viernes, 17 de agosto de 2007

LA CIUDAD SIN CORAZÓN

Llegué tarde a la cita que habíamos convenido la tarde anterior Carlos y Anyelo. Yo iba ansioso de contarle a Carlos mi desdichada aventura; que había sido aquel pesar, precisamente, el que me había desvelado parte de la noche, para después quedarme dormido a la mañana.
-¿Qué, vos también te has quedando apolillando? -me regañó Carlos a forma de saludo.
Eché un vistazo al reloj del bar. Eran las diez y media. Total había llegado nada más que media hora tarde de lo convenido.
-Es el tranvía, que se llega antes andando -le mentí.
-Estoy cansado de este bar, y ese gilacho no va a venir, ya verás que no. Así que vamos a dar una vuelta.
-¿Por qué piensas que no va a venir? -le pregunté.
-Ayer, después que vos te marchaste, tuvimos unas palabras fuertes y lo mandé a la mierda, che. Se debe creer que vos sos su hijo. Me dijo que yo soy una mala influencia para vos, por mis bromas y por presentarte yiras. ¿Y cuántas mujeres te presenté yo ¿eh gallego? Ayer fue la primera vez. Qué tío mas aburrido, che. ¿Te contó que perdió la familia en la guerra?
-Me lo contó un millón de veces. Nunca habla de otra cosa.
-Gallego hazme caso, che: nunca contés tus penas a nadie. La gente no te escucha. La gente no quiere mas que bromas. No 1es interesan los problemas de los demás, che. La ciudad, pibe, no tiene corazón.
-Esperemos un poco más por él. Te quiero contar lo que pasó ayer.
El camarero se acercó a la mesa.
-No le sirvas nada a tu paisano, que nos vamos a dar una vuelta -le dijo Carlos a1 mozo.
Mi paisano se encogió de hombros y me miró con cara de risa, creo que acordándose de lo que nos había pasado la tarde anterior, y se fue a servir otra mesa.
-Parece que aún me arden los ojos de los gases de ayer -comenté con Carlos, acordándome que a mi paisano le había hecho mucha gracia verme llorar.
Un coche de la policía se paró delante del establecimiento, y dos policías entraron en el bar y vinieron derechito a nuestra mesa.
-Son ustedes Carlos y Manuel? -nos preguntó uno de los policías.
Ya me había parecido bastante extraño que, habiendo tanta gente en e1 bar, los policías vinieran derecho a nuestra mesa, pero que supiera nuestros nombres, me preocupó.
-Si, somos nosotros -contestó Carlos.
El oficial sonrió, como satisfecho de que, entre toda aquella clientela, diera con nosotros al primer intento.
-Por favor acompáñenos a la comisaría -nos pidió amablemente el oficial. Por qué -preguntó Carlos.
-Allí se lo dirán. Yo no lo sé -contestó el oficial, a secas.
Carlos se encogió de hombros y me dijo:
-Vamos a ver que nos quieren, gallego. Vos no habrás hecho alguna macana ayer ¿eh gallego?
-Yo no –le contesté, no muy convencido, porque los insultos de la mujer aún retumbaban en mis orejas.
Me pareció que toda la gente del bar nos miraba como diciendo: “Esos son rateros. Que los encierren.” Carlos me empujó con el hombro, diciéndome:
-Caminá, gallego, a vos que te importa lo que piense la gente.”
-Pero por qué nos tienen que llevar a la comisaría, así sin niguna explicación? -yo protesté.
-Por nuestra cara, che -me contestó Carlos.
En el coche, yo no podía disimular mi preocupación. Seguro que la chica le había contado a la policía cosas de mí, de venganza, por no ayudarla. Yo ya me veía otra vez en un lío con el juez de menores y con mi tutor. Aquello iba a ser la vergüenza más grande de mi vida.
-No te preocupés galleguito -me dijo uno de los policía, como para calmarme. Si fuese cosa mala ya teníamos las esposas puestas.
-Claro, gallego. Vos te creés que la policía acá es como en España, che. Acá los canas son piolas -me dijo Carlos.
A mí me hizo gracia de la forma que Carios trató a los policías; pues aquello de cana era uno de los motes que tenían los Policías, y yo creía que les parecía mal que los trataran así. Yo asentí a su comentario con una forzada sonrisa, porque, acordándome de la noche anterior, no me pareció que los policías argentinos fueran más piolas que los españoles. No de la forma que me había tratado aquel oficial.
-¿Ustedes no serán mozos o cocineros? -nos preguntó el oficial.
-No. Nosotros somos san josesés -les dijo Carlos, queriendo decir que éramos carpinteros.
-Es que hoy hay huelga en la gastronomía y los piquetes nos traen locos -dijo el policía.
-Con razón había tanta gente en el bar de la Avenida. Será uno de los pocos abiertos. Vosotros los gallegos nunca hacéis huelga. ¿Verdad que no, gallego?
-Y yo que sé -fue mi contestación.
-No muchos fueron a la huelga. La huelga es un fracaso. Por eso los piquetes andan haciendo tanto lío, tratando de hacer cerrar a la gente -dijo uno de los policías.
La comisaría no estaba lejos. Los policías aparcaron en la calle, al lado de un gran portalón. Dieron el santo y seña y el portalón se abrió. Entramos a un patio ancho y largo, en el que había mucha actividad. Eran piquetes.
-Esperen aquí -nos dijo uno de los oficiales- y ellos entraron en el edificio.
Varios de los detenidos reconocieron a Carlos y enseguida
emprendieron una charla con él. Todos parecían tomar a broma aquélla situación en la que se encontraban.
-¿Qué hacés vos por acá, che? Vos no sos del gremio -le dijo uno de sus amigos.
-Estaba en e1 bar, con este gal1ego, y nos vinieron a buscar los canas. No sé si este pibe habrá hecho alguna macana anoche, que lo mandé al bar de los chinos a chaparse una yira. Ya veremos que quieren de nosotros.
Uno de los oficiales volvió a la puerta.
-Enseguida estará alguien con ustedes -nos dijo.
Nos mezclamos por el patio con los hue1guistas, que no hacían mas que contar chistes y reírse. Pero el comisario parecía tomar las cosas más en serio. Se oía, allá adentro, dando ordenes a gritos. Al oír su enfado, los huelguistas aún decían mas chistes.
-¡Huy, huy! Qué cabreau anda e1 patroncito hoy. Se le debieron rajar los pingos -bromeó uno de los huelguistas, usando ese dicho pampero, que quiere decir que a alguien se le escaparon los caballos, pero que es como decir que uno pierde los estribos.
Otros dos policías llegaron con una mujer, que yo me creí que sería otra huelguista, porque la dejaron entre los hombres, y ella enseguida saludó a todos:
-¡Hola, pibes!
Se sentó en un banco y empezó a jugar con los dedos. Luego se
Levanto y, dirigiéndose a mí, me dijo:
-Che, galleguito, vos sos de confianza. Cuidáme del bolso mientras voy al ñobe. Que acá los canas no tienen guita para comprar un clava donde colgar un bolso ¿sabés?
Me metió el bolso en las manos y echo a andar para el fondo del patio, por lo que comprendí que ya sabia donde estaba el servicio. Un policía, que se acercaba, le gritó:
-Argentina, no meés por fuera, de esta vuelta.
-Calláte, che, que los muchachos te van a creer -le contestó la mujer.
-Siempre lo hace -dijo el policía, volviéndose a nosotros.
Me di cuenta, entonces, que no era una huelguista, sino una prostituta en retirada; pues, en su cuerpo destartalado, pocos placeres quedaban que ofrecerle a un hombre. La pobre era una saca de huesos: una arruga remendada con maquillaje. Pensé si la chica tan guapa, con la que yo había estado la noche anterior, terminaría así, tan descangayada como aquella. ¡Qué pena! Un hombre delgado, con nariz aguileña, blancuzco y con un cuello como una jirafa, estiró el hocico hacia el bolso, y me dijo:
-Che, gallego, mirá si esa yira tiene unos mangos en el bolso y se los damos a un cana para que nos vaya por algo que morfar.
La mujer, como si desconfiara que le registraran el bolso, regresó justo cuando el flaco me estaba tentando a mirar en el bolso.
-¿Por qué no vas a registrar bolsos a la casa de tu abuelita che, gordito, que yo no ando poniendo mi cuerpo debajo de los hombres para darle de comer a ningún hijo de perra -le dijo ella, con mucha disposición, pero como sin enfadarse.
-¡Pero, che! ¿Es que hay quién te pagan para eso? -dijo el flaco. Y, volviéndose a los otros hombres, agregó: “Che, yo no sabía que andaban las mujeres tan escasas en Buenos Aires. ¡La pucha, che, que hay tipos con ganas de coger!
-Mirá, gordito ¿por qué no te vas a reír de la concha de tu hermanita? -le dijo ella, de esta vuelta de mal humor,
Un agente se acercó a la puerta y le gritó a la mujer:
-Argentina, Si no te sentás en el banco tranquila, te voy a tener que encerrar. Ya lo sabés...
Se sentó y, encogiéndose de hombros, me miró y me dijo:
-Ellos mandan, ¿eh, gallego? ¿Tenés un fago?
-No. Yo no fumo -le dije.
El flaco empezó a cantar el famoso tango de Gardel, así entre dientes, cambiándole la letra: “Cuando té rompás los tamangos, buscando ese mango que te dé para fumar...
-Por qué no te vas cantar tangos a casa de tu madre, che Gardelito -le dijo la pobre mujer.
-¿Cómo voy a ir a casa de mi madre si estoy preso, che? –le dijo el flaco.
Les pareció, a los otros detenidos, un buen chiste y se empezaron a reír. La mujer también se reía.
-Ahora si que te anotaste un poroto, che, flaco -le dijo la mujer.
-¿Quién tiene un fago para Argentina? –preguntó el flaco, y antes que alguien respondiera, él sacó un paquete de su bolsillo y le ofreció un cigarrillo.
-Gracias, che. Ya lo note yo, en la forma que tenés de hablar, que vos sos un tipo piola -le dijo la mujer.
-Nosotros los Argentinos somas así, Argentina. ¿Por qué te han traído aquí hoy?
-Por nada. Mandé a la puta que lo parió a un tipo y resultó ser un general. Y aquí estoy. ¿Sabés que me dijo el hijo de perra? Que era un general. Y yo le dije: “Pues yo soy La Argentina.” Y aquí estoy.
-Ese es el problema de este país, Argentina: las botas mandan.
-Mira como te han dejado, Argentina, hecha un trapo, che.
A la mujer no le hizo ninguna gracia la metáfora, y le retrucó.
-Te vas a reír de tu madre, che –y le mandó el bolso a la cabeza.
Yo había creído que aquello, entre el flaco y la mujer, era todo un juego, una forma de cargar que tienen los argentinos; pero un policía no lo pensó así y les gritó a los dos, con muy mal genio. La mujer corrió a sentarse en el banco, como aterrorizada. Me di cuenta, entonces, que el tal policía era el comisario, que parecía haber perdido el control de sí mismo. Pues, mientras todo aquel juego seguía, entre la mujer el flaco, yo había escuchado como los teléfonos llamaban sin cesar pidiendo ayuda policial, porque los huelguistas seguían haciendo cerrar locales por la ciudad, y el comisario contestaba que no tenía mas refuerzos.
-Tomále las impresiones a esa y echármela de aquí –les gritó el comisario a los policías.
Parece ser que, en casos sin esperanza, como el de aquella mujer, la policía les tomaba las impresiones digitales y las largaba. Pero Argentina se negaba a ello. Pues cuando tienen muchas entradas fichas, es como haber cometido muchos pecados; aunque no veía yo qué diferencia haría con aquella mujer acabada. Pero ella se negaba a tocar el piano y se armó una discusión entre el policía y la pobre victima: o ponía los dedos en el chapapote y se largaba, o la tenían que encerrar. Ella no aceptaba, ni una cosa ni la otra. El comisario ordenó que la metieran en una celda, que no podía estar allí peleando con los huelguistas. Ella resistió, dejándose caer al suelo. Dos policías trajeron un chaleco de fuerza, e intentaron amarrarla, pero ella se escurría como si no tuviera huesos, llorando de una forma terriblemente lastimosa. El comisario, tal vez porque había tantos testigos, se acercó y les gritó a los policías:
-¡Dejarla, carajo! Dejarla que se pudra ahí.
La mujer quedó tirada en el suelo, llorando y suspirando. El primero en ayudarla a levantar fue el flaco, que discutiera con ella. Le ofreció un cigarrillo encendido. Ella casi no lo podía sostener. A mí me afectó mucho aquella escena y, mirando a Carlos le pregunté:
-¿No te da pena?
-Si, gallego, que me da pena. Ahora si, porque esta acabada... pero, cuando estaba buena sería una hija de perra.
A este punto, dos hombres, muy altos y bien trajeados, que resultaron ser de la po1icla secreta, entraron a la comisaría. Uno de los policías que nos habían llevado, sa1io al patio con ellos y nos señaló.
-Vamos -dijo uno de los recién llegados, hacienda un ademán con la cabeza, como si el asunto que nos esperaba fuese algo urgente.
Los acompañamos. En su coche estaba un hombre viejo.
-Manuel y Carlos ¿verdad? -dijo el viejo, con acento italiano.
El viejo también sabía nuestros nombres, sin jamás habernos visto. Antes de hacer ninguna pregunta, un policía nos dijo:
-Es aquí, dando la vuelta.
-¿Qué tenemos que hacer nosotros ahí a la vuelta? -preguntó
Carlos, que al fin parecía preocupado por tanto misterio.
-¡Cómo! ¿No se lo han dicho? Tienen que identificar un cadáver.
Yo noté que Carlos abrió la boca para decir algo, pero al tiempo el coche, que iba a buena velocidad, paró en seco.
-Ya es aquí -dijo el que manejaba.
