viernes, 17 de agosto de 2007

EL ENTERRADOR DE LA PAMPA

Fueron los gallegos los que inventaron las vacaciones de paquete. Pues hubo, en un tiempo, una emigración a los países Americanos, que se le dio en llamar “La Emigración Golondrina.” Ese mote se debía a que los gallegos iban a esos países, en barcos llenos, a recoger la cosecha y regresaban en el mismo año. Andando así, de la ceca a la Meca, se les iba lo ido por lo servido, como bien dice el refrán; por lo que, económicamente, poca mejoría o ninguna habrán conseguido, todos aquellos parranderos. Pero adquirieron una gran riqueza en forma de historias, y no perdían ocasión para contarlas. A mí me fascinaban tales historias, contadas. A mí me fascinaban aquellas historias, contadas por hombres de la edad de mis abuelos, especialmente aquellas de La Pampa Argentina: Martín Fierro, Mate Cosido y Juan Moreira, para nombrar los más importantes. Los que habían estado en Cuba contaban las aventuras de Manuel García. Los de Cuba cantaban una estribillo: ¿De que presumes mulata? Presumo de mi cintura, soy hija de Manuel garcía Rey de los campos de Cuba.Pero para mí, las historias de aquel país, no eran tan interesantes como las de los héroes Argentinos.
Vino a terminar con aquellas vacaciones de paquete la guerra civil española. A los que la guerra sorprendió del otro lado del charco, allá se quedaron para siempre, soñando con el regreso al terruño; y a los que estaban en España, se les acabó la parranda. Por eso sería que los de este lado contaban, con nostalgia, todas aquellas aventuras, y los que quedaron del otro lado, vivieron toda su vida alimentando la esperanza de regresar a sus lares. Pero todo quedó en aguas de borrasca. Al poco tiempo de llegar a Buenos Aires, un compañero de trabajo, oriundo de La Pampa, se hizo muy amigo y me invitó a su pago, nombre que le dan los argentinos a su pueblo natal. Yo acepté encantado, por conocer y pisar las tierras de aquellos héroes de las historias. Así que, durante mis primeras vacaciones, nos fuimos los dos a su pueblecito, que estaba a pocos kilómetros de Santa Rosa. Santa Rosa es la capital de la Pampa. Ese compañero me habló de un tío que estaba en muy buena posición, económicamente, que tenia un negocio aves en la ciudad y su propia granja donde criaba las aves. Nuestro destino era la granja, porque mi amigo me habí hablado de lo abundante que era la caza por aquellas tierras. Así que íbamos bien armados de cartuchos, pero escopetas llevábamos sólo una, que era de mi amigo, de fabricación belga, de un solo cañón, calibre dieciséis. Licencia para cazar, al parecer, no era necesario. El viaje en tren, muy excitante durante las primeras horas, después me pareció aburridísimo. Dos días y una noche, creo recordar que duró aquel viaje en tren y, durante ese tiempo, no he visto ni una colina, ni la mínima ondulación del terreno. Sólo una interminable y monótona llanura verde. Cada tanto, al lado de un rancho solitario, se divisaba un molino de viento con su estructura de latón, girando con la lentitud de un viento cansado. A lo mejor, en uno de esos ranchos, que le cuadraba estar cerca de las vías, había unos niños mirando pasar el tren. ¡Qué pena de infancia en aquella soledad! -yo recuerdo haber pensado: ni un vecino con quién pelear, ni un árbol que les diera sombra. Pues aquella es una llanura verde pero desierta de árboles. Un Ombú aquí y otro mucho más allá, y bajo sus ramas, muchas vacas, o tal vez caballos, disputándose su pobre sombra. Es el Ombú llamado el rey de La Pampa, un árbol del tamaño y forma de un roble o castaña, pero cuya madera es blandísima, por lo que su copa siempre parece muy castigada por el viento. Aunque puede llegar a ser muy corpulento, los botánicos dicen que no se trata de un árbol, sino de una planta prehistórica, de la familia de las gramillas Mi amigo había escrito anunciando la fecha de nuestra llegada, y en la estación nos esperaba su tío y otros vecinos, que tal vez habían ido a la ciudad por alguna razón. Pues era el tren recibido con alegría, y por mucha gente, en todas las estaciones que paraba. Cosa muy natural, si pensamos que, al menos en aquellos tiempos, era el tren el cordón omblical de todos aquellos apartados pueblecitos. Por ejemplo, el pago de mi amigo estaba apretujado entre la llanura y la vía del ferrocarril; un pueblo trazado a cuadrados, con calles de arena y casas de adobe o ladrillo. Pero, más de la mitad del pueblo estaba en ruinas. Y me informaron que, en un tiempo, el tren pasaba por allí todos los días, y unos cuantos años atrás, el tren había sido desviado por otro lugar y sólo pasaba por aquel pueblo una vez a la semana y el pueblo se iba muriendo por falta de aquella vía sanguínea. La gente había emigrado a otros lugares, a Buenos Aires, quizás, como lo había hecho mi amigo. Buenos Aires era la ciudad que absorbía todos aquellos problemas de las provincias. Los pamperos, resultaron ser gente sumamente amable y me acogieron con toda simpatía. Todos juntos viajamos hasta el pueblo en un camión y, aquel tramo de camino, fue el más divertido de todo el viaje. Se trataba de un camino arenoso y polvoriento, el único tramo de aquella inmensa llanura con ondulaciones y baches, donde el camión saltaba como un caballo, y nosotros tan pronto estábamos con los pies en firme, como estábamos en el aire. Por aquellas sacudidas, los refranes y los chistes menudeaban y a mí me hacía mucha gracia la forma tan sabrosa de la lengua española en boca de aquella gente.Serían las cuatro o cinco de la tarde cuando llegamos al pueblo. Mi amigo se lió con las chicas del pueblo, que lo conocían, y decidió quedarse hasta el día siguiente. Yo fui con su tío para la granja. Como mi amigo me seguiría al otro día, yo sólo llevé una caja de