lunes, 3 de septiembre de 2007

CUENTOS DE LA ABUELA DE LAS CABRAS(en castellano)

EL PORTAL DE LOS LOBOS

Cuando por primera vez fui con el abuelo del chuzo a visitar la abuela de las cabras, pasamos por un lugar donde había dos grandes piedras, unos cuantos pasos separadas una de otra y, sentado en una de ellas, estaba un perro. Cuando nos acercamos, fue grande mi sorpresa al comprobar que el perro también era de piedra.-Abuelo -dije- sabe que ese perro me engañó. Creí que era de verdad.
-Si que parece de verdad -dijo el abuelo.
Mientras caminábamos el abuelo me informó que, sobre aquel perro, se contaba una bonita historia y me prometió contármela, pero los dos nos olvidamos del asunto. Después de mucho tiempo, la abuela de las cabras y yo, de casualidad, pasamos por aquel mismo lugar y yo comenté de cómo me había engañado aquella figura, la primera vez que había visto, pensando que era un perro de verdad.
-Mi abuela se acordaba bien del hombre que hizo ese perro -dijo la abuela.
-Entonces usted sabe esa historia, abuela.
-Claro que la sé. La sé mejor que nadie. Yo era una niña cuando mi abuela me contaba esa historia, que yo no me cansaba de escucharla, y como me gustaba tanto, ponía mucha atención, y la historia todavía está en mi cabeza, tan fresquita como el primer día que la escuché.
-¿Me la quiere contar, abuela? Porque el abuelo del chuzo me prometió contármela, pero se olvidó.
-¿Te la contaré, pero antes te diré por qué me gustaba mucho esa historia. Porque de la forma que mi abuela contaba las cosas, uno no se cansaba de escucharla. No es porque yo lo diga, que lo decían los vecinos que venían a las noches para nuestra casa, solo para escucharla. Porque te diré que en mi aldea hubo gente muy famosa, por un motivo o por otro y mi abuela era una de esas personas. Y te digo esto porque, a lo mejor, algún día te contaré alguna otra historia de esa gente que te digo. Dicho esto, ahora podemos hablar del hombre que hizo ese perro.

Hace mucho tiempo, tanto que yo no lo recuerdo, entre esas dos piedras había un portal de hierro, y este lugar era conocido como El Portal, así a secas, y eso de los lobos se lo agregaron mas tarde, por un suceso que pasó aquí con los lobos. Y ahí empieza el cuento. Entre esa gente famosa, que en un tiempo hubo en mi aldea, existió un gaitero, que no hubo en el mundo entero mejor gaitero que aquél. Por eso era llamado desde muy lejos, a tocar a todas ésas fiestas patronales que se celebran por las aldeas. Y cuando tocaba la alborada, de puerta en puerta, todos le daba la prueba de la fiesta: un trozo de jamón, un queso, o un pedazo de pan de trigo. Bueno, un poco de todas cosas ricas que la gente come por las fiestas. Para cargar con esos regalos, el gaitero pedía el favor de un rapaz del lugar, que lo acompañaba con una bolsa. Y, al cabo de la fiesta, el buen hombre regresaba a casa con la bolsa llena de comida para su familia. Pues, cuando retornaba de tocar, a altas horas de la noche o, mejor dicho, en las primeras horas de la mañana, al llegar a cierta distancia de la aldea, se sentaba en cualquier piedra a descansar, ponía la bolsa a un lado y tocaba la gaita. Entonces su perro, que conocía los sonidos de la gaita, corría a su encuentro, y su dueño lo agasajaba con un trocito de carne. Después caminaban para casa, los dos juntos, de paso que el hombre le contaba las cosas que le habían sucedido en la fiesta.
-Bueno, abuela ¡qué cosas tiene usted! Lo único que le interesaba al perro era la carne, que la conversación poca barriga le llenaba.
-La charla no le llenaría barriga al perro, pero se la llenaba al dueño; que, después de una larga caminata, cargado con la bolsa y la gaita, una charla, aunque sea con un animal, puede ser un alivio para los pies. Pero bueno, dejemos así las cosas.
En una ocasiones, iba yo a decirte, el gaitero fue a tocar a una de esas pocas fiestas que se celebran en invierno y, a su regreso, cogió un atajo por estas colinas. Y, no lejos de aquí, le salió al camino una manada de lobos... Cuatro o cinco, decía mi abuela que eran.
-¿Es que hay lobos por aquí, abuela
-No por aquí, ni ahora ni en aquellos tiempos, pero, según mi abuela lo explicaba, aquél había sido un invierno muy frío, y los lobos bajaban de las montañas en busca de algo a que hincarle el diente.
-Seguro que olieron la carne asada y el jamón que traía en la bolsa el gaitero ¿verdad, abuela?
-Has acertado, Manuel. Que esos animales parece ser que tienen un olfato muy poderoso, y habrán olido la carne desde muy lejos.
-¿y qué hizo el gaitero, abuela? ¿Les tiró la bolsa y salió corriendo para casa?
-Yo hubiera hecho lo propio, Manuel. Pero él gaitero no lo pensó así.
Estaba lejos de casa, y los lobos comerían la carne enseguida, y después lo alcanzarían y lo comerían a él.
-¿Entonces es cierto que los lobos comen gente, abuela?
-Contra el hambre no hay pan duro, Manuel. Se comerán hasta unos a los otros, si el hambre aprieta.
-¿Pero al gaitero no lo comieron. ¿Verdad que no?
-Espera a que te cuente, Manuel.