Se bajaron los policías y nos abrieron las puertas del coche, y echando a andar nos mandaron que los siguiéramos. Caminaban a zancadas, y como eran altos yo tenía que apurar el paso para seguirlos. El viejo se fue quedando rezagado. Entramos en el edificio, y seguimos a lo largo de un interminable corredor. Los policías caminaban aún más ligero, como en una emergencia. Sería por sus piernas largas y no por la prisa, pero se me hacia seguirlos. El viejo no pudo con nuestro paso. Entramos en una sala, donde había un hombre con un mandilón blanco. No dijo nada al vernos, ni los buenos días nos dio. Debido al día caluroso y al paso ligero, sentí un escalofrío al entrar en aquella sala. Parecía estar helada. El hombre tiró de un cajón metálico y levantó un poco la sábana que cubría el objeto allí encerrado. Carlos echó un grito de horror. El hombre empujó el cajón otra vez, sin darme tiempo a ver quien se escond1a debajo del trapo. Los polic1as ya nos mandaron salir. En el corredor nos encontramos con e1 viejo.
-Este señor tiene algo para ustedes -nos dijo uno de aquellos agentes, y agregó: Después pasen por la comisaría, por favor. Nosotros no podemos esperar.
Se marcharon apurados. Todo sucedió tan rápido, que yo no acababa de salir de mi estupor. Los agentes, se supone que acostumbrados a su trabajo, hicieron lo suyo sin emocionarse ni pizca. Carlos, pensando que yo también había visto el rostro del cadáver no se extrañó de mi tranquilidad, pues yo no mostraba la emoción que él esperaba.
-¿Quién es? -pregunté al fin.
-¡Cómo! ¿No lo reconociste?
-No me dieron tiempo a verlo.
Carlos parecía tranquilo. Tal vez fuese el choque lo que lo hacía parecer tranquilo. El viejo sacó de su bolsillo un librito. Lo reconocí enseguida. Era el librito de Anyelo, donde anotaba las medidas. Yo pensé que el viejo lo habría encontrado y nos lo quería entregar. Y eso fue, precisamente lo que Carlos le preguntó: dónde lo había encontrado.
-Me lo dio él -dijo el viejo. Yo estaba en e1 balneario pescando. Nunca me quedo hasta tan tarde, pero como picaban. Se acercó este hombre y me dio el librito y me dijo que se lo diera a Manuel y a Carlos, que iban a estar en el bar Imparcial a las diez de hoy. Pero, después que vi al mismo hombre que se tiraba al agua, pensé que era mejor dárselo a la policía. Perdonarme por ello. Parece ser su testamento. Yo leí. Tenía que leerlo, después de lo que pasó.
El viejo le entregó el libro a Carlos.
-Está en italiano –dijo Carlos al abrir la agenda.
-No está muy claro -dijo el viejo. No escribía buen italiano. O estaría nervioso cuando lo escribió.
-Mi viejo quería que aprendiera italiano, pero a mí nunca me
interesó. Lo chapurreo... pero... leer me cuesta.
-Si quieren se lo leo -dijo el viejo.
-Nos hace el favor -le pidió Carlos.
Nos sentamos en el banco que había a 1a entrada de aquel corredor. El viejo se disculpaba por no poder leer de seguido aquella letra.
-Como les decía, no escribía muy bien. Dice que las herramientas se las deja a Manuel. Menciona la piedra de afilar, como si fuera algo muy importante. También la garlopa de metal, y los formones...
De pronto salí de aquel estupor, como el que reacciona de un susto. Me di cuenta que aquel escrito era un testamento. El pobre Anyelo había decidido terminar con sus pesadillas. Me dejaba a mí, como si fuese su hijo único, todas sus posesiones: unas miserables herramientas de carpintero. Rompí a 11orar y no quise escuchar más. Eché a andar. La gente me miraba, pero yo, por primera vez, no me importaba lo que la gente pensara. “La ciudad no tiene corazón”, me había dicho Carlos en una ocasión. Yo sentía la sensación de que acababa de perder el mío. Caminé entre la gente, como un sonámbulo, un tiempo sin relojes. ¡Cuánta gente y nadie hablaba! Todas las razas moviéndose a la par, apuradas, pero como sin rumbo ni propósito. Yo tropezaba con todos, por que no caminaba al mismo ritmo. Entre la multitud, de una ciudad apurada como Buenos Aires hay que caminar al mismo paso. Yo iba pensando en la tarde anterior. ¿Por qué había yo caminado en aquella dirección, la tarde anterior? Si hubiera cogido cualquier otra calle nada de lo ocurrido hubiera sucedido. ¡Qué caprichoso es el destino! Todo había pasado por yo haber cogido aquella dirección, como si la vida toda, dependiese de un mal paso. Había dado yo aquel mal paso el sábado a la tarde. Era la hora en que la ciudad se quedaba sola. La gente había dejado sus trabajos, y la hora de la diversión aún no había llegado. Además era un día caluroso y húmedo, como suelen ser esos días de verano en Buenos Aires. Llevaba yo poco tiempo en el país y, habiendo sido criado en la holgura del campo, la ciudad me apretaba como un par de zapatos nuevos. La soledad y la morriña eran aún más asfixiantes que aquel calor, que reflejaban en las calcinadas paredes y derretía el asfalto. Me sentía triste aquella tarde. Había ido a visitar al trabajo a un amigo de la aldea, que trabajaba en un bar del centro, pero no estaba. Le dieran día franco, me dijeron sus compañeros. Como tenia deseos de hablar con él -cosas de la aldea- me marche triste. Mis pies me llevaron por la calle Florida, que por ser estrecha, la sombra de los edificios casi cubría todo calle, y el calor era un poco más soportable. Allí, enfrente al diario La Nación, que era el periódico de los conservadores, estaba un grupo de hombres discutiendo sobre los últimos acontecimientos del país. La Argentina vivía un momento de agitación política, después de la caída de Perón, y siempre se amontonaba gente enfrente de las pizarras de los periódicos, para leer las últimas noticias y a discutir la política. Pensé que, en aquella ocasión, estarían tomando ventaja de aquella agradable sombra, más que de la política. Yo pensaba seguir de largo, porque aquellas discusiones de política casi siempre terminaban en peleas, con la intervención de la policía y los siempre presentes gases lacrimógenos. Pero vi, con gran sorpresa, que entre el grupo de hombres se encontraban Anyelo y Carlos. Anyelo era un ebanista de muy alta calidad. Carlos un experto barnizador. Yo era aprendiz de carpintero. Los tres formábamos un equipo en la fabrica de muebles. Nosotros estábamos en la sección de muebles de lujo, lo que se dice hechos a mano. Aunque yo debo decir que también usábamos algunas herramientas. Cuando llevábamos muebles a las casas, casi siempre era yo el que los armaba. Anyelo no hacía mas que asegurarse de que los armaba en buen orden: coma ser las patas para bajo y puertas abriendo para fuera. Después Carlos retocaba las rascaduras. Eso y gastarme bromas era todo lo gue Carlos hacía, como buen argentino que era. Anyelo, aunque era italiano, había vivido una buena parte de su vida en Francia, en Paris, donde se había casado con una francesa Había tenido dos hijos. Durante la guerra había sido llevado a Alemania, como todos los buenos carpinteros de la fábrica. Después de la guerra, Anyelo retornó a Francia pero nunca encontró a la mujer, ni a los hijos. Por eso sería que me trataba a mi coma a un hijo y llegó. Legó a tenerme mucho cariño. Pero aquel cariño no era conveniente para mí; pues, por aquel cariño paternal, parecía creerse con el derecho de tratarme como a un hijo, y yo ya había tenido bastante con mi padre. Digo esto porque el temperamento de Anyelo era voladizo, y algunas veces se olvidaba de que yo era un aprendiz y pretendía de que yo hiciese el trabajo como si fuese el famoso Chippindale y me reñía por mis fallos. Después, cuando se calmaba y recapacitaba, me pedía perdón profusamente. Pero a mí me duraban las broncas, y no me era fácil perdonarle. En una ocasión me enfadé y no acepté sus disculpas. Entonces Anyelo rompió a llorar. Como avergonzado, por dejar escapar sus emociones de aquella guisa, sacó una agenda y me la mostró. La agenda estaba llena de nombres tachados.
-Eran mis compañeros de trabajo -me dijo. Siempre nos bombardeaban, y cuando uno moría, yo pasaba una raya. Por eso estoy de mal humor algunas veces. Siento las sirenas y no puedo dormir.
Fue aquel1a la primera ocasión que me hablo de su vida, y también la primera vez que me mostró una foto de su mujer y de sus hijos. Como me diera mucha pena lo que me contó le perdoné aquellos malos ratos, que algunas veces me había hecho pasar. Y si fue como nos hicimos muy amigos, y él me contó muchas historias de la guerra, tantas y tan penosas que algunas veces llegué a desear que se hubiera muerto como los otros. Por eso, al ver a aquellos dos compañeros entre todos aquellos hombres, enfrente de la pizarra del diario La Nación, me acerqué al montón. Note, con sorpresa, que aquel día no hablaban de política, que el argumento iba de mujeres. Creo que era de esperar que hablaran de mujeres, estando Carlos par allí, porque él no hablaba de otra cosa. Pero el argumento era tan acalorado como si de política se tratara. Unos decían que se debían de abrir los quilombos, y otros que no, que sólo las hijas de los pobres caerían en esos trabajos. Entre todas las tonterías que allí se barajaron, un hombre tuvo la estúpida idea de mezclar la religión con la prostitución, y bueno, como dijo el Manchego, con la iglesia hemos topado. Entonces se pusieron las cos as al rojo vivo, y para echarle un poquito más de sal y pimienta al estofado, un incauto dijo que en España e Italia, donde más curas y monjas había, también era donde había más puterío. No había, el incauto, terminado la frase, cuando un italiano, de los antiguos (que a los modernos no les importaba aquello) le largo un puñetazo al ofensor. Pero como el tío lo viera venir, se bajo, y el puño fue a parar a la boca de un inocente.
Bueno, se armo la de Troya, como era de esperar, jurando en tantas lenguas que aquel1o parecía la Torre de Babel. Yo creo que la policía se divertía con aquellos hechos, y que estaba siempre alerta de que tales peleas sucedieran, para ellos divertirse; porque, en menos de un segundo, cayeron por los dos costados, porque no había cuatro. Y como no tendrían que pagar ellos los gases, eran de lo más generosos con aquella mercadería, disparando a diestra y siniestra. Yo nunca los había visto disparar tan de cerca, y pensé que tiraban a matar. No se como me escabullí y cogí la Avenida Corrientes que, siendo tan ancha, a mí me quedaba estrecha. Cruce la Nueve de Julio, con riesgo de mi vida, sin ver el tráfico, porque ya iba ciego de los gases. Fui a parar a un bar en la Avenida de Mayo, donde ya conocía a los camareros. Aquellos pobres diablos, como yo, también llevaban poco tiempo por allá, y algunas veces nos contábamos nuestras penas.
-Se te murió algún pariente en España? -me preguntó al verme en semejante orgía de llanto.
-Son los gases. Tráeme agua fría.
Me trajo un cubo con agua y hilo y una servilleta. Los gases abrasan en las cejas y la nuca. El hilo fue un alivio. A rato llegaron mis dos amigos, llorando y riendo: las dos cosas a un tiempo.
-¿Mataron a alguien? –les pregunté.
-¡Qué van a matar, gallego! Puro barullo, che -dijo Carlos.
Compartimos el agua con hielo del cubo. Después, ya aliviados, tomando cervezas, seguimos hablando del mismo asunto que había causado aquella pelea.
-Yo pienso que los quilombos son necesarios -comenté.
-Pibe -dijo Carlos- le pones un techo a Buenos Aires y es un
gigantesco quilombo.
Carlos había asentado cabeza, desde hacia un tiempo, como si estuviese enamorado, pero no hacía mucho que de su sueldo no ahorraba un peso. Eso creía yo, porque a mediados de mes ya me andaba pidiendo un crédito. Yo no ganaba ni la mitad de su sueldo, pero gastaba menos que la bocina de un avión, y así siempre tenía dinero. Carlos, a fuerza de gastar su platita, había llegado a conocer todos los rincones de la ciudad, y lo que por sus andurriales se cocinaba. Yo admiraba su carácter. Uno no podía jactarse de aprender educación en su compañía, pero si a ser practico, si uno pudiese imitar su forma tan natural, claro está. Él salía airoso de todas las situaciones. Algunas veces me hacia pasar una vergüenza terrible. Si en e1 bar un vaso le gustaba, $e lo metía en el bolsillo delante de las narices del camarero, y el camarero no lo veía. Y si podía pasar sin pagar, no lo pensaba dos veces.
Yo, en aquella ocasión, no entendí lo que quería decir con aquello de que Buenos Aires era un quilombo, porque esa es una palabra que los Argentinos usan para explicar cualquier lío. Carlos me lo aclaro, diciéndome que, en la ciudad había cuantas prostitutas se quisieran. Y me pregunto:
-¿Querés una piba para hoy?
La pregunta era tan inesperada que me sentí muy avergonzado, por e1 respecto que le tenía a Anyelo. Habíamos estado solos tantas veces y Carlos nunca me había hablado de presentarme a una mujer y, en varias ocasiones, yo estuviera a punto de pedírselo, pero no me había atrevido. Y en aquel momento, tan inoportuno, me venia con la oferta delante de Anyelo. Sonreí avergonzado. Anyelo me miró, sonrió y dijo:
-¡Pobre pibe! Está en una edad difícil: ni es niño ni es hombre. Cuando una niña deja de ser niña es mujer. Pero un chaval deja de ser chaval y no es nada. Es el periodo de la estupidez...
-Y ahí es donde se quedan la mayoría, che -comento Carlos.
-A esa edad es cuando un hombre se siente más solo –continuó
Anyelo sin hacer caso del chiste de Carlos.