cartuchos. Iba el sol bajo, cuando salimos, el chacarero y yo hacia su finca. Viajamos en sulky, un carro ligero y sencillo, de dos grandes ruedas y un asiento para dos personas, tirado por un solo caballo. Detrás de esos carros, con el hocico tocando la rueda, era corriente ver a una cierta raza de perro, parecido a los galgos. En Argentina es muy usado el refrán “seguidor como perro de sulky” que se refiere a alguien persigue a las chicas muy de cerca. Pero aquel hombre no tenía perro. Le pregunté a qué distancia estaba la chacra y me contestó que pasando la loma. Luego me enteré que, por aquellas tierras, todo está pasando la loma, encima de la loma o detrás de la loma. Pero el problema está en qué, como ya lo mencioné, en toda La Pampa no se ve una loma. Yo creo que se refieren al horizonte.Un par de gauchos nos pasaron en el camino. Nos acompañaron un trecho y después, ya enterados quién era yo, y provistos de algunas noticias de España, se marcharon a galope como mensajeros que llevan apremiantes noticias. Nosotros paramos en una pulpería, nombre que le dan a las tabernas por aquellos pagos, pero que no tienen nada que ver con el pulpo. Tal vez venga de los gallegos el llamarles así. No lo sé. Unos caballos estaban atados al palenque, delante de la pulpería, y sus dueños en el mostrador tomaban quebracho y grapa, nombre que le dan al vino corriente y a la ginebra, respectivamente. Fuimos invitados. Yo ya había sido informado, por mi amigo, que el rehusar una invitación, por aquellos lugares, era una falta de modales, casi una ofensa, así que tomé una grapa con ellos. El sol iba bajo al dejar la pulpería, y el verde de la llanura se iba tornando gris. De vez en cuando el hombre detenía el sulky y, con el rebenque, nombre que le dan a una especie de látigo, me señalaba una perdiz escondida entre la hierba. Yo caminaba sin ver la pieza, hasta que el ave salía casi debajo de mis pies. Pues lleva tiempo acostumbrar la vista a ver esa caza camuflada entre la hierba. No es necesario ser un gran tirador para voltear esa caza, porque, sin objetos que entorpezcan la vista, es cuestión de tomarse el tiempo para apuntar. Yo era buen tirador sin jamás ir a la caza, que solo había practicado con escopetas de balines en El PARQUE JAPONÉS de Buenos Aires. Allí se hacían concursos a las noches y había sido campeón un par fe veces, lo que me había costado más dinero que lo que valía todo aquello. Pero aquel día con las perdices me sirvió de algo Así fue que, cuando llegamos a la chacra, con la noche pisándonos los talones, yo había terminado los cartuchos y llevaba otras tantas perdices, pues no había fallado un tiro. Aquella escopeta caía muy bien a la cara, que se podía tirar casi sin poner puntería. Ya em la chacra, el chacarero, al presentarme a su mujer, le dijo: “El galleguito se trajo la cena.”
Desplumamos las perdices entre todos, pues había allí otras dos personas, un hombre y una mujer que trabajaban en la chacra.Mientras hacíamos aquel trabajo yo les hablaba de España. Porque yo era uno de los primeros emigrantes que llegaban, después de la guerra, y era una novedad. La mujer preparó las perdices con arroz, casi como una paella. A mi me pareció mucha comida para los pocos que éramos y comenté aquello con la mujer, y me dijo que vendría más gente. Así fue, y no tardaron en llegar sulkys con vecinos que ayudaron a comer las perdices. Entre ellos había algunos españoles que llevaban muchos años por aquellas tierras, de los que por allí habían quedado anclados del otro lado, y que estaban muy deseosos de noticias de la Madre Patria. Porque no hay noticias como las que son contadas por un recién llegado, como se decía por allí. Y aunque yo llevaba en el país cerca de un año, mis noticias eran consideradas frescas. Después de algunas historias y leyendas que les conté de mi aldea, también ellos contaron otras supersticiones de aquellas tierras y lugares; y me pareció que seguían aún más vivas por allí las creencias y supersticiones que en las mismas aldeas gallegas. Se puso la conversación muy animada, tal vez porque las perdices estaban buenas y fueran empujadas con vino. Llegó el momento cuando todos hablaban al mismo tiempo, muy animados, y debido a tal excitación y confusión, no pude enterarme bien de la historia que contaron. Comprendí que se trataba de un amor imposible, de una muchacha muy joven con un hombre mayor. Me enteré, eso sí, de que todo había terminado en una tragedia: la muchacha suicidándose y el novio matando a lo padres de la mocita, por lo que había sido encerrado para el resto de sus días.
Era tarde,cuando la gente se marchó.La luna llena,o casi llena, estaba en el horizonte, pero yo no sabía si iba o venía,por la falta de sentido de dirección que me causaba la llanura.Quedé afuera hasta que las voces de la gente, los cascos de los caballos y los ladridos de los perros, se fueron apagando en la distancia. Después sentí una profunda soledad. La llanura parecía un pote y el cielo una tapadera toda agujereada, y yo adentro del pote, tan pequeño como un garbanzo. Pensé que sería muy triste vivir allí para siempre. A la mañana siguiente fui despertado por
una jauría infernal de cientos de pavos y otras aves de corral. Aparte de aquella multitud de aves, no vi por allí más que un par de caballos. Lo primero que llamó mi atención, al levantarme, fue que, en todo cuanto alcanzaba con la vista, no se divisaba una sola vivienda. Entonces me preguntaba, cómo sabía la mujer de casa que los vecinos vendrían a comer las perdices. ¿y de dónde habían venido y cómo se habían enterado de mi llegada? Al menos por aquellos tiempos, los teléfonos y la electricidad no existían por aquellos andurriales. Que aún me llamó mucho la atención que los frigoríficos funcionaran con keroseno.