Parece ser que el gaitero conocía, mejor que tú y yo, las costumbres de los lobos. Y por lo que se desprende de la historia, era hombre de nervio y de sangre fría. Él les empezó a cortar trocitos de carne y se los fue tirando a los lobos...
-¡Ay, si, abuela! Mire que si yo fuese un lobo iba a esperar por que me tiraran trocitos. Yo, si soy un lobo, cojo la bolsa y me papo todo cuanto hay en ella.
-Sí, Manuel, sí. Pero, por suerte para el gaitero, los lobos tenían mejores modales que tú, y cayeron por aquel truco. Él gaitero era el que tenía más picardía que tú y que los lobos. Ya verás por qué te lo digo.
Él les tiraba los trocitos de carne lo más lejos que podía, en los matorrales o en los barrancos, por sitios donde a los animales les llevara tiempo encontrarlos. Así, mientras ellos iban por la carne, él caminaba ligero, pero sin correr. Pues correr se corre un tiempo, pero después uno se casa. Los que corrían eran los lobos que, saltando unos por encima de los otros, su olfato los llevaba derechito a donde quiera que cayera la carne, y enseguida estaban de vuelta a por más.
-Ahora sí que entiendo, abuela. ¡Qué listo fue ese gaitero!
Así tuvo tiempo de llegar a la aldea antes que se le acabara la carne. ¿Verdad que sí?
-Esa era su intención -prosiguió la abuela-. Pero aquel juego duró menos de lo que el gaitero esperaba; porque, como te decía, donde quiera que les tirara los trocitos de carne, o lo difícil del terreno, los lobos daban con ella en un abrir y cerrar de ojos; se peleaban por el bocado, mordiéndose las orejas unos a los otros, y allí estaban de vuelta a por más. Así que aquel juego no duró mucho. Y una vez acabada la carne, el gaitero trató de darles pan y queso, pero aquello no les iba a los lobos. Entonces, furiosos, porque aquella poca comida no había hecho más que avivar su hambre, se amontonaban alrededor del gaitero, de una forma amenazante, aullando, con la lengua fuera, que humeaba en el frío de la noche, al tiempo que mostraban sus afilados colmillos. Y sus ojos, al reflejo de la luna, alumbraban como brasas.
-Abuela, yo ya me hubiera muerto de miedo.
-Entonces me darás la razón, Manuel, de que ese gaitero tendría que conocer bien las costumbres de esos animales, para comportarse como él lo hizo.
Los lobos, según tengo entendido, fueron animales muy perseguidos, y por esa razón parece ser que se hicieron muy precavidos, y hay quién confunde eso con cobardía. Digo esto porque, según las historias que se cuentan de esos animales, se asustan fácilmente, y seguro que el gaitero conocía esos defectos, o virtudes de los lobos. Verás por qué te doy esta explicación: Cuando se le amontonaron a su alrededor, el gaitero tiró con la bolsa y empezó a tocar la gaita, para asustarlos, aunque fuese por poco tiempo. Que eso era lo que él pretendía: ganar todo el tiempo posible, para irse acercando a la aldea. Los lobos se asustaron y escaparon a lo alto de los montes, desde donde tiraban piedras y terrones, tratando de asustar al gaitero.
-Abuela! ¿Qué dice usted? ¿Cómo iban a tirar piedras los lobos?
-Esa misma pregunta se la hice yo a mi abuela, cuando por primera vez me contó la historia. Pues cuentan que eso es lo que hacen los lobos para asustar: tiran piedras, o cualquier otro objeto con las patas traseras. El caso fue que, el pobre gaitero, de caminar ligero y de tocar la gaita, se iba quedando sin fuerzas. Y los lobos, después de perder el miedo a los sonidos de la gaita, otra vez regresaron, y el gaitero vio sus minutos contados; pues los lobos, enfadados porque no les daba más carne, de un momento a otro lo iban a hacer trizas. Pero en aquel momento llegó su perro que, al oír la gaita había acudió, como de costumbre, al encuentro de su amo. Y el perro le salvó la vida.
-Pero un perro no puede con los lobos ¿verdad que no, abuela?
-Claro que no, Manuel, y menos con tantos lobos juntos. Pero, mientras los lobos corrieron detrás del perro, el gaitero apretó el paso hacia la aldea, y llegó a casa sano y salvo.
-¿y el perro, abuela?
-Verás, Manuel:
Al abrir el día, y viendo que su perro no había regresaba, el gaitero sospechó que los lobos le habían cogido. Entonces se acercó por estos lugares, con la intención de averiguar que le había pasado. Y ahí, junto al portal de hiero, encontró lo que quedaba del animal: un poco de pelo y unos huesos trillados.
-¿Entonces los lobos pueden correr más que los perros, abuela?
-Los perros unos corren más y otros corren menos. Pero si tú entendieses de perros, verías que ese ahí esculpido es un lebrel, que corren más que las liebres, de ahí su nombre...
-Pues yo no veo como los lobos pudieron darle caza a un perro que corre más que las liebres ¿eh, abuela?
-Eso pensó el gaitero, Manuel. Además el perro podía haber escapado en la dirección de la aldea, y no lo hizo. Por lo que e] gaitero llegó a la conclusión, de que el perro sacrificó su vida para salvar la suya.
-¿y usted cree que puede hacer eso un perro, abuela?
-Se han visto casos de mucha fidelidad en los perros, Manuel, que sacrificaron su vida por salvar la de un ser humano. Por eso el gaitero, convencido de que su perro había hecho ese sacrificio, labró en piedra la figura de su fiel amigo, para que todo el mundo se acordara de esa historia.

FIN DEL PORTAL DE LOS LOBOS
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LA ROCA DEL PASTOR

En las colinas de los caballos viejos había una roca muy famosa, conocida como la Roca del Pastor. Tenia la forma de un gigante champiñón -de aquellos que la gente les llamaba pan de sapo-, de un color blanco, tirando a gris, con algunas manchas oscuras de musgo. La primera vez que la abuela me llevó a ver la roca, me mostró unos agujeros en la piedra, que alguien había hecho para poner allí los pies y las manos, con el propósito de subir fácilmente a la cima.
-Ves, Manuel, alguien tuvo la ocurrencia de hacer estos agujeros para subir. Pon un pie aquí y otro allí, verás que fácil es subir.
Subimos los dos a la roca, que no resultó difícil, por la facilidad de los agujeros y, ya en la cima, quedé impresionado por la altura de la roca que, como estaba en terreno inclinado, de la parte de abajo era mucho más alta de lo que yo había calculado. Me cultivó el panorama que se veía desde aquella altura y, desde aquel día, la roca fue mi lugar predilecto. Allí pasé yo muchos momentos felices, contemplando la gente que se dedicaba a sus trabajos, allá abajo en el valle. En días tranquilos era divertido gritar desde aquella roca, pues el eco repetía clarito desde el otro lado de las colinas. Aquel primer día, después de un buen rato observando el panorama, la abuela hizo fijar mi atención en unas marcas grabadas en la roca.
-Mira esas marcas, Manuel. Míralas bien a ver que piensas tú que pueden ser.
Las marcas _que hasta aquel momento me habían pasado inadvertidas_ me parecieron las pisadas de una oveja, de un perro y de un hombre.
-Parecen pisadas, abuela -le dije.
-Pues si que acertaste. Son pisadas de un pastor, de su perro y de su cabra.
-¿Quién las habrá hecho, abuela? ¿Seria el gaitero que hizo el perro en El Portal de los Lobos?
-!Qué va, hombre! ¿No ves que esas son pisadas de verdad?
-Pero, abuela! ¿Cómo van a ser pisadas de verdad? Nadie puede dejar las pisadas en una piedra.
-Tienes razón, Manuel, que nadie pesa tanto como para hundir sus pies en una roca. Pero esas marcas quedaron ahí de cuando la piedra estaba aún naciendo.
-Pero abuela, las piedras no nacen ¿verdad que no?
-Esta si que nació. Nació de golpe; brotó de la tierra como si fuese un champiñón.
-Qué extraño, abuela! A mí me han dicho que las rocas ya son así desde que Dios hizo el mundo.
-¿Entonces tú no has oído hablar de la historia del pastor?
-¿Qué historia, abuela?
-Ya te dije, Manuel, que en mi aldea hubo gente famosa y el pastor que te digo también lo fue.
-Entonces tenia muchas ovejas, ese pastor, abuela.
-La riqueza no tiene nada que ver con la fama, Manuel, y éste era pobre, tan pobre que no tenia más que una cabra y un perro.
-Tiene razón, abuela, que muy rico no era.
-No, si hablamos de dinero, pues él vivía en una casita de una sola habitación, que servía de cocina y de dormitorio. Allí comían y dormían los tres juntos: el perro, la cabra y el pastor. Pero dinero aparte, ni tú ni yo tenemos de que quejarnos; porque gentes habrá en el mundo que bien quisieran tener esta largueza, que nosotros tenemos. Cuántos hombres desearían llevar aquella vida que llevaba el pastor: acostarse cuando tenía sueño y levantarse cuando le apetecía, sin nadie que lo mandara, ni cuentas que pagar. Pero el cuento es otro. Lo que yo te quería decir, es que aquel pastor era rico porque era especial, un hombre de los que ya no queda ninguno hoy día. Porque hay gente a la que Dios les ha dado una gracia, y aquel pastor era uno de esos afortunados. El podía ver y oír cosas que los demás mortales no pueden.
-¡Qué listo era entonces! ¿Eh, abuela?
-El ser listo tampoco tiene nada que ver con esto que yo trato de decirte. Yo me refiero a un don de la naturaleza. Pero ya que de listeza hablaste, te diré que la gente lo tomaba por tonto, o por loco, y se reía de sus historias.
-Entonces sus historias serían muy graciosas, abuela ¿verdad?
-No era su intención el hacer reír, hijo. La gente se reía del historiador y no de la historia, precisamente porque lo tomaban por loco. Pero el hombre no tenía un pelo de loco ni de tonto. Lo que pasa es que la gente no entiende a los privilegiados. Y ya verás por qué te doy todas estas explicaciones.

