quedaron unos días en casa de la señora Matilde. Después se fueron al Ferrol con madrina Josefa. Madrina Josefa puso el pretexto de que tenía que airear el piso, y que también que les quería enseñar, a mis padres, la ciudad de Ferrol y sus alrededores. Ella les decía que eran muy bonitos aquellos lugares. Pero la verdad era que mis padres no estaban muy cómodos en casa de la señora Matilde. Era una casa muy grande, pero mal repartida, que carecía de electricidad y agua corriente. Se alumbraba con lo que hubiera: velas, candiles de kerosén o luces de carburo. El agua se sacaba a baldes de un pozo. El servicio era un agujero con una taza de madera para sentarse, y lo que allí se hacía no sabía yo a donde iba a parar, y nunca pregunté. Para lavar el cuerpo había una especie de tinaja, que hacía de bañera. Había que calentar el agua en un caldero, o algo así. Después de bañarse en la tinaja el agua sucia se tiraba por aquel mismo agujero, en el que se hacían las necesidades. A mi no me preocupaba todo aquello, porque yo, si no me obligaban no me bañaba. Me gustaba más bañarme en el río.
EL MOLINO
Recuerdo, con especial nostalgia, la primera vez que fui al río, con aquellos amigos y con Consuelo. Fue el día que mis padres se fueron a Ferrol con madrina Josefa. Yo cría que Consuelito nunca había ido al río con aquellos vecinos, porque ella estaba muy protegida, y su mamá siempre tenía miedo que le fuese a pasar algún percance. Aquellos vecinos eran labradores fuertes, y entre sus bienes eran dueños de un pequeño molino. Estaba escondido en un prado hondo, y era movido por el agua de un pequeño riachuelo. El agua era insuficiente para mover la piedra, por lo que tenía que ser almacenada en un pozo, para así tener la suficiente presión. Cuando el pozo se vaciaba había que esperar a que se llenara otra vez para volver a moler. De esa forma molían allí aquellos vecinos y otra gente de la aldea, entre ellos la señora Matilde. El pozo estaba construido de piedra y cemento, y se asemejaba a una piscina hecha al apuro. El agua era cristalina, aunque fría, al menos hasta que uno se acostumbraba. Decía que me acordaba muy bien del día que visitamos el molino con aquellos amigos, por las cosas insospechable que me ocurrieron. Habíamos llegado sudando, porque hacía calor, y los amigos nos mandaron poner hojas de fresno debajo de los sobacos. Decían que cuando las hojas se despegaban ya uno se podía tirar al agua. Esa era su creencia. Debo aclarar que ni Consuelo ni yo íbamos con la intención de bañarnos aquel mediodía. Habíamos acompañado a los vecinos por ver como era el molino, como funcionaba, y por pasear, pero ni siquiera teníamos traje de baño. Pues si pidiésemos un traje de baño, ni lo obtendríamos, ni nos dejarían ir a ver el molino. Madrina josefina consideraba esos pozos muy peligrosos, porque ella recordaba que, cuando ella era muy joven, un niño se había ahogado en aquel pozo. Así que, aquellas correrías nuestras eran, lo que se dice, escapadas.
Pues mi sorpresa fue que, cuando las hojas de fresno les cayeron de los sobacos, nuestros amiguitos, tanto el mocito como sus hermanas, con toda naturalidad, se quitaron la poca ropa que los cubría y se tiraron al agua, desnudos como el día que Dios los trajo al mundo. Yo no podía dar crédito a mis ojos. No sabía yo si tenía vergüenza por ver a un mocito desnudo, en presencia de Consuelo, o por ver, por primera vez, a una mujer desnuda. Pues, la chica mayor, parecía mucho más mujer desnuda que vestida; y su hermanita ya tenía forma de mujer, con unos pechos desarrollados, y que vestida se le notaban menos que a Consuelito. Yo miré a Consuelito muy avergonzado, y ella me sonrió, pero me pareció que no se sentía tan avergonzada como yo. Después de zambullirse en el agua, y nadar unos segundos, la mayor de las hermanas, Amparo, salió del agua y nos miró extrañada, como si esperara que ya estuviésemos desnudos, listos para zambullirnos.
-¿Qué esperades, nenos? ¿Aún no os cayeron las hojas? -preguntó, con aquellos modales que tenía de persona mayor, con las manos en su delgada cintura y meneando su cuerpo.
Ella no se había dado cuenta de que nosotros no estábamos dispuestos a bañarnos desnudos, y pensaba que no nos habíamos tirado al agua porque aún no nos habían caído las hojas de los sobacos, que ellos creían que aquella era la señal de que uno ya había dejado de sudar.
-No, aún no nos han caído las hojas -acerté yo a decir- pero ya las hojas habían caído apenas me las había puesto.
-A mi si -dijo Consuelo, inocentemente.
Consuelo se quitó sus ropitas y corrió para el agua. En aquel momento yo desearía estar muerto, pues nunca tanta vergüenza pasé en mi vida, como aquella de ver que Consuelo se desnudaba, y era vista así por otro mocito. Después me enteré que ella ya se había bañado desnuda con aquellos amigos en otras ocasiones. Porque -me aclaró- ella no podía pedir un bañador a su madre, que entonces no la dejaría ir al molino con aquellos vecinos. Le pregunté si no había sentido vergüenza de que la viera desnuda aquel chico, la primera vez que se había desnudado en su presencia, pero como también lo hacían sus hermanas, que eran mayores que ella la vergüenza sería menos –me aclaró.
Yo pensaba que el mozo era un simplón; pero no resultó ser tan inocente. Pero la vergüenza era sólo cosa del momento. Algo así como un estremecimiento al sentir el agua fría al primer chapuzón. Después, cuando uno se adapta, ya no siente el agua tan fría. ¿Me entiendes? La vergüenza es lo mismo, como. La chica vino caminando hacia mí, como con la intención de desnudarme, o eso me pareció, tal era el miedo que me daba verla desnuda tan cerca de mí.
-Vamos, que el agua no está muy fría -me dijo, a medida que se acercaba más y más.
Yo no quería mirarla, pero tampoco podía evitarlo. Amparo estaba muy guapa con pechos muy logrados, levantados hacia mí como dos armas peligrosas que me amenazaban. Sus piernas y sus brazos eran muy fuertes, tal vez demasiado musculosos, por el trabajo fuerte que hacían en el campo. Pero, más que afearla parecía que le daban un carácter respetuoso, un cuerpo de atleta. Yo me sentí pequeño a su lado, indefenso como si se tratara de un peligro que amenazaba mi vida, pues sabía que mis músculos de hombre no hacían sombra comparados con aquellos tan fuertes como los de la mujer. Ella podría hacer de mí lo que se le antojara, pues mis fuerzas no serían lo suficiente para defenderme. Por aquella razón, el miedo aún parecía más intenso que la avergüenza. Para evitar mirar a sus formas esculturales, mis ojos se desviaban a las gotas de agua que se escurrían por su cuerpo, que tal vez por haber sudado, el agua parecía no pegarse a su piel, y resbalaba en grandes gotas, que iban cayendo despacio como acariciando sus carnes. Consuelo me llamó desde el pozo. Yo me sentí celoso, o creo que eran celos los que sentí, al ver a Consuelo desnuda jugando con el agua a la vista de aquel mocito. Creo que fue aquello lo que me dio fuerzas para desnudarme, como si quisiera acercarme a ella y protegerla. Con todo eso, si me quitaran la piel no sentiría peor sensación que aquella que sentí al quitar mis ropas delante de aquella moza. Y aunque yo no lo supiese explicar, creo que fue allí donde nació mi primer síntoma de un complejo de inferioridad frente a las mujeres, pues me sentí muy inferior, físicamente, desnudo, delante de aquella joven, que tenía un cuerpo muy superior al mío. Corrí al agua y me zambullí, lo más rápido posible, como con el deseo de no darle tiempo a la chica a que viera mis partes de hombrecillo. Ni siquiera me enteré si el agua estaba fría o caliente, pues mi mente había puesto todos sus sentidos en la vergüenza de mi desnudez. Me acuerdo que sentí la voz de Consuelo:
-¿Verdad que no está tan fría?
Pasado unos instantes sentí el agua fría. La fuerza de la vergüenza principal había pasado, y mi cuerpo empezaba a sentir otras sensaciones. Pero al poco tiempo ni me daba cuenta ya de que estábamos desnudos. LoS cuerpos, tanto el mío como el de los otros amiguitos, ya no parecían desnudos. Primero parecíamos extraños, y después ya parecíamos nosotros mismos otra vez, como si estuviésemos vestidos. Sin embargo, cuando nos tiramos en la hierba, yo no podía quitar los ojos de Consuelito. Yo no podía imaginar que estuviese tan lograda, que ya fuese tan mujer. Casi sentía pena de que hubiese crecido tan de prisa, porque yo, a pesar de las muchas cartas que nos habíamos escrito, y de las fotos que nos habíamos intercambiado, en lo profundo de mi memoria la seguía viendo niña como cuando jugaba conmigo. Y ahora ya cubrían sus partes un bello abundante, y sus pechos estaban ya formados. Aquello me hacía comprender que, a pesar de su belleza que yo empezaba a apreciar, también era un adiós a la infancia que se nos acababa.
Yo hacía comparanzas entre Consuelo y Nieves, la hermana menor, por ser casi de la misma edad. A Nieves le habían acertado con el nombre, pues era blanca como la nieve. Era la mimada de su papá, la niña de sus ojos, y a ella no la dejaba que hiciese trabajos muy fuertes en el campo, como lo hacía su hermana mayor. La piel de Nieves estaba fina como una chica de ciudad, delicada como la piel de Consuelo. Parecía que el sol nunca les había tocado. Y el agua parecía escurrirse muy pronto de sus cuerpos, contrario a la piel de Amparo, donde el agua se detenía formando pequeñas burbujas. La piel de Consuelo era más rosada, y parecía más saludable que la piel de Nieves. Pero sus pechos eran más pequeños que los de Nieves, y los de ambas eran mucho más pequeños que los de la mocita mayor, Amparo. Eran otro estilo, eso diría yo si entendiese de pechos a tal edad, pero como eran los primeros cuerpos que veía y comparaba, solo podría pensar en tamaños y no en estilos. Digo esto porque creo que mi pubertad, y no mi inteligencia, habrá sido la que analizaba aquellos detalles. Y croe que, en aquel momento, mi raciocinio se habrán preocupado, más que por los pechos de las chicas, por la hombría del muchacho, que era mayor que yo, y del que me sentiría algo celoso; pues yo me fijaba, con mucho disimulo, para sus partes de hombre, tratándolas de comparar con las mías. Pero creo recordar que, tal vez por el efecto del agua, poca diferencia puede observar entre uno y el otro. Sería por esa misma razón que, tanto Consuelo como las otras dos muchachitas, parecían no despertar interés por nuestra miserable hombría; pues, como decía, el agua fría se había encargado de avergonzarnos, a mi al menos. Hasta pensé que las hermanas, acostumbradas como estaban a ver el machismo de otras especies animales, nos verían inferiores a nosotros miserables seres humanos.
Después de descansar en la hierba, secos y ya vestidos, el mozo echó el molino a funcionar. El edificio era rudimentario, con una puerta estrecha y una ventana pequeña sin cristales. Las paredes eran oscuras y no se veía muy bien adentro del edificio, al menos hasta que la vista se fue acostumbrando al cambio repentino de la fuerte claridad del sol, a la lúgubre oscuridad de aquel edificio, que si no fuese por el hecho de ser de día, hubiera pensado de él como de un nicho abandonado por sus cadáveres. Allí reinaba un desagradable olor a humedad agria, que yo no pude determinar, pero que pensé, más tarde, que sería de la vieja fécula que cubría todos los enseres de aquel primitivo mecanismo. El mocito me fue enseñando como funcionaba aquel ingenioso artefacto, a medida que nombraba los objetos que lo componían: pie y solera, tolvas y tarabillas, hoyos y muegas; y muchos otros estribillos de los que la memoria no se quiere acordar en este momento. Porque presumo, que la mayoría de los chirimbolos estaban bautizados en gallego, más folklore que ciencia. De lo que si me acuerdo es del ruido atronador de la rueda al girar, que hacía vibrar todo el edificio, y que me alarmó hasta el punto de desear escapar de aquella trampa, como si fuese un ratón. Había que hablar a gritos para poderse entender, y esa sería la razón por la cual no recordaré mucho de lo que el chico me explicó, porque, entre su gallego y el ruido de la solera, me habré quedado en ayunas. Las señoritas, que no parecían estar interesadas en aquella ciencia, después de unos minutos de observación, se fueron a corretear por el prado. El mocito fue probando la harina con los dedos y graduando cordones y chirimbolos hasta que quedó satisfecho del grosor de la harina. Yo lo dejé y también salí al prado, antes que el chico, porque, como dije, cuando aquel mecanismo se echó a rodar, creí que todo el edificio se iba a desmoronar, y no quise esperar a que aquello sucediese. Las chicas no estaban ya en el prado, y sus voces se oían por algún lugar lejano. Me explicó el chico, cuando salió del molino, que tal vez fuesen a las manzanas, que había manzanos no muy lejos, en otro prado; unas manzanas que les llamó de la santa Mariña, y que llegaban muy temprano. Y así resultó ser, pues las chicas no tardaron en volver con deliciosas manzanas. Mientras las mocitas no regresaron, el mocito me hizo muchas preguntas, pues parecía que le fascinaba mi procedencia, como si yo fuese un marciano. Hasta aquel momento no habíamos estado nunca solos, porque sus hermanas y Consuelo siempre andaban con nosotros. Por eso él aprovechó aquel momento para confesarme, como hacen las viejas, y enterarse de mi vida. El chico pensaba que Consuelo era realmente mi hermanita, porque ella siempre se refería a mí de esa forma, llamándome hermanito, cuando hablaba de mí con aquellos amigos. Y el muy pícaro del muchacho, pensando que éramos hermanos, me hizo una indecente preposición: que yo convenciera a Consuelito a que hiciera el amor con él y, a cambio, yo lo haría con su hermana mayor. Cuando yo le conté parte de nuestra historia, y enterado de que Consuelo no era mi hermana de sangre, el chico me preguntó si yo hacía el amor con ella. Aquello a mi no se me hubiera pasado por la imaginación. Porque, aunque Consuelo no era mi hermana de sangre, yo la consideraba como una hermana; y eso de hacer el amor, era cosa de casados, y lo demás era un pecado. Ni siquiera me había yo masturbado jamás, aunque algunas veces me había tentado el diablo. Pero los frailes me tenían bien avisado de que aquello era un pecado: era como matar una vida antes de darle una oportunidad de nacer, y yo así lo creía. El chico debió de pensar que yo era un imbécil, pues él resultó ser un pecador, que no sentía respeto alguno por las leyes establecidas. O mejor sería decir que no las sabía, porque nadie se las había enseñado. Él poco había ido a la escuela, y su cultura parecía ser la que había aprendido con los sementales que tenían en casa. Y según me confesó él ya hacía tiempo que cometía incesto con su hermana. A lo mejor era una faroleada de un chaval sin más sentido. Pero el muchacho sintió tanta lástima por mí, cuando le dije que nunca había hecho el amor, y que ni siquiera me masturbaba, que me ofreció a su hermana gratis, así como dicen que hacen los esquimales que ofrecen sus mujeres al visitante. Como yo me sintiera escandalizado, el miró a aun lado y a otro, como asegurándose de que nadie lo escuchaba y, metiéndome el hocico dentro de la oreja, me confesó su pecado. Pero más tarde me enteré que era ella la que se lo pedía, que parece ser que era muy a menudo. También me enteré que el incesto era a medias, porque la mocita no era de la misma madre. La madre había muerto en el parto y el padre se casó otra vez muy pronto, con una criada joven que había en casa. Aquello de casarse cuando aún la tumba de la primera mujer esta fresca, no era falta de respeto a la difunta, ni necesidad sexual, sino cuestión de economía: hacía falta una mujer para trabajar, y casándose tenía mujer gratis para las dos cosas. De ese matrimonio era el chico y la chica más joven. Yo no supe si creerle o no, y viendo que yo dudaba de su historia, fue cuando él me ofreció, la chica, diciéndome que ella estaría de acuerdo, porque yo le gustaba. Después se esparció en una larga explicación de como se hacía el amor sin peligro de que la chica quedara embarazada. De letras no estaría bien el muchacho, pero, en asuntos sexuales, parecía un verdadero experto. Claro que yo no le podía contradecir, pues yo de esas osas no sabía nada, absolutamente nada. Y aquella lección, la primera de esa naturaleza me llenaba de vergüenza, pero al mismo tiempo me gustaba.