Cuando pregunté a la dueña de casa, de cómo ella sabía que vendría aquella gente, sin avisarla, me dijo que las noticias corrían muy de prisa por aquellos pagos. Pasé la mañana por allí, dando una mano en lo que pude, tal vez estorbando. Pero pronto el tiempo se me hizo largo y aburrido. Notando mi desasosiego, o tal vez para quitarme del medio, me recomendaron que diese una vuelta por el río. Me facilitaron un caballo viejo, presumiendo que para tal podador tal sarmenteador, como dijo aquel rey de España. Le echaron al caballo una piel de oveja en las ancas, piel que es llamada por allí “el recado” porque, para hacer un recado, o sea un viaje corto, no se ensilla el caballo y sólo le echan esa piel encima. Sentado en esa piel, salí en busca del rió. Me informaron, como era de esperar, que el río estaba mismo pasando la loma. No tengas miedo de perderte, que el caballo te traerá para casa, cuando se canse -me aseguraron. Aunque no tenía cartuchos, decidí llevar la escopeta, por no ir con las manos vacías, creo que sería. Iba yo pensando en lo que me habían dicho, de que si me perdía, el caballo me traería para casa. ¿y cómo se puede perder una persona en una llanura lisa, sin árboles ni otra cosa que entorpezca la vista? ¿Donde se escondían aquellos bandidos de las historias que yo había escuchado en mi aldea? Para entonces yo ya había leído, entre otras historias de La Pampa, la vida de Martín Fierro, una épica en verso, que para los argentinos es una especie de Biblia. Sabía yo, por lo tanto, que era la llanura el mejor escondite, pues tratar de encontrar a alguien en aquel desierto, sería como buscar la aguja en el pajar. Y perderse era fácil, precisamente por la monotonía del terreno y la falta de objetos que señalaran alguna dirección. El Martín Fierro daba algunos consejos para no perderse en aquella llanura. Por lo tanto yo no me fié del caballo y, como Pulgarcito, fui dejando mis señales por donde pasaba. Un corte con la navaja en las estacas del alambrado, o un cardo colgado en los alambres. Pues, aunque la llanura es grande, parece tener dueño y hay alambradas, algo que yo no había imaginado. Encontré el río. Una extraña criatura era el río aquél. Parecía que un trabajador borracho había abierto una zanja con una gran excavadora, tirando en todas direcciones, y que el agua la había llenado antes de secar la tierra. Porque el agua era marrón, y no había árboles en las orillas. Lo que más me llamó la atención fue aquel capricho lento del caudal, pues, siendo el terreno tan llano, no tenían explicación aquellas curvas del río.
Liebres y perdices, así como uno que otro pato, se iban levantando al paso del caballo. Yo les disparaba como hacen los chavales con escopetas de juguete: ¡pun_pun! Pues era tanta la caza por aquellos campos que, para un entusiasmado cazador, aquello sería el paraíso. Me pareció, mientras seguía el cauce del río, oír unas campanadas tristes, como cuando las campanas tocaban a difunto en mi aldea. Eran unas campanadas achatadas sin acústica, y yo no podía retener aquel sonido ni precisar de que lado venían. Me olvidaba mencionar que hacía calor, y que a la orilla del río los mosquitos abundaban y mi sangre extranjera les encantaba. Yo creo que ya iba afiebrado de sus picaduras, a las que debía de tener algo de alergia, porque se me hinchaban de inmediato. Alergia, o no, muy venenosos eran aquellos insectos. Por eso, al escuchar aquellas campanadas, que parecían llegar arrastrándose por la llanura, pensé si mis oídos me estarían jugando algún truco. Porque en lo que mi vista alcanzaba, desde el parapeto del caballo, yo no podía ver un pueblo, y mucho menos una iglesia. Me acordé, al tiempo, de una anécdota que había escuchado en un bar de Buenos Aires. Contaba un señor, que parecía que sabía de que hablaba, la historia de un pájaro que se supone existía por la selva del Chaco, en el norte del país. Toda persona que oyera cantar al tal pájaro se moría, decía el hombre. El pájaro cantaba de tal forma que la persona que lo escuchara, no podía menos que seguir su canto, tratando de ver al ave. Pero el pájaro nunca se dejaba ver y la persona lo seguía hasta morirse. El dicho pájaro, aclaró aquella persona, no era otra cosa más que un virus que infectaba los oídos y los hacía cantar. El enfermo, pensando que se trataba de un pájaro, traba de verlo y lo seguía, introduciéndose en la selva, hasta encontrar su muerte en forma de algún animal, un Jaguar, una serpiente, o lo que fuese. Por eso pensé yo, si aquellos mosquitos no me estarían volviendo loco, y me hacían oír falsas campanadas. Me sacó de la duda el caballo, porque, cada vez que se oía una campanada, el animal movía sus orejas en cierta dirección y apretaba el paso. Pensé que el caballo estaría acostumbrado en acarrear gente a misa y que aquellas campanadas serían, para él, como una llamada a su deber. Dejé al animal seguir aquella dirección. Después de un pequeño trote vi, en la distancia, un remolino de humo que parecía avanzar en mi dirección. Pronto se declaró ser el tren que, como un prehistórico lagarto de aquellas llanuras, se arrastraba a gran velocidad, para desaparecer, muy pronto, detrás de la loma. El caballo tomó el rumbo de la vía del tren y pronto me encontré con un puente de ladrillo, señal de que los