La desgracia del pastor -continuó la abuela- comenzó un día que era fiesta en la aldea. Aunque para él no sabía fiestas ni domingos que guardar. Para él todos los días eran iguales. Si llovía eran buenos y si calentaba el sol eran mejores. Nunca tomaba alcohol y nunca pisaba la taberna; que él tenía otros entretenimientos y placeres, mejores que eso de perder el tiempo en tabernas. Pero aquel aciago día de fiesta, pasando el pastor por delante de la taberna, los mozos, que estaban allí emborrachándose, lo pillaron para dentro, bien contra su voluntad, y le hicieron tomar unas copas, que él tomó por no contradecirlos. Y porque no estaba acostumbrado a la bebida, el alcohol pronto se le subió a la cabeza. Así fue que empezó a soltar su lengua, y le escaparon por su boca, aquellos secretos que, si no estuviese bajo la influencia del alcohol, nunca los dejaría escapar.
-¿Qué secretos eran esos, abuela? Porque si tenía que estar borracho para decirlos, debían de ser secretos bien guardados.
-Cosas de las hadas y otros espíritus del bosque, con los cuales el era familiar...
-Pero, abuela! ¿Cómo no le iban a llamar loco? Un hombre mayor contando esas tonterías de niños.
-Si, tú tienes razón, que hay cosas que no se pueden decir, y mejor es callarlas, o te toman por loco, que eso fue lo que le pasó al pobre del pastor. ¡Pero qué sabes tú y la gente! Los árboles, las fuentes y las rocas tienen sus espíritus y sus encantos. De las fuentes he visto yo salir lagartos y culebras que se convertían en otras cosas a su antojo; y esos son los espíritus malos, por eso hay fuentes que tienen agua mala. Pero otras tienen encantos, y sus aguas son buenas y medicinales, que curan cualquier mal. Y mira, por estos bosques pasan cosas increíbles, por eso estoy yo convencida de que son bosques encantados, o al menos muy especiales. Porque de las entrañas de esos castaños, que tienen los troncos abiertos, he visto yo salir hombrecillos, tan pequeños como ratones. Y he visto árboles que e han partido en pedazos, y caído al suelo hechos leña, sin correr una soplo de brisa. Te voy yo a mostrar unos troncos que tengo en mi choza, y verás. Son de un viejo roble que yo he visto como se sacudía y se venía al suelo hecho pedazos, un día de sol que no se movía ni una hoja. Yo llevé para casa mucha de su leña y allí está en la choza, porque no arde. Los troncos ya están secos como la paja, pero te digo que no hay fuego que les meta el diente. Y mira, Manuel, aunque me he ido un poco por las ramas, te diré por qué te explico todo esto: el pastor era una persona privilegiada, porque podía ver todas esas cosas de las que estamos hablando, pero su error fue el contarlas. Y ahí te quería llevar yo. Pues yo me he ido de la lengua, tratando de explicarte esos fenómenos, y ahora tú irás contándolo por ahí, y la gente dará en decir que yo estoy loca. Que eso fue lo que le pasó al pastor.
-No, abuela. Yo no diré esta boca es mía _me apresuré a contestar.
-Eso espero, Manuel. Y ahora escúchame, y ya verás por qué te lo digo.
El pastor era rico dentro de su pobreza, porque se podía comunicar con ese mundo encantado que te acabo de explicar, y que poca gente puede ver y escuchar; porque las gentes no saben usar sus ojos y sus orejas. Y por que la gente no cree en ese mundo fantástico, y así lo tomaron por loco, como me tomarán a mí si se enteran que te cuento estas cosas. Pues ya verás lo que pasó:
Después de aquel primer día, que los mozos hicieron entrar al pastor en la taberna, les quedó el pico dulce, y querían escuchar más de aquellas historias, que ellos pensaban que eran locuras, cosas de chiquillos, contadas por una persona mayor, como así lo has pensado tú. Y cuando el pastor dejaba la taberna, los hombres quedaban comentando:
-¡Mira que inventa historias ese tonto!
-Hay que reconocer que tiene buena imaginación.
-Pero estar está loco como una cabra.

El pastor, que tenía un oído muy desarrollado, por haberlo ejercitado escuchando esos misterios de los bosques, también podía escuchar, desde lejos, los comentarios de la gente y, comprendiendo que lo tomaban por loco, se empezó a sentía muy triste. Un día, sentado aquí, donde hoy está esta roca, pensaba que, si sucediese un milagro, la gente le creería las cosas que él contaba. Tan triste estaba, que su perro y su cabra, sentados a su lado, lloraban con él...
-¡Un perro y una cabra llorando, abuela! ¿Pero usted qué dice?
-¡Calla, Manuel! Que tú eres peor que nadie, y mucho tienes que aprender -me amonestó la abuela, y continuó:
Los espíritus del bosque, llamémosles hadas, fuerza de la naturaleza, o lo que tú quieras, viendo al hombre tan triste, hicieron crecer esta piedra, que brotó apurada de la tierra como una burbuja de jabón. Tan deprisa creció, que ahí quedaron las pisadas del pastor, de la cabra y de su perro.
-Entonces, abuela, la gente creyó, al fin, lo que el pastor decía. ¿Verdad que sí?
-¡Qué va! Aquello aún fue peor. Ya verás cuando te lo cuente
El pastor corrió a la aldea dando gritos: “Venir corriendo al bosque, que está naciendo una roca” Era el medio día, y la gente dormía la siesta, unos en sus camas y otros por las huertas, debajo de los árboles. Sólo los chavales jugaban por los caminos. Alarmados por los gritos del pastor, la gente se asomaba a las ventanas, o salían de las huertas. Pero al oír al pastor anunciar a gritos lo que ellos consideraban una sandez, le gritaban de mal humor.
-¡Vete al diablo, estúpido!
-¡Mira que despertar a todo el mundo con esas tonterías!
-Al fin reventó el tío ese.
-Era visto que iba a terminar así.
-Hay que encerrarlo.

Ésos y otros abusos, fueron la respuesta que tuvo el pastor. Y los chavales, que estaban jugando en el camino, alentados por los abusos de los mayores, también ellos le insultaban, corriendo tras él a pedradas.
-¡Piedras te vamos a dar a ti, tonto! _le gritaban.
El perro y la cabra corrían con el pastor muy asustados y, aunque les caían a ellos la mayoría de las piedras, ni siquiera trataban de adelantarse, pues eran inseparables.
-Pero cuando después vieron la roca le creyeron. ¿Verdad que si, abuela? _dije yo, con mucha pena del pastor y de sus animales.
-Si que le creyeron, pero demasiado tarde, como casi siempre es el caso.
-¿Por qué demasiado tarde, Abuela? ¿El pastor se murió pronto?
Después de aquel incidente -continuó la abuela- el pastor y sus animales no volvieron para la aldea, y los vecinos se alarmaron y se echaron a las colinas para ver si los encontraban. Y fue así como encontraron esta roca, que antes no estaba aquí. Cuando corrió la noticia, la gente de cuantas aldeas hay a la redonda vinieron a ver esta roca. Te digo que no quedó perro ni gato, que no viniese ver este fenómeno.
-¿y el pastor ¿qué fue del pastor, abuela? -yo insistí.
_Lo que pasó con el pastor es un misterio. Pero un misterio para unos, prueba la verdad para otros. Cuando los vecinos que lo buscaban encontraron esta roca, ahí al lado también encontraron las botas y el bastón del pastor, pero el pastor, el perro y la cabra, aún hoy no se sabe lo que les pasó; pues nunca fueron encontrados.
Yo quedé pensando un momento, dándole vueltas al misterio, y le pregunté a la abuela:
-¿Qué les habrá pasado, entonces, abuela?
-Como te decía, para mí está bien claro el misterio: Los tres se marcharon al mundo de las hadas, o de los espíritus: los tres están adentro de la roca.
-¿y usted cree que eso es posible, abuela?
-A menos que mis orejas mientan. Porque muchas veces he oído yo al perro ladrar y la oveja balar ahí adentro. Tú, cuando tengas tiempo, escucha con tu oreja pegada a la roca, y ya me dirás si tengo razón o no.