-¡Vamos, Anyelo! Ya hemos llorado bastante con los gases. Dejáte de macanear. Vete con el pibe, y te vas a la cama con una mina vos también; ya verás como una pebeta te quita toda esa filosofía del mate.
Anyelo sacudió la cabeza negativamente, y dirigiéndose a mí me empezó a dar consejos:
-Al pibe le vendrá bien una mujer, que últimamente lo encuentro muy pensativo. Por el momento no tengas vergüenza de pagar a una mujer. Pero recuerda que el amor no se compra. Una mujer que tengas que pagar nunca te llenara, y aun te hará sentir más solo. Después me aconsejó que siempre usara un preservativo.
-Bueno, padre Anyelo, ahora que has terminado, dejáme que le diga al pibe lo que tiene que hacer, che –le regañó Carlos- y dirigiéndose a mí me empezó a dar instrucciones:
-Te vas al bar Los Chinos...
-¡Los Chinos? -yo me quise asegurarme.
-Si, Los Chinos. Los vas a entender bien, que son tus paisanos Carlos me aclaró.
Yo me enteré, con el tiempo, que en esos casos, una vez que un comercio tiene un nombre, no se le puede cambiar fácilmente. Por eso, de vez en cuando, se daban en Buenos Aires esas combinaciones.
-El bar esta en la Avenida Santa Fe -continuó Carlos. Te sentás al lado del reservado.
En Buenos Aires, muchas de las cafeterías, llamadas allí Confiterías. Tenían un reservado para las mujeres. Era una parte, casi siempre más lujosa, separada del resto del local por alguna vitrina, o cualquier cristalera.
-Para asegurarte que el mozo es mi amigo, le pedís una naranjada, o algo sin alcohol. Si es él te lo hará repetir, poniendo cara de asco como si hubiera pisado una mierda. Entonces le decís que sos mi amigo. No precisas decirle más nada. Él ya se dará cuenta de que se trata.
Anyelo asintió con la cabeza, como dándome ánimos; porque creo que había notado que la conversación me avergonzaba, debido a su presencia. Al levantarme me preguntó si tenía dinero bastante.
-Cobré ayer ¿no? Aún tengo toda la plata.
-No la gastes toda, entonces -me aconsejó, y agregó: Mañana a las diez nos vemos aquí.
En aquel tiempo, mi miserable sueldo me parecía mucho dinero. Se debía a que nunca había visto mucho dinero en mi corta vida. Así que, cuando cobraba, por unos días andaba con todo el sueldo en el bolsillo, para sentirme rico. Era como si me diera una sensación de seguridad que nunca había experimentado.
Me sorprendió la confitería aquella. Era muy grande y lujos.
Yo ya estaba enterado que, por aquella zona del barrio norte, era por donde vivía la gente rica, pero como Carlos me había hablado de chinos, gallegos y putas, yo me había hecho la idea de una tabernucha, de esas con aserrín por el suelo, que si sospechara aquel lujo no hubiera entrado. Pero, ya metido en el baile, me senté como pude, lo más cerca posible de la cristalera. Encendí un cigarrillo. Yo no tenía el vicio de fumar ni sabía fumar. Pero había que hacer algo, para sentirse hombre. El camarero se acercó, antes de ser llamado. Como había otra gente esperando a ser servida, y el se dirigió a mi primero, pensé que me venía a echar fuera. Era un camarero tirando a viejo y, por la forma de andar, se podían adivinar el tamaño de los ojos de gal1o en sus pies. Caminaba torcido hacia la izquierda, de tanto cargar bandejas pesadas; pues aquella era la característica de los camareros que llevaban muchos años cargando con pesadas bandejas. Pero debo decir que, en aquel momento, yo pensé que el hombre sería algo joroba do y cojo; pues en aquellos tiempos aún no sabía yo que aquella deformación se debía al peso de las bandejas.
-¿Qué tomás, pibe? -me preguntó con modales argentinos, pero todavía con acento gallego; pues los gallegos nunca perdemos nuestro acento.
-Este chino no es –pensé yo- y le conteste: Naranja Bilz.
-Habla fuerte pibe, que aquí no se oye nada con este barullo
-me dijo con un humor como si le hubiera pisado uno de sus juanetes.
Es él -dije yo. Entonces le repetí: “Dije naranja, pero cambié de parecer. Tráigame un Zinzano con naranjada.
-¡Un “sinsano” con naranjada! -exc1amó como si le hubiera pedido un enfermo para comérmelo. ¿Etás seguro que no lo querés con soda?
-¡Claro que con soda! Es que no me acordaba del nombre –le mentí.
Su rostro, fruncido y apagado, se iluminó y se desarrugó.
-Enseguida, señor -dijo cambiando todos los anteriores modales, como satisfecho de su triunfo.
Dejó la mesa con una gran sonrisa y fue a servir algo a otros clientes. Yo seguí fumando, observando a la gente coma cogían e1 cigarrillo para yo hacer lo mismo; porque mi forma de coger el cigarrillo era coma si estuviera manejando un destornillador.

LA MOROCHA

En el reservado había unas cuantas mujeres. Una era una morocha, muy joven, de pelo largo rizado. Me pareció que fumaba con mucho estilo. La quedé mirando un poco apampanado, para ver como cogía el cigarrillo, para imitarla. Me sonrió muy amab1e. Entonces yo, avergonzado, le tire una chupada al piti1lo que lo dejé sin vida. El humo me llegó a los pies, pero de un golpe de tos lo despedí como si fuera un volcán. Al tiempo oí toser a otra personal y me di cuenta que era el camarero el que tosía. Pues al fijarme vi su cara que salían, sin aliento, de entre la nube de humo.
-¡Dios mío! ¿Pero qué forma de fumar tiene usted? -acertó a decir. La morocha del reservado se reía, y sus dientes eran blancos y muchos, y su risa era muy bonita. Yo pensaba si seria una yira. Pero no podía ser. Era demasiado bonita para eso. El viejo camarero, parecía estar muy practico en su trabajo. Con la mana izquierda mantenía la pesada bandeja, en la que traía las bebidas: la botella de Zinzano, una de Fernet Branca, el sifón, un cubito con hielo y unos platitos con tapitas. Con la otra mane sacó un trapo que tenía en el hueco de la palma de la mano que sostenía la bandeja, y limpió la ceniza de mi pitillo, que se había esparcida por toda la mesa. Con otra mano destapó la botella, y con otra sirvió el Zinzano; con otra el sifón y con la última descargó sobre la mesa todos los platitos con picadillos de toda clase. Yo nunca había visto un hombre con tantas manos. Como estaba inclinado sobre la mesa, haciendo todos aquellos trabajitos de malabarista, yo metí mi hocico dentro de su enorme oreja, y le dije:
-Soy amigo de Carlos.
Al oír el nombre de Carlos, todas sus manos desaparecieron, hasta tal punto que me pareció manco. Apretó el pistón del sifón deliberadamente disparando un chorro de soda sobre la mesa.
-Perdone, señor –dijo- y se puso a secar la mesa con el trapo. Hablando bajito me dijo al oído con voz misteriosa, tratándome de tú otra vez: ¿Te gusta aquella morocha?
Yo le clave los ojos a la morocha, que casi rompo el cristal que nos separaba. La morocha, dándose cuenta de lo que tramábamos, me hizo señas con la cabeza, para que asintiera, eso pensé.
-Me gustaba cualquiera -le dije al camarero, par decir algo.
-Tomáte la bebida, y después te vas, y la esperás dos cuadras para abajo. Ella te recogerá con un taxi.
-Le pagué y le di una propina.
-Gracias, señor –dijo- cambiando de tú a señor otra vez.
Terminé la bebida y dejé la confitería con mucha dificulta. Mi cuerpo parecía que no quería acompañarme y yo tenia que tirar por él con una fuerza exagerada. Todas las mesas y sillas parecían cortarme el paso, y tuve que sacarlas del medio llevándolas por delante. Toda la gente me miraba y parecían decir: Ese pibe va borracho.
Espere dos cuadras mas abajo. Ya no estaba seguro si eran dos cuadras mas abajo. Cinco minutos, diez, veinte. Esa mujer no viene, no va a venir. No era una puta. Qué iba a ser. El camarero me tomó el pelo. Si seré tonto. Segura que todo fue otra cargada de Carlos. A lo mejor me equivoque, y el camarero dijo para arriba y yo fui para abajo y ella esta allí arriba esperando. Así estaba maquinando, cuando un taxi me pasó por encima de los pies, como caído del cielo.
-¡Venga, salta adentro, che gallego! -me apuró desde la ventana la morocha, a medida que abría la puerta.
Salté dentro del taxi como si fuera una piscina.
-Pero, che ¿qué hacías ahí abriendo la boca? ¿No vistes que te hacía señas desde la otra esquina?
-Yo no vi nada -acerté a contestar.
Como un instructor de escuela de conducir, la morocha le iba
dando instrucciones al taxista.
-No pare aquí, pare allí; par aquí vaya despacio, y por allí ­vaya corriendo.
Llegamos a un misterioso edificio, donde las puertas se abrían solas, y por corredores estrechos y oscuros, el taxi se escabullía.
Después noté que el taxi daba vueltas sobre un piso que giraba. Aquello era tan misterioso que le sacaba las ganas de joder al más desesperado.
-Pagále al taxi, che, que no podemos quedarnos aquí esperando la carroza -me apuró la morocha.
La carroza le llaman los argentinos al coche funerario, y la
expresión sería coma decir, que no me quedara allí hasta la muerte.
-¿Cuánto es? -pregunté.
-Bueno, vos sabes que a nosotros no nos conviene venir a estos sitios ¿sabés? Por la policía... Así que dame lo que vos quieras.
Pensé que el hombre era muy razonable. Como el taxímetro estaba oscuras, para hacer juego con el resto de aquel lúgubre inmueble, yo también le iba a dar un dinero razonable. Pero al tiempo el hombre me puso la tarifa, que era tres o cuatro veces lo que yo pensaba. Yo iba a protestar el precio, cuando un hombre vestido de negro (digo de negro porque yo no le vi mas que la cara blanca) me dijo, con voz grave, abriendo la puerta del taxi y con una reverencia que casi tocó con la nariz el suelo:
-Por aquí, señor.
Pagué, por la tanto, y seguí al hombre, coma si fuera mi sombra. Noté, al mirar hacia atrás, así coma la mujer de la Biblia, que el taxi había desaparecido como por encanto. Yo también estaba convertido en sal, tanto era el miedo que me metía aquel misterioso laberinto. Seguí aquella sombra de hombre, por un largo, oscuro y estrecho corredor, donde había puertas a un lado y a otro, de las cuales, aunque no de todas, salían unos lamentos infernales, que si eran de placer, que Dios me salve a mi de tales gozos, iba yo pensando. El diablillo aquel, director de pompas fúnebres, nos condujo a un mortuorio cuarto oscuro, que adivine se trataba de una pequeña cocina, porque, aunque estaba en penumbras, el gas estaba encendido a media mecha, y por eso pude adivinar que se trataba de una cocina.
-Esperen aquí, por favor. La habitación pronto va a estar. Es que unos se han entretenido -dijo el funerario y desapareció.
En la cocina había un banco largo, de madera, y nos sentamos. Pronto la vista se fue haciendo a la oscuridad, y con aquella tenue claridad que despedía el gas, por las paredes surgieron algunos adornos. Al lado de la cocina había una pava, artefacto de calentar agua, y también había yerba y el mate. Para el que no este enterado, mate es una infusión de yerba sin hache, pero con azúcar y agua caliente, que se sirve en un calabacín curado y se chupa por una boquilla. La primera vez que tomé uno, chupe tan fuerte que me llegó el mate a los tobillos, y me escalde las tripas Desde entonces no probé otro mate. Por eso rehusé la oferta de la morocha; pero ella tome mate hasta reventar. Para calentar el agua, ella había puesto el gas a toda mecha, y con el resplandor del gas yo pude observar su precioso rostro palidecía con aquella luz azulada; y aquella palidez la hacía parecer inocente y joven. Yo observa su bonito cuerpo, y la gracia con que lo usaba al preparar e1 mate. Por eso, porque su bel1eza me apuraba, e1 tiempo se me estaba haciendo demasiado largo; y el funerario no venia por nosotros, y yo me estaba muriendo con las ganas de meterle diente a la morocha. Y el1a meta llenarse de mate hasta las orejas. Una vez llena, se sentó a mi lado y, dándome un empujoncito con su delicado hombro, me dijo:
-¡Qué romántico! ¿Verdad?
-Si -contesté a secas.
-Te gustaría tener una casa, con una cocinita como esta, y yo ser tu mujer?
Me encogí de hombres y le contesta con la misma pregunta:
-¿Y a tí?
Me abrazó y me apretó contra su cuerpo, de una manera inesperada, pero muy agradable, como con verdadero cariño.
-Vos sos muy jovencito para ser mi marido, che. Pero yo sueño con tener un marido y una casa; si es posible cerca del mar. ¡Pero el mar está tan lejos! Una casa con ventanas muy grandes ¿sabés? Que entre mucha luz. Y después tener muchos hijos.
-¿Te gustan los niños, entonces? -le pregunté.
-Muchísimo. Tengo uno ¿sabés?
-¿De verdad? -me quise asegurar, porque me pareció muy joven
para ser madre.
-Si. Es precioso. Pero...
-¿Qué?
-En este momento está en el hospital. Le cogió el polio en una pierna. ¡Pobrecito!
-¡Qué pena!
-Si, qué pena. No hay plata que alcance.
-Pero tú ganarás mucho dinero.
-No creas eso.
-Pues eres muy guapa.
-Gracias, galleguito. ¡Qué amable sos! Pero en esto, la plata por una mano te entra y por la otra se va.
-¿Y cómo es eso? Será como dice mi amigo: se la dais al caficio.