LA HABITACIÓN SAGRADA

Aquella noche tía Matilde nos tenía preparado una sorpresa. ¿O sería un regalo? Después de la conversación con el chico sospeché de las intenciones de la señora Matilde. No se como lo podría definir, ni comprendí nunca su motivo. Según me explico Consuelito, aquella era la habitación de su tía Matilde, pero que ella nunca dormía allí ni se la dejaba a nadie, desde la muerte de su marido, como si fuese una habitación sagrada. Había hecho una excepción con mis padres, y ellos habían dormido allí un par de noches, porque tía Matilde deseaba ofrecerles lo mejor que tenía. Y aquella noche, que mis padres y madrina Josefa se fueron para El Ferrol, tía Matilde nos dio la habitación para nosotros.
-Ahora hasta que vuelvan los padres de Joseiño, aquí estaréis más cómodos -nos dijo la señora Matilde, en su gallego, que parecía más dulce en sus labios que en el resto de la otra gente.
Nos entregó el candil y, sin más explicación, cerró la puerta y nos dejó solos. La habitación era grande, y tenía una ventana, un poco demasiado alta, que daba a la huerta. Los muebles de la habitación se componían de una cama doble, un ropero, una cómoda y una mesita al lado de la cama. Y en un rincón estaba una cuna _un “berce” le llamaban en gallego. Fue entonces cuando Consuelo me explicó que nadie usaba aquella habitación desde que había muerto el marido de su tía Matilde. La señora Matilde llevaba viuda muchos años, pues su marido había muerto a los pocos años de casados, y ella no se había vuelto a casar, aunque había tenido propuestas, según me contaron. Nada de extrañar, considerando que ella era una mujer rica, para aquellos estándares de la aldea, con una casa grande y muchas tierras. Pues, como ya dije, la señora Matilde, además de madrina Josefa, tenía otro hermano en Cuba. Y tanto ese hermano como madrina Josefa, habían renunciado a la herencia en favor de tía Matilde. Así que ella se había quedado con todo, como recompensa por cuidar de sus padres. Por eso se decía que era una viuda rica. Pero no se volvió a casar, porque, para el tiempo que su marido había muerto, la señora Matilde ya sabía que no podía tener hijos. Aquella esterilidad era un defecto de la familia, pues tampoco el hermano, que estaba en Cuba, había tenido descendencia. Y madrina Josefa, después de varios abortos, había sido la excepción, y había tenido a Consuelito, gracias a mí, decía ella, que yo le había hecho ver al Señor que ella podía ser una buena madre. Por esa razón de esterilidad no se había vuelto a casar la señora Matilde. Ella decía que, si no podía tener hijos, para otra cosa no precisaba a un marido.
Yo inspeccioné la cuna, que había quedado allí esperando ser usada por el crío que nunca se materializó. Claro que yo aún no estaba enterado de esos detalles, y miré la cuna como tomándole la medida para ver si yo podría dormir en ella, porque allí no había más que una cama doble. Y la cuna me pareció muy pequeña, para dormir uno de nosotros en ella, por lo que no nos quedaba más remedio que dormir los dos en la misma cama. La señora Matilde tenía que darse cuenta de que tendríamos que acostarnos juntos. Tal vez ella nos habría creído tan niños que no le dio importancia a que durmiéramos juntos. O sería que, como nos tratábamos de hermanos, ella así lo pensó y no le dio importancia que durmiéramos en la misma cama. Nunca le encontré respuesta al hecho aquel. Alguna vez pensé que ella, aunque fuese inconsciente de ello, deseaba que nosotros llenásemos aquella cuna, que ella no había podido hacer.
De pequeños habíamos dormido muchas veces juntos. Así que se podría decir que éramos como un hermano. Pero para entonces ya éramos más que eso. Éramos algo especial, que no hay palabras para expresarlo. Pero como ya nos habíamos visto desnudos en el prado, no sentimos vergüenza en ponernos en ropas menores, allí en la habitación, ni por el hecho de acostarnos juntos. Aunque debo confesar que fue muy emocionante, y siempre me acordé de todos los detalles de aquella noche. Yo me metí en cama primero, y me acosté del la izquierdo y, en aquella posición, la ventana quedaba en frente, y se veían algunas estrellas. Yo tenía mi brazo izquierdo estirado a lo largo de la almohada, y cuando Cosuelito se metió en cama, se acostó sobre mi brazo, como un niño, y se acurrucó contra mi cuerpo como si tuviese algo de frío. Yo me sentí como una madre, la sentí como si fuese mi corazón, pues mi corazón latía con una emoción nueva, y a mi me parecía que aquel latir era el cuerpo de Cosuelito. A decir verdad, las ropas estaban frías, por eso ella habrá tratado de buscar mi calor. Yo cerré mi brazo alrededor de su cuello y aquel fue el primer placer que sentí del cuerpo de una mujer. Creo que fue, aquella primera sensación, más dulce que el amor. Hablamos mucho aquella noche. Hablamos de nuestra correspondencia, y también tratamos de recordar aquellos primeros años juntos. Consuelito me tuvo que recordar muchos detalles que yo no recordaba. Después hablamos de las aventuras de aquel día en el pozo. Y yo toqué, muy tímidamente al principio, el tema de la conversación que había teniendo con el chico. Me sorprendió cuando me comunicó que ella ya había tenido charlas algo parecido con el muchacho y con sus hermanas. Pues aquellas amiguitas, o lo habían hecho, o sabían mentir muy bien, porque hablaban del amor con mucha soltura. Por lo tanto, no nos fue difícil ponernos de acuerdo y experimentar para hacer el amor. Aquello era como un juego. Me fue más difícil el convencerme a mi misma de que no hacíamos nada malo. Aunque nadie nos culparía, porque si tía Matilde nos había dejado aquella habitación, sería porque, o nos consideraba niños inocentes, o esperaba, aunque fuese, como dije, inconscientemente, a que hiciéramos el amor y diéramos el fruto que esperaba allí su cuna. No fue tan fácil como me lo había imaginado, ni tan maravilloso como me lo había descrito el muchacho vecino... y sus hermanas. Yo tenía un cierto miedo, que no sabía lo que era, algo parecido a vergüenza o culpabilidad. Así que pasaron unas cuantas noches de práctica, antes de conseguir ser felices, en lo que comúnmente le llamamos al amor. Pero amor es más que eso y, en ese sentido, nadie en el mundo pudo haber sido más feliz que lo fuimos nosotros en aquellas noches juntos. Si antes nos queríamos, después de aquellas vacaciones juntos, quedamos enamorados para siempre. Nuestros cuerpos nos dolían al despedirnos, como si hubiésemos estado unidos por la carne. Pensábamos que nos volveríamos a ver pronto, pero tardamos cinco largos años en volver a vernos. Largos años digo, porque los años son algo más que días, cuando esos días separan a los que se aman. Y cuando uno es joven el tiempo es más grande, y parece que nunca pasa. Mis padres habían cumplido la promesa de llevarme a Galicia y, para ellos, la deuda estaba saldada. Ellos pensaban que nuestro amor era un cariño pasajero y que nos pasaría con el tiempo. Mis padres invitaban a madrina Josefa a venir a Madrid, pero ella ponía el pretexto de que le traería malos recuerdos visitar Madrid. Tendría razón, porque nuestras viviendas estaban juntas, y había sido allí donde ella había recibido la triste noticia de la muerte de padrino Felipe. O tal vez esos eran disculpas, y la realidad sería que ella vivía de la pensión de viudez, que, en los tiempos malos que corrían aquello no llegaba para fiestas.
Yo fui a la universidad y, esos cinco años, que habían parecido tan largos, una vez idos, parecía que habían pasado más pronto de lo que uno se pudiera imaginar. Durante ese tiempo Consuelo y yo nos escribíamos muy seguido, y en nuestras cartas hicimos un millón de planes para nuestro futuro, pues, desde aquellas vacaciones, nos habíamos comprometido a casarnos cuando fuésemos mayores de edad.
Tenía yo los veintiún años, cuando volví a Galicia. Yo había hecho trámites, con ayuda de madrina Josefa, para que me mandaran a hacer el servicio a algún lugar de Galicia, y conseguí, por intermedio de una cuña que buscó madrina Josefa, que me enviaran para La Coruña. Así, en tiempo de permiso yo iba para la casa de la señora Matilde, que estaba más cerca de La Coruña que de El Ferrol. Allí me reunía con Consuelo y con madrina Josefa. Consuelo tenía diecisiete años, para entonces, y no había mujer más guapa que ella en el mundo entero, eso pensaba yo. Cuando nos abrazamos sentí una timidez que no la había sentido nunca, como si me sintiera acomplejado de su hermosura.
Nosotros vivimos un corto tiempo con mis padres. Madrina Josefa, después de un tiempito, vendió el piso de El Ferrol y con ese dinero y algo que pusieron mis padres, compramos un piso, y madrina vino a vivir con nosotros. La vida tuvo sus altibajos, como es de esperar. Mis padres murieron jóvenes. Pero, mirándolo desde un ángulo optimista murieron sin padecer mayores enfermedades, así que no sufrieron. Madrina Josefa también murió joven, y padeció de la reuma, en sus últimos años. Ella siempre le echaba la culpa a las nieblas de Galicia, que se le había metido en los huesos. Así transcurrieron nuestras vidas, durante muchos años, sin hijos, y sin grandes emociones, pero sin pasar necesidades, siempre bien organizados. Y aún cuando la esperanza se había perdido de tener hijos, fuimos muy felices, porque nuestra clase de amor tenía una base muy sólida, de raíces profundas y recuerdos preciosos. Y bueno, al que no tiene hijos nunca le faltan s sobrinos. Una tía mía, hermana más joven de mi padre, tuvo hijos para ella y para nosotros. Adoptamos al más joven. Realmente no lo hemos adoptado: nos adoptó él. Se vino a vivir con nosotros una temporada, cuando aun era un niño, y como mi señora lo mimaba, él se fue pegando a ella como una lapa, y ya nunca nos pudimos deshacer de él. Lo bautizaron Jaime y le acertaron con el nombre, porque siempre se las dio de pícaro y comediante, gracioso como el niño de los cuentos. Mi señora se fue encariñando con él, por esa misma razón de ser tan gracioso y, como se sentiría sola mientras yo iba a trabajar, decía que el niño le hacía compañía. El chaval no solamente resultó gracioso, que también salió mujeriego, amante del buen vino y de ropa de marca. Nunca tuvo un pelo de tonto el mozo, pero a mi me salió más caro que si lo fuera. El y yo nunca hicimos buenas migas porque, de pequeño, el muy gracioso, se divertía dándome sustos tremendos. Cuando, después de almorzar, me quedaba dormido en el. sofá, me explotaba una bolsas de papel en las orejas. Más de una vez me vino a la cabeza la idea de meterlo en el coche , llevarlo a dar un paseo, como hacía la mafia, y dejarlo quedar en un bosque lejano, como hace alguna gente con los gatos indeseables. Creo que no lo hice porque mi señora estaba enamorada del niñazo, así que hice de tripas corazón y lo aguanté. Pero bueno, la historia que me ocupa, no es la de mi sobrino.
Así que ahora le contaré a mi hija la aventura del viaje a Galicia.