ingleses habían andado por allí. Siempre hay ladrillos por donde han estado los ingleses. Para levantar el puente habían excavado el terreno, algo tan vasto como una laguna. En aquella ocasión la hondonada estaba seca, y la mayoría del terreno estaba cubierta por grandes juncos. Crecían allí también un coto de árboles, que podrían ser sauces. En aquel bajón, el río había depositado una buena cantidad de combustible: estacas de los alambrados, cañas, raíces y cardos, así como una cantidad de huesos. Pues allí me encontré con dos linyeras juntando aquel combustible para hacer un asado. Los linyeras son unos vagabundos, clásicos personajes que recorren el campo pidiendo. Se limitan, cada cual a un acostumbrado recorrido, mas o menos fijo, en el que pueden tardar un año en hacerlo. Por donde pasan van llevando noticias y, por ello, y porque son parte de un folklore, son bien recibidos en las chacras y las estancias. De eso estaba yo enterado, porque, un pariente que yo no llegué a conocer, se había echado a esa clase de vida. La oveja negra de la familia, pero él parece ser que decía, después de tomarle gusto a aquella vida libre, que había perdido mucho tiempo trabajando. Me recibieron aquellos linyeras como a un hermano, con chistes y dichos populares que implicaban, de forma indirecta, que estaba invitado al asado.Nuestro joven hermano había sido puntual -dijo uno, usando el tiempo pasado, forma muy corriente entre la gente de las provincias.Y no le faltaban narices al pibe, que ya olió el asado antes de ponerlo al fuego.Con razón no necesitaba perro para cazar. Yo los quedé mirando desde la atalaya del caballo, sin atinar a responder a sus indirectas. Bájese de ese matungo y estire las piernas, amigo, que aquí no comemos a nadie -me ordenó uno de los linyeras, enterándome así que, por aquellos lugares, le llaman matungos a los caballos viejos. Lo primero que hicieron fue romper por allí unas hierbas y curarme las picaduras de los mosquitos, siempre haciendo chistes. Las hiervas, que echaban una especie de leche y un fuerte olor, pronto me hicieron bien De una forma muy ingeniosa abrieron una botella de vino tinto. Sería bueno aclarar, aunque no sea parte de la historia, que el quebracho es una madera original del Chaco, dura como una piedra cuando se seca, pero que sangra un líquido rojizo cuando está verde. Me han contado que es un árbol prehistórico, como el caso del Ombú. No produce semilla ni retoña. Cuando se corta ese es el fin de su vida. Los durmientes del ferrocarril eran de esa madera; y, en un tiempo, las calles de Buenos Aires también estaban adoquinadas de esa madera. Aún había muchas calles de adoquines de madera cuando yo llegué al país. Los linyeras, iba yo a decir, con un trapo haciendo de almohadilla, golpearon el fondo de la botella contra la pared, y pronto el corcho saltó. Después hicieron un corte en el mismo y le colocaron una caña para beber. Con muy caballerosos modales, me dieron a probar el vino. Mientras el fuego ardía, para hacer brasa, ellos prepararon la carne. Estaban provistos de todo, como si de una romería se tratara. La carne se veía fresca y pude adivinar que era de cordero. Yo ya estaba enterad que, por aquellos pagos, matar un cordero para comer no era delito, siempre que se dejara el cuero colgado en el alambrado. Los vagabundos tal vez habían conseguido el cordero valiéndose de esa ley. Fueron clavando, la carne a guisa de pinchos morunos, en unos cuchillos que se asemejan a pequeñas espadas, llamados Facones, y que sirven para toda clase de trabajos, a parte de ser un arma muy peligrosa, en las manos de quién la sepa manejar. Ya la carne colocada en aquellos cuchillos los clavaban en suelo, al calor de la lumbre, y así la fueron asando en poco tiempo. De pan usaban una galleta dura, que no se echa a perder, llamada Galleta Marinera. Como se dieron cuenta, a la primer palabra que salió de mi boca, que yo era un galleguito, que es diferente a ser gallego; pues gallegos les llaman, por aquellas tierras, a todos los españoles, pero galleguito, además de joven, implica ser de Galicia. Ellos me contaron algunas interesantes historias, especialmente cuando yo les informé de que un pariente lejano, se había echado a tal clase de vida. Pero ellos estaban más interesados en que yo les contara cosas de España. Yo les conté lo poco que de España entonces sabia. Aunque lo que más les interesaba a ellos, eran anécdotas, cuentos, cosas triviales y, como aquel era mi género, les encantó mi forma de ser, y no se cansaban de alabar mis méritos. Pero siempre indirectamente, diciendo: Cómo le gustaría a doña tal y cual hablar con este galleguito.¡Si que le gustaría esta charla! Vaya sorpresa que se va a llevar don fulano y citrano cuando le contemos que nos encontramos con un galleguito, recién llegado, aquí en medio del campo.¡Es que no se lo va a creer! Comprendí, por aquella forma de decir las cosas, que conocían a varias familias españolas, que por una u otra razón, habían echado raíces por aquella solitaria llanura. Estaban un poco disgustados consigo mismos, por no saber quién había muerto en la vecindad. Pero se disculpaban, diciendo que habían llegado tarde el día anterior.No podemos seguir camino sin enterarnos quién es el difunto -recordó uno al otro varias veces.