-No hace falta que se la des a nadie. Mira, galleguito: cuatro o cinco días al mes no podes trabajar, por la regla ¿sabés? Después siempre hay algún día que no te encontrás bien. Tenés que usar buena ropa, que si andás como una crota, nadie te va a querer. Y tenés que usar buen perfume... y tabaco extranjero. Después vienen los gastos del bar, que tenés que tomar algo, mientras esperas. Y a lo mejor esperás toda la tarde y no aparece un candidato ¿sabes? Y de lo que ganás le tenés que dar una coima al mozo...
-¿Dices que le tienes que dar dinero al camarero? ¿Es eso verdad?
-¡Claro, pibe! Si no le das la coima, no te presentan los candidatos, ni te dejan estar allí toda la tarde. ¡Vos que te crees!
-Pues yo no le daba nada. Vetea la calle. Hay hombres a montones.
-Como se ve que no estás en la pomada, gallego. Cuando una de nosotras tiene que ir a yirar por las cal1es es que ya estás acabada, che. Y, aún en la calle tenés que acomodar a los canas, sino te mandan en cafufa, a Las Eras por tres meses. Allí te cortan el pelo a1 cero, y cuando salís todo el mundo sabe que sos una yira. No, pibe. Los canas son mas chupones que los mazos. Que Dios te salve de caer en las manos de los canas.
Con el tiempo, yo me fui enterando que todo aquello era cierto. Las mujeres que solicitaban por las calles, eran, en la mayoría de los casos, de menor categoría. Les llamaban yiras, del italiano girare. Tal vez el bautizo venía del hecho de que andaban girando a rededor de la manzana como el gusano, pretendiendo que miraban los comercios, esperando que alguien se les acercara. Tenían su territorio y, tenían que estar a bien con e1 policía de la zona.
Después de mucho mate y toda aquella conversación, llegó el funerario, que no se le oía caminar, coma si tuviese pies de lana. Y por la poca luz no se le veía mas que un poco la cara, como e1 hombre invisible.
-Par aquí, señor –me dijo- con voz apagada y sospechosa, coma si nos fuera a llevar a la cámara de torturas; porque aquel personaje. parecía e1 jefe de la Santa Inquisición.
Lo seguimos, y nos llevó a una habitación, que podría ser grande o pequeña. Digo, porque estaba toda recubierta de espejos, y al entrar me encontré con una muchedumbre de hombres, que todos se parecían a mí; y otra muchedumbre de mujeres que se parecían a el1a; todos revueltos con aque11a sombra negra de hombre, que al fin se pudo ver en todas sus persona1idades, mezclándose con nosotros todos, como si fuera el diabla tentando la carne. Yo los quedé mirando a todos, media apampanado, hasta que la voz del funerario me pidió el dinero. Les pague a todos aquellos hombres de negro, que eran, como dije, muchos hombres. Pero como ye era otros tantos, me salió por el mismo precio.
-Gracias, señor. Le traeré el cambio enseguida dijo- y otra vez desapareció.
-Es paisano tuyo -me dijo la morocha- aunque yo no me enteré cual de ellas fue la verdadera que me habló.
El paisano estaba de vuelta con el cambio. Yo le había dado el billete más grande de mi sueldo, tal vez para presumir. Al darme el dinero, también me dio un consejo, diciéndome que a aquellos sitios se debía de ir con el dinero justo. Creo que no se refería a que yo anduviese con mucho dinero, sino que les molestaba dar vueltas para cambiarlo. Pero no tardé en darme cuenta que tenía razón el hombre, cualquiera que fuese el significado de su advertencia.
Pude ver en los espejos, al darme el dinero, muchas manos abiertas, como pidiendo una limosna. Le di una buena propina, por aquello de que éramos paisanos, y le di las gracias por el consejo. Hizo una reverencia, como si fuera japonés, diciéndome:
-Muchas gracias, señor.
Yo quedé pasmado por un momento. Me vinieron a la cabeza muchos pensamientos. Aquella sombra de hombre era mi paisano, pero que poco quedaba de aquel paisano. Tal vez había emigrado a mi edad, con la ilusión de hacer dinero y volver a su terruño, como eran mis planes por entonces, y para entonces posiblemente habría ahorrado algún dinero, pero no le quedaba cuerpo que llevara su tierra, y a lo mejor ni alma tampoco. Después de aquella clase de trabajo, quién iba a tener alma. La morocha me quitó de mis pensamientos, diciéndome:
-Desnudáte, che. No te quedés ahí pasmado.
Al despertar, vi que la morocha estaba como cuando su madre la parió. Y todo alrededor de la pieza, y hasta en el techo, estaba lleno de replicas, en diferentes posiciones. No encuentro palabras para describir la sensación de ver por primera vez a una mujer en cueros. Pero en aquel momento hubiera preferido verme en África, rodeado por leones que verme en una habitación entre tantas mujeres desnudad. Me empecé a desnudar, y noté, por primera vez, cosa que nunca me había pasado, que mi ropa estaba pegada con cementa a mi cuerpo. Los botones no tenían ojal, ni la camisa abertura. El cinturón estaba atornillado a mi cintura, y la cremal1era de la bragueta se había fundido. Creí que tenia los brazos al revés, porque ninguna cosa me salía al derecho. Viéndome en tales apuros, ella me dijo:
-Che, galleguito, no me digas que es la primera vez.
Me limité a sonreír. Ella me ayudó a desnudar, así como hacen las mamás para cambiarles los pañales a los hijos. Hasta creo que también yo estaba cagado. Sentía la sensación, a medida que me iba quitando la ropa, de que me quitaba el pellejo. Una mujer me estaba desnudando. Y estábamos solos los dos en una habitación. Y ella también estaba desnuda. En los espejos la veía por detrás, y sentía su cuerpo por delante, caliente, pegado al mío. Nunca me había imaginado una criatura semejante. Gracias a la conversación, y al tiempo que habíamos pasado en la cocina, yo había relajado, y cogido confianza con la mujer, de lo contrario no hubiera resistido aquel memento, y hubiera llorado, o escapado.
A medida que me desvestía, me iba pidiendo su salario, que aumentaba con cada prenda que me quitaba. Por la inflación seria, que ya era alta en la Argentina.
-Tenés mucha plata -me decía.
-Es el sueldo del mes -le advertí.
-Me podés hacerme un regalito, entonces.
Fue así cuando comprendí lo que me había dicho mi paisano. Paisano: que a tales sitios había que ir con el dinero justo. La morocha me dejó en cueros, el cuerpo y los bolsillos, y ya libre de esas cargas, nos metimos en la cama. No se que experiencias habría tenido aquella mujer en su vida, si estaba reviviendo algo parecido, entendió bien lo que para mí podía significar aquella experiencia. Tal vez porque sea naturaleza de las mujeres, naturaleza humana, que ella se empeñó en que yo llevase un buen recuerdo de aquel importante suceso, porque me trató con una dulzura inesperada. Y no se si seria mi felicidad, mi juventud, o mi inocencia, lo que afectó tanto sus sentimientos, digo, porque se puso romántica y lloró al tiempo que llenaba de caricias y palabras muy bonitas, como si en aquellos momentos ella estuviese viviendo ciertos recuerdos.
Llevada por aquella sensibilidad, y ya descansando de nuestras fatigas, me fue contando, como a trancazos, la historia de su vida. Como prácticamente me había dejado pelado de dinero, no creo que me contara aquellas sus penas con la idea de lucro. Creo que, viendo mi pureza y mi inocencia, comprendió que yo la escucharía y la creería. Y ella sentía, o tenía, la necesidad de confesar sus penas, con alguien que le creyera. En pocas palabras me contó, lo que más tarde comprobé, cuando llegué a conocer la ciudad y sus variadas razas y nacionalidades. Pues Buenos Aires era, por entonces, una ciudad titilante y esperanzadora. Y aquellas luces atraían a las chicas de las olvidadas provincias, como mariposas a la luz de un candil. muchas de esas mujeres, sin ayuda ni guía, terminaban quemadas en la vida de la prostitución. Si, comprobé que Buenos Aires era una ciudad dura para las mujeres, que llegaban de las provincias y de otros mundos.
-Te digo, che, galleguito -me decía tratándome de aquella forma cariñosa- que una chica bien parecida, no tiene paz en Buenos Aires, che. En lo trabajos, los hombres no te dejan en paz, y en las pensiones las lesbianas. Parece que todo el mundo quiere tu cuerpo, y nada más. Después nadie quiere saber de vos. Cuando quedás embarazada, como me paso a mí, todos escapan de vos, y te las tenés que arreglar solita.
Sus historias, movieron mi corazón de tal forma que los dos llorábamos, porque sus problema eran parecidos al los míos. Los dos habíamos prostituído nuestros cuerpos y almas, ella cobrando y yo pagando. Si ella necesitaba el dinero, yo necesita comprar lo que no podía conseguir por amor. Por eso me sentía tan solo en aquella gran ciudad. Y aunque yo lloraba mas por mí que por ella, ella me daba mucha pena, y pensaba: Si aun ahora, después de tener un hijo y llevar esta vida, acostándose con tantos hombres, es tan guapa ¿cómo sería de bonita y cuando llegó a Buenos Aires? Me sentí celoso de su pasado, y de todos los hombres que se habían acostado con ella. Creo que esos pensamientos se transmiten, y ella me acariciaba, diciéndome lo agradable que era encontrar alguien sincero y de corazón tierno y puro. Identificándonos de aquella forma, ella contándome sus penas y yo mi soledad, nuestros cuerpos parecían encontrar la forma uno del otro, como si fuéramos hechos a medida, uno para el otro, como si hubiéramos encontrado, cada cual, la otra mitad que nos faltaba.
Así estaba yo, experimentando el momento mas dulce y agradable de mi vida, cuando unos golpes en la puerta cortaron de tajo aquel floreciente experimento.
-Salgan, por favor –oí la voz, un tanto macabra de mi paisano. La policía anda buscando algo, y quieren ver todas las habitaciones.
-La policía -ella gritó tirando conmigo a un lado. ¡Qué desastre! No te digo, gallego, que todas estas cosas me tienen que pasar a mí.
-Y a mí -pensé yo, asustado.
Pero ella parecía más asustada que yo, asustada y furiosa. ¿Por qué tenía la policía que investigar, la primera vez que en mi vida ye me encentraba en la cama con una mujer? ¿Por qué mi paisano tenía que bajar sus nudillos en la puerta, justo en el memento del placer? Podía haber sido un minute después, o un memento antes. Pero tenía que ser en aquel memento, para cortar así mi respiración. Aquella mujer tenia razón. Hay gente fatal, sin suerte ninguna. Yo comprobé, a través de los años, que yo soy uno de esos condenados, que en el más inoportuno momento, algo pasa que echa todo a perder. Y sigue y suma, y nunca puede hacer algo para mejorar esa suerte. Me pregunté muchas veces -y sigo preguntando- si todo habrá surgido de aquel memento. Pues fue tal aquella frustración, que desde entonces, siempre he sentido la sensación, justo en el momento del placer, de que alguien iba a golpear a la puerta.
Mientras nos vestíamos ella me fue dando instrucciones de cómo contestarle a la policía. Me dio su dirección, el nombre de su hijo y el hospital donde estaba.
-Les decís que sos mi novio desde hace seis meses -¿sabes?- No menciones la confitería ni al mozo.
-¿Por qué todo este? -le pregunté.
-Si les decís que sos mi novio, nos dejaran marchar. Si no tratarán de averiguar dónde me buscaste -sabes? Si se lo decís cierran la confitería, el mezo va preso, y a mí me mandan a Las Eras tres meses, me cortan el pelo al cero y me arruinan.
Yo eché e1 último vistazo a su pelo largo, brillante, rizado, con olor a mujer. Me indignó el sólo pensar que le podían cortar aquel cabello, y salí al corredor dispuesto a batirme con molinos de viento. Neté, con sorpresa, que los corredores estaban iluminados y los únicos allí, éramos nosotros y la policía: una pareja de botones y un oficial. El oficial, muy alto, me miró para bajo, con una cara como si estuviese a punto de pisar una mierda. Después miró a la chica. Me pareció notar una expresión de celos en aquella mirada, como si pensara: "Este gallego de mierda, se acaba de cargar ese bombón. Pues ahora lo voy a joder yo a él."
-Su carné de identidad, por favor –me pidió con una superioridad que me dejó más pequeño que un Pimeo.
Le entregué mi documento de identidad. Le echó un vistazo y puso una cara de sorpresa, como si fuera un arqueólogo que acababa de descubrir la tumba de un faraón.
-¡Menor de edad! -gritó. YO Asentí con la cabeza.
-¿No sabés que no se puede venir a estos lugares siendo menor? -me dijo tratando ya de tú.
-Nadie me dijo eso -le conteste.
-¿Vos conocés esa piba?
-Es mi novia.
-¿Cuánto tiempo hace que la conocés?
-Unos seis meses.
-Unos seis meses y ya la traés a estos lugares? ¡Bueno, bueno!
Los otros dos policías se reían. Yo me sentía avergonzado y al mismo tiempo furioso, por
la impertinencia del oficial. El oficial le pidió la cédula de identidad a la chica. Abrió el documento y
me preguntó:
-¿Cuántos años tiene la chica?
Siguió haciendo preguntas. Dónde vivía, donde trabajaba y que comía y cagaba. Cuando le contesta todo correctamente, me dijo:
-Bueno, ahora que me has contado todas esas verdades, sé un buen pibe, y me contás alguna mentira. ¿En qué confitería levantaste a esta morocha, y que mozo te la presentó?
Me di cuenta, que el oficial estaba mas enterado de todo aquello de lo que yo imaginaba, y que lo que yo le contaba era para él música más que conocida. Tal vez andaban detrás de la confitería aquella y del paisano mío, que presentaba candidatos a las chicas, y a las que, según la morocha, les cobraba una comisión. Yo pensé, al momento, que si ciertos camareros y bares tomaban ventaja de aquellas chicas, merecían que los cerraran. Pero, entonces, ¿qué harían las chicas? En la calle tenían que acomodar al policía de turno. A lo mejor los policías vinieran la amueblada porque sabían que nosotros estábamos allí; que habíamos venido de la confitería, porque ya la andaban vigilando. Tal vez porque el camarero les cobraba a las chicas pero él no acomodaba a la policía. Pero yo insistiendo en que la chica era mi novia. Entonces el oficial se volvió a los po1iclas y les dijo:
-Arréstenlo.