EL RETORNO

A la mañana siguiente _después de recibir la carta del cura por aquel amable mensajero- me acerqué al correo y le envié un telegrama al cura de Souto Grande, anunciándole que habíamos recibido sus noticias, y que nos pondríamos en camino de Galicia de inmediato. Salimos tarde, más tarde de lo que yo tenía pensado, porque mi señora perdió más tiempo de lo deseado en dejarle todo preparado al sobrino. Yo calculaba que podríamos llega a casa de tía Matilde en doce horas, parando por el camino para comer y estira las piernas. Mi cabeza aún seguía muy mecanizada y no podía yo evitar que se desgastara en hacer numeritos. Así que yo deseaba salir, corno mínimo, a las ocho de la mañana, para llegar a las ocho de la tarde que, como era verano, aún tendríamos unas horas de día. Pero, por culpa del sobrino, salimos a las once pasadas. Fue mejor así, porque, como yo calculé que no podíamos llegar con día, así que llevé a cabo el viaje con calma. Comimos en un restaurante del camino, sin prisas. Durante la comida yo ice muchos planes, que hicieron reír a mi señora, de tan ingenuo que me ha visto, pienso yo. Porque a mi me habían fascinado aquellos trabajos de los labradores Gallegos, cuando de niños habíamos pasara allí aquellas vacaciones. Me había quedado en la cabeza la idea de que ser labrador era una vida de vacaciones. ¿Qué sabía yo de sus trabajos duros, y del frío que tenían que pasar en el invierno? Era verano cuándo yo lo había pasado bien en aquellos campos, y mi cabeza no podía analizar que también allí llegaría el duro invierno. Pero yo no iba tan descabellado en mis ideas. Pues dedicarme a la agricultura sería una tercera alternativa a mi situación: entre jubilarme o volver a la escuela. Con el dinero que recibiría por mí prematuro retiro -y otros ahorros que teníamos- podríamos modernizar la casa de tía Matilde, mecanizar las tierras y hacernos ricos. Y si no nos hacíamos ricos viviríamos una vida holgada, lejos del mundanal ruido. Esos planes fueron los que hicieron reía a Consuelo. Me decía que le hacían recordar el cuento de la lechera.
-No pongas los bueyes antes del carro, querido esposo –me dijo.
Paramos a dormir en un hotel del camino, y seguimos hablando y riendo de nuestras tonterías. Hablamos más en aquel viaje que lo que habíamos hablado en años. Y que perdone mi hija ser tan explícito en lo que no parece relevante, pero tengo que confesarlo, porque nos hemos sentido tan jóvenes en aquel viaje como si se tratara de un viaje de novios, o de una luna de miel, y digo esto porque hicimos el amor más de una vez.
Llegamos a destino a la media tarde del segundo día de haber dejado Madrid. Pensamos que, antes de acercarnos a casa de tía Matilde, sería más razonable visitamos al párroco, para asegurarnos de que había recibido nuestras noticias y que él nos pusiera al tanto de la situación reinante en casa de tía Matilde y, a ser posible, que nos acompañara a su casa. Porque a decir verdad, nos sentíamos avergonzados de llegar a casa de tía Matilde, así como caídos del cielo. Más que avergonzados nos sentíamos culpables de haberla olvidado por tantos años. Sabíamos donde quedaba la casa del antiguo párroco, por las visas que le habíamos hecho durante los trámites -cuando nos casáramos- y presumimos que el nuevo cura viviría en la misma casa, como así fue. Era un hombre relativamente joven, delgado y alto, un cura de la nueva ola, que ya vestía de paisano, y que no encajaba en la imagen que yo me había hecho del cura gallego: bajo y regordete, como era el párroco que nos había casado. Me gustó la forma de ser de aquel cura, campechano y sencillo, como un paisano cualquiera, pero que irradiaba una gran cultura, así como bondad. Fuimos muy bien recibidos, como no podía ser menos, tratándose de una persona de esa calidad. Después de toda la obligada amabilidad de las presentaciones, y las obligadas preguntas y respuestas, el cura nos dejó caer la mala noticia: tía Matilde había muerto hacía tan solo unos días. El párroco nos acompañó hasta la iglesia, para enseñarnos el lugar de su descanso. Por el camino nos fue contando algunas historias que tía Matilde le había contado de nosotros. “Cuánto aquella mujer deseaba veros!” -exclamó el cura. Yo tuve que hacer un esfuerzo para no darles rienda suelta a las lágrimas, cuando me acerqué al montículo de tierra fresca, que parecía tan pequeño como si hubiesen enterrado allí a un niño. Creo que no lloré, porque un nudo en la garganta me lo impedía; pero cuántos recuerdos me vinieron a la cabeza, mirando aquella tierra. La que no pudo contener el llanto fue Consuelo. Después, tal vez avergonzada, le fue contando al cura, como si de una disculpa se tratara, el motivo de sus lágrimas.
-¿Cómo podemos ser tan injustos los seres humanos, y olvidar así, como nosotros lo habíamos hecho, a una persona que nos ha querido tanto?
La costumbre de enterrar se iba perdiendo en Galicia. Por entonces ya la gente prefería elegir nichos para su eterno descanso, y el cementerio de Soto Grande era por ahí mitad nichos y la otra mitad tumbas normales, montículos de tierra por un lado y por otro, como tumbas de almas olvidadas, tal vez con una cruz de madera o una lápida barata. Contrastaba todo con los nichos con tapas de mármol y letras grandes, como si allí también hubiese diferencia entre almas ricas y pobres.
-Su tía –nos informó el cura- no quiso que la metieran en un nicho. Ella creía que eso no era lo que la religión dice: polvo eres y en polvo te convertirás. Así que ella quiso ser enterrada en la tierra de donde venimos.
Aquel cura parecía estar de acuerdo con tía Matilde: no le gustaban los nichos. Después de la visita al cementerio volvimos a la casa del cura y allí nos mostró el testamento de tía Matilde. Era un simple papel escrito a mano, aunque muy claro con una caligrafía bonita como la de la carta que yo había recibido, por lo que no haría falta preguntar quien lo había redactado. Pero dentro de su simpleza, tenía una cláusula que era las más curiosa que uno se pueda imaginar. El cura mismo sonrió al leernos aquella cláusula, y comentó, como si quisiera prepararnos para la sorpresa:
-La señora Matilde tenía el corazón de un ángel ¡pobre mujer! y quería hacer el bien a todo el mundo. Y que Dios me perdone, pero yo no creo en eso de haz bien y no mires a quién. Porque el refrán también dice que Dios ayuda a los que se ayudan. Quiero decir que la señora Matilde tiene ayudado a gente que no hacían nada por ayudarse a si mismos. Le digo esto porque esta cláusula le obliga a usted a seguir su camino, mirando por esa gente, si es que acepta ser el heredero. Pero la cláusula no le obliga a cargar con esa responsabilidad. Sin no quiere luchar con ellos, renuncie a la herencia y la herencia pasa a esa ente, y que ellos se las arreglen. Usted decidirá cuando vea la situación.
-No parece un negocio muy alentador, por lo que comprendo -le dije yo al párroco.
-Todo depende de como usted lo vea, y de la solución que le pueda encontrar. Yo les acompañaré para presentarlos a toda aquella gente. Después usted dirá. Pero tómese su tiempo, que a lo mejor le encuentra una buena solución. La casa de la señora Matilde. es una buena casa, con muchas y buenas tierras, y ahora en Galicia las propiedades se están valorizado más cada día, especialmente en esta zona de las Mariñas.
El cura tenía razón en hablar como lo había hecho. Yo nunca hubiera sospechado que en aquella casa pudieran pudiesen convivir tantos desgraciados juntos. Nueve personas, cada cual con un problema distinto, pero todos con alguna anormales, o más bien diría con alguna manía o defecto. Y no había más porque tía Matilde, debido a su fanatismo religioso, no podía acoger a más de nueve, que sería mal agüero recoger más gente de la que entraba en una novena. Eran todos unas personas de los más peculiar. Los únicos más normales eran los dos criados, que ya estaban en la casa cuando yo pasara allí las primeras vacaciones. Pero estaban viejos, aún más viejos que sus años, pues andarían cerca de los setenta años. Y a esa edad no debieran parecer tan viejos. Creo que la falta de higiene y de aseo era lo que los hacía tan viejos, porque se veían muy abandonados. Sin embargo la casa de tía Matilde había mejorado mucho, así como habían mejorado los caminos de aquellas aldeas, que la mayoría se habían convertido en pistas asfaltadas, y había alumbrado por la mayoría de las aldeas. Las chimeneas ya estaban adornadas con antenas de la televisión, y en los corrales en vez de carros había coches o tractores, acompañados, en varios casos, de algún burro, de los pocos que iban quedando. En casa de tía Matilde ya había electricidad, agua corriente, y un servicio. En la cocina, además de la ‘lareira’ en la que aún se podía hacer fuego abierto, había una cocina Vasca, adaptada para calentar agua. Así que había agua caliente par lavarse. Las habitaciones, que antes eran grandes, habían sido partidas en dos, para acomodar a toda aquella gente. La cuadras, para entonces estaban afuera, alejadas a un lado de la casa, y no adentro como era el caso en los viejos tiempos, que todas las casas tenían las cuadras adentro, mismo al lado de la cocina. Había vacas, pero ya no había bueyes para trabajar, como la yunta que había cuando pasamos allí las vacaciones, y que tanto me habían fascinaban, por su fortaleza, y su paciente y dócil comportamiento. Sin embargo en casa de tía Matilde se palpaba la negligencia, como si no hubiese allí nadie que organizase aquellas vidas. Aquello era como para echarse a llorar. Sentí ganas de dar vuelta para Madrid en el acto, al ver aquella casa ocupada por tantos locos. ¿Si teníais donde dormir, con toda aquella gente? Eso fue lo peor. En la habitación de tía Matilde, aquella habitación tan sagrada para ella, la única que no había sido dividida en dos, dormía una señora con dos niñas. Las tres en la misma cama. Creo que dormían allí des que faltó la tía Matilde y no antes. El “berce” era pequeño para cualquiera de las niña, y por eso sería que no lo usaron y dormían las tres mujeres en la misma cama, la cama donde nosotros dormíamos y donde por primera vez habíamos hecho el amor y donde pasamos la luna de miel. La cama que Dios sabe que recuerdos le guardaba a tía Matilde, la cama de nuestros más preciosos recuerdos. Sentí como si fuera profanada. Pero me tuve que corregir. Pronto me di cuenta que había algo dulce y falta de cariño en aquellas niñas. Parecían asustadas, y la madre parecía una mujer torturada. La mujer hizo lo que pudo y vació la habitación para nosotros. Ellas se acomodaron por donde pudieron. Nos puso ropa limpia, pero a mi igualmente me daba la sensación de que todo estaba sucio. Que Dios me perdone por pensar así de aquella pobre gente. Algo que no comprendí, cuando tía Matilde nos dio aquella cama, y el motivo porque lo que no se la dejaba a nadie, lo comprendí aquella noche. Pues yo sentía como si la cama no fuera la misma, después de haber después de haber dormido allí otras personas. Hubo una intentona de hacer el amor aquella noche, como para recordar otros tiempos, pero fue un fracaso, porque yo no me podía concentrar. La cama había perdido el cariño que en otros tiempos le tenía.
Comer fue el primer problema. A la mañana no había nada para desayunar, pero la villa estaba cerca y fuimos a tomar café y unas pastas. Para el almuerzo había un pote grande de caldo gallego que, o por falta de ingredientes, o porque la señora no se había parado en hacerlo, resultó ser un potaje insípido. Pero lo comimos, para no pecar, que si íbamos a tomar nuestro tiempo para encontrarle solución al problema, como nos había aconsejado el cura, había que irse acostumbrando. Para la merienda hacían una tortilla, o pasaban sin nada. Nosotros no podíamos ponernos a cocinar allí algo diferente, en medio de toda aquella gente, así que nos marchábamos a un restaurante. Pero es en esas ocasiones -viendo aquellas pobres vidas- cuando uno tiene que pensar que las incomodidades de unos día no son nada, comparadas con el resto de la vida, que nos fue tan buena. Así que uno se conforma y se adapta, y da gracias al Señor por nuestra buenafortuna. Así que enfrenté aquella situación con un humor que me hacía reír. Por eso Consuelo me aconsejé que me quedara un tiempo por allí, que no me apurara, que meditara sobre lo que podría hacer de la herencia y de aquella gente que había recogido tía Matilde. Consuelo hablaba como el cura. Pero ella se volví a Madrid, sola, por tren, la primera vez que viajaba sola, y la primera vez que se separaba de mí. El pretexto que me puso fue que el sobrino estaba en un momento de mucho trabajo y que precisaba su ayuda, para tener ropa limpia y etcétera. Pero, aunque eso fuese parte de la verdad, realmente, el principal motivo fue que no podía soportar el ver tanta locura en casa de tía Matilde. Después me decía que rezó durante el viaje para que Dios me ayudara a encontrarle una solución a la herencia, porque le daba pena dejar aquella casa, tan querida en manos de aquellos descarriados.