Por ellos me enteré que la iglesia estaba al otro lado del puente, que era el puente el que le quitaba la vista. Dejé a mis hermanos empaquetando su escaso equipaje y me marché en dirección de la iglesia. Pasé al otro lado del puente por debajo de uno de los arcos, que en aquella ocasión no pasaba el agua. En la distancia se divisaba la iglesia, como un espejismo en el desierto. Viendo la iglesia, el caballo cogió un trote alegre, y yo le di rienda suelta a su alegría. A pesar de sus años, me llevó hasta aquel templo en contados minutos. Mi interés, por ver de cerca la iglesia, creo que se fundaba en el hecho de que, al lado de las iglesias están los cementerios. Y, durante aquel tiempo que había escuchado las tristes campanadas, había estado pensando que sería horrible ser enterrado en aquel lugar tan desolado.
La iglesia era pequeña y vieja, en muy mal estado. Al frente de la misma había un monumento de piedra, o cemento, terminado en cobre, o bronce, dedicado, por una familia vasca, a la Madre Patria. O sea, a España. O el monumento era muy viejo, o el material de pésima calidad, pues éste chorreaba óxido y teñía el cemento del mismo color del metal. Comparado con la iglesia, el cementerio era muy amplio, cerrado por una pared de un metro y algo de altura. La pared se había derrumbado en algunas partes, y se notaba que los animales habían traspasado por allí, beneficiando el cementerio con su pastoreo, gracias a lo cual, la hierba no crecía alta. Me introduje adentro del Campo Santo, por uno de aquellos huecos. Un hombre pequeño, de barba larga, justo en aquel momento, tiraba de un cordel que accionaba la campana. Unas campanadas secas sin armonía, como si la campana estuviera rajada. O sería por falta de acústica de la llanura abierta. El hombre, dando vuelta, y para mi sorpresa, estiró los brazos y, echando una carrerita, exclamó:
_¡Amigo!
Pensando que me había confundido con otra persona, lo iba a quitar de su equívoco, cuando comprendí que aquel abrazo era para el caballo y no para mí. Lo abrazó por el hocico y restregó su cara a la del animal con una muestra de gran cariño. El caballo agradeció tal afecto con un relincho y excavando en el suelo con una pata. Luego, el enterrador, dirigiéndose a mí, dijo: Este era mi caballo, mi amigo de muchos años. Me di cuenta entonces quien era el hombre. Había viajado con nosotros el día anterior en el camión. Los otros hombres le hacían bromas, que algunas no me parecieron muy respetuosas, como si lo tuviesen por un loco. Él contestaba a las bromas con prontitud y acertadamente. Aquel sarcasmo filosófico, me hizo pensar que aquel hombre sabía más de lo que los otros podían entender. Yo había comentado aquello con el chacarero, mientras viajábamos para su chacra, y su primer reacción había sido una sonrisa, como si el sólo recordar aquel hombre fuese gracioso. Ese es el enterrador, pero es más conocido por el Catalán me dijo el chacarero. Hizo de todo en esta vida. En un tiempo hizo de maestro. Iba por las chacras y las estancia con la escuela en el caballo, y le enseñó a leer y a escribir a mucha gente por estos pagos. Pero ahora está loco. Lástima, porque es muy inteligente. Ese es más conocido que la ruda. Por un tiempo trabajó para mí, pero ahora va viejo... envejeció mucho últimamente. Será el quebracho.Quiso decir, con eso del quebracho, que el hombre bebía demasiado.metal oxidado. Yo le pregunté si les había vendido el caballo -¿No encontró caza hoy, luego? -me preguntó. No tengo cartuchos -le comuniqué Los gastó todos ayer, por lo que tengo entendido -dijo, como si estuviese enterado de mi hazaña del día anterior.Bajé del caballo y el Catalán lo ató por allí a una cruz de a los de la chacra, y me dijo que el animal quedara por allí como jubilado.Parece ser que ese caballo se recuerda mucho de usted, porque siempre quería venir para este lado. Creo que reconocía las campanadas -le aclaré al Catalán. A ese caballo sólo le falta hablar -me contestó. Se puso a desenvolver un paquete, un envoltorio en papel de periódicos, del que sacó carne, galleta marinera una botella de vino. Con parte de los periódicos hizo en el suelo como un mantel, manteniendo las hojas con pedacitos de madera que colocó en las esquinas. Para entonces se había levantado una brisa. Sospeché que la madera podrida sería de un sarcófago, como así resultó ser cierto. Con el resto de los periódicos encendió una pila de pedacitos de madera, que empezaron a arder como si regresaran calientes del infierno, y pronto se convirtieron e un brasero. Con el mismo procedimiento de los linyeras, empezó a asar la carne, usando el facón como espiedo. Si los linyeras parecían expertos en aquel arte, no menos lo era el Catalán, que hizo todo en un tiempo record y de una forma muy cosmética, como si estuviese interviniendo en un concurso. Me ofreció la primera tajada de carne, tan jugosa que aún vertía sangre, colocada sobre una galleta. Les gusta la carne muy jugosa por aquellos pagos. No sé porque me sorprendió la invitación si eso era de esperar. Sería porque, mientras él preparaba aquella merienda -digo merienda porque poco quedaba de la tarde y no podía ser almuerzo ni cena-, yo había estado observando la tumba que él había abierto. Sobre la pila de tierra arenosa, había colocado una calavera con unos huesos atravesados, como los que se colocan en los frascos venenosos, o en los postes de la corriente eléctrica. La calavera tenía todos sus dientes, y su sonrisa muerta realmente metía miedo. Aquello, y el hecho de que la carne fuese asada con la madera del cajón del muerto, y las manos sin lavar que manejaban la carne, después de andar con los hueso ¿cómo iba yo a pensar que me ofrecería aquel bocado? Rehusé, aunque sabía que era falta de modales. Él estiró los morros hacia la calavera, como si adivinara mi repugnancia y me preguntó:
-¿Por culpa de aquello?