-¿Me van a llevar preso? -pregunté, con horrorizado.
-No, che, que te vamos a llevar al cine -dijo e1 oficial, burlándose.
Rápidamente analicé las consecuencias. Yo no había pensado en mi situación por pensar en la de la chica. Pero mi situación era, tanto o más complicada que la situación de la chica. La ley hace cosas que son peores que una comedia escrita par un idiota y representada por locos, para una audiencia de tontos -como decía Shakespeare. Y, los infelices, pagamos la entrada por ver ese desgraciado reparto. En aquellos tiempos, para emigrar a la Argentina, se precisaba una carta de llamada de un pariente cercano. Si uno era menor, esa persona se convertía en tutor. A su vez, el menor, quedaba bajo e1 juez de menores. Todos los meses, el menor, tenía que depositar, en el juez, una cierta cantidad de dinero; cuya dinero sería usado por el juez, en ayuda del menor, en caso de que aquél se viera necesitado, o se metiera en algún lío. Si el dinero no era usado, se lo entregaban al menor al cumplir los veinte y dos años. Por ley, el menor no podía trabajar más de seis horas diarias; pero trabajaba diez, sin ley, y le pagaban seis por ley. Un inspector se acercaba a ver la vivienda que al menor le tocaba de vivir, para asegurarse de que e1 menor vivía como un rey. Si la vivienda era buena, sonreían y si era mala no volvían. Como la habitación la tenía que pagar el menor, con el trabajo de un mayor y el sueldo de un menor, las habitaciones, la mayoría de las veces, era malas, o compartidas por más de una persona, así que todo quedaba en aguas de borrasca. En las tiendas nadie preguntada si uno calzaba pies menores o mayores; si uno comía como un menor o como un buitre. iAh! Pero cuando llegaba a eso de echarse una cana a1 aire, había que esperar a se mayor. Y todo esto parecía una maravilla, hasta que uno perdía e1 trabajo por protestar. Entonces ahí no había juez ni justicia que a uno lo sa1vara.
Esto aclarado, se comprenderá que, por este caso de folleteo, ya me veía yo en el juez de menores, y e1 juez diciéndole a mi tutor:
-Este galleguito, degenerado, que usted ha tenido la mala fortuna de traer a este país, lo encontró la policía ayer en una amueblada con una prostituta enferma de sífilis, podrida hasta los huesos, la que le quitó todo el dinero del mes y lo dejó infectado para toda su vida. Si usted no toma cargo de su comportamiento, lo mandare a un reformatorio de menores, para desequilibrados mentales, hasta que cumpla los veinte y dos años. Mi tutor, era el hombre más puritano que Galicia había echando para la América, desde que Colón puso pie por aquellas tierras. Y cuando de pureza se habla, uno se refiere siempre a esas cosas del folleteo que matar y robar son cosas sin importancia. Horrorizado ante mi degeneración, mi tutor se lavaría las manos como hizo el de Jerusalén, y le diría al juez:
-Este feto no es de mi sangre. Hagan con él lo que le parezca, que yo nunca lo he visto.
Adiós Pampa mía! Ya me veía yo encerrado entre una jauría de locos y degenerados, por cinco largos años. Y después de eso, quien me iba a mirar a la cara. ¿Y para eso había ido yo a las Americas?
-No me puede llevar preso ¿sabe? Yo estoy bajo el juez de menores, y esto me va a traer muy malas consecuencias -le dije al oficial.
-Por esa razón es por la cual lo tengo que detener -me dijo el oficial.
-Por favor entienda mi situación. Al juez de menores me tendrá que ir a buscar mi tutor. Y mi tutor es muy serio. Es muy puritano. Nunca me perdonara esto. Prefería que me llevaran por robar, pero no por venir a estos sitios con mujeres. Es la primera vez, pero él pensará que lo hago siempre. Prefería matar a alguien que esto. Usted no se da cuenta de la vergüenza y el apuro que voy a pasar.
Yo me había puesto muy dramático, y el oficial se sintió algo tocado por mi explicación, y me dijo:
-Calmáte, pibe. Esto no es tan malo. Robar o matar es peor.
-Pues déjeme marchar.
A este punto perdí mi control, me puse histérico y rompí a llorar. Yo aún tenía una mentalidad muy infantil, y en aquel momento perdí todo lo poco que tenia de hombría. Pues no acerté a otra cosa y abracé al oficial por la cintura, e imploré que no me detuviera. El oficial trataba de deshacerse de mí, como un explorador sorprendido por le abrazo de una anaconda:
-Tranquilizáte, che, pibe, tranquilízate –me pedía.
En aquél momento se acercó mi paisano, mostrando que aún le quedaba un poco de humanidad en sus huesos sin carne, tal vez porque aquella escena le recordó tiempos postrimeros, y le dijo al oficial:
-Deje al pobre muchacho, oficial.
-Bien, no te voy a detener -pero me tenés que decir dónde
levantaste a esta muchacha, y que mozo te la presentó -me dijo e oficial.
Le canté todito. Me entregó el documento de identidad y me dijo con muy mala leche:
_¡Largáte de aquí! Y no te quiero ver por estos sitios hasta
los veinte y dos años. ¿Me entendés?
Mientras todo esto pasaba conmigo, no sé que hacía la chica con los otros policías. Mis problemas me hicieron olvidar los suyos, y cuando el oficial me dijo que me fuera, corrí sin pensar en ella. Pero oí su voz detrás, coma un cuchillo que se me clavaba en la espalda:
-¡Gallego, hijo de puta! Me dejas en la estacada.
No sabía yo, entonces, el significado de la frase, pero si lo que me quiso decir. Después me entere del proverbio, que es un dicho de cuando se peleaba con los indios. Y los soldados, al escaparen en retirada, dejaban a los compañeros, heridos, en la estacada. En Argentina decirle a uno eso, es sacarle todo el honor; es tratarlo de cobarde, una persona de la que no se puede confiar.
Por eso, cuando la mujer me dijo aquella frase, aun sin saber el significado, me di cuenta que me había dicho algo terrible, y ya en la calle, sentí vergüenza de mi mismo, rabia y odio de mi persona; me sentí despreciable, sin valor ni moral. Aquella mujer era muy bonita y era buena. Había encontrado en mi persona una pureza que no la había encontrado en ningún hombre y por eso me había hecho tan feliz... por eso me había contado toda su vida. Y cuando las castañas quemaban, yo la había dejado en la estacada como el mayor hijo de perra. La sinceridad y la inocencia de un muchacho campesino, cosas que escasean en las ciudades cosmopolitas, habían tocado, por un momento, su corazón. Ahora, en aquellos escasos momentos, todos esos valores míos se habían perdido como si fueran mi virginidad. "Que dios te salve de la polic1a" me había dicho ella. Pues en las manos de la policía yo la dejaba. La llevarían a la cárcel de Las Eras por tres meses y le cortarían aquel pelo tan femenino, precioso y perfumado, con olor a mujer. De noche, sin poder conciliar mi sueño, pensé que todo no estaría perdido. Yo tenía su dirección y aún haría algo por ella. Carlos, que sabia todos los trucos, tendría una solución. Entre los dos podríamos ayudarla. Pero cómo iba a pensar una cabeza normal, que un amigo, un compañero de trabajo, con el que había estado la tarde anterior tomando una cerveza, se iba a suicidar, para así cambiar aún más, el argumento de la comedia.
Los dos sucesos sumados, el de la chica y el suicidio del compañero, resultaron ser demasiado para mi estómago, y no probé bocado en dos días, y no volví a mi trabajo. No podría trabajar allí sin la compañía de Anyelo. Tampoco quise sus herramientas. Estaba moralmente destruido. Carlos me vino a ver, pero ya era tarde para pedirle consejo para ayudar a la chica. Sin embargo le conté mi aventura, cuando salimos a tomar algo. Su respuesta fue la más inesperada.
-¡Cuánto te queda que aprender en esta ciudad, gallego!
Son todos cuentos, pibe. No va a ir a las Eras, ni tiene hijo ninguno. Esas son historias para desplumar a gilachos como vos.después le dan todo al caficio. ¿Sabés por qué los canas fueron.
A la amueblada? porque tu paisano es un roñoso y no los acomoda. Si les hubiera aflojado a los canas unos mangos, no le hubieran andado encima. Así las pagaste vas por el.­
-¿Tú crees que fueron a la amueblada por eso?
-¡Claro, pibe! Tu paisano no afloja la viyuya y lo quieren agarrar en algo.
Quedé, por un momento, analizando los hechos de la noche anterior. La policía indudablemente, a quien buscaban era a nosotros, porque en el corredor no había ninguna otra pareja. Entonces como e1 paisano no había aflojado a la policía, venían a por nosotros, porque yo era la prueba que la policía necesitaba para exprimir al paisano. ¿Pero cómo sabían los policías que yo estaba allí y que era menor? Ya habrían estado espiando la confitería, me supongo, y me habían visto a mi cara de niño. ¿Sin embargo qué necesidad tenía aquella mujer de contarme mentiras después de sacarme todo mi dinero? Todo aquel llanto y aquella dulzura que había empleado conmigo no podía ser fingido. No había motivo para ello. Nadie puede mentir de aquella forma. Es imposible. Creo que trataba de convencerme a mí mismo, porque pensar que todo aquel amor había sido un teatro era demasiado cruel. Yo no sentía, en absoluto, el dinero que me había quitado la chica. El cariño que me había dado, la ternura demostrada, y lo feliz que me había hecho, valían mucho más que aquel miserable dinero que me había llevado. Pero si había sido todo fingido, parte de aquel oficio, entonces si que me sentiría defraudado. Por eso no podía aceptar las teorías de Carlos.
-No puedo creer que ella haya inventado todas aquellas historias que me contó -le dije a Carlos.
-Esas son historias de las más inocentes pibe. A mi me las han hecho peores, así que no te sientas podrido por eso.
Para convencerme, Carlos me contó una historia increíble, pero me aseguró que le había sucedido a él, unos años atrás.


MADRE E HIJA

Era yo muy joven, che, pero mayor que sos vos, cuando se murió mi viejo. Yo era el único hijo y estaba un poco estropeado, porque todo el cariño era para mi ¿sabés? Pero, al faltar el viejo, la vieja -que estaba joven- no pudo aguantar la calentura y pronto se aconchabó con un mangante y lo trajo para casa. Aquel punto y yo no hicimos buenas migas, y pronto me di cuenta de que quien estorbaba en casa era yo. Así que me las pire para una pensión, y dejé en paz a los dos. Mi padre, pobre viejo, era un tano bonachón y confiado, y todo el mundo tomaba ventaja del pobre viejo. Pero cuando ye me vi en apuros, todos aquellos amigos del viejo se hicieron los fesas, y yo me las tuve que rebuscar como pude. Decidí ponerle careta a la vida y avivarme ligerito para no correr la liebre. Le di vuelta al estofado del viejo y me dije: antes sin vergüenza que gilacho. Así que pronto aprendí que a los patrones no se les puede dar la mano, que pronto te cogen el brazo. Hacés el trabajo que no te corresponde una vez y ya es tu obligación para siempre. Así que, si ves a tu mamá en el suelo, no la levantés, pibe, que después tenés que andar levantando a todas las madres del país. Comportándome de esa manera, me las arreglé muy bien. Nadie me pisó la manguera y ahorré unos buenos mangos. Pero, en una ocasión caí en una trampa, como un chorlito. ¿Y sabés por qué, gal1ego? Porque el refrán dice que tira más pelo de concha que estacha de barco. Aprendéte eso de memoria, gallego.
Empezó la cosa en una ocasión que había una huelga en la madera. Fue un huelga mas brava que esa de los hosteleros, que siendo de la madera no podía pasar sin haber palos. Yo andaba en los piquetes y me llevaron a la comisaría con otros compañeros, algo parecido a lo que vimos e1 otro día. Por obstruir el derecho al trabajo, ¿sabé? Porque la policía detienen a los trabajadores por obstruir e1 derecho al trabajo, pero nunca detienen a los patrones por obstruir el derecho a la huelga. Porque la ley es la 1ey del embudo, pibe. Vos tenés que leer a MARTÍN FIERRO. La policía nos quería hacer tocar e1 piano...
-¡Tocar el piano! ¿Para qué tocar e1 piano? -le pregunté, porque yo aún no entendía el significado de aquel dicho.
-Nos querían tomar 1as impresiones digita1es, che, como se lo querían hacer a la Argentina e1 otro día. Pero e1 abogado del. sindicato ya nos había dicho que no lo hiciéramos, porque una vez que tus impresiones digita1es están en el fichero, vos no sos mejor que un ladrón, o cualquier otro criminal ¿sabes?
Había mucha actividad en la comisaría -Carlos continuo- y el comisario estaba muy cabreado, igualito que lo que vos has visto el otro día. Nos tuvieron allí toda la tarde, mientras e1 abogado del sindicato tocaba las tec1as para sacarnos, porque esas cosas van todas por recomendación y acomodo ¿sabés, gallego? Cuando las cosas se fueron calmando, varios canas se fueron para casa, y quedaron de guardia un par de ellos, y el que estaba al cargo, resulto ser piola. Así que le dimos p1ata y nos fue a buscar masitas, café y leche. Hicimos e1 café en una cocina chiquita, que había al lado del patio, y nos hinchamos a comer; que, como la guita era nuestra, e1 cana había sido generoso con la compra. Como sobraran masitas y café, dijo e1 cana:
-Pucha, che, hay ahí unas pebetas que están encerradas desde la mañana. Las voy a soltar y que vengan a comer esas masitas que sobraron, y a tomar un café, si no os importa.