LA SOLUCIÓN

Yo me había concentrado tanto en el manuscrito que me había olvidado de la chica, y ella no me había dirigido la palabra en todo aquel tiempo. Al leer “solución” levanté la cabeza para preguntarle algo, no me acuerdo qué ni creo que tenga importancia. Pero, al mirarla, noté que se había dormido. Quedé observándola un buen rato. Yo me tengo fijado, en otros viajes, en gente que se quedaba dormida en el asiento, y siempre he tenido la sensación de que una persona al quedarse dormida pierden la dignidad. He llegado a comparar esa clase de sueño a una borrachera. Porque el refrán latino dice que el vino dice la verdad. O sea que el borracha muestra su verdadera personalidad, en esas ocasiones. Pues la persona que duerme a pata ancha en un asiento también muestra su yo. Aclaro esto porque me llamó mucho la atención el sueño de aquella señorita. Sus manos y sus pierna no habían perdido su compostura. Sus facciones, al relajar, habían embellecido; sus labios cerrados parecían sonreír. ¿Dónde he visto yo esa sonrisa? –me pregunté. Yo seguí leyendo el manuscrito, una parte un poco confusa para mí, donde el padre de la chica volvía a hablar de los vecinos de tía Matilde.
El vecino, el mocito que nos acompañaba, con sus hermanas, en nuestras correrías, durante aquellas famosas vacaciones cuando éramos niños. Aquel joven, para entonces llevaba muchos años casado y tenía dos hijas muy guapas y muy simpáticas. Una de diecisiete años y otra de diecinueve. Parecían el espejo de aquellas dos tías de los días de nuestras vacaciones. El muy parrandero de su padre había aprovechado su juventud y se había casado tarde, pero se había convertido en un buen padre, muy responsable y trabajador. Creo que era el mejor labrador de la aldea de tía Matilde. Para entonces aquellos negocios del molino, y de los sementales, eran negocios ya de un pasado lejano. El hombre ya tenía un poderoso tractor, con el que trabajaba sus tierras y ayudaba con las de tía Matilde, y hacía algún dinerito arándoles las tierras a otros vecinos. Según me enteré, nunca le cobraba nada a tía Matilde por darle vuelta a sus tierras, pues los pagos por esos trabajos, eran pagados con otras ayudas que le daban los inquilinos de la tía Matilde. Me animó mucho para que me quedara a vivir allí, y me ofreció toda su colaboración. Parecía tener pena del abandono que se iba a cernir sobre aquella casa, si nadie tomaba las riendas de tan caótica situación.
Su mujer había sido una buena moza, eso aún se podía ver, pero para entonces estaba demasiado gorda, que más que gordura parecía todo músculo. La mujer trabajaba sin parar, como si para ella el trabajo fuese su mayor diversión. Digo esto porque yo pronto noté que las mozas se escapaban del trabajo, lo más que podían, y se lo dejaban a su madre, y a ella parecía no importarle. Por eso sería que las mocitas estaban finas como chicas de una ciudad, y no como campesinas. Mi señora no dio tiempo a revivir aquellos encuentros del pasado, con nuestro amigo y su familia. Pues, como ya comenté, puso el pretexto de marcharse a Madrid para ayudar al sobrino. Creo que yo hubiese hecho lo propio, al cabo de muy poco tiempo, y largarme como lo había hecho ella, si no fuese por la ayuda moral del vecino, animándome a que pusiese orden en aquella casa, y aconsejándome algunos caminos a seguir. Las cosas, realmente, no eran tan caóticas como al principio yo las había visto. Para una persona acostumbrada a una vida organizada, con un trabajo donde la planificación es esencial, una casa de labranza puede aparecer, a primera vista, un desbarajuste, aún sin serlo. Nada parece estar en su lugar. Pero ese desorden puede ser parte del orden. Pondré un ejemplo para entender ese orden del desorden. El ejemplo de los dos criados, que tenía tía Matilde, y que para entonces, como ya mencioné. Ellos habían sido como parte de la familia, como si fueran dos maridos de la tía Matilde –sexo a parte, que la mujer nunca interés tuvo en hombres desde su viudez. Pero en lo tocante al trabajo ellos eran los que, por más tiempo, habían cuidado y proveído las necesidades de aquella, como si fuese su propia casa, que en cierto modo lo era. A cambio ellos vivían, vivienda, comían y se vestían, y no les faltaba algún dinerito para tomar sus copas el día de la feria, que eran cuando iban a vender algunos productos viejos, como decía, más viejos que sus años, por el trabajo duro del campo y, como ya mencioné, falta de higiene y algo de abandono. Aunque las razones de su envejecimiento podrían ser otras, ya que no es fácil entender la mentalidad de dos seres tan cerrados como eran aquellos dos hombres. El ejemplo que quería poner, era una de las manías de Pedro. Era manía de que todas las herramientas tenía que estar siempre el mismo sitio. Y esto parecería un contraste con la desorganización que menciono, y que reinaba en aquella casa. Pero el hecho curioso era que, en el caso de Pedro, si una azada estaba tirada en medio del corral, estorbando por donde había que pasar, y yo, o cualquier otro, la levantaba y la ponía a un lado, contra una pared, o en el lugar que debiera estar, Pedro la volvería a tirar don antes estaba, como si aquel fuese su lugar y no otro. Yo pensé, en un principio, que sería una imaginación mía, aquel comportamiento de Pedro y, para asegurarme, hice algunos experimentos, moviendo herramientas de un sitio a otro, y comprobé, sin lugar a dudas, que Pedro, sin protestar y sin ninguna razón, las ponía otra vez donde él las había dejado. Comenté aquella manía de Pedro con Carmela, y su contestación fue: “Tan bueno es Pedro coma Juan.” Parece ser que en Galicia ese dicho lo arregla todo, para quien lo quiera entender. Entonces comenté aquella manía de Pedro con el vecino que, sorprendido de mi ceguera, me informó que Juan, estaba ciego. Y, durante aquellos años en casa de tía Matilde, las cosas habían estado allí, así que Juan las podía encontrar como si viera, pero si se las cambiaban el hombre se perdía. Por lo tanto él seguía siendo él seguía siendo útil lo mismo, haciendo su trabajo como si los ojos no fuesen necesarios. Esa era la razón por la que Pedro se encargaba de que una herramienta estuviese siempre donde siempre había estado, así fuese en medio del camino. Y sería la ceguera de Juan la que me hizo abrir los ojos y observar, más de cerca, las manías, o más bien diría, el comportamiento de aquella gente. Entre toda aquella gente, la señora Carmela, dentro de su extremada sencillez, era la persona más delicada de toda la mezcolanza. Por eso sería que yo pensaba que aquel nombre no le caía bien. Y no sé porque no le caía bien. Posiblemente yo pensé que el nombre no le era apropiado, y no le asentaba, porque la señora era demasiado frágil, y parecía que aquel nombre era muy pesado para ella. Creo que yo pensaría así por compararla con los otros, ya que, como decía, ella era la más decente de todos aquellos inquilinos. Era la mujer que había ocupado la habitación grande de tía Matilde y que, sólo por aquel pecado, no le había caído muy simpática a mi señora, y tal vez a mi mismo. Pero que resultó ser una mujer buena y agradable, después de poder penetrar su hermetismo, que se debía, eso pensé yo, a que había tenido un trato muy violeto por parte de su marido. La mujer tenía ojos tristes y un tanto asustadizos. La pobre, cuando pasaba a mi lado, aunque el espacio fuese suficiente para dos o tres personas, ella pasaba de lado, con la cabeza baja, como con miedo, como el perro que pasa con el rabo entre las piernas, por el miedo a llevar una patada en el trasero, cosa muy corriente en aquellos tiempos en las aldeas. La mujer seguro que también sentía miedo de que yo le asentara un golpe. Aclaro, una vez más, que Carmela era la madre de las dos niñas. Y es a las niñas a donde yo quería llegar con esta anécdota. Sus hijas, como imitando a la madre, nunca levantaban la cabeza, siempre con ademán asustadizo, y aquel comportamiento me daba tanta pena, que yo hacía todo lo que podía por comunicarme con ellas y hacerles perder aquel miedo que parecían tenerme. Pero, a pesar de de mi esfuerzo no me aceptaban. Yo pensaba que, debajo de su suciedad, de sus ropitas raídas, y de aquella timidez, había dos niñas guapitas, con un alma pura, que deseaba cariño. y como nosotros no teníamos hijos, el deseo más deseado que no habíamos tenido la dicha de cumplir, yo miraba a las niñas con nostalgia, y hasta me había pasado por la cabeza la idea de adoptarlas, si mi señora estuviese de acuerdo. Otras veces pensaba que mi idea era descabellada, pues no sería justo aprovecharse de la pobreza de su adre para quitarle las hijas. Toda esta explicación viene al caso, por demostrar el esfuerzo que yo hacía por comunicarme y ser agradable a las niñas. Pues la anécdota que iba a contar, de esas niñas era que, durante esas observaciones, me di cuenta que la mayor, Maruxa, o Maruxiña, como le llamaba la madre, andaba siempre descalza, y que no era por falta de calzado, que tía Matilde las había proveído de zuecos a las dos hermanitas. Pero la niña decía que los zuecos le lastimaban un dedo. Cuando pude romper parte de la desconfianza que nos separaba, le pedí que me mostrara el dedo causante del problema, fue grande mi sorpresa al comprobar que en un pie tenía seis dedos en un pie, y el pie era demasiado ancho para toda clase de calzado. Y parece ser que nadie se había dado cuenta del detalle, o si se habían dado cuenta no le habían dado ninguna importancia. Pues la madre pareció no sorprenderse cuando yo se lo comuniqué, y se limitó a decir “que más vale tener que desear.” Yo hice mal en hacerle ver a la niña de que tenía seis dedos, porque entonces le entró un gran complejo por tener muchos dedos. Y a la menor, Pepiña, también le entró un complejo, por tener menos dedos que su hermana. Así que, si una se negaba a calzarse porque le apretaba el calzado, la otra lo hacía porque le quedaba flojo.
El marido de Carmela, padre de las niñas, había sido un borracho. Ellos arrendaban unas pequeñas tierras, y una casita, que en un tiempo había sido un pesebre. La mujer era la que trabajaba aquellas miserables tierras, que lo hacía a golpe de azada, y el marido casi siempre andaba al jornal, pero el dinerito qué ganaba lo gastaba en agua ardiente, y después, si la mujer no tenía leña con que hacer el calado, de la daba él. Esos tratos serían los que aún traían asustadas a las niñas y a la madre. Durante una de esas borracheras el hombre había caído por un barranco, poniendo así fin a su miseria. Fue entonces cuando tía Matilde recogió a la mujer y a las niñas. Así la familia, incluyendo a tía Matilde y los dos criados, aumentó seis. Después parece ser que se arrimó tía José -que le llamaban tío por su edad, como era la costumbre en Galicia. Aunque no era tan viejo como Pedro y Juan, y a ellos nadie les llamaba tíos. Parece ser que los criados nunca alcanzaban ese título de tíos, como lo conseguían las otras personas mayores. Ese tío José, según me contó el vecino, había tenido una taberna en la aldea, a donde se iban a emborrachar los perdidos como el marido de la pobre Carmela. Yo recordaba aquella taberna, que habíamos ido a comprar allí alguna cosa durante las vacaciones, cuando éramos niños; pero no recordaba al tabernero. Según me contaron, aquel tío José había tenido un hijo, al que le habían dado muy mala vida. Me contaban que, cuando el hijo era un chaval, no había día que el padre no diese la vuelta a toda la aldea corriendo detrás de él con el cinturón. Aquellas rondas eran tan premeditadas, que se decía que la gente ya ponía los relojes en hora cuando los veían pasar. El muchacho se marchó a la América, al ser mayor de edad y, según me contaron, cuando desde la cuesta miró hacia atrás para la aldea, en vez de suspirar, como lo habrían hecho otros en su situación, él parece ser que echó un juramento de que jamás allí volvería. No volvió, ni escribió, ni se supo jamás que fue de su vida. Al padre le llegó su tiempo, cuando la taberna no daba para vivir, y el reuma se apoderó de sus piernas –que sería de tanto correr detrás del hijo- y la tía Matilde sintió pena de su miseria. Lo recogió -que la mujer hacía bien sin mirar a quién- y ya fueron siete. Aquel miserable era la única persona que no me caía bien. Tenía la manía de que el líquido del caldo le producía gases en el estomago, así que traba de absorberlo echándole mucho pan. Esa manía era para comer más, sin lugar a duda.
Después la tía recogió al señor Ramón, el único con título de señor en vez de tío. Pero yo le llamaba el pirata, porque tenía una pata de palo. La había perdido en la guerra, y él no perdía ocasión de contar la aventura. Había sido paragüera, recorriendo las aldeas con su rueda, pero el tiempo llegó cuando ya nadie remendaba potas ni paraguas, y su negocio se fue al tacho. El pobre no cobraba nada, como mutilado de guerra, porque había perdido la pierna izquierda en vez de la derecha. Fue el segundo hombre, de los desesperados, que recogió la tía Matilde. Me enteré que la gente la criticó por recogerlo, diciendo que el hombre aún no estaba tan viejo, y que había trabajo por ahí, si quería trabajar. Parece ser que la tía Matilde contrarrestó a las críticas con el argumento, de que un hombre con una pata de palo, no podía ir muy lejos. Después la gente parece ser que comentaban aquello como un chiste, pero seguro que tía Matilde no había dicho aquello con esa intención. Él resultó ser el hombre más servicial de todos ellos, con respeto a los trabajos de casa, y no le importaba ayudar a Carmela en la cocina, y con otros trabajos, que los demás consideraban trabajos de mujer. Creo que había una cierta atracción entre los dos: Carmela y él. Pero Carmela, con la mala experiencia que había sufrido con su marido, los hombres la asustaban más de lo que la atraían. Además había mucha diferencia de edad entre los dos.
Fina, la otra recogida de tía Matilde, padecía locuras temporales que dependía de muchos factores: de la luna, de las mareas, o de si comía o tenía hambre –eso decían los demás. Había momentos que uno podría jurar que poseía una aguda inteligencia, pues se ingeniaba para solucionar problemas que no se le hubieran ocurrido a una persona normal. Otras veces su locura rallaba la violencia, especialmente cuando comía el caldo. Odiaba esa clase de mezcolanza. El caldo era la dieta principal, y no muy apetecible, por falta de carne que lo acompañara, creo que sería. Era la única que protestaba, porque los demás, con más juicio, no se lamentaban. Aquello era lo que había, cómelo o déjalo. Fina echaba al campo un par de vacas que aún quedaban en aquella hacienda. Las vacas eran las que, según me contaron, le quitaban el hambre cuando no quería comer el caldo. Parece ser que cuando las sacaba a pacer, y le cogía el hambre, se metía debajo de una vaca y mamaba leche como si fuera un ternero. Después Carmela protestaba porque las vacas no daban leche para hacer sopas para todos.
Yo pensaba que era vieja, de unos sesenta y pico de años, y me sorprendió cuando me dijeron que tenía unos cuarenta años. Había vino a servir a una casa de la aldea donde había varios hombres, cuatro hermanos, uno casado y los otros tres solterones, y todos se aprovechaban de la moza. Ella, inocente como era, después lo pregonaba, diciendo que no le daban de comer si no se acostaba con ellos. La tía Matilde decidió poner remedio a tales orgías y la recogió. y por último estaba el mendigo, para completar la novena, y el reparto de aquella mal interpretada comedia. Le llamaban O Pobre, y creo que nunca sentí a los demás llamarle por otro nombre. Me enteré que se llamaba Antón, cuando hubo que hacer algunos trámites para poner aquel reparto en orden. Le llamaban O Pobre porque su oficio era el andar a pedir, vagabundeando de la ceca a la Meca, y creo que no dejaría aquel oficio aunque le tocara la lotería. En sus correrías siempre regresaba a la casa de tía Matilde, porque ella le daba donde dormir, y él cogió aquella vivienda como su cuartel general. Traía patatas, espigas, cachos de pan, y hasta algún dinero, que todo lo repartía con los demás. No era tacaño el hombre, y no parecía importarle mucho el futuro. Sería por eso que no guardaba nada para él, porque no había futuro. No me llevó mucho tiempo en darme cuenta de que toda aquella pobre gente se sentía muy afligida por la muerte de tía Matilde, porque ellos no estaban seguros de lo que les sucedería con el nuevo inquilino, que era yo. Y tenían razones suficientes para estar preocupados, porque ellos sentían los comentarios de la otra gente que, en su propia cara, les decían que se les iba a acabar la teta. La más preocupada era Carmela, pues yo la sentía hablar con la niñas, preguntándose qué iba ser de sus vidas. Hablaba así con las niñas para que yo me enterara. Parecía que aquella gente no estaba enterada de la cláusula del testamento.