-No. Es que me encontré con unos linyeras debajo del puente. Estuve con ellos horas y me hicieron comer mucho.
Pues hágales un homenaje a los huesos. Tómese un trago -me dijo señalándome la calavera y entregándome la botella.
No pude rehusar la invitación otra vez, porque no encontré ninguna excusa, así que alternamos los tragos tomando los dos de la misma botella. Yo hubiera deseado que, al menos, fuese el Catalán tan delicado como los linyeras y hubiese colocado una caña en el corcho de la botella, para beber a la catalana. Pero el Catalán me demostró su delicadeza, limpiando la boca de la botella con su mano grasosa, cada vez que me la entregaba. Parece ser que no muere mucha gente por aquí últimamente -yo comenté, viendo que todas las tumbas eran viejas. Aquí sólo se entierran los románticos, si me entiendes lo que quiero decir: aquellos que tienen aquí alguien que amaron y quieren estar juntos. Para los otros ahora hay una iglesia con mejores facilidades cerca de Santa Rosa. Se levantó apuradamente, como el que se olvida de algo ycorrió a tirar del cordel para tañer la campana. No veo para que se preocupa si esa campana no la escuchanadie -le dije, refiriéndome a que no había un pueblo a la vista, donde se pudieran oír aquellas achatadas campanadas.
-La oyen en el cielo -me contestó, por lo que presumí que eran religioso, pero que resultó todo lo contrario.
-¿Aquellos huesos eran de un amigo? -le pregunté, por el hecho de que me pidiera que les hiciera un homenaje.
Fue a buscar la calavera y uno de los huesos. Golpeó la osamenta con el hueso, como para sacarle el polvo, o como tratando de despertarla, y la calavera respondió con un sonido hueco. Esta era mi gran amiga. No había secretos entre los dos. Su muerte si que fue una pena, amigo. ¡La viera usted que niña más linda! Yo la enseñé a leer ¿sabes? Muy inteligente además.
-¿De que murió, siendo tan joven? -le pregunté.
-Se suicidó -contestó el enterrador de una forma muy simple.
-¿Se suicidó siendo tan guapa y tan inteligente? -pregunté con extrañeza y curiosidad.
-Y muy rica además. Bueno, la riqueza fue el motivo de su suicidio, si me entiendes.
-Pues no lo entiendo -fue mi contestación.
El enterrador tiró con los restos de su amiga sobre la pila de tierra y se sentó a tomar otro trago de vino. Entonces me contó a contar, a trancazos, como aquel que cuenta algo a quien ya lo sabe, la historia romántica y trágica de aquella mocita. Se trataba de la misma historia de la que tanto habían hablado la noche anterior en la chacra; la historia que yo no había entendido, por hablaren todos a la vez. Esa mocita -dijo señalando otra vez la calavera- era de una familia descendientes de vascos. Si se ha fijado, la estatua delante de la iglesia la mandaron hacer ellos. Allí está su nombre. Orgullo de esa gente ¿sabe? Son muy conservadores, si me comprendes Eran los dueños de muchas de las tierras que se ven por aquí. Esa gente tenía un capataz, un hombre de unos treinta o cuarenta años. Nunca me interesé por su edad. Había estado en el ejército pero, en un accidente, quedó sin un brazo, por lo que lo dieron de baja. Entonces lo emplearon en la estancia como capataz. Un hombre de agradables modales, pero firme, conservando esa clase de disciplina militar, muy conveniente para un capataz. Sus cualidades le valieron la plena confianza de la casa, y era tratado como uno de la familia. La niña se enamoró de ese capataz. Estaba muy desarrollada la niña, para su edad, debo admitir. Pero era muy inocente, debido a la forma mimada en que había sido criada, y por la vida apartada en la que se encerraba esa gente. La muchachita estaba en la época en que las jovencitas sueñan con su príncipe, por eso leía mucho. Yo le tuve que prestar todos mis libros. Ella vio en aquel hombre a su príncipe y se fue enamorando de él. Cuando los padres se dieron cuenta, aquello fue un escándalo, y quisieron saber si la hija había sido usada por aquel hombre, si me entiendes. Para ello había que someterla a una revisión médica. La muchacha no pudo enfrentar aquella prueba, por vergüenza sería, o porque ya no sería virgen, y se suicidó ahogándose en el aljibe. Así se llevo su secreto a la tumba, cualquiera que fueran el secreto. Pero quién pagó las consecuencias fue el pobre amante; pues, siendo el suicidio una mancha en la familia, había que limpiarla y le acusaron a él de esa muerte, y lo mandaron preso para toda su vida. Así de paso se vengaron. Pero él tomó su revancha, escapándose de la cárcel y liquidando a los dos. El que las hace las paga.
-¿A los dos?
-Si, a los padres de la muchacha.
El enterrador fue a tocar la campana y, mientras tanto, yo quedé inspeccionando aquella fosa que había cavado, y me pareció inmensa, el doble de ancho y de hondo, de otras fosas que, en alguna ocasión, yo había visto abiertas. Pensé en el detalle, hasta entonces descuidado, del por qué había él exhumado a la muchacha, habiendo tanto terreno para abrir la fosa en cualquier otro lugar. Comenté aquello con el enterrador.
-Esa fosa es muy grande, me parece a mí. ¿Es que va a enterrar ahí a más de una persona?
-Los padres de la muchacha. ¿No le estoy diciendo?