-Si, che, traélas para acá -le dijimos.
Salieron de la jaula, las pobrecitas, que parecían papagayos desplumados, che. Lo primero que hicieron fue ir al ñobe para componerse un poco. Ya con mejor facha, pero avergonzadas, se acercaron al fogón. Pronto perdieron la vergüenza, y entonces le metieron diente alas masitas coma si fueran pirañas. Una de las pibas ya estaba algo pasada de rosca, y sin maquillaje se le veía en la cara lo mucho que hab1a trotado. Pero la mas joven estaba buena, aun sin empolvarse. Me preguntó si tenía un peine, y se lo presté. Había un pequeño espejo en el patio, colgado enfrente de la cocina, al lado de una pileta de piedra, y se fue a peinar allí. Mientras se peinaba me miraba por el espejo, y me guiñó el ojo, como diciéndome que me acercara.
-¿Por qué estáis aquí? -me preguntó.
-Somos del gremio de la madera, como san José, y hay huelga. Estamos esperando por el abogado del sindicato.
-Eso no es nada. Cualquier cosa es mejor que lo nuestro. Los
hombres sois todos unos hijos de perra. No pensáis mas que en pinchar; y cuando hay una mujer que lo hace la metéis en cafufa. ¿Quién entiende a los hombres?
-Es con todo igual, che. A nosotros nos declaran la huelga ilegal. ¡Y quién son ellos para declarar la huelga ilegal? Entonces nos enganchan porque interferimos con el derecho al trabajo. Y cuando te echan a la calle ¿qué derechos tenés al trabajo?
-¿Por qué es la huelga, entonces? -preguntó.
-¿Por qué va a ser, che, gilucha? Por la guita ¿no?
-¿Tenés familia?
-Mi vieja vive, pero se acomchabó, desde que el viejo murió,
y yo estorbaba en casa. Las mujeres no podéis con la calentura.
¿Verdad que no? Así que me fui a una pensión.
-Yo también vivo en una pensión... con mi madre.
-Esa otra es tu mamá? -le pregunté.
-Esa no, estúpido. Ni la conozco. Mi madre está más joven y es más bonita que esa. Pero está media paralizada... la columna ¿sabés? Esta es la primera vez que caigo en cana. No sé que va a ser de mi madre si me mandan a Las Eras. Ella no sabe que haga este trabajo.
En la pensión tampoco la saben. No sé cómo voy a tapar esto. La pensión la hay que pagar... y los médicos también. Y hay que morfar. Así que tuve que poner el culo a trabajar.
A falta de palabras yo me reí.
-Vos no me creés, che ¿verdad que no?
-Yo ni fu, ni fa, che. Yo también tengo mis problemas -le dije.
-¿Cuántos años tenés?
-¿A vos a qué te parece?
-Vos sos de mi edad, pero pareces un mocoso todavía. Se ve que no has sufrido mucho.
-Vos sos muy linda. Ganarás buena platita con esas gambas que tenés -le cantesté.
-Gracias. Pero por ser buena hembra vine a parar a esto ¿sabés? Es una desgracia ser buena hembra en Buenos Aires. Si no te pones debajo del jefe te echan a la puta calle. Todos te ofrecen guita para llevarte a la cama. Un día te encontrás apurada y caes.
-Vos fuiste viva, entonces. Decidiste no ponerte debajo de lo jefes y hacerte tu platita por tu cuenta.
-Mira, pibe, piensa en una chica sin trabajo. ¿Qué hace uno sin trabajo? Vas a mirar vidrieras y ves vestidos lindos, zapatos y ropa interior, y pensás: Quién tuviera platita para comprar todas esas cosas tan lindas. Entonces se te acerca un hombre, te habla y te hace una oferta. Vos pensás que te toma por una cualquiera y, horrorizada, te movés a otra vidriera. El tipo te sigue, y la oferta sube. Después del primer apuro, vos empezás a pensar que es la platita de una semana, y vos no vas a ver al tipo nunca más. Te decidís y lo hacés. El te da el telefono. Vos pensás tirarlo tan pronto dejés al tipo. Pero te olvidás, y otro día te encomtrás con falta de platita otra vez. Ves el teléfono en el bolso y te decidís a llamarlo. Total una vez más no importa. Pero el tipo te dice que anda escaso de guita y te ofrece menos. Vos aceptás, por la necesidad. Así se empieza, che. Pero esas ofertas que te llevaron a hacerlo, desaparecen, che. De pronto parece que no hay plata en e1 mundo. ¿Pero vós qué vas a saber de todo esto, si sos un mocoso? No sé por qué te cuento yo todo esto, che.
-No hay nada malo en eso, che. Yo soy un mocoso pero sé más de la vida que vos pensás. Yo también pasé las mías, antes de saber tocar la guitarra.
-Siento tener que contare penas, pero te cuento porque estoy desesperada, sin te contaría fantasías, que es lo que os gusta a los hombres. Dicen que nos llevarán a las Eras y que nos cortan el pelo. Si me hacen eso ¿cómo me voy a presentar delante de mi madre? Si me llevan a Las Eras y me cortan el pelo, yo me suicido. Te lo juro que lo hago. ¿Y qué va ser de mi madre?
-¿Por qué no le dices eso a la policía? A lo mejor les lastima y te dejan marchar -le aconsejé.
-No te creen, estúpido. Están cansados de historias.
Yo trataba de hacerme el duro con la muchacha, pero, a decir la verdad, la piba me gustaba, y lo que me contaba sonaba a verdad. Por momentos, prestaba más atención a sus pechos y a su cintura que a sus historias. Era bien hecha la mocosa. Ella se dio cuenta de mis observaciones y me dijo -como si me leyera el pensamiento:
-Vos también sos lindo.
¡La pucha, qué me gustó el piropo, de la forma que me lo tiró! Me reí, porque quedé desarmado, y ella me lo aseguro, creyendo que me reía de otra cosa.
-Te lo digo de verdad. Me parece que vos no sos tan duro como pretendes. Si querés esperar tres meses por mí, después nos podemos ver algún día. A vos no te voy a cobrar.
-¿No te ibas a suicidar?
-Si me cortan el pelo si. Pero como es la primera vez, a lo
mejor la saco barata.
Yo miré para su pelo largo, cayéndole sobre los hombros. Estaba un poco alborotado, por eso parecía más ondulado, pero era un caballo precioso, y muy sexual. Mire, entonces, mi reloj, porque el abogado se estaba haciendo rogar.
-Si e1 abogado viene por nosotros, le diré si puede hacer algo por vosotras –le dije.
En la cocina había demasiado alboroto, contando chistes verdes, y riéndose a carcajadas, con la otra mujer. El otro policía, que seria el comisario, salió al patio y le gritó al compañero:
-¿Qué está pasando acá, che? Esas vienen a levantar puntos aquí también. Metélas adentro y deja eso. ¡Carajo!
-Vamos pibas ¡Adentro! Que es la ora de acostarse -les dijo el cana, de una forma como si fuera a acostar a sus hijas.
La piba y yo nos cruzamos una mirada de adiós. Noté en sus ojos que me decía adiós para siempre, porque Buenos Aires es así, che gallego. Vos te encontrás con una persona solamente una vez en la vida. Le estire la mano, pero ella no me la dio. Me abrazó y me apretó con una fuerza tremenda. Noté como un grito que pedía ayuda, en aquel apretón. Caminaron las dos para la ce1da. El botonos pasó la llave y, al rechinar de la cerradura, como si se tratara de una caja registradora, dijo riendo: “¡Plin, caja!”. Yo quedé muy tocado, por la conversación, y por aquel apretón de la piba. Caminé para la cocina como un sonámbulo y tropecé con uno de los compañeros.
-El pibe se enamoró de la pebeta, que ya no sabe por donde anda -dijo el compañero, cargándome, pero a mí no me hizo gracia.
Quedé pensando que, por hablar tanto, ni me había acordado preguntarle por su nombre. El abogado no tardó en llegar, con la recomendación de que nos soltaran. Mientras cubrió unos papeles
De requisito, yo pensaba si le pediría que ayudara alas mujeres
aquellas. Pero ¿qué le iba a pedir? El tipo se iba a reír de mí. Estaba yo metido en un lío y le iba a pedir que ayudara a dos pobres yiras. Aún se iban a reír más mis compañeros.
Mientras el abogado se entendía con el que parecía sería el comisario, llegó un furgón con dos policías. El manda más interrumpió el papeleo con nuestro abogado, para hacerles firmar otros papeles a los recién llegados, a los que luego les entregó un duplicado. El cana, que había estado con nosotros en la cocina, fue a abrirles la celda de las mujeres. A mi se me prendió la lamparita y, haciendo de tripas corazón, salí al patio y le pregunte si las llevaban para Las Eras.
-No, que las llevan a otra comisarla. Ya tenían que haberlas
llevado antes, que las celdas aquí no son mas que para emergencia. Pero con la huelga todos andamos así, como el chancho rengo -me aclaró el cana.
-Me gustaría ayudar a la piba esa -le dije al botonos.
-¿Te gusta la pebeta ¿verdad? Esta guapa. Realmente no parece una yira, ¿vedada que no?
-¿Cómo podría ayudarla? -le pregunté.
-¿Sabés cómo se llama?
-No, no le pregunte.
-¡Pero si serás sonzo! -exclamó el cana. Yo no lo se, que no he visto los papeles, ni las he tratado. ¿Cómo te llamás vos?
El cana hablaba bajito y apurado, porque los otros policías ya estaban esperando por la mercaderia. Les abrió la jaula, y los otros dos policías metieron a las mujeres en el furgón. Al pasar a mi lado me dijo la piba:
-¡Chau, Carlos!
-Chau -contesté, pasmado.
Me di cuenta que el cana ya le habla dado mi nombre. Subieron
al furgón, la mayor primero. La piba, como la pollera no le daba soltura para subirse al furgón, la recogió hasta mas arriba
de la rodilla. Le vi donde terminaban las medias, y después una parte de sus piernas blancas, algo rosadas, gorditas y perfectamente moldeadas. El cana, después que ayudó a cerrar el furgón, a los otros botones, se acercó y mi y me dijo:
-Se llama Angélica. Hacé lo que te digo yo: Cuando salgas de aquí te vas a la comisaría –esta es la dirección- y le decís al comisario que la conocés desde hace seis meses. A veces el comisario lo que quiere es que le quiten los problemas de las manos ¿savés?
Era gaucho el cana aquel. Le había dado mi nombre a la piba, y le había pedido el suyo y su dirección, y aun había tenido tiempo a darle a ella instrucciones de lo que yo iba a decir en la otra comisarla, todo en menos de un minuto, mientras les abría la puerta de la celda.Tan pronto como salí de una comisaría, agarre un taxi y me fui a la otra. Allí estaban las dos en patio. Todavía no las habían encerrado. Me fue más fácil sacarla de lo que el botones me había dicho. Firmé un papel diciendo que era mi novia, y me la echaron a cuestas. Lastima que no supiera que era tan fácil -pensé- sino hubiera pedido por la otra, diciendo que era mi madre, o mi abuela, que me la hubieran echado encima lo mismo. Me dio pena dejarla allí, y llevar a la otra.¡Qué suerte la tuya! -le dijo a la piba, al despedirse.
Los dos estábamos cansados de aquel día tan ajetreado. Así que agarré un taxi y la llevé a la pensión. Quedamos en vernos al día siguiente en la plaza Lavalle, frente al teatro Colón. Aquella tarde me puse mis mejores pilchas, y mis mejores tamangos, que los había comprado con un poco de tacón, para presumir de alto. Me fui temprano a la cita. No eran las seis todavía, cuando ya estaba sentado en el banco, debajo de aquel árbol grande, que será un magnolio, o yo que sé. Me entretuve leyendo la Sexta, que la compré mas bien para entretener las manos, que no sabía que hacer con ellas. Después de leer todos los crímenes, miré para el otro lado de la Avenida Nueve de Julio. Eran las seis y veinte en el reloj del Trust Joyero. No va a venir -pensé. Si serás sonzo –me decía. Ahora que la sacaste del apuro ¿para qué va a venir a darle bolilla a un pelotudo como vos?. Empezó a correr una brisa del lado de la avenida, agradable al principio, pero un poco fresca al rato. Los niños jugaban en la plaza. Unos cuantos se acercaron a beber agua a la fuente, y me quedaron mirando de forma sospechosa, como a sapo de otro pozo. A lo mejor era mi imaginación, después de leer la Sexta, con todas esas cosas que les hacen a los niños. Me sentí incómodo, por la mirada de aquellos pibes. Deje el diario en el banco y me eché a caminar. Alguien me llamó. Era una mujer que me traía el diario. Pensé que sería una de las madres de los niños, pensando que me lo había olvidado.
-Ya lo he leído –le grité, y la mujer se echó a reír.
-Pero vos no me conocés, che -me dijo.
Era ella. Parecía otra mujer. Venía tan linda que no la conocía. Traía un vestido blanco y zapatos de tacón alto. Con aquellos Luís XV., era más alta que yo. Traía un bolso colgado al hombro, con una correa larga hasta la cintura, haciendo juego con los zapatos. Como cinturón, llevaba un lazo del mismo color del vestido. ¿Y el cabello? ¡Qué lindo lo traía! Ondulado, pasándole los hombros, y una flor clavada cerca de la oreja derecha. Parecía una mujer andaluza, de aquellas que había visto yo, en algunas películas, en el cine Avenida. El maquillaje me pareció un poco cargado, pero también le daba personalidad. Yo me sentí muy pequeño, a su lado. ¡Cómo cambia la ropa a las mujeres! Enseguida me agarró del brazo y me besó. Su sonrisa era tan grande que me pareció que tenía más dientes que la otra gente.
-¿LLevás mucho tiempo esperando? -me preguntó.