DON JOSÉ CÓMO MADRUGA USTED

No había teléfonos públicos en la aldea ni en la villa. En la villa se usaban los de los bares, que se pagaba por pasos. Hablé con Consuelo, para preguntarle sobre su viaje de regreso a casa. Me sorprendió cuando me dijo que, después de contarle al sobrino nuestra aventura, a él le había entrado el deseo de viajar a Galicia y pasar unos días conmigo, para ayudarme y aconsejarme sobre lo que debía hacer, si veía que aquello tenía alguna solución. Yo siempre pensé de ese sobrino como un vividor, y no me pareció muy buena la idea de que me hiciera compañía. Llegó de sopetón, sin avisar, para darme una sorpresa -me dijo. No me hizo gracia ninguna su presencia, porque la casa ya estaba a barrote, y no sabía yo quién de los dos tendría que dormir en el pajar, como el perro. Yo no sé si me habría vuelto tacaño, con el correr de los años, pero yo siempre lloraba los gastos de mi sobrino. Bueno, eché mano al refrán de aquella gente, que decían que donde comía uno también comían dos, así que lo mismo sería con la dormida, y de esa forma compartimos la cama doble de tía Matilde. Pobre tía Matilde. Estaría dando vueltas en su tumba viendo con que desfachatez se profanaba su habitación y su cama. No cerré ojo en toda la noche, con el solo pensamiento de dormir con un hombre, sobrino o no sobrino. El si que durmió como una piedra. A la mañana siguiente, yo me levanté muy temprano y fui a dar una vuelta por la huerta. Allí me sucedió un caso curioso, del que sentí vergüenza y placer. Como ya mencioné, las hijas del vecino, que habían sido muy amables conmigo desde mi llegada, se parecían machismo a sus tías, cuando las tías era más o menos de aquella misma edad. Eso pensaba yo cuando las miraba. Me parecía transportado al pasado, a aquellos días cuando íbamos a bañarnos al pozo del molino, con su padre y sus tías. Pues aquella mañana, una de las mocitas, se acercó desnuda a la ventana. Se esperezó, estirando sus brazos a todo lo ancho de la ventana. Al mismo tiempo echó un suspiro como un lamento, como si deseara respirar todo el aire de la mañana. No tuve tiempo a enterarme cuál de las dos hermanas era, porque mi vista se detuvo sólo un instante en sus pechos. Sentí como si un relámpago de luz me transportara al momento aquel en el prado, cuando por primera vez había visto a sus tías desnudas. Después de aquella sensación sentí apuro y bajé la cabeza. La moza, como si se llevara un susto al verme, no supo que hacer, y sólo acertó a decir, en un tono de sorpresa:
¡Ay, don José, cómo madruga usted!
Dicho lo cual se retiró de la ventana rápidamente. Después oí las risas de las dos hermanas y, entre sus carcajadas, repetían, con voz entrecortada la frase que una de ellas había dicho en la ventana. “Ay, don José, cómo madruga usted.” Siguieron aquel juego por un tiempo, festejándolo a carcajadas. Después de un rato, la más joven se acercó a la ventana, vestida, y entre risas picarescas me saludó con una mano y repitió la frase. Se retiró de la ventana y las risas de las dos hermanas siguieron aún más altas adentro, en la habitación. Después de aquello yo sentía recelo de encontrarme con ellas, pero las muy pícaras, enteradas de que mi sobrino andaba por allí, se dejaron caer por casa –por primera vez- así como el perro que va a una boda. No parecían avergonzadas del detalle de aquella mañana, como me sentía yo en su presencia. Al contrario, sonreían, una sonrisa sugestiva, sin duda acordándose de la frase que las había hecho reír tanto. Les presenté al sobrino, y en esa ocasión si que noté que eran ella las que se sintieron avergonzadas, porque creo que mi sobrino las impresionó, como si viesen en él un hueso más difícil de roer de lo que ellas esperaban.
Mi sobrino, con respecto a celebraciones, no dejaba para mañana lo que pudiera hacer ayer, y aquella misma mañana ya salimos de chateo. Yo he dicho que no soy hombre de bares, y menos de tabernas, aunque tomo un vaso de vino, o una cerveza, como cualquiera. Así que, aún sin mucho entusiasmo, no me hice rogar con el sobrino, que total fuera perder el tiempo, negarme, que me hubiera llevado por las orejas. Así que nos fuimos a la villa a gastar mi dinero, claro está. Mi sobrino sabía de cuanto rincón había en Madrid, especialmente de los rincones típicos, ya fuesen gallegos o chinos. Así que él conocía bien las tapas y esas tacitas blancas donde se sirve el ribero; pero él quería probarlas allí en la tierra, don esas tazas crecen. No sé si se podría decir qué mi cerebro había quedado embotado en mi trabajo, o si se debería a que yo había sido mimado y criado en un ambiente austero, demasiado formal y religioso, y enamorado desde niño, de la niña que nos habíamos criado juntos, y que sería mi esposa, y de ahí, digo, vendría el hecho de que yo no había salido un parrandero como mi sobrino. No me parecía yo en nada, ni a mi sobrino ni a la juventud de su edad: no la entendía. Cuando el sobrino era un niño, como ya dije, no me caía nada simpático, y esas relaciones no mejoraron mucho, a medida que se hacía hombre. De pequeño me parecía demasiado gracioso y de hombre demasiado vividor.
La villa más cercana a la aldea de tía Matilde estaba a un kilómetro y medio, y a mi me gustaba ir andando, y así lo hicimos aquel día. En aquel pueblo aún quedaban un par de bares en la parte trasera que servían el vino en tazas, pero en otros bares más céntricos las tazas habían desaparecido. La gente joven parecía no tomar vino de barril. Se iban modernizando y preferían las cubatas. Nosotros tomamos varias tazas y algunas tapas, y aquellas tazas y tapas, debían de tener el demonio dentro, porque yo nunca tan alegre me había sentido. Después mi sobrino se reía de mí, acordándose de mi borrachera, porque yo le decía que desde aquel día me iba a emborrachar todos los días. Cambié de idea al otro día, por el dolor de cabeza. Pero aquella borrachera me hizo comprender a mi sobrino y, en cierta medida, a la juventud.
Me creí que mi sobrino se estaba burlando de mi, cuando le comenté lo de las mocitas vecinas, de que había visto a una de ellas desnuda en la ventana. Eso confirma lo que yo sospechaba, tío. Usted les gusta a esas señoritas -me dijo. ¿Por qué no les iba a gustar? -fue mi contestación, porque yo no tenía aquella malicia de mi sobrino, y pensaba que él se refería a que yo les caía agradable. Viendo que yo no había entendido lo que él me quería decir, empezó a elaborar en sus conocimientos de las mujeres y adarme consejos. Me pareció que estaba fanfarroneando un poco, pues él parecía ver la vida muy fácil, y yo pensaba que era fácil como la había llevado él, viviendo a mi cuenta. Pero él me fue convenciendo de lo joven que yo estaba, y del éxito que tenían los hombres como yo, con canas que los hace tan respetuosos, o respetables, que les dan personalidad.
-Tío, usted ha quedado en el pasado -me dijo. Los padres de mis amigos, a veces salen con sus hijos de chateo, como si fueran jóvenes, y se echan una cana al aire cuando se les presenta la ocasión –me decía con poco respeto, el muy calavera.
Según mi sobrino, yo tenía que despertar, antes que mis días pasaran. Yo pensaba en mi señora, cuando él me hablaba así, y lo consideraba un traidor, pues ella lo había criado como a un hijo y mejor que un hijo, mimándole y dándole una carrera con mi dinero, y él, en pago de todo eso, me estaba animando a que le pusiera los cuernos. No me enfadé con él porque pensé que era el vino el que hablaba. Sin embargo, consciente o inconscientemente, deseaba que lo que él me contaba se convirtiera en realidad, como si desease ser joven otra vez. Pues la juventud, de aquellas mozas vecinas, me hacían recordar los días de chaval, cuando sus tías y su padre nos hacían compañía, a Consuelo y a mí, al molino y a otras correrías por aquellos campos. Ahora, aquellas sobrinas, era como un espejo de aquel pasado, y yo me sentía atraído por ellas. En su presencia, sentía nostalgia por aquellos tiempos -y pena por no ser joven.
Aquella noche dormí como un lirón, porque poco había dormido la noche anterior, y por la borrachera que me había metido en el cuerpo mi sobrino. Me levanté a la media mañana, y mi cabeza me llevaba para todos los lados, menos para donde yo la quería llevar. Conseguí acercarme a la huerta, para tomar airé fresco y tratar de aclarar mi resaca. Las mozas salieron a la huerta -no se por qué razón- pero sospeché que estarían atentas por si mi sobrino aparecía por allí. Me empezaron a embromar con la frase aquella, pero dándole la vuelta y riéndose de su propia gracia.
-Don José, ¿por qué hoy no madrugó usted?
-Porque tengo dolor de cabeza -les contesté.
-¿Tomó mucho vino ayer?
Ya estaban enteradas de que había ido de chateo con el sobrino. No tuve que preguntarles quién se lo había dicho, porque yo ya estaba enterado de que allí, en la aldea, todo era transparente. Eso era lo que mi sobrino todavía no sabía. Dios me librara de tener yo un resbalón con una de aquellas mozas, o con cualquier otra mujer de la comarca, que lo sabría toda la comunidad antes de yo volverme a vestir.
-¿Tendréis una aspirina a mano? -les pregunté a las señoritas.
-Si, don José. Venga que le haremos café -me dijo la mayor. Y la más joven, con su pícara sonrisa, repitió la frase en una forma poética: “Si, don José. Venga a tomar café.” Tenían pretensiones de poetisas, las niñas, a contar por sus estribillos. Yo iba a dar la vuelta para acercarme a su casa por la parte del corral, y ellas me incitaron a que saltara la cerca, para ahorrar tiempo. La cerca era compuesta de zarzas y mirtos, recortada, y no era muy alta. Yo me acordaba de como saltaba aquella cerca, cuando pasara allí las vacaciones y pasaba a charlar con el padre de aquellas chicas y con sus tías. Ellas, las sobrinas, estaban enteradas de aquel pasado, por las muchas historias que les habría contado su padre, o sus tías, que parece ser que siempre nos recordaban.
-Venga, don José, salte como cuando era Joven -me dijeron.
-¡Cómo cuando era joven! -exclamé yo.
Si, las chicas tenían razón. Como cuando era joven, porque yo ya no era joven, y no estaba para saltar cercas y hacer reír a las niñas. Pues si, no estaré joven para otra cosa, pero estoy joven bastante como para saltar esa cerca -me dije. Yo recordaba como de joven saltaba aquella cerca. Me había quedado gravado el detalle, como queda gravado el aprender a nadar cuando uno es niño. Puede pasar una vida entera sin tocar el agua, pero si lo tirasen a uno al agua, uno saldría nadando. Yo miré a un lado y a otro, para asegurarme que ninguno de aquellos inquilinos, que tía Matilde había tenido la mala ocurrencia de meter en casa, estaban presentes y, acercándome atrás, así como hacen los carneros para investir, salté la cerca tan limpiamente como cuando era un chaval. Después del miedo que tenía de hacerme el ridículo, me hizo tomar precauciones, y salté aún con más ímpetu de lo necesario. El problema fue al caer sobre mis pies, porque, con aquel dolor de cabeza, sentí la sensación de que había caído patas arriba. Las chicas aplaudían a risas, y después, ya en la casa, me daban palmaditas en la espalda como si yo fuese un atleta que acababa de ganarse una medalla de oro. Nunca me habían tratado así, con aquella confianza, y me gustó que me trataran sin aquel respeto que me habían tenido hasta aquel momento.
-Usted si que está fuerte, don José. Nunca pensamos que iba a saltar así -me decían- por lo que yo me di cuenta de que ellas esperaban verme caer en medio de la cerca y reírse de mi torpeza.
Mandaron a la madre que me hiciera café, ya que era de esperar, porque ellas parecían estar acostumbradas a que la madre hiciera todo. Una de ellas me trajo las aspirinas y, mientras esperaba por el café, le fueron contando a la madre como yo había saltado la cerca; y que me dolía la cabeza porque había ido de chateo con mi sobrino. La madre hablaba poco, como si la charla de sus hijas no le interesara, y también porque ella parecía sentirse apocada en mi presencia. Creo que dijo, con respecto a mi dolor de cabeza, que sarna con gusto no pica. Pero lo murmuró entre dientes y yo no le entendí bien. En aquellos tiempos ya poca gente hacia café a la antigua, como lo hacía la tía Matilde cuando yo era joven. La bombona había desplazado el fuego de la “Lareira” en muchas de las casas. Pero en aquella casa hacían fuego, porque aún cocían ciertos caldos en el fuego abierto, para alimentar a los cerdos. Así que, en aquella ocasión, la madre de las mozas hizo el café en el fuego y ahogó un tizón en la pata, como lo hacías tía Matilde. El café lo sirvió en tazas grandes como de desayuno, a la turca sin colar, sacándolo por encima de la pota con un cucharón, para no servir las borras. Aun así tenía borras, pero estaba bueno. Con el café y las aspirinas, y la charla de las mozas, me olvidé de mi cabeza, y cuando me di cuenta la madre había desaparecido, y allí estaba yo, como un mozo, solo con las chicas. La conversación de mi sobrino me andaba en la cabeza, y como para tantear su filosofía les tiré alguna frase halagadora a las señoritas. No estaban acostumbradas a frases elaboradas, o arcaicas, de un hombre mayor, y se sintieron un tanto confusas pero alagadas. Después les hablé de las aventuras que habíamos tenido con su padre y sus tías, Consuelo y yo, cuando pasáramos allí nuestras vacaciones niños pasáramos allí aquellas vacaciones. Ellas habían escuchado aquellas historias de unos jóvenes, de los que sus tías y su padre les habían hablado en ciertas ocasiones, pero no estaban enteradas de que, tales jóvenes, éramos mi señora y yo. Tuve el atrevimiento de contarles como nos habíamos bañado en el pozo del molino, desnudos, sus tías, su padre y nosotros. No se escandalizaron, como si los comentarios que habían escuchado de sus tías y de su padre, ya fuese mencionado lo que yo les contaba. Entonces también tuve el atrevimiento de decirles, que la mayor de sus tías, se parecía mucho a la figura que yo había visto en la ventana. Me enteré entonces que había sido la mayor de las hermanas. Se rieron al recordarlo, y repitieron la frase que les había hecho tanta gracia. Me dijeron que el molino estaba abandonado, y qué ya casi no se veía donde estaba, con las zarzas que lo cubrían. Pera me invitaran a que fuera can ellas a ver el lugar, para que recordara aquellos tiempos. Quedamos en hacerla uno de aquellos días.