-¡Los padres de la muchacha! ¿No dice que los mató el amante ese? -yo pregunté señalando a la calavera.
Viendo que yo no estaba enterado de lo sucedido, me aclaró el Catalán la situación.
_¿No se te lo han contado en la chacra ayer? Se escapó de la cárcel ayer y mató a los viejos a la hora que ustedes llegaron. Por lo que veo no prestaste atención ayer. O no has entendió la conversación.
-Hablaban todos a la vez y no me enteré de lo que iba la cosa.
-Pues de eso se trataba; y en esa fosa voy a enterrar a los cuatro, eso pienso-¿A los cuatro?
-¿Murió Alguien más, entonces?
-El otro aún está vivo, pero lo vay a enterrar hoy también -eso creo. El Catalán echó una risa irrespetuosa y agregó: -Que se las arreglen ahí todos juntos.
Echó otro trago, el útimo de la botella. La sacudió y la tiró sobre el periódico que había colocado como mantel. “Pocas tripas tiene un botella” dijo. Él había tomado prácticamente todo el vino, la botella de un litro, pues yo, aunque llevé varias veces la botella a los labios, prácticamente no había tomano ni lo equivalente a un vaso. Se notaba que el Catalán estaba alcoholizaado, porque los ojos le brillaban, lagrimeaban y se comportaban de una forama descontroñlada.
Ese hombre, pensé yo, o está borracho o está más loco, como el chacarero me contó. Por lo que parecía, le hubiera gustado enterrar a todo el pueblo en aquella fosa desmesurada. La llanura le había arrebatado los años y el alma. Me fui dando cuenta que le gustaba aquel oficio de enterrador. Siguiéndole la corriente, de su humor negro- le pregunté, riendo:
-¿Entonces piensa enterrar a alguien vivo, verdad?
-Lo tendré que hacer -me dijo muy serio, tratando de mirarme fijo a los ojos, pero sus ojos parpadearon y perdieron su fijación. -Nunca enterré a nadie vivo, que yo sepa, pero hoy lo tendré que hacer. No sé si me va a gustar hacerlo, pero lo tendré que hacer _siguió repitiendo y mirándome de una extraña manera. Yo observaba al hombre, como si nunca lo hubiera visto, pues, en aquel instante, me pareció un desconocido. Sentí la sensación de que yo despertaba de un sueño. Había yo tropezado con gente muy peculiar aquella tarde, y en extrañas circunstancias. Había comido de su comida y bebido su vino, como si fueran mis hermanos. Pero toda esa gente estaba loca, pensé, o no andarían así por la vida. y aquel enterrador era el rey de todos los locos juntos; un esquizofrénico de una naturaleza peligrosa, que le gustaba enterrar a la gente viva. Y yo, estúpido, me había pasado casi una tarde entera con aquel loco peligroso, comiendo y bebiendo con él. Haciendo chistes de los muertos, en un cementerio desolado. Un frío sudor me corría por la espalda, pues me pareció ver, en los ojos de aquel loco, que yo era la víctima. Aquel desesperado nunca había tenido la oportunidad de enterrar a alguien vivo, y yo era la oportunidad que esperaba. Me pegaría con la pala en la cabeza, o, a lo mejor me pegaría un tiro. Pues pensé que posiblemente tendría algún arma por allí escondida. Me enterraría allí con los otros, me darían por perdido y no me encontrarían jamás. Casi instintivamente cogí la escopeta que estaba arrimada a la pila de tierra. Él me miró y, con una sonrisa me dijo:
_¡Qué pena que no tenga cartuchos, con la caza que hay!
Me acordé, entonces, que al principio le había dicho que no tenía cartuchos. Por lo tanto él sabía que la escopeta no me servía de nada. Pensé en el caballo. Si tuviese tiempo a montar en el caballo, aunque era un matungo viejo, podría correr más que un hombre viejo. Pero noté que el caballo no estaba. Solo un pedazo de cuerda colgaba de la cruz.
Me olvidé de decirle que ese caballo tiene la manía de roer las cuerdas -me dijo riendo. Diciendo aquello puso su mano sobre los ojos, a guisa de visera, como si intentara ver al caballo en la lejanía, y murmuró:
-Si, es él.
Me pareció, de la forma que lo dijo, que se estaba burlando de mí, como diciendo que yo no tenía la menor chance de escapar.Según estaba, enfrente mío, con el cuello estirado y la mano en la frente, vi la oportunidad de pegarle con el cañón de la escopeta en la nuca y dejarlo allí tendido, muerto o inconsciente. Levanté la escopeta y, al tiempo, él se dio vuelta y, sin notar mi Intención, me dijo, apuntando con el labio hacia la joven calavera:
-Vas a conocer al amante de ésa.
Pensé que era otra de sus bromas para engañarme, pues yo no veía a ser viviente en cuanto mi vista podía alcanzar. Pero como esa gente acostumbrada a la llanura ven más lejos, él tenía razón. Al momento vi un remolino de polvo, que pronto tomó la forma de un jinete. Aquella llanura parece tener el horizonte muy cercano y la distancia engaña la vista del visitante: lo que parece muy lejos o muy cerca, es relativo. Yo noté que el jinete se acercaba como volando y, en muy poco tiempo, ya estaba a nuestro lado.Se sorprendió de mi presencia y le dijo al Catalán:
-Me creí que estarías solo.
-No te preocupes. Es un recién llegado de España que está cazando en la chacra.¿Este es el galleguito? -preguntó, como si él también estuviese enterado de que un galleguito andaba por aquellas tierras.