-No sé. Me entretuve leyendo.
-Como ya te marchabas...
-No me machaba Es que los ninos me estaban molestando –le dije.
-¿A dónde vamos? -me preguntó.
-Caminemos y lo pensamos.
-Eso. Buena idea -dijo la piba.
Caminamos y conversamos por un buen tiempo, tratando de encontrar palabras, porque en aquellos momentos me faltaba fallaba un poco la labia. Me sentía inferior, al lado de tan buena hembra. La gente hos miraba y a mí me parecía adivinar lo que pensaban. Seguro que era mi imaginación. Sin embargo me hacían sentir incómodo aquellas miradas de la gente. Decidí, por lo tanto llevarla a un restaurante. Nos metimos en la Munich de la Avenida de Mayo, que esta cerca de Piedras. Había una mesa al lado de la ventana, a la derecha según se entra. La ventana estaba cerrada, con venecianas, creo que eran. Se estaba muy bien en aquel rincón, y el sitio es acogedor, con tanta madera tallada. Yo me sentí mejor así en privado y con unos vasos adentro. Entonces empecé a contar mis chistes y la hice reír mucho. Se presentaba bien la cosa, ya que yo tenía mis intenciones. Pensé, por un momento, que se me iba a estropear la fiesta. Cuando llegamos al restaurante, note que afuera había un palco, muchas sillas y otros trastos, que yo pensé que sería todo para alguna fiesta. Y resultó que, el Congreso Eucarístico Internacional, que se celebraba en Buenos Aires aquel año, justo aquella noche, se reunía en frente de la Munich. Cuando estábamos en los postres, empezaron los curitas su letanía, y de lo único que hablaban era de que la gente no piensa mas que en joder, aunque lo decían con otras palabras. Condenaban al mundo entero por ello y por toda cuanta farra hacían los miserables humanos. ¡Joder que tienen labia esos curitas! Después, unos tipos se sentaron cerca de nuestra mesa, y nos miraban descaradamente, sin duda pensando: "Mirá ese sonzo que mina se ha chapado. Tendrá platita el gilacho, para chapar un pudín así." Porque en Buenos Aires, che gallego, nadie le habla a una mujer, hasta que otro esta con ella, entonces todos los tipos la miran como diciéndole: “Largáte a ese idiota que estoy yo aquí, que soy mas macho.”
Instintivamente, de vez en cuando, mi mano se metía en el bolsillo y jugaba con la llave de la pieza. Yo tenía el plan de llevarla a dormir conmigo aquella noche. Por la gauchada que le había hecho de sacarla de la comisaría. Estaba seguro que ella no se iba a negar. Pero era, precisamente por eso, que no se lo quería pedir. Porque sería como decirle que me debía un favor. Deseché aquella idea, y paré de jugar con la llave. Pero los tipos aquellos y el Congreso de los curas, me estaban jodiendo la marrana. Yo fui parando de hablar. Ella debía de leer mis pensamientos y me dijo:
-¿Querés que nos vayamos, entonces?
En la calle, la piba me dejó perplejo, porque, como decía, parecía adivinar todo lo que yo pensaba.
-Si quieres vamos a tu pieza. A mi no me importa ¿sabés?
Yo no supe que decirle. Lo deseaba más que nada en el mundo,
pero me seguía pareciendo un favor que me quería pagar.
-Como quieras –le dije, y ella notó algo en la frase y me aclaró:
-No es un favor por lo de anoche ¿sabés? Es que me gustás, y yo tengo ganas de ser feliz contigo esta noche. ¿O vos te creés que las mujeres somos de hierro? A mi también me gusta hacer el amor, si lo hago así, con cariño –y terminó riendo y apretándome contra su pecho.
Chapamos un taxi y nos fuimos a la pieza. Aquella pebeta, che gallego, si vestida estaba bien, desnuda estaba mejor. Yo nunca en tales me viera, y me puse como un pancho. La próxima vez que nos vimos, nos fuimos a pasear por la Costanera. Era una tarde macanuda de sol, y había mucha gente por todas partes. Cuando alguna barra de muchachada nos pasaba, nos quedaban mirando, y yo ya no sentía aquella timidez del primer día. Me gustaba que la miraran a la piba. Me gustaba que tuviesen envidia, porque ella ya era mía y yo ya estaba seguro que me tenia aprecio. Tomamos helados y bebimos cerveza, y cuando se hizo de noche, nos mandamos un asado criollo en uno de los quioscos del balneario. Fue una velada macanuda. Después nos fuimos a la pieza otra vez. Así fue como me agarre un metejón con la piba aquella, que ya no me podía concentrar ni en e1 trabajo. La pebeta, con una ayudita que yo le presté, y un laburo que encontró, se fue apañando y largó la vida que llevaba. A veces la notaba un poco cabreada, y yo me daba cuenta que andaba corta, entonces le soltaba unos mangos. Pero ella nunca me pidió un cuero. Me agarraba la guita porque no le quedaba más remedio. Después me contaba los problemas con la madre. Los médicos y las medicinas salían un ojo de la cara. Yo tenía ganas de conocer a la vieja, pero la piba no me la quería presentar. Me dio dos buenas razones para no presentármela. La pensión -me explico- era de una gallega un poco atrasada y para ella todas las mujeres eran unas putas. Como está viuda está neurasténica. No quiere que ningún hombre visite a las mujeres en la pensión. Piensa que todo el mundo quiere hacer negocio con las piezas. Esa lo que tiene es falta de un macho –me decía la piba y se tronchaba de risa.
-Pero ella no se puede negar a que alguien visite a tu mama.
Y menos estando enferma –le aclaraba yo, y ella me dio la otra razón por la que aún no me quería presentar a la madre.
-No le quiero crear a mi mamá una falsa ilusión. Ya sabés como son las mamás. No piensan más que en casorio. No le hagamos ninguna ilusión. Nosotros lo pasamos bien así, por el presente. Dejemos que el tiempo tome su curso.
Para entonces yo estaba enamorado de la pebeta. Casarme con ella había cruzado mi cabeza más de una vez. No se lo dije porque me parecía que ella se encontraba bien así. Un día me dijo:
-Sabés que la gallega es más avivada de lo que yo pensaba. Le pedí que me dejara llevar a mi novio a ver a mi madre, y me dijo que si de verdad era mi novio, que no tenia inconveniente. Después me explicó que no le gustaba que fueran hombres a la pensión, no por ella, pero porque la policía podría pensar que usaba la pensión para otro negocio, y que entonces se la podrían cerrar. Conversó mucho conmigo. Parece que se siente sola ¿sabés? Me invitó a tomar café con ella en su cocina. Me dijo que podía hacer café allí cuando quisiera.
-¿No tenéis dónde hacer café, o algo de comer, si queréis –le pregunté?
-Si, che, tenemos. Tenemos una cocina, pero es para todos los que vivimos en la pensión.
-Entonces ¿cuándo me llevás a ver a tu mamá? -le pregunté, en vista de que ya no había problema con la gallega.
-No sé, Carlos. Como te decía, no quiero crearle una falsa ilusión. Le hablé de ti, y a ella le gustaría conocerte, pero, como te dije, nosotros estamos bien así, por e1 momento.
-A mí me parece que vos me andás macaneando, che -le dije.
-¿Mintiendo, quieres decir?
-Me parece que vos no tenés ninguna mamá. Me has inventado eso para que tenga lastima de vos.
-¡Carlos! ¿Vos pensás eso de mí?
Empezó a llorar como una Magdalena. Yo me sentí muy culpable. Después de tanto querernos, y de lo bien que lo habíamos pasado, todo aquel tiempo, yo le salía con aquel martes trece.
-Perdona, che.. Me salió así, pero fue una macana de las mías, que siempre meto las de andar -le dije.
-No es macana ninguna. Vos lo estuviste pensando todo este tiempo. Y yo pensando que me escuchabas y me creías. Y vos tenés una mente sospechosa, como todos los hombres que conocí, che.
Tuve ganas de golpearla, por compararme a los otros hombres que le habían pagado por llevarla a la catrera, y por recordarme que se había acostado con muchos tipos. Pero en vez de darle un puño, me abracé a ella y también rompí a llorar. Ella respondió de la misma forma y me llenó la cara de lagrimas. Parecía que la piba tenia mucha falta de llorar, y desahogarse, porque yo nunca había visto un llanto tan dulce. Cuando nos volvimos a ver, me dijo:
-Mucho pensé en la camorra que hemos tenido, Carlos. ¿Sabés
por qué? Yo nunca pensé que vos, realmente, estabas interesado en ver a mi mamá. Realmente, yo siempre pensé que decías eso por tenerme contenta.
-Yo siempre te hable en serio, y nunca te anduve macaneando -le dije.
-Ya veo que no, che. Pero mejor será que no estropeemos las
cosas. LO hemos pasado lindo juntos, todo este tiempo, desde que nos conocimos...
-Para mi, lo mejor de mi vida –e dije
-Muy lindo, che, muy lindo. Por eso tengo miedo que vos lo echés a perder, tomando las cosas muy en serio.
-¿Qué querés decirme, che?
-Quiero decir, che, que vos no te estarás enamorando de mi, o pensando en casorios.
-Entonces vos no querés que me enamore, che? ¿Es eso lo que me estás tratando de decirme? -le pregunté, porque me pareció que ella se me quería rajar.
-Es que una cosa es la farra, che, y otra cosa es la vida. Yo no valgo para vos. Vos sabes mi pasado, che.
-Tu pasado no me importa. Vos lo que querés es rajarte. Si te vas cansando de mí ¿por qué no hablas claro?
-Vos no me acabás de entender. Yo te quiero, y no quiero deshacerme de vos. Nunca he tenido a nadie que tanto quisiera, te juro. Nunca lo pasé tan bien. Nadie me trató tan amable como vos. Pero no quiero que te enamores de mí, ni me vengas un día hablando de casorio.
-Dime por qué no -le pedí.
-Por la riña del otro día. Como te dije, me hizo pensar mucho. Vos sabes que yo fui una mujer de la vida. Suponéte que nos casemos. Todo va bien por un tiempo. Pero, en todos los matrimonios hay peleas algunas veces. Suponéte que vos, un día, por una bronca como la que tuvimos, vos me echás en cara de que fui una yira. Yo no lo aguantaría, che. 0 me mato o te liquido, pero eso sería el fin de nuestro matrimonio. No, che, prefiero vivir con este recuerdo tan lindo tuyo que correr ese riesgo.
Sus razones podrían ser convincentes, pero a mi no me convencía. Yo pensaba que la piba se me quería rajar. Quede sin palabras. Quería decirle tantas cosas, pero como unas eran malas y otras buenas, se me quedaron todas atrancadas, como un nudo en el garguero. Ella, a1 verme así, me agarró la mano y, con una sonrisa, me dijo:
-No te pongás así, che, que no es la fin del mundo. Vamos a chapar un taxi, que hoy vamos a ver a mi mama, para que veás que yo no te ando con macanas.
En la pensión, ya en la cima de las escaleras, nos encontramos con una mujer de unos treinta, no muy alta, y mas bien redondita. Siendo blanca parecía morena, con ojos azules y pelo castaño, muy lindo.
-Doña Carmen -le dijo la piba- este es mi novio, el chico que le hablé.
Me di cuenta que se trataba de la gallega, dueña de la pensión.
-Mucho gusto, señor -me dijo.
Me echó una mirada con si me quisiera decir algo. Uno se da cuenta cuando hay palabras en una mirada, pero uno no puede descifrarlas. Había algo así como una interrogación. Me dejó perplejo, la gallega aquella. Su mirada penetrante y sus labios carnosos, dejaron escapar una mueca de pena, como si pensara que yo no era bueno para la piba aquella, o que ella no era mi clase de mujer.
-Tienes un buen hombre aquí -le dijo a la piba y bajó las escaleras apurada. La piba la quedó mirando y, volviéndose a mi, me dijo:
-Le gustaste a la gallega.
Después de lo que me había dicho la piba de la gallega, yo esperaba que fuese una vieja, gorda y bruta como un arado, y me encontraba con una mujer joven y muy linda. Pero traté de restarle importancia al encuentro. Entramos a la pieza. Era una pieza grande y muy bien amueblada -muy limpia. Al fin era introducido a la mamá, que yo ya había sospechado que no existía. Estaba sentada en la cama, con dos almohadas detrás de la espalda. Tenía a su lado una calceta. En la mesita había varios libros y revistas. Me sorprendió su juventud. Sería de guardar cama que estaba muy blanca y muy fina. Era una mujer bonita.
-Este es el chico de que tanto te hablé, mamá -le dijo la piba al introducirme.
Me acerqué a la cama para darle la mano, pero ella me tiró para su lado y me besó, a medida que me decía:
-Me moría por conocerte, hijo. Ya me creí que la Porota me estaba macaneando y que vos no existías.
Tenia una voz dulce y joven.
-Ahora podrá venir cuando quiera, mamá, que le gustó a la gallega -le dijo la piba.
-¡Bah! A esa creo que le gustan todos. Vos no hagás caso a mi hija. Siempre habla de vos con muchos celos –me dijo la mama.
Me limité a sonreír. Las sorpresas de aquellos momentos, me habían dejado sin palabras.
-Acercále esa silla a la cama, Porota, y que se siente aquí a mi lado -le dijo la madre, usando otra vez el apodo, que yo nunca se !o había oído a la piba.