FIN DE LA ROCA DEL PASTOR
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LAS CUEVAS

Cuando talaron el bosque de castaños y robles, la abuela se apenó mucho. Ella me decía que aquel era un bosque encantado, que no había otro igual en el mundo, y que se cometía un sacrilegio al destruirlo. La abuela nunca juraba, pero, en aquella ocasión, tan enfadada estaba que les echó un juramento a los trabajadores, aunque ellos no tenían culpa, que sólo hacían lo que les mandaban. Yo pensé que su juramento había llegado al cielo porque, aquella misma mañana, el terreno cedió al paso de un carro cargado de troncos, y el carro y los bueyes fueron a parar al fondo de una mina. Los pobres bueyes se mataron y tuvieron que sacarlos usado troncos y roldanas. Después de sacar los bueyes y el carro, descubrieron un túnel que corría para ambos lados. La noticia de aquel suceso corrió como la pólvora, y gente de todas partes se acercó a ver el agujero. Y mientras unos hombres trabajaban abajo, para desmontar la tierra que obstruía los túneles, otros arriba contaban historias, leyendas que habían pasado de boca en boca, y que cada cual las contaba a su manera. Pero, en resumen, todos decían lo mismo: que las colinas estaban todas minadas, porque los moros, en un tiempo lejano, habían sacado mucho oro de aquellas minas. Los chiquillos escuchábamos excitados las historias, porque nunca habíamos visto nada tan excitante como aquel enorme agujero. Después, cuando unos cuantos mozos bajaron a explorar los túneles, preparados con linternas y otros utensilios, los hombres de arriba les gritaban:
-Yo también quiero una cazuela de oro.
Los que bajaron encontraron cazuelas de barro, redondas como pelotas, pero sin oro. Entonces la gente los embromaba diciéndoles:
-Alguien madrugó más que vosotros.
Frustrados por no encontrar oro, los hombres echaron ramas, tierra y piedras al agujero y lo taparon. Mientras tanto, nosotros los chiquillos jugábamos a la pelota con las cazuelas de barro, porque, debido a su extraña forma, no valían para nada.
Después me decía la abuela:
-Mucho siento no ser un hombre joven, Manuel. Yo sí que iba a explorar esas minas; porque te digo que hay mucho que ver ahí abajo.
Decía aquello la abuela, porque los mozos que exploraron los túneles, no fueron muy lejos, porque tuvieron miedo.
-¿Entonces usted cree que hay oro ahí en esas minas, abuela?
-Claro que hay oro, y aún habrá cosas más importantes.

La abuela, para afirmar su teoría, me llevó a la abandonada cantera, la que era conocida por el Cementerio de los Caballos. Allí me mostró dos cosas interesantes. Primero me mostró un hueco en la parte alta de la cantera y me dijo que aquel hueco había sido una entrada a las cuevas. Después, cogiendo del suelo una piedra cualquiera, la hizo brillar al sol, y me dijo:
-¿Ves esas cositas que brillan? Eso es oro, pero costaría más el sacarlo de la piedra de lo que vale.
-¿Y cómo lo sacaban los moros, abuela? ¿No tenían otra cosa que hacer, entonces?
-Los moros no tenían que sacarlo, Manuel. El tiempo y el agua lo hicieron para ellos. Ellos no tenían mas que echarle la Manuel. Se dice que, en algún tiempo, hubo gente que se hizo rica con lo que encontraron por el río. Pero los moros, que parece ser que eran gente muy lista, se dieron cuenta que el oro tenia que estar adentro de las colinas. El río sólo había arrastrado lo que iba lavando de las piedras.
-Por eso minaron las colinas. ¿Verdad, abuela?
-Exactamente, Manuel. Tú bien agudo eres, que coges las cosas al vuelo. Pero lo que tú no sabes, es lo que dice una historia, que pasó de boca en boca hasta nuestros días. Dice esa historia, que los moros, cuando abrieron túneles por debajo de las colinas, se encontraron con cuevas inmensas, que el agua había escarbado durante miles o millones de años. Allí hallaron lagunas, donde el agua había depositado el oro, y se podía coger a calderos llenos. Pero, en una ocasión, los moros cerraron las entradas de las cuevas, y después se marcharon.
-Ya sé, abuela. Ellos cogieron el espeso y dejaron el caldo para los demás, como decían los hombres el otro día. ¿Verdad que si? -yo me apuré a comentar.
-Verás, Manuel, lo que pasaba en otros tiempos:
En el pasado, a falta de escritura, la gente dejaba sus recuerdos en otras cosas, como el perro de piedra en el Portal de los Lobos, para poner un ejemplo. La gente tenia más memoria, porque la ejercitaban, y las historias pasaban de boca en boca. Y te digo, Manuel, que si no fuera así, muy poco sabríamos del pasado. Porque te diré que, por mucho que se haya escrito, siempre será más los que se cuente.
-Pues será así, abuela, que hoy día la gente no hace otra cosa que hablar de esas cuevas.
-Pues ahí tienes, Manuel. Yo te di esta pequeña explicación, para que así entiendas mejor esa historia que hoy anda de boca en boca, y que cada cual la cuenta a su manera, pero que al fin y al cabo todo viene a dar a lo mismo. Que no son las palabras lo que hacen una historia, que es la esencia la que cuenta.
En otra ocasión te hablé de los dos viejos, que hace mucho tiempo, vivieron en mi aldea, que no sabían leer pero que sabían historias muy antiguas, porque las habían recogido de sus antepasados. Y con la experiencia heredada, sabían mucho más que contar historias, que también sabían medicina y astronomía. Que, según tengo entendido, es una ciencia que sabe de las lunas y otros astros. Los labradores los consultaban para saber que lunas eran mejores para sembrar tal o cual cosecha. Y a falta de médicos, ellos curaban a la gente y a los animales, con medicinas que ellos sabían preparar de hierbas y raíces. Esas y muchas otras cualidades tenía esos hombres. Ya verás porque te doy esta explicación, que al momento parece no tener nada que ver con la historia que hoy anda de boca en boca de todas las gentes.
Uno de esos hombres era soltero y el otro casado, y tuvo una hija. Ese hija se casó y el matrimonio tuvo un hijo, que fue a estudiar para médico a Santiago, que la medicina era su vocación, heredada de sus viejos. Parece ser que esos hombres siempre habían abrigado la esperanza de tener un médico en la familia. En la universidad, el mozo se hizo muy popular, por aquellas historias de su tío y de su abuelo, que les contaba a los compañeros. Y de esas amistades, que el joven fue cultivando, destacaban dos estudiantes de otras partes del mundo, de gente muy alta, que tal vez pertenecían a la nobleza. Aquellos estudiantes, muy poco o nada sabían de la vida sencilla de los campesinos de esta región, y mucho menos de las costumbres de nuestras gentes. Pero les gustaron tanto aquellas historias, que el mozo les contaba, que vinieron a pasar unos días a su casa, para conocer a los viejos. Aquellos jóvenes, por primera vez apreciaron la sencillez de la vida del campo y las costumbres de estos lugares, y quedaron encantados de todo cuanto vieron. Para ellos eran maravillas todas esas cosas que nosotros tropezamos con ellas todos los días, sin darles importancia: las herramientas de madera, hechas por buenos carpinteros; o aquellas de hierro de la mano del herrero. Admiraron la mansedumbre de los animales domésticos, y todo eso que rodea nuestras vidas. Y cuando cenaron, les gustó tanto aquella cena que no la hubieran cambiado por el mejor banquete de un rey.
-Abuela -interrumpí yo-. Ya tendría que saber cocinar bien en esa casa, para hacer comida mejor que la de los reyes.
-En la sencillez está el gusto, Manuel. Un cocido bien hecho, con repollo de la huerta, patatas nuevas, cerdo ahumado y bollitos de harina para espesarlo y blanquearlo, puede ser bocado de rey. ¿Pero qué estoy diciendo yo? Este no es el cuento.
Después de una cena tan buena, y una vez que recogieron todo, los padres del mozo, poniendo la disculpa de que estaban cansados, se fueron para la cama; pero, realmente, no era tanto el cansancio sino una manera delicada de salir del medio y dejar a los invitados a su aire, para que los viejos les contaran sus historias. Se sentaron todos alrededor del fuego, con una buena jarra de vino...
-¿Entonces era invierno, abuela? -Yo interrumpí.
-¿Por qué dices eso, Manuel?
-Como dice que se sentaron alrededor del fuego con una jarra de vino. Eso es lo que hacen los hombres cuando hace frío yo le aclaré a la abuela, por si no estaba enterada.
-Pues yo nunca me enteré si eso había sido en verano o en invierno. Pero qué más da. Sin embargo tu pregunta viene a pelo, que así te voy a decir que nada aviva tanto la memoria y acerca tanto los recuerdos, como una jarra de vino casero y un buen fuego de leña de pino...
-¿Por qué de pino, abuela? Qué más da un fuego que otro.
-Hay fuegos y fuegos, Manuel. La leña de pino es la leña más común por estos lugares y, duran siglos, los cuentos o historias, fueron contados al calor de esa leña. Esos estallidos que las cáscaras de pino producen al arder, hacen recordar cosas, aunque uno no sepa lo que; y respecto al vino, te diré que en aquella casa producían el mejor vino que se haya tomado por todas estas regiones. Porque aquellos hombres, como ya te dije, sabían mucho de hierbas, y algo le echaban al vino, algo que solo ellos sabían, y aquel vino resucitaba a los muertos.
Bueno, como te iba diciendo: se sentaron todos alrededor del fuego y uno de los viejos cogió un cesto de patatas y se puso a pelarla, que era costumbre de esos hombres tener las manos ocupadas cuando contaban sus historias. Porque las manos no hacen más que estorbar. Las manos, cuando se habla, también ellas quieren hablar, pero lo único que hacen es andar por el medio. Así que, eso de pelar patatas, era como decir a las manos zapatero a tus zapatos. El otro viejo, que era el solterón, cogió su rueca y el huso y se puso a hilar...
-¿Quién dice que se puso a hilar, abuela, el viejo?
-El solterón, Manuel. Ese parece ser que siempre hilaba cuando contaba sus historias.
-Pero, abuela ¡qué cosas dice usted! ¿Dónde se ha visto a un hombre hilando? Mire que iba a dar gana de reír: un hombre viejo haciendo esas cosas de las mujeres.
-Ese trabajo, Manuel, no es de hombres ni de mujeres: es un trabajo. Hay hombres que hilan y hombres que calcetan, y no por eso son menos hombres. Al contrario, esos son trabajos descansados, y entretenidos, buenos para la salud. Y ya que me has interrumpido te voy a decir algo que hubiera pasado por alto, que total no viene a cuento, pero te lo diré lo mismo:
Al principio te había dicho yo, que esos hombres, a falta de médicos, curaban ellos a la gente, ya los animales. Y te diré que curar a los animales es más fácil que curar a la gente. Los animales o están enfermos o no lo están, pero la gente cree que está enferma y no lo están. Lo que están es cansados de tanto trabajar; o tienen otros problemas. Pues aquellos hombres eran tan sabios que se daban cuenta de esas cosas, y recetaban a los enfermos cambiar de trabajos: a los hombres les recomendaban hacer trabajos de mujeres, y a las mujeres trabajos de hombres, y así los enfermos mejoraba. Por lo tanto, Manuel, nunca sientas vergüenza de hacer trabajos de mujeres, que serás hombre lo mismo y a lo mejor te hacen bien. Y ahora como me interrumpas otra vez, allí te dejo el cuento.