Yo recuperé la razón. El miedo que se había apoderado de mí, era infundado, pensé. Había yo dado rienda suelta a mi imaginación y mi imaginación me había traicionado. El catalán, a parte de estar un poco alcoholizado, era una persona inofensiva. Un pobre diablo. El fugitivo bajó del caballo. Ya en sus pies, noté que era muy alto, pero diferente a como yo me lo había imaginado. Mientras el Catalán me contaba la historia de aquel amor, yo había imaginado al hombre muy diferente; como se imaginan los héroes de leyenda. Me lo había imaginado más joven y más galán, por haber estado el catalán hablando de amores y de la juventud de la niña. Pero claro, haciendo bien las cuentas, el tal amante ya tendría los cuarenta y cinco años, tal vez cincuenta. Sumado a ello estaba el sufrimiento de perder a su amor y los años en la cárcel. Además estaba sin afeitarse, con ojos tristes y cansados, tal vez por falta de dormir, al andar escapadoé.
-¿Dónde está? -Le preguntó al Catalán, con voz ronca.
El Catalán le enseñó la calavera, apuntando a la pila de tierra con el dedo. El desesperado corrió, resbalando por la tierra, tratando de agarrarse a algo con el brazo que no tenía, cayendo así varias veces, hasta que al fin alcanzó la calavera. La cogió con su mano, y yo noté el movimiento de su hombro, como si también la mano que ya no existía la quisiera acariciar. La examinó con sumo cuidado, apretándola contra su pecho y su cara, de manera que se las ingenió para pasarle los dedos por los ojos que ya no estaban allí. Después la besó en su dentadura descarnada. Mientras tanto el Catalán y yo lo mirábamos. No sé que sentiría el Catalán en aquel momento, pero yo me sentía muy avergonzado, una vergüenza que tal vez fuese una profunda pena como nunca había sentido anteriormente. Aquella distancia, entre la vida y la muerte, los huesos y la carne, separaban para siempre jamás, lo que un día, sin duda, había sido un dulcísimo amor, entre una jovencita y un hombre mayor. Entonces estaban los dos vivos, y la edad no era impedimento para el amor. El impedimento eran los prejuicios sociales, que hicieron imposible que aquel amor floreciese, y ahora era la eternidad, la que los separaba El hombre empezó a llorar, al principio era un llanto suave como una garúa. Pero su cuerpo se fue sacudiendo, cada vez con más violencia, y de pronto el pobrecito explotó en un grito escalofriante como un trueno; y su cuerpo y su alma se convirtieron en una tempestad. Levantó la calavera al cielo e insultó todos los santos y al Creador. Yo quedé atónito viento tanto dolor, locura y desesperación. Si, aquel hombre era otro loco. Toda la gente con la que yo había tropezado aquel día, estaba loca, pensé. Pensé que, de la manera que aquel desesperado quemaba energía, no tardaría un minuto más sin desmayarse o morirse. Y así fue: cayó dentro de la fosa como si le pegaran un tiro. Yo hice un ademán de ir en su ayuda, pero el enterrador me detuvo, con el brazo extendido delantede mi pecho. El se adelantó y se acercó a la tumba por la parte de atrás. Yo lo seguí y, estirando el cuello sobre su hombro, vi al hombre en el fondo de la fosa con la calavera en su mano, apretándola contra el pecho y sacudiéndose, como en un ataque de epilepsia. El enterrador cogió la pala y le dijo:
-Adiós, amigo. Descansa en paz.
Escupió sus manos y empezó a echar tierra a la fosa con suma rapidez. Yo quedé paralizado sin dar crédito a mis ojos. Cuando pude reaccionar, la tierra ya cubría la cara del desesperado; pues, siendo aquella tierra tan arenosa y seca, el enterrador la paleaba sin esfuerzo, como con furia. Lo quise detener, pero él me empujó violentamente con la pala, diciéndome:
-Rece por él, si quiere ayudarle.
-Rezaré por usted -acerté a contestar.
El maldito enterrador, con la fosa a medio cubrir, clavó la pala en la tierra y, cogiendo las riendas del caballo, me dijo:
_¿Quieres que te lleve, o te quedas ahí?
Los dos en las ancas del caballo nos dirigimos hacia la chacra.Después de un largo silencio, el Catalán comentó:
-No sientas pena por él, amigo. Eso era lo que él me pidió: estar los dos juntos para siempre. La justicia lo anda buscando, y si lo encontraran lo enterrarían en la cárcel para el resto de su vida. Al que van a meter en la cárcel para siempre es a usted, ya lo verá _le dije.
-Nadie se enterará, muchacho. Pensarán que se lo ha tragado la tierra, y se convertirá en una leyenda.
-¿Y qué dirá la gente cuando lo vean a usted con su poncho y su caballo?
-Este caballo y el poncho son míos, muchacho. Yo se los presté para escaparse. No, nadie lo sabrá al menos que vos lo digas. Pero vos no dirás nada ¿verdad que no? –Dijo, de aquella vez usando el acento argentino.
El sol se escondía en un lado del horizonte y del otro salía la luna llena. Nosotros cabalgábamos entre el ocaso de dos mundos. En nuestra dirección vimos venir dos jinetes. En la distancia me los imaginé como los jinetes del Apocalipsis. Pero al acercarse, conocí a mi amigo y al chacarero que, alarmados por ver llegar al caballo solo, andaban buscándome. Cambié de caballo, y el enterrador se fue en otra dirección. Entre aquel crepúsculo moribundo, lo vi desaparecer en la distancia como la imagen de la muerte. Yo me sentí muy enfermo, y al día siguiente me llevaron a Santa Rosa y cogí el tren de vuelta para Buenos Aires. Y nunca, hasta ahora, le comenté a ser viviente lo que había visto aquella tarde. Porque, después de todo, nadie me lo creería...........

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