Me senté al lado de la cama. La piba dijo que iba a la cocina de la gal1ega para hacer café. La vieja chapó las agujas de la calceta y empezó a darle a los dedos que parecía un guitarrero. No paró de hablar, hasta que la hija llegó con el café y unas galletas. En poco tiempo me contó toda su vida: cómo había muerto el marido, cómo nació la piba. y porque se vinieron a Buenos Aires. Según me dijo, después de la nacionalización de los ferrocarriles, el tren paraba en su pago solo una vez a la semana. Su marido fue despedido del trabajo, porque sin tren, el pueblo se empobrecía. Entonces el hombre se fue a trabajar a una chacra y, en un accidente, fue aplastado por un tractor. Con la platita que cobraron del seguro, decidieron venirse a Buenos Aires. Pero en la ciudad, pagando pensiones y comiendo, vieron que la plata se iba como agua. Ella encontró un trabajo en una lavandería, donde un día, levantando un tacho de ropa mojada, se le desvió la columna. Pensábamos alquilar un apartamento ¿sabés? Pero, con mi accidente, se estropearon los planes. Porota empezó a trabajar y fuimos tirando. Ya hemos gastado más en médicos de lo que me pagaron del seguro ¿sabes? -terminó la vieja contándome.
Me pareció que la vieja aún deseaba contarme más desgracias, pero terminó, porque la hija l1egó con el café y la mandó callar. La piba traía, con el café, una copita de grapa que, según me dijo, era una muestra de buena voluntad de la gallega, porque le había caído en gracia. Lo pasé muy bien aquella tarde, como si me encontrara en familia. ¡Pucha! Si hasta me hizo recordar los días que vivía el viejo y pasábamos tardes así char1ado los tres: el viejo la vieja y yo.
Mientras tomábamos el café, y acordándome de que la vieja había mencionado del apartamento, pensé que con lo que yo ganaba podía alquilar un apartamento, que entre pitos y flautas, poco menos me costaba la pensión. Con lo mío, y algo que la piba ganara, podríamos vivir los tres juntos. Con mis ahorros, la vieja podría operarse, y la pondríamos pone a caminar. ¿Dónde iba yo a encontrar mejor oportunidad de formar una familia que aquella? La piba había sido una yira. ¿y qué? Un tropezón cualquiera da en la vida. Y el que no la corre de soltero la corre de casado. Ella estaba de hombres hasta la coronilla, así que me seria más fiel que una que nunca hubiera tirado una cana al aire.
-¡Qué pensativo estas, Carlos! -exclamó la piba.
-A lo mejor está aburrido, Porota. Lo habré aburrido yo con mis historias -dijo la vieja.
-Creo que no es aburrimiento, mamá. Es que estaba pensando en la gallega –dijo la piba.
-No seas sonza, che. Yo no pienso en la gallega. Pensaba en nosotros -le dije.
-Bueno, pues yo no quiero verte hablando con ella. Ahora, en
la cocina, me empezó a preguntar donde había encontrado yo un
novio tan lindo. Y la muy descarada me dio la copa de ginebra para vos, como si se quedara enamorada de vos.
-¡Calláte, che, Porota! -le riñó la madre.
La piba me abrazó y dijo riendo:
-Es que la que está enamorada soy yo, mamá. ¿Me vas a regañar por eso?
-¡Que loca estás, Porota! -exclamó la madre, sin darle mayor
importancia a la escena.
Yo me sentí muy avergonzado de que me besara delante de la Madre. Después de esa escena, la vieja, dejándose escurrir para debajo de las mantas, comentó:
-Este café, en vez de despertarme, me ha dada el sueño. Me parece que me voy a dormir un ratito.
Al ratito ya la vieja serruchaba. Yo estaba excitado, por aquellos besos tan espontáneos que me había dado la piba. Ella lo notó y me dijo:
-Mamá tiene un sueno muy pesado.
Con la misma se empezó a desnudar, y allí mismo nos revolcamos mientras la madre roncaba. Después yo pensaba lo estúpido que uno puede ser, cuando la leche se le sube a la cabeza. Que papelón si la vieja se despertara en aquel momento.
Aquellas visitas a la pensión, las fui repitiendo con mucha frecuencia. Como le había caído en gracia a la gallega, entraba y salía como perico por su casa. Pero la piba me tenia bien avisado de que no me envolviera con la gallega. A decir la verdad, la mujer parecía tener interés en mi, porque más de una vez le note la intención de hablarme, pero yo la esquivaba. Una vez me invitó a la cocina, para tomar café, y yo le puse excusas para no ir. Yo estaba pasando un tiempo macanudo con aquella piba, y no lo quería estropear por nada del mundo. Aquello ya era como estar casados Dos o tres veces a la semana, al salir del laburo me iba para la pensión de la gallega. La piba iba a la cocina y volvía con café y galletitas. Después la vieja se dormía y nosotros morreábamos.
Nos comprometimos, y yo decidí darles una mano, para que la
vieja se operara de la espalda. La piba fue a ver a un especialista en esas cosas de la espalda. Ella sabía más que podía saber yo, de esos especialistas, y de hospitales, y se arreglaba bien sola. Le dieron la fecha para internar a la madre. Era para un lunes, me acuerdo, porque yo retiré la plata del banco en viernes, que el lunes ya no había tiempo, porque ellas tenían que estar en el hospital temprano, y no había tiempo a ir al banco el mismo lunes. Como el viernes y el sábado yo salía con la piba, no me gustaba dejar la plata en la pensión, donde yo vivía, que no era de las mejores que digamos. La piba me dijo que la plata estaría más segura con la mamá. Fuimos al cine el viernes y a un restaurante el sábado. La piba me dijo que el domingo lo deseaba pasar con la mamá, para animarla. Sin embargo el domingo, al anochecer me acerqué a la pensión para ver si todo estaba en orden, porque el lunes yo no podía acompañarlas al hospital. Subí y noté que la pieza estaba cerrada con llave. Golpeé suavemente, con los nudillos y, al no haber contestación, golpeé más fuerte. La gallega me oyó, subió y me preguntó:
-Se le ha olvidado algo?
La gallega estaba mas bonita que nunca. La encontré muy bien acicalada aquella tarde... como si fuera para una fiesta.
-¿Qué tal, doña Carmen? -le pregunte.
-Tirando, tirando. ¿$e les olvidó alguna cosa? -volvió a preguntar, pero como si le extrañada verme por allí.
-No. Venía a ver a esta gente. ¿Qué les ha pasado... que parece que no hay nadie?
-¡Cómo! ¿No le han dicho nada?
-¿Dicho qué, doña Carmen?
-Que se marchaban.
-Tenían que marcharse el lunes al hospital -le dije.
-Se marcharon esta mañana tempranito, mientras yo llevaba el libro de los clientes a la comisaría –me dijo la gallega.
-¿Se sintió mal la mama, entonces? -le pregunte.
-¡La mamá! ¿Que mamá? -preguntó la gal1ega, frunciendo los ojos de una forma peculiar.
-La mamá de mi piba. La íbamos a internar mañana, para operarla de la espalda.
-¡Operarla de la espalda! ¿La madre de esa muchacha?
La gallega pasó la mano por la nariz y, sin decir más, abrió la habitación.
-Ahí tiene ¿ve? No dejaron nada. Lo único que dejaron fueron
deudas. Tres meses sin pagarme. Me decían que usted tenia un asunto entre manos, y que me iba a pagar. Por eso yo le quería hablar, pero creí que usted era otro tan bueno como el1as, y que por eso me escabullía.
-¿Se fueron sin pagarle, dice? -le pregunté, por decir algo.
-Tres meses, y el café. Las galletitas y las copas de ginebra que me pedía para usted. Pero no me importa, con tal de verlas lejos.
-¿Entonces, dice usted que no eran madre e hija?
-¡Qué va, hombre!
-¿Y no estaba la vieja mal de la columna?
-¡Mal de la columna! La viera usted correr a la media noche, para 1as guatecas a hacer de lo suyo -dijo la gallega.
-Pero si a mi me han dicho que eran madre e hija –dije, pero aún pensando que la gallega estaba loca.
-Venga conmigo a la cocina -me dijo la gallega, creo que al verme tan tonto.
Seguí a la gal1ega escaleras abajo. Aquella ga11ega estaba
loca, o yo estaba soñando. Ya en la cocina me mostró un libro y me dijo, a medida que lo abría:
-Mire este libro. Lo hay que llevar a la policía todos los
santos días, llueva o haga sol. Es así como la policía sabe por dónde anda toda la gente que vive en las pensións. Ahí están los nombres de esas dos zorras. No son madre ni hija, ni la madre que las parió. Y usted perdone. Pero me extraña que un chico como usted se envuelva can esa calaña. Al principio me creí que era usted un caficio pero pronto vi que usted no parecía de esos. ¿Entonces que les vio a esas dos? ¿No hay mujeres decentes por Buenos Aires?
Mi cabeza daba vueltas. Parecía que me iba a marear. Le pedí un vaso de agua a la gallega. Ella me mandó sentar. Como sorprendida, o asustada, de mi reacción, exclamó:
-¡Hey! ¿No me diga que le han jugado a usted algún truco?
Por un momento pensé que mi piba tenía razón, que aquella Gallega estaba loca y neurasténica, y que quién trataba de jugarme un truco era ella. Pero no estaba loca, no. Yo había caído en un truco barato, que me había salido caro. Me habían quitado cuanto centavo tenía ahorrado, y me habían engañado de una forma muy sucia, haciéndose pasar por madre e hija. Una madre inválida, y se habían cagado de risa a cuenta mía. Porque era la única razón que yo le encontraba a la comedia que habían armado. Ellas habían pasado un tiempo divertidísimo, riéndose de mi y quitándome la platita al mismo tiempo. Sentí una rabia, que si las encontrara en algún sitio las mataría. Sin embargo, con el tiempo, y analizando la situación, pensé que yo las había empujado a que hicieran aquello, por enamórame de aquella forma.
-Dígame, muchacho ¿le han quitado dinero? -preguntó la
gallega.
-Hasta el último centavo, doña Carmen, hasta el último centavo -le dije, sin sentir vergüenza de mi estupidez.
-Si quiere se lo decimos a la policía, cuando yo lasdenuncie de que se me fueron sin pagar. Pensé en las noticias del diario La Razón. Uno se tiene que reír al leer algunas noticias, de lo estúpida que es alguna gente y de lo avivada que es otra. El refrán dice que el vivo vive del zonzo y el zonso de su trabajo. Nada más cierto, gallego. Por eso le dije a la gallega que no quería que nadie se riera a mi cuenta, que para risa ya estaba bien. Y nunca le conté esta historia a nadie, mas que a vos, gallego. No quería que se rieran de mi por ser tan gilacho. Así que aprende. Ser bueno es una cosa y ser sonzo es otra.
No acepté a pies juntillas la historia de Carlos. El mundo no tendría, necesariamente, que ser así como él me lo había pintado en su historia. Carlos había nacido en la ciudad, y había tenido la mala suerte de ver a su familia deshecha, por eso veía solo la parte negra de la vida. Pero yo tenia otros principios: era hijo del campo, de los bosques, los valles y los ríos. Yo nunca me iba a dejar influenciar por la ciudad, nunca me iba a convertir en una sombra, como aquel paisano mío de la amueblada. No iba a terminar como el paisano camarero que hacía dinero en su confitería cobrándoles a las chicas de las provincias que en Buenos Aires tenían que ganarse la vida en la prostitución.
Como si adivinara mis pensamientos, y como si los comprendiera, me dijo Carlos:
-Vos tenés razón, Gallego. No todo el mundo es malo. Tu paisana, la gallega, es una mujer macanuda...
-¿Os seguisteis viendo, vos y la paisana, entonces? –le pregunte, al notar que Carlos hablaba en el presente.
-¡Claro, pibe! Vivimos juntos. Ya ves como no hay mal que por bien no venga. Gracias a las yiras aquéllas, encontré a la mujer mejor del mundo. Un día te venís conmigo a la pensión, que te la he de presentar.

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LISTA DE LUMFARDISMOS

Los argentinos laman lunfardo al lenguaje callejero, y usan solo palabras agudas. Cuando en esta novela hablan los personajes argentinos, yo los dejo expresarse en su lenguaje; y también les dejo usar el lunfardo, que es de tal dimensión que casi es otro idioma. Para conveniencia del lector que no esté al tanto de esos términos agrego una lista de esos lunfardismos.

Apampanado: atontado
Aconchabarse: vivir juntos hombre y mujer sin casarse.
Amueblada: lugares que alquilan habitaciones por horas para llevar mujeres.
Apolillar: dormir
Cana o botones: policía
Cebar mate: el arte de preparar el mate.
Concha: las partes sexuales de la mujer
Caficio : chulo
Crota, o croto: sucio, despreciable
Coima : propina
Pomada: estar en la pomada, estar enterado
Pendeja o pendejo: muy jóvenes
Mangos: un peso en dinero
Pirarse : tomarse las de villa diego
Fesa: el que se hace el tanto
Pisar la manguera : hacerle a alguien una mala jugada
Chorlito : tontito
Pinchar : follar
Mocoso: muy joven
Gambas: piernas
Pollera: falda
Bolilla: dar bolilla es no hacerle caso al que pretende ser amigo.
A ese tío yo no le doy bolilla.
Chapar: coger lo que venga mano. También se refieres a conquistar
Metejón: calentarse con una mujer, enamorarse.
Pieza: habitación
Catrera: la cama
Camorra: riña, pelea.
Porotos: habas. Los argentinos cuando juegan a la baraja anotan las partidas con habas. Cuando se dicen "te anotaste un poroto" es que has ganado en algo.
Quilombo: Casa de putas
Mina: una mujer. Se refiere mas bien a una puta.
Ragazo, o ragaza: jóvenes.
Fungi: sombrero
Yo-Yo: el reloj de bolsillo
Términos que se refieren a la cabeza: mate, melón, valero.
El ñobe: el servicio
Fago: cigarrillo
Gilacho: gilipollas
Tamangos: zapatos
Tocar el piano: sacar las impresiones digitales en una comisaría:
Trousas: pantalones
Macanudo: que es bueno
Mangante: tramposo, también se dice del que vive de las mujeres.
Sonzo: tonto
Guita, o viyulla: el dinero
Pispear: echar un vistazo:
Pilchas: las ropas
Piolas: agradable, listo:
Morfar: comer
Coger : follar.

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