Cuando esos hombres se sentaban alrededor del fuego, uno con la rueca y el otro con un cesto de patatas, o de castañas, quería decir que había historias para rato. Porque no te creas que ellos contaban una historia así como la cuento yo: a brocha gorda. Ellos contaban una historia como un libro abierto, con pelos y rabos. Uno de los viejos pasaba la historia al otro, y mientras uno contaba el otro le recordaba cualquier detalle que quedaba en el caldero. Cada tanto hacían una pausa y se servían un vaso de vino, para refrescar la memoria. Otras veces, uno de ellos se levantaba para echar leña al fuego. Y así la historia duraba toda la noche. Pero aunque durara una semana, nadie se marcharía sin saber como terminaba el cuento.
Aquella noche los viejos les contaron, a los visitantes, la historia de las cuevas. Pues el mozo de casa ya les había hablado a sus amigos de aquellas cuevas, y ellos estaban muy interesados en escuchar, por boca de los viejos, aquella historia. Porque había sido por aquellos tiempos, cuando unos hombres que arrancaban piedra en la cantera descubrieran la entrada a las cuevas. En aquella ocasión, algunos hombres entraron en la cueva a explorar, pero no fueron muy lejos, porque tuvieron miedo. Ya viste tú como hicieron esos que el otro día se adentraron en la cueva que se hundió allí en el monte: tampoco fueron lejos, que también cogieron miedo. Pues ahora verás como era esa historia que esos viejos contaban:
Contaban esos viejos que, hace muchos años, hubo en estas tierras tres caciques moros. Los tres caciques vivían en tres torres, que estaban lejos unas de otras, en diferentes aldeas, pero que se veían entre sí, por estar construidas en zonas altas. Y parece ser que esos caciques tenían un tratado, que era ayudarse unos a los otros, si los campesinos se revolvían. Y, según la historia, esos caciques tenían sus razones para temer revueltas, pues explotaban a la gente a lo máximo. A los hombres los hacían trabajar en las minas, y a las mujeres en las tierras. Pero lo que más le dolía a la gente, era que sus hijas, si eran guapas, tenían que ir a servir a los caciques por un año. Y después esas mujeres no encontraban hombre que las quisiera y se quedaban solteras. Eso se repitió muchísimos años, hasta que, en una ocasión, la revuelta estalló en una de las aldeas. Y cuando los campesinos y los mineros estaban a punto de ganar la batalla, acudieron refuerzos de las otras dos torres, y los revoltosos tuvieron que escapar y esconderse en las minas, pensando que allí adentro los soldados no los podrían pelear; porque los soldados no conocían los pasajes de las cuevas.¿Pero qué hicieron entonces los soldados, por orden de los caciques? Cerraron las entradas de las minas y los dejaron a todos adentro...
-¿Y los dejaron a todos allí adentro para siempre, abuela?
-¿O lo hicieron para que se rindieran?
-Allí adentro se quedaron para siempre, Manuel.
-¿Y eran mucha gente, abuela?
-Los habitantes de una aldea entera: hombres mujeres, niños, todos quedaron allí; pues todos habían buscado refugiado en esas cuevas, pensando que allí estarían seguros
-¿y nadie intentó salvarlos, abuela?
-Déjame que te cuente, Manuel, y ya verás:
Esos caciques parece que hicieron aquello a conciencia; pues era su intención que los revoltosos quedaran allí hasta que murieran todos, para dar una lección a los demás. Pero aquella macabra noticia cundió por todas partes de España, y vinieron soldados de otros sitios, y hubo guerras por estas tierras. Los moros perdieron, después de mucho luchar, y los que pudieron escapar, escaparon. Pero, como esas guerras duraron más de lo pensado, para entonces ya nadie quedaría con vida en las cuevas, y las cosas quedaron así.
-Abuela ¿y los estudiantes no se les dio por explorar las cuevas?
-La mejor parte de la historia empieza ahora. Pero no ha estado de más lo que te conté, que sino creo que no entenderías lo que sigue: Mientras aquellos viejos contaban a los estudiantes la historia -que como te dije, ellos contaban las historias a tandas, y donde uno dejaba el otro empezaba- uno de los estudiantes, que parecía no poner atención a la historia, en realidad se estaba adelantaba a los hechos. Él miraba como el solterón hilaba, que, aún yendo despacio, había hilado dos madejas de lino, de las que había sacado dos gordos ovillos de hilo. Por lo que el estudiante calculó que el viejo había hilado miles de metros. Pues verás: Para entonces las velas iban quedando cortas y sus llamas se empezaban a inclinar hacia las puertas, señal de que se acercaba el día. Porque no hay cosa mejor para anunciar la mañana que la llama de las velas, que se tuerce buscando ese viento fresquito que rompe el día, y que entra por las rendijas de las puestas y las ventanas. A esa hora también canta el cuervo, y aquellos viejos no podían con su sueño al cantar el cuervo. Así que todos se fueron para la cama. Se acostaron, pero los mozos no pudieron dormir, tan excitados los traía la historia que habían escuchar. El que yo decía que se fijaba en lo que el hombre hilaba, y en el tintineo de las velas, ya había ideado un plan para explorar las cuevas. Un plan por cierto muy bien pensado, y que se lo pasó a los demás. Que era el siguiente:
Si se armaban de aquellos ovillos que el viejo había hilado, les servirían de guía para salir de las cuevas, sin peligro de perderse. Pues, atando el hilo a la entrada de la cueva, seguirían los túneles desenvolviendo el hilo al caminar, y después retornarían guiados por el hilo. Con las velas podrían seguir los túneles más interesantes, sin peligro de sofocarse, porque las velas les dirían donde el aire escasea. Que aquello era lo que el estudiante había observado: Como las velas ardían mejor con la frescura de la mañana, y como la llama se torcía hacia las puestas, queriendo ir en busca de aquel aire puro. Por eso digo que los estudiantes no pudieron cerrar ojo, con la excitación de explorar las cuevas. Así que, en vez de dormir, prepararon un plan para tal expedición; que aquello no era cosa de echar a andar, y que sea lo que Dios quiera. Que siendo estudiantes como eran, no eran tontos. Para tal proyecto precisaban una escalera, palas y picos, así como ropa de abrigo; los ovillos de hilo, y las velas. Y muchas cerillas, por si unas se humedecían usar otras. También llevarían algo para primeros auxilios, como alguna clase de vendas, para atarse alguna herida, si eso fuese necesario. Esas y otras menudencias anotaron y, una vez hechos esos preparativos, no puedo decir si pronto o más tarde, allá se fueron los tres jóvenes a explorar las cuevas. Usaron la escalera para subir hasta la entrada de la cueva, y fue en la misma escalera donde ataron el hilo. Y el ovillos, metido en un palo, giraba y se desenvolvía a medida que ellos andaban.
-¿y encontraron mucho oro, abuela? -Yo interrumpí sin poder esperar a que la abuela me contara el final.
-De lo que vieron y encontraron, poco se sabe. Pero muy lejos debieron de ir, porque el hilo se les acabó, eso que llevaban dos gordos ovillas. Y después que se les acabó el hilo, el mozo de casa quiso seguir explorando un poco más sin la guía del hilo. Tan entusiasmado estaba que sus amigos no lo pudieron convencer de que no lo hiciera. Se fue y los dos compañeros lo; y parece ser que esperaron horas. Después se les ocurrió llamarlo, y fue al gritar cuando se dieron cuenta que estaban cerca de las grandes grutas; pues el eco es una buena cosa para darse cuenta de esos detalles. Ellos notaron como el eco viajaba y se repetía, cambiando de tono, de acuerdo a los espacios. Decidieron, por lo tanto, aventurarse a viajar ellos también sin el hilo, tanto por ver si encontraban al amigo, como por ver si estaban cerca de los grandes espacios que los viejos les habían mencionado que existían por allí adentro. Pues parece que sí, que encontraron muy grandes grutas. Allí también encontraron al amigo, que estaba tendido en el suelo, y que parecía estar muerto. Lo cargaron a la espalda, y cuando uno y cuando otro, lo sacaron a la luz del día. Allí se dieron cuenta que no estaba muerto ni mal herido. Tenía los ojos abiertos, pero sin parpadear. Su cara estaba desfigurada, como aquel que se ha pillado un gran susto y no puede salir de su estupor. Los amigos lo acostaron en la escalera y lo llevaron para casa. Y parece ser que estuvo tres días y tres noches así, acostado boca arriba en la cama, mirando al techo, sin decir nada, y casi sin respirar. Los amigos le hablaban, así como sus parientes, preguntándole que había visto, pero él no decía nada, como si no los oyera. Al tercer día se volvió hacia los amigos, así como si despertara de un sueño. Entonces les imploró, a todos los presentes, con un tono desesperado, que bloquearan las cuevas.
-Por favor, amigos míos, nunca volváis a esas cuevas. Cerrar la entrada y no dejéis que alguien vuelva a entrar en ese sitio.
No contestó a las preguntaban de los amigos, sobre lo que había visto, para estar tan asustado. El solo repetía que cerraran la entrada de las cuevas; lo suplicaba una y otra vez con desesperación. Y cuando le prometieron y le juraron que lo harían, el mozo echó un suspiro como de alivio. Su rostro desfigurado tomó su estado normal, y se quedó muerto tan tranquilo como un pajarito.
A este punto la abuela también suspiró. Yo quedé esperando que continuara; pero, viendo que recogía su rueca, me di cuenta que la historia había terminado. Insatisfecho de aquel inesperado final, le pregunté:
-¿Abuela, qué cree usted, entonces, que ha visto ese mozo, para asustarse tanto? ¿Cree que habrá visto allí muerta a toda la gente quedó allí encerrada?
-A lo mejor se asustó porque los vio vivos, Manuel -dijo la abuela y, llamando a sus cabras, echó a andar.