LA SOLUCIÓN

El padre de las chicas, parecía un hambre enamorado de su tractor, y de la tierra, y no perdía la ocasión de contarme cuanto más trabajo se hacía con un tractor que con una yunta de bueyes; y la diferencia que había en la calidad de las cosechas, trabajándolas con el tractor; porque el tractor araba hondo e introducía oxigeno en la tierra. Me hablaba de abonos y semillas nuevas, cama las patatas que, para entonces, se cambiaban las plantas cada dos años, y se recogían muchas y mejores patatas que antiguamente. Pudiera parecer aburrida la conversación de aquel vecina, hablándole de abonos y tierras a un diseñador de máquinas de oficina, pero aquellas charlas eran muy interesantes y relajantes. Era interesante recordar, como había cambiado aquel mocito compañero de nuestras correría, que nos enseñara todos los rincones de aquella aldea, durante aquellas inolvidables vacaciones. Entonces no tenía preparación escolar alguna, y él parecía no diferenciar entre sus hermanas o cualquier otra chica, y ahora se presentaba como un padre de familia muy responsable, trabajador y con apego y amor a la tierra. Yo comparaba nuestras vidas, nuestros diferentes caminos que habíamos seguido, desde aquellos días que nos habíamos conocido y, en cierto modo, sentía envidia de la libertad de la que él siempre había gozado allí en el campo, lejos del mundanal ruido de las ciudades. Pensé sobre el poco respeto que las gentes de las ciudades le prestan al campo y a las personas que lo trabajan, inclusive insultando sus nombres de paisanos, cuando, en realidad, todo lo que nos sustenta sale de su trabajo. Este comentario, que parece no venir al caso, tiene su motivo para ser incluido en estas memorias, porque ha tenido grandes consecuencias para mí. No es difícil, para una persona con un poco de sentido de observación, comprender el doble significado que la gente, en ciertas ocasiones -y especialmente los campesinos- le dan a sus argumentos. Comprendía yo que, aquel vecino, con aquella forma de transmitirme sus conocimientos de las tierras y sus productos, realmente me estaba proponiendo alguna clase de negocio; porque él tenía los ojos echados a las tierras de tía Matilde que, uniéndolas a las suyas, harían un lugar envidiable. Y fue eso lo que me hizo pensar que yo no debía abandonar aquella difícil empresa que tía Matilde me había echado a los hombros. Tía Matilde, sin duda, confiaba en mi; confianza en que yo le encontraría alguna solución al problema que ella dejaba detrás. Seguro que ella confiaba en que yo no abandonaría a aquella pobre gente. Y yo no le podía fallar a tía Matilde, aquella mujer que nos había querido como si fuésemos los hijos que ella no había podido tener. Por lo tanto yo no podía decepcionarla. Ya bastante le habíamos fallado con haberla olvidado por tanto tiempo.
El vecino, con sus sugestivas indirectas, me estaba mostrando el camino; me estaba entregando la solución: darle a trabajar las tierras a él, y en pago él proveería a aquellos inquilinos de tía Matilde, de sus más básicas necesidades. Yo conservaría, para nosotros, la habitación sagrada de tía Matilde, que él mantendría cerrada con llave, y llave con su mujer, para que la aireara, pero que nadie más la profanara. Así nosotros podríamos pasar allí las vacaciones cuando nos apeteciera. No me había dicho eso el vecino en palabras concretas, que en aquella forma de soñar era producto de mi imaginación. Yo, durante aquellos días en la aldea, ya me había hecho a la idea de que no iba a volver a la escuela. Al diablo con las preocupaciones. Con mis ahorros, el cheque de la jubilación voluntaria y lo que viniese después, a nosotros nos alcanzaba. Los hijos estaban criados. ¿Y cuántos años más íbamos a vivir? Uno a veces precisa el aire fresco del campo para pensar. Le comenté aquella solución a mi sobrino, y el muy parrandero me salió con una contestación que yo pensé que sería uno de sus chiste, pero que no resultó ser ninguna broma.
-Tío -me dijo- veo que la borrachera del otro día le aclaró la cabeza. Tenemos que hacer eso más seguido.
-¿Es que no puedo hablar en serio con un hombre que ya es un abogado -le dije yo, con intención de tocarle un poco el amor propio.
-Estoy hablando en serio, tío. Eso que dice es lo que debe hacer, como primer medida; pero yo estoy trabajando en algo que puede ayudar grandemente a esa solución. Vamos a tener que tomar otras tazas juntos, porque usted no me entiende si no está algo alegre.
Sin la compañía de mi señora, allí con aquella gente tan estrafalaria, no había mucho en que entretenerse, a parte de las charlas con el vecino, y una que otra con sus hijas, o unos paseos por aquellos valles, que eran agradables, pero que faltaba compañía con quién compartirlos. Así que yo ya estaba aceptando la compañía de mi sobrino como una bendición disfrazada.
Curada la resaca, de la borrachera que él me había metido en el cuerpo, un par de días atrás, ya empezaba yo a ver aquella velada con una cierta nostalgia. ¿Cuándo había sido la última vez que yo me había emborrachado y compartido una charla con un joven? Nunca jamás. Empecé a creer que mi sobrino tenía razón cuando decía -a mis espaldas- que yo era un dinosaurio. Así fue como empecé a aceptar a mi sobrino tal como era; y después de tantos años viviendo juntos, fue allí, en la aldea de tía Matilde, donde lo empecé a conocer, y donde nuestra amistad se consolidó. O sea que era yo el que precisaba un cambio, y no él como yo lo pensaba.
Aquella noche salimos otra vez de parranda juntos, a tapiñar por los bares de la villa cercana. Mi sobrino ya había acudido a tales bares, él solo, las tardes anteriores, y ya era conocido por el Madrileño. Noté lo fácil que le era entablar amistad con la gente que frecuentaba aquellos bares y tabernas. Varias veces fuimos invitados por los paisanos, y por primera vez yo pude entablar conversación con gente que no conocía, pero que ellos sabían quién era yo; así como también sabían el motivo de mi estancia en casa de tía Matilde. Algunos de aquellos paisanos se tomaron la libertad de aconsejarme, diciéndome que, si ellos estuviesen en mis zapatos, aquella gente saldría pitando de la casa. Les faltó poco para decir que tía Matilde estaba loca cuando dejó meter en su casa a toda aquella gente, y si no lo han dicho con esas palabras, las indirectas eran claras. Por la interferencia de aquellos paisanos, aquella noche no hemos podido hablar casi nada de nuestros asuntos, pues como decía, en los establecimientos que estuvimos, todos los clientes parecían conocer a mi sobrino, como si hubiesen ido a la escuela juntos. Yo aguanté las tazas de vino blanco mejor que la última ocasión que saliera con el sobrino, porque, según me enteré, al vino le gusta la charla, y con la charla el vino no ofende. Me sentí muy alegre en aquella velada, hasta el punto de que le hice una concesión a mi sobrino, y le pedí que me tuteara, concesión que, hasta entonces, me hubiera parecido una falta de protocolo. Así, alegres como estábamos, unas veces tuteándome y otras tratándome formalmente, caminamos el kilómetro y pico que nos separaba de la aldea, y fue durante aquella caminata que mi sobrino me esbozó su plan, el cual estaba él investigando y que, según me contó, ya había telefoneado a algún colega en Madrid pidiéndole consejo e información. El plan de mi sobrino, plan que al principio me pareció una de sus bromas, era el de convertir la casa de tía Matilde en una especie de asilo. Ante mi horror, porque ya la palabra asilo me horroriza, mi sobrino me quiso hacer ver que, lo quisiera yo o no, aquella casa ya era un asilo. La única diferencia era de que se trataba de un asilo desorganizado, pero un asilo lo mismo. Lo que mi sobrino me quería hacer ver, era que aquel asilo se podía organizar, y aun sacarle provecho: convertirlo en un negocio.
Otra filosofía que me horroriza, sería la de hacer negocio con gente tan desamparada como era aquella que tía Matilde había recogido. Pero mi sobrino, sin yo enterarme, ya había hablado con aquella gente, y estaba enterado de que ninguno había contribuido a la seguridad social, con vistas a su jubilación. ¿Cómo iban a contribuir, si los pobres no habían tenido nunca esas posibilidades? Mi sobrino me sugirió una solución: Los dos criados, Pedro y Juan, O Pobre, tío José y el señor Ramón, que ya tenían todos alrededor de los setenta, podrían cobrar una jubilación no contributiva, por lo cual yo tendría que desembolsar los atrasos de unos años. Carmela podría cobrar una ayuda familiar, por su estado de pobreza. La moza, que era anormal, también podría cobrar una ayuda. Y al cojo se le podría arreglar para cobrar su pensión de mutilado de guerra, ya que las nuevas condiciones políticas del país, no mirarían si había perdido la pierna del lado izquierdo o del lado derecho. El problema de aquella gente era que no tenían ni una perra para depositar, y así poder arreglar su situación. La propuesta de mi sobrino era la de que yo depositase todo el dinero necesario para poner aquella gente al día y, al cobrar ellos los atrasos, yo recuperaría mi dinero. Después aquella gente, con alguien que les administrara su pagas, podrían vivir bien, y aún sobraría dinero para mejorar la vivienda y para otros gastos imprevistos. Y si yo quería convertir la casa en un negocio, no tendría más que agrandar la casa y regístrala como asilo, recoger más gente y hacer un negocio redondo. Si mi señora sintiera hablar a mi sobrino, entonces si que le iba a parecer el cuento de la lechera, púes hasta a mi me dio la risa sentirle hacer tantos números. Cuanto más sencillo no sería, pensaba yo, renunciar a tal herencia, marcharme para Madrid y dejar que aquella gente sobreviviera corno pudiera, como hacen los animales en la selva. Pero había algo que no me dejaba hacer aquello, coma si la voz de tía Matilde me estuviese gritando desde el cielo para que no abandonara aquella gente. Por lo tanto dejé aquella parte técnica en manos de mi sobrino, dándole carta blanca para que arreglara aquel papeleo, como él pudiese, o le diese la gana. En ello fue ayudado por el párroco, pues ninguna de aquellas personas tenía documento de identidad, y hubo que empezar por la fe de bautismo. Al único que no se le encontró su origen fue O Pobre Antón. Pues ese no era de la parroquia, y nadie sabía de dónde era; y él dijo no acordarse de donde era, o donde había nacido, ni