FIN DE LAS CUEVAS.

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LA FUENTE DE LA PRINCESA


Llovía aquella mañana, una lluvia fina pero molesta, y la abuela y yo nos fuimos abrigar a las ruinas del pazo. Del pazo solo quedaban algunos tramos de pared, cubiertos de hiedras, tan vastas que no dejaban pasar la lluvia. Y allí nos guarecimos de aquella persistente llovizna. Nuestras haciendas las dejamos en un campito enfrente de las ruinas, donde les podíamos tener un ojo encima. Pero los cabritos se acostaron a nuestros pies como perritos, pues no les gustaba nada la lluvia. Desde aquel escondite se veían las colinas al otro lado del valle, en cuyas faldas había varias aldeas, de una media docena de casas cada una. Cerca de una de aquellas casas había un prado, y en un vallado al lado del prado, había un roble muy grande. De la parte de abajo, usto a los pies del roble, brotaba un manantial cuyas aguas eran las que regaban el pequeño prado. Yo ya conocía bien aquella zona, porque, junto con otros chavales, había correteado todo el valle. Aquel día, a pesar de la lluvia, varias mujeres hacían cola allí para recoger agua. Me pareció curioso aquel comporta-miento de las mujeres, haciendo cola para recoger agua, porque aquel manantial no era una fuente vecinal, de esas a donde todo el mundo va a por agua. Justo cuando iba yo a comentar el detalle con la abuela, ella exclamó:
-¡Ahora caí de la burra!
-¿Qué dice, abuela? -yo pregunté, extrañado de su súbita exclamación..
-Que hoy es el veinticinco de Julio. Y además es año bisiesto.
-¿Y qué tiene eso? -otra vez pregunté, sin entender lo que la buela trataba de decirme.
-Que es el día de Santiago. ¿No lo sabías?
-No, abuela, yo nunca sé el día de ningún santo -le aclaré.
-Pues sí. Año bisiesto es año santo.
-¿Y qué es un año de bisiesto, abuela?
-El año bisiesto tiene un día más que los otros y eso ocurre

cada cuatro años.
Como noté que la abuela estaba asociando el año bisiesto con
el día de Santiago y con aquella gente que iba por agua, le
pregunté:
-Abuela ¿tiene eso algo que ver con aquella gente que se moja recogiendo agua?
-Claro! Es una tradición recoger aquella agua el día de antiago en año bisiesto.
-¿Ypor qué es tradición, abuela?
-Porque el agua de aquella fuente es milagrosa, si se recoge l día de Santiago, en año bisiesto.
-¿Y por qué es tan poderosa en año bisiesto, abuela?
-Porque en año bisiesto, es cuando la princesa sale a pasear por el prado. ¿No lo sabías?
-¿De qué princesa me habla, abuela? Por aquí cerca no hay rincesas. ¿O hay?
-¡Cómo! ¿Es que tú no has escuchado nunca la historia de la princesa y de aquel manantial?
-Creo que no, abuela.
-Pues la historia es bien conocida y serás tú el único que no la sabe. El día de Santiago, a las doce en punto del medio día, sale una gallina con doce pollitos a pasear por el prado. La gallina es una princesa encantada, y los pollitos doce príncipes pretendientes, o sea que todos se querían casar con la princesa.Y como te decía, todo el mundo sabe esa leyenda, pero pocos saben como empezó; y como terminará no lo sabe nadie. Y digo leyenda por no repetir historia; pero detrás de cada leyenda hay una historia verdadera. Que las cosas tienen rabo.
-¿Y usted sabe ese rabo, abuela?
-Mejor que nadie..
-Entonces me lo podía contar.
La abuela me contó la leyenda, pero, tal como era su manera de contar historias, antes de ir al grano se dio una vueltita. Entre la gente famosa que hubo en mi aldea -empezó así a contar la abuela- hubo dos hombres muy sabios, que tenían la memoria del mismo diablo –que Dios me persone- y ellos sabían historias que se las habían escuchado de sus abuelos; y a sus abuelos se las habían contado sus otros abuelos... y así sabían ellos más historias que muchos libros. Por eso sabían la historia e la princesa mejor que nadie, porque había llegado a ellos de boca en boca. Y así era como contaban ellos la historia:El día de Santiago, en año bisiesto, que es año santo, grandes dignatarios, venidos de los más lejanos rincones del mundo, han visitado la catedral. Y hace mucho tiempo -dos cientos años aproximadamente-, un día como hoy, pasó por aquí un rey camino de Santiago, con la intención de casar a su hija en una fecha tan memorable. Pero antes de llegar a la catedral la princesa se enfermó. Porque, a pesar de estar bien lograda, y ser muy hermosa, no dejaba de ser una niña, y no se quería casar...
-Abuela! ¿Si hace tanto tiempo que fue eso, quién sabe si la rincesa era guapa, o si era joven, si se quería casar o no?
-Tú tienes razón al decir eso, Manuel. Nadie puede recordar si la princesa era joven, bonita o fea, y todas esas cosas que pasaron. Pero ahí están los hechos diciéndolo a gritos. De esos hechos podemos sacar las conclusiones. Porque, según la historia, doce opuestos príncipes pretendían a la princesa. ¿Iban doce príncipes pretender a una princesa si no fuese muy bella. ¡No, qué va! Dos, tres o cuatro... O digamos media docena, por su riquezas, o por ser heredera de un trono, pero no doce príncipes. Por eso digo que tenía que ser muy bella, para ser tan pretendida.¿Y cómo veo yo que era muy joven, casi una niña? Porque eso se desprende de la misma historia. Si no ya lo verás. Como te decía, doce_ opuestos príncipes pretendían casarse con la princesa, y el rey, hombre inteligente como ya veremos que era, no queriendo ofender a ninguno de los princepes, dejó que la princesa eligiese. Porque no sé si sabes que en año bisiesto las mujeres pueden declarárseles a sus novios y pedirles que se casen con ellas. Bueno, claro que no lo sabes, porque ésa es una tradición que se va perdiendo. Pero, aprovechando esa tradición, el rey dejó que su hija eligiese entre los doce príncipes, a él no ofendía a ninguno. Venían de lejos y, a pesar del largo viaje y del tiempo a su disposición, la princesa no se decidía por ningún príncipe; y cuando pasaban por estos lugares, la pobre princesa se puso muy enferma. Un ataque de nervios, más que seguro, eso creo yo. La prueba de elegir marido, entre doce príncipes, se hizo para ella imposible, lo que demuestra que la princesas era muy joven. Así que el cortejo tuvo que parar y encontrar un lugar donde descansar. Y, según contaban esos viejos, en aquellos tiempos un rey tenía derecho a exigir casa cubierta en cualquier sitio y se la había que dar. Pero, por estos lugares, la única casa decentemente en condiciones para recibir a un rey, era ésta que hoy tú ves en ruinas.
-¿Entonces pararon aquí, cuando esto era un pazo? –yo interrumpí para asegurarme de lo que decía la abuela.
-Si, Manuel. Aquí fue donde pasaron unos días. Después de eso el rey le dio a la casa el título de pazo, o torre, como le llamaban algunos. Lo que fuese, pero título tenía. Quién diría ¿eh, Manuel? -continuo la abuela- que esos montones de piedras cubiertas de maleza, un día fueron techo para un rey. ¡Ay si pudieran hablar esas piedras! Este sitio, donde los lagartos hoy se recrean, nos podrían contar bellas historias, de tiempos grandes y mejores. Uno no puede menos que cerrar los ojos por un momento y tratar de ver, con la imaginación, lo que un día aquí se albergó. Cierra tus ojos, Manuel, cierra tus ojos por un momento, y trata de ver los caballos briosos, cubiertos de ricos adornos; príncipes vestidos con dorados trajes, y con afiladas espadas a la cintura. Una bella princesa, cubierta de joyas de la cabeza a los pies; y un rey con su pesada corona de oro en las sienes. Todo eso y más, vieron esas hoy abandonadas piedras.Después de aquella larga descripción, yo quedé como soñando, tratando de imaginar lo que la abuela me decía; pero, como yo nunca había visto tal esplendor, nada de lo que ella me explicó estaba al alcance de mí pobre imaginación. Los soldados y los sirvientes -continuó la abuela- tuvieronque improvisar tiendas por los patios y los corrales, pues en la casa no había acomodación para tanta gente. Pero la princesa se retiró a una de las mejores habitaciones, sin cenar, pues no quisoprobar bocado. Allí, a solas, lloró parte de la noche y no hubo manera de hacerle abrir la puerta para consolarla, por mucho que su padre se lo pidió. La joven tenía miedo de todos los príncipes, y de la elección a que estaba obligada. A ella le hubiera gustado, a su edad, jugar como juegan los niños, y librarse de la carga que como reina un día le esperaba. Ella hubiera preferido ser una simple campesina, en vez de princesa. Bueno, después de tanto llorar, al fin se durmió, y a la mañana hubo que romper la puerta, pues ella no daba señal de vida, y cuando los sirvientes entraron, no consiguieron despertarla, y nunca más despertó. El rey lloró, y lloró, y cuando se desahogó llorando, quedó contemplando este valle, y le pareció el más bello que jamás había contemplado. Que tú y yo, como lo vemos todos los días, no le damos la importancia que merece. Pero si un día te marchas lejos, te digo que te acordarás de este lugar como lo más bonito del mundo, y tus sueños te lo harán ver cada noche de tu vida. Así lo vio el rey, y pensó que morir en este lugar no era tan malo, ya que morir hay que morir, tarde o temprano. Entonces dio órdenes de que su hija fuese enterrada allí en aquella ladera; y, para recordar el lugar de su descanso, el rey plantó aquel roble. ¿Y por qué plantó un roble, en vez de poner una piedra? Porque, como te dije al principio, era un rey sabio y, por lo tanto, sabía que un roble puede ser más durable que una piedra. Por eso aquel árbol es conocido como el Roble del Rey; y el prado se llama el Prado de las Pitas, que es otra forma de llamarles a las gallinas, o a los pollitos. Y tú ya sabes que aquel manantial, donde las mujeres están recogiendo agua, se llama La Fuente de la Princesa.
-Abuela ¿entonces esa leyenda de la gallina blanca y los pollitos es verdad?
-Lo que te acabo de contar, Manuel, es historia. Ahora viene la leyenda. Porque esta historia debe ser la única en el mundo que está hecha al revés.