quien fueran sus padres. Mi sobrino llegó a sospechar que el hombre escondía su identidad por alguna razón. Mi sobrino, aconsejado por el cura, decidió no escarbar en el pasado del hombre. El médico le diagnosticó amnesia total, y mi sobrino arregló para que cobrara una pensión de enfermedad. Yo quedé admirado de todos los conocimientos que ese sobrino había cosechado con respecto a todo ese papeleo y leyes ocultas. Para solucionar todo ese papeleo mi sobrino se fue para Madrid, creo que antes de lo que tenía pensado, pues lo estaba pasando muy bien en Galicia. Pero antes aún tuvimos unas cuantas secciones más de chateo. En una de esas sesiones nos encontramos en un bar con las dos hermanas, las mocita s vecinas. A mi me pareció mucha casualidad aquella, y sospeché que, el tal encuentro, había sido a arreglado de mi sobrino. De todas formas fue un encuentro agradable y tomamos algo todos juntos; y como había mucha más gente en el bar, aquella reunión parecía informal y casual, aunque fuese de otra forma. Sentí un cierto mal estar al caminar juntos de noche para la aldea, pues me veía yo como un viejo don Juan acompañando a casa las hijas de mi vecino y amigo. El vino, que en las anteriores ocasiones me había hecho hablar demasiado, en la presencia de la mocita no surtió efecto, y se me cortaba la charla y no sabía de que hablar. Y por hablar de algo, se me ocurrió proponerles a las señoritas un pequeño negocio. Durante aquel tiempo en la aldea, mi ropa sucia se había amontonado. Mi señora, que estaba tan enamorada de su sobrino, como para a los pocos día de estar en la aldea marchar a Madrid, para ayudarlo -porque él no sabía lavar la ropa ni plancharla, olvidada de que yo padecía del mismo mal. Yo había llevado conmigo varias mudas y mi señora me envió más por el sobrino, pero todo se iba amontonando en una bolsa, allí en la habitación. Y cuando mi sobrino me vino a hacer compañía, él hacía lo mismo con la suya. El hacía como los reyes en la antigüedad, que cuando un castillo estaba muy sucio se mudaban a otro, mientras los sirvientes limpiaban el primero. Yo no me atrevía a darle la ropa a lavar a Carmela, porque una cosa que faltaba en casa de tía Matilde, era una lavadora. Carme1a lavaba la ropa en un pilón que había en el corral. Yo me había fijado en su forma de lavar, y me pareció que la ropa quedaba más o menos como estaba. En la casa del vecino ya tenían lavadora, y yo había visto a las mocitas tender la colada en una cuerda que tenían en la huerta, y la ropa se veía limpia. Aquel parecía uno de los trabajos que la madre les dejaba hacer a las hijas, tal vez por ser el menos pesado; pues las mocitas no le ayudaban a la madre con otros trabajos más pesados, por eso estaban finas las niñas.
El negocio que yo -haciendo de tripas corazón- me atreví a proponerles a las señoritas, fue el de lavarnos y plancharnos la ropa. Ellas se ofrecieron a hacerlo gratuitamente, con un entusiasmo como si estuviesen muy deseosas de ver nuestras ropas menores. Este pasaje, de pedirles a las chicas que nos lavaran la ropa, parecería irrelevante, pero lo menciono por las consecuencias a que me hallevado ese hecho, y que, sin esas consecuencias, nunca me vería en la necesidad de escribir estas memorias. La que más entusiasmo mostró por mi limpieza, desde que hiciéramos aquel trato, fue la chica más joven. Ella era la que me traía la ropa a casa, una poca a la vez, como si fuese un pretexto para vernos y hablar con nosotros. Se ofreció, además, para asearnos la habitación. Yo sospechaba que la chica hacia aquello por mi sobrino, y yo procuraba no interferir con ellos, cuando nos hacia aquella pequeña limpieza. En esas ocasiones procuraba desaparecer. A lo mejor me marchaba a charlas con su padre, si lo veía por alrededor de casa.
Yo había conseguido con mi sobrino, durante aquellas dos semanas en la aldea, una confianza y una amistad que no había podido conseguir durante veinte años de vida juntos. Con esa confianza yo le tiraba algunas indirectas al, con respecto a la chica. Pues yo veía a la chica muy guapa, pero sin picardía y de un corazón muy blando, y me parecía una presa fácil para mi sobrino, que parecía estar muy curtido en esos temas. Él, cuando yo le tiraba aquellas indirectas, se reía, sacudía la cabeza, y me embromaba:
-Pero tío ¿es que no te das cuenta, que de quién está enamorada la chica, es de ti y no de mí?
Después de eso mi sobrino me empezaba a dar lecciones sobre las mujeres y, de acuerdo a lo que me decía, él parecía estar enterado de los más mínimos detalles que un mujer muestra cuando le gusta un hombre. Cuando me hablaba así yo no sabía que pensar: si estaba loco o trataba de enloquecerme a mí. ¿Cómo iba una chiquilla tan guapa y tan joven, fijarse en un hombre tan mayor, habiendo otro joven guapo por el medio? Pues mi sobrino, a que sí, que era yo el que le gustaba a la señorita.
Cuando el sobrino se marchó a Madrid, yo me sentí un tanto aburrido allí en la aldea, pues ya me había enviciado al chateo. De buena gana me hubiera marchado con él, pues ya tenía muchos deseos de ver a mi señora. Aquellas eran las primeras semanas que nos habíamos separado, desde que nos casáramos. Yo la llamaba desde el teléfono de la villa, un día si y otro no, pero aquellas llamadas parecía que me alejaban más de ella. El teléfono es un invento bueno para los negocios, pero no para comunicaciones sentimentales. Para eso no hay como las cartas. Las cartas se pueden leerse y releerse, y como pasa con la lectura de la Biblia, siempre se les puede encontrar un significado distinto cada vez que se vuelven a leer. Decidimos, por lo tanto, escribir, en vez de usar el teléfono. Además, aquello de escribirnos, tendría una cierta gracia. Nos haría recordar los tiempos en que nos habíamos comunicado por carta, cuando éramos jovencitos, y más tarde cuando ya eran cartas de amor. Pero la gracia estaría en que, para entonces, los polos magnéticos se habían interpuesto: mi señora estaba en Madrid y yo en Galicia. ¿Quién nos iba a decir, en aquellos tiempos de juventud, que un día nuestras cartas viajarían al revés?
La chica siguió lavando y planchando mi ropa y aseando mi habitación. La habitación no tenía mucho que arreglar, desde que mi sobrino se marchara, porque yo, contrario a mi sobrino -al que mi señora había acostumbrado mal- yo había sido enseñado a poner las cosas en su sitio. Pero la chica empezó a venir todos los día a hacerme la cama, y de nada valía el que yo le dijera que me la podía hacer Carmela, o que también la podía hacer yo mismo. Aquella insistencia de la chica por mirar tan diligentemente por mi persona, me dio que sospechar si mi sobrino tendría razón, cuando me decía que yo le gustaba a la mocita. A mi me agradaba aquella idea -la de gustarles a las dos hermanas- pero no porque las deseara. No se si me estaba mintiendo a mi mismo. En algunas ocasiones me entretuve a charlar con la mocita y, en esas charlas, le fui contando algunos recuerdos, o secretos que aquella habitación guardaba, no solamente nuestros, sino también los de tía Matilde. Pues la habitación había sido testigo de su luna de miel antes que de la nuestra. Y quién sabe si de alguien más antes de tía Matilde y de nosotros. Tal vez hubiese sido testigo del amor de los padres de tía Matilde, y de los abuelos. Pues la casa era muy antigua. Posiblemente la habitación tuviese vida, una vida nacida de tantos recuerdos. Porque yo soy un convencido de que los objetos llegan a recuperar alguna clase de vida, cuando son testigos de hechos extraordinarios, de amor o de tristeza. Y transmiten esa carga adquirida, de una forma o de otra.
Ese es un tema que yo tengo discutido con alguna gente, pero que no me dio otro resultado que el de aburrir a la gente que me escuchaba. Pero la mocita, como si tuviese la capacidad de digerir mi filosofía, me escuchaba con una gran admiración. Lo que ni ella ni yo nos podíamos dar cuenta, y que lo pensé más tarde, era que aquella habitación si tenía vida, tal como yo lo pensaba, y guardaba con fuerza un deseo insatisfecho, una promesa incumplida de oraciones, misas y ofrendas hechas por tía Matilde, para llenar con vida aquella cuna. Digo que eso podría ser así, porque yo no deseaba serle infiel a mi señora, pero, cuanto más me comunicaba con la mocita, más se me parecía a Consuelito, cuando Consuelo tenía su edad, y yo me sentía atraído por la joven. Sentía la sensación, cuando estaba en su presencia, de viajar al pasado, como si aquella habitación fuese la máquina del tiempo. Yo nunca había sentido el deseo de otra mujer. Porque las circunstancias que nos habían unido, eran tan fuertes que no dejaban lugar a otros deseos. Pero, contándole aquellas memorias a la mocita, yo habré sufrido una metamorfosis. No me estoy disculpando. Alguna clase de magnetismo, allí encerrado entre aquellas paredes, nos unió. Como en un sueño, yo me encontré en cama, en aquella cama de mi primer amor, haciendo el amor con aquella jovencita, como una encarnación. Como si estuviese haciendo el amor con Consuelo, en aquellas noches, en aquellos días de nuestra tierna juventud. Creo que yo no pensaba en la chica como otra mujer; creo que pensaba en Consuelo, en aquellos días de nuestra juventud; porque yo me sentí tan niño como en aquella ocasión. No podría decir a quien amó en mí aquella mocita, pues no puedo comprender cómo su juventud se pudo entregar, con tanto calor, a un hombre tan mayor como yo. Creo, por lo tanto, que ella amó mis historias, amó los recuerdos que yo le conté, como si ella también se hubiera convertido en uno de mis recuerdos. Después del suceso, yo me sentí muy confuso. Quisiera sentirme culpable, tan culpable como si hubiera cometido un crimen. Pero no podía sentirme culpable. Pensaba que aquello había sido un momento tan bello que yo no debía estropearlo sintiéndome culpable. No había culpa en ello, realmente, porque nada había sido premeditado. Había sucedido porque fuerzas superiores a nuestro juicio habían intervenido en aquel suceso. Yo me sentía cambiado; después de aquel amor tan intenso, una sensación de que había vuelto a nacer, o que me había reencarnado en algo diferente a un hombre. La chica también parecía feliz y sin ningún remordimiento. Siguió lavando mi ropa y aseándome la habitación, pero ni ella ni yo sentíamos vergüenza. Sin embargo no volvimos a repetir aquella extraordinaria experiencia.