Dice esa leyenda, que los doce príncipes lloraron todo el santo día sobre la tumba de la bella princesa, y que de sus lágrimas nació una fuente, y esa fuente es aquella, conocida como La Fuente de la Princesa. Y la leyenda sigue, y dice que los espíritus, o las hadas de estos bosques, le concedieron a la princesa sus deseos, que eran los de convertirse en una campesina, en vez de casarse con un príncipe y cargar con las pesadas responsabilidades, que un día le esperaban como reina. ¿Y cómo crees tú que hicieron las hadas, o esos espíritus, para conseguirlo? Pues no tenían más que trasladar la princesa a otro tiempo, donde nada de su presente existiera. Para ello habría que esperar por el futuro. ¿Y sabes lo que es el futuro, Manuel? Es ese día después de un sueño. Así que las hadas pusieron la princesa a dormir, a la espera de que el futuro pasara por allí, y alguien la despertara. ¡Qué leyenda tan simple! ¿Verdad. Manuel?
-¿Entonces la princesa está encantada, abuela?
-Bueno, llámale así. ¿Qué otra cosa le podríamos llamar?
-Entonces tiene que ser desencantada en año bisiesto, ¿verdad, abuela?
-Ahí está el problema, Manuel. La oportunidad se presenta sólo una vez cada cuatro años. Arrímale a eso el hecho de que la gente cada vez cree menos en esas leyendas, y ya me dirás el tiempo que le queda a la princesa para despertar de su sueño.
-¿Y cuánto tiempo llevará así encantada, abuela?
-Te dije al principio que eso fue hace unos dos cientos años, que allí está el roble para contarlo.
-¿Y luego usted sabe la edad de los árboles, abuela?
-La sabe cualquiera que los quiera escuchar, Manuel. Ya te dije una vez que los árboles también saben contar historias.
-A lo mejor nadie sabe el secreto de como desencantarla. ¿Verdad, abuela?
-No hay tal secreto, Manuel. Todo el mundo sabe como hacerla. Lo que pasa es que la gente ya no cree en esas cosas. Pero si yo fuese un hombre, ya estaría esa preciosa moza en mi casa, hace muchos años, y yo sería el hombre más feliz del mundo.
-¿Entonces tiene que ser un hombre el que la despierte, abuela? pregunté yo, un tanto apenado, por mi niñez.
-Claro, Manuel. Siendo la princesa una mujer, es de esperar que la desencante un hombr
-Qué lástima que yo no sea un hombre ¿eh, abuela?
-Tú eres un hombre como otro cualquiera, Manuel. ¿O no?
-Pero soy muy pequeño, abuela.
-Eso tampoco importa, Manuel. Los encantos, o como tú les quieras llamar, no entienden de edad.
-¿Y cómo hay que hacer, abuela? ¿Usted me lo va a decir?
-Claro que te lo digo, si tú lo deseas, que, como te decía, no es secreto ninguno. Realmente esa es la única parte de la historia que interesa, que hasta ahora, por tú preguntar tanto, no hemoshecho más que hablar. ¿Tú ves como la gente hace cola para recoger aquella agua? Ahí está la clave. El agua es milagrosa si se recoge en año bisiesto porque es parte del encanto: cuanta más gente pase por allí, en un día como hoy, más posibilidades habrá de que alguien se acuerde de la princesa y la desencante. Pues, como te dije al principio, es, en un día como hoy, el veinticinco de Julio, en año bisiesto, a las doce en punto del medio día, cuando sale a pasear por el prado la gallina blanca con los doce pollitos dorados.
-Y la gallina blanca es la princesa ¿eh abuela?
-De eso venimos hablando hace rato, Manuel.
-Y los doce pollitos son los doce príncipes.
-¡Si, Manuel, sí!_
-Pero los príncipes no fueron enterrados con la princesa ¿verdad que no, abuela?
-No, ahí tienes razón. Pero los doce príncipes están allí como un símbolo, si me entiendes. Son la llave para llegar a la princesa. Recuerda que la princesa era pretendida por los doce príncipes, prisionera de sus deseos, y el día que se pueda librar de ellos, será libre y se convertirá en una campesina feliz.
-¿Y qué hay que hacer con la gallina y los pollitos, abuela? -pregunté yo, muy entusiasmado.
-¿Qué hay que hacer? Con la gallina nada, pero los pollito los hay que matar a todos, con una rama de laurel. Hay que hacerlo antes de que toquen_ el agua del manantial. Si uno solo toca el agua, la gallina y los pollitos, desaparecen como por encanto.
-¿Y qué pasa si uno mata todos los pollitos?
-La gallina se convierte en una moza, y los pollitos en oro puro, tú te los metes en el bolsillo y eres el hombre más rico del mundo. Esa es la recompensa por liberar a la princesa desus pretendientes.La mañana iba alta, cuando la abuela terminó con su encantada historia. Con la fuerza del sol, las nubes se habían derretido.En días como esos, mientras llueve, las moscas y los tábanos, se escoden debajo de las hojas de los árboles, pues no les gusta la lluvia; pero apenas para de llover, salen de sus escondites deseosos de sangre como sanguijuelas. Nuestros animales ya daban patadas y sacudían el rabo, tratando de ahuyentar aquella plaga. Los que más padecían eran los cabritos que, por su piel blanda y sangre joven, eran _atacados furiosamente por todos aquellos insectos.
-Vámonos de aquí, hijitos, antes que ésos demonios acaben con toda vuestra sangre _-les dijo la abuela a los cabritos, y todos marcharon colina arriba con un enjambre de moscas detrás. Yo apedreé a mis ovejas, que salieron hacia casa como si el monte estuviera en llamas. No había relojes en mis tiempos de pastor. Es decir, relojes había pero daban al rabo, como decía la abuela cuando no se alcanzaba una cosa. Los relojes, por lo tanto, eran ciertas señales, como por ejemplo: la sombra de una casa, o la sombra de uno mismo. Los pájaros paraban de cantar a cerca de las doce y los animales se acostaban. Por esas y otras señales, que yo por entonces ya sabia, calculé que no estaban lejos las doce del mediodía. Así que, a fuerza de pedradas, y ayudado porlos tábanos, hice correr a mis ovejas más que las liebre, y llegué a casa en seguida. Dejé los animales en el corral y cogí un trozo de pan en la alacena. Y aprovechando veredas y atajos,en seguida llegué a La Fuente de la Princesa. Una vieja estaba llenando su botijo de aquella agua milagrosa y yo, para disimular, hice que iba a beber, pero la mujer me dijo:
-Hijo, esta agua es muy fría y tú estás sudando. Descansa un poco a la sombra, antes de beber.
Le di las gracias, como niño bien educado, y me senté a comer el pan, a la sombra del roble