EL DESENLACE

Los trámites que hacía mi sobrino, para que los inquilinos cobraran su jubilación unos, y su ayuda social otros, tardaban más de lo que yo hubiese deseado. Como no tenía nada que hacer allí en la aldea, decidí viajar a Madrid. Ya tenía muchos deseos de hablar con mi señora. Me esperaba una tarea difícil, pero tenía que enfrentarla. Si ocultaba lo que había hecho, entonces todo aquel amor de tantos años, cartas, fotos, despedidas y lágrimas, luchas y quimeras ¿de qué habían valido? Si lo confesaba ¿cómo reaccionaría mi señora? ¿Estaría a punto de perderse todo nuestro pasado y futuro?
Nos abrazamos y besamos con un fervor como si hiciese años que no nos veíamos. Entonces si que ya me sentí culpable. Como sería mi reacción que mi señora lo notó y me preguntó si me sentía bien, si había pasado algo desagradable en la aldea con aquella gente. Me preguntó varios días sobre lo que me preocupaba. Llegó a decirme que si la herencia de tía Matilde me preocupaba, que la dejara. Yo trataba de recupera fuerzas y coraje para confesarme, pero no las encontraba. Decidí hablar con mi sobrino. Cosa impensable un tiempo atrás, pero durante aquellos días en la aldea habías conseguido una confianza muy sustancial, y como él ya me había querido meter en el lío que después me metí yo solo, pensé que tal vez me podría sacar. ¿Cuál fue su consejo? “Tío, ni se le ocurra decir la verdad. Las mujeres en esta clase de negocio no perdonan.” Me explicó que la verdad nos iba a arruinar, que una mentira piadosa, a veces es la única salvación. Después, y durante días, me fue animando, diciéndome que esas escapadas era más corriente de lo que yo pensaba. Me nombró amistades que habían hecho lo mismo y que no sentían remordimiento alguno. A juzgar por lo que me dijo, el mundo era una casa de putas. Bueno, mi sobrino era delicado y nunca les llamaba putas a las mujeres que se ganaban la vida con su cuerpo. El les llamaba obreras. Yo quedé mucho peor después de confesarme con él que de lo que estaba. Si el mundo estaba así –que me costaba creerlo- yo no quería ser parte de él. Yo sabría como buscar la ocasión y el momento oportuno, y la forma de confesar mi pecado.
El papeleo tardó unos tres meses en aclararse, pero mi sobrino consiguió lo que se proponía. Claro que, una vez solucionado los papeles, quedaba la espera para ver cuanto dinero yo tendría que depositar, y después esperar a que aquella gente cobrara e ir recuperando mis gastos de lo que les tocara. Por empezar, el negocio aquel era todo pérdida para mí. Habían pasado unos tres mese, cuando mi señora y yo viajamos otra vez a Galicia, para darles personalmente la nueva a los inquilinos. Aquello los tranquilizó de tal forma, y tan contentos se pusieron, que yo me sentí más satisfecho que ellos mismos. Me pareció que, por primera vez, me había convertido en un buen cristiano. Pues aunque el buen cristiano estuviese dentro de mi, había vivida muy apretado, pues yo nunca había pensado más que en el bien de mi señora y el mío. Hasta me molestaba el hecho de que mi señora gastase mi dinero en darle una carrera al sobrino. Creo que me había vuelto un tacaño. O seria, como mi sobrino decía, que me había encerrado en mi mismo, y me había convertido en un dinosaurio. Esa palabra le gusta mucho a mi sobrino. Será que él siempre piensa a lo grande. El vecino también se sintió muy contento de que pudiese Encontrarle una solución al problema. Se ofreció a darles la vuelta a las tierras con su tractor para que aquella gente fuese sembrando algo, y no dejar las tierras a campo. Con la compañía de mi señora, la chica no tenia necesidad de venir a asearnos la habitación, aunque siguió lavándonos la ropa. Como mi señora y yo siempre estábamos juntos, la chica no tenia la oportunidad de hablar conmigo a solas. Pero a mi me daba la sensación de que ella tenía algo que decirme. Una mañana, que yo me encontraba dando un paseo por la huerta, mientras mi señora aseaba la habitación, la chica se me acercó desde el otro lado de la cerca. No parecía preocupada, casi podría decir que se sentía alegre, casi como si le hubiese tocado la lotería. Yo pensé, por ese motivo, que me estaba embromando, pero no era broma. La chica estaba embarazada. Aquello de tener un hijo, y especialmente a mi edad, me hubiera explotado el corazón de alegría, si fuese en otras circunstancias. Pues nosotros habíamos padecido, durante años, la misma nostalgia y deseos de tener hijos, como le había pasado a madrina Josefa, y como a tía Matilde. Pero aquel embarazo de la jovencita era tan inoportuno que yo no quería ni pensar en las consecuencias que nos iba a acarrear. Aquel embarazo iba a echar por tierra todos los planes que había hecho tía Matilde, al dejarnos aquella herencia, pensando que nosotros haríamos algo bueno de todo aquello. Ya no se trataba solo de mi señora. Le había faltado a la confianza al vecino, porque él nunca entendería que aquello había sido algo espontáneo, que habíamos sido empujados por una fuerza superior a nuestro juicio: un ángel, o un hado travieso, había intervenido para que aquello sucediera. ¿Y mi señora? ¡Pobre Consuelo! ¡Cómo se nos vendría abajo aquel romance que habíamos vivido todos aquellos años! Todo se convertiría en una mentira. A menos que yo le encontrara una solución. ¿Pero qué solución? Yo no creía en el aborto. El sólo pensar en esas soluciones me daba escalofríos; y sin embargo lo pensaba, porque todos los pensamientos se me atropellaban en la cabeza. Mi señora no tardó en notar que algo muy serio me preocupaba, y no sería difícil haberlo notado, porque yo no hacia más que pensar. Me acuerdo que estábamos acostados, y ella descansaba su cabeza en mi brazo izquierdo, con su cara cerca de mi corazón. Ella debió de sentir mi corazón agitado, pues yo estaba pensando en los días que habíamos sido tan felices en aquella cama; y también pensaba que allí mismo la había traicionado. Y con aquellos pensamientos mi corazón se agitaba y latía a un ritmo innecesario.
-José -me dijo- nunca hubo secretos entre nosotros, eso cre yo. Si te aqueja algún problema, no sufras más, que entre los dos nos tocará a menos, y será más fácil de llevarlo.
¿Comprendería ella que yo no había buscado aquella traición? Nadie lo podría comprender, y ella tampoco. Pero no me quedaba más remedio que confesarle mi pecado. Consuelo no reaccionó por un momento, que a mi me pareció una eternidad. Yo esperaba ansioso su respuesta, y mi corazón, hasta entonces tan agitado, se detuvo esperando el desenlace. Después sentí el cuerpo de mi señora que se apretaba contra el mío con fuerza, y sentí sus labios en mi mejilla. Su voz apenas rompió el silencio cerca de mi oído. Era una voz suave y secreta, como si quisiera que nadie la escuchara, mas que y yo.
-¿Tú crees que es eso posible, José?
Aquella pregunta fue su respuesta, y parecía como si, en tal pregunta, hubiese un deseo de que aquello fuese verdad. Yo, con cierto alivio, al ver su suave reacción, traté de explicarle coma había sucedido aquello. ¿y cuál fue su respuesta, a mi dolorosa confesión? Nadie en el mundo hubiese imaginado aquella reacción.
-No me lo cuentes. No importa como fue, José. Dios lo ha querido así. El te va a dar un hijo, un hijo de tu propia sangre. ¡Alabado sea el Señor!
Al otro día yo llamé a la chica, y la llevé a la habitación. Ella parecía sospechar que yo ya sabía lo que había pasado entre mi señora y yo. Trataba de evitar mi miraba, con su cabeza baja, pero más bien en un ademán humilde que avergonzado. Yo me senté en la cama y la mandé sentar a mi lado. Sentada allí a mi lado, mirándola fijándome en ella tan de cerca, me di cuenta que era una moza aún más hermosa de lo que yo pensaba, y su hermosura se agrandaba con su inocente humildad. Yo no pude evitar el tocar le su cara, y noté su piel tan suave como la de un niño. Me atreví a poner la mano sobre su barriga, y ella se estremeció.
¿Es esto mío? -le pregunté.
Ella dijo que si con la cabeza, y entonces me miró a los ojos, como si no tuviese miedo de contestar a mi pregunta; porque ella hab-ia entendido, en mi tono de voz, que yo no la iba a contradecir.
-Yo no he tenido a otro hombre -habló entonces.
-¿Se lo has dicho a alguien, de que estás embarazada? –le pregunté.
-No, no se lo he dicho a nadie. Quería saber que iba a hacer usted.
Llamé a mi señora, que esperaba en otra habitación. La chica se puso un poco nerviosa. Mi señora se sentó a su lado, y como si hablara con un niño, le hizo casi las mismas preguntas que le había hecho yo. Después le hizo la oferta que ya habíamos acordado de antemano: venir para Madrid con nosotros. Ella aceptó, siempre que su padre la dejara. Yo hablé con su padre, diciéndole que yo precisaba ayuda por una temporada, para darle un descanso a mi señora. Su padre accedió contento.
Marchamos a Madrid los tres y llevamos con nosotros la cuna tía Matilde. Le tuve que recortar los respaldos. Si te fijas en esa cuna, tiene cuatro tubitos de metal en los respaldos, y esos fueron los que usó un carpintero para unir los respaldos otra vez. Por un tiempo no le hablamos de nuestros planes, dejamos que pasara un tiempo, con la esperanza de que ella se encariñara con mi señora, que la mimaba como si fuera su hija. Encariñarse con mi señora no era difícil, porque ella sabía tratar a las personas con cierta psicología. Pasado ese tiempo de prueba le hicimos la oferta del siglo. Nosotros adoptaríamos a su hijo, y nadie más que nosotros sabría que ella había tenido un hijo. A cambio le pasaríamos en venta falsa, sin dinero, la herencia de tía Matilde. Ella aceptó a darnos su hijo. Siete meses después tuvo una niña preciosa, que inmediatamente acostamos en esa cuna, cumpliendo así el sueño de tía Matilde, que seguro era lo que ella siempre había deseado. Y en memoria de esa tía la bautizamos con el nombre “Matilde.”

Estábamos llegando a La Coruña. Aún me faltaría una tercera parte del manuscrito por leer, cuando levanté la cabeza y vi. que la chica se había despertado, y me miraba sonriente y desperezada, lo que me hizo pensar que ya llevaba un tiempo observándome. Entonces le pregunté:
-¿Esa niña de la cuna bacía eres tú?
Si, soy yo. Vengo a Galicia a conocer a mi madre.

Tomamos una bebida en la cafetería de la estación, mientras que ella me terminó de contar ciertos detalles que no figuraban en las memorias, o que yo no había tenido tiempo a llegar a ellas. Después la acompañe a la estación de buses, y esperé hasta que cogió el de Ferrol. Intercambiamos direcciones, y ella prometió escribirme para contarme sobre el encuentro con su madre. Pero yo me marché otra vez a Inglaterra, y esa sería la razón por la que no supe nunca más que fue de ella y del encuentro con su madre.

No hay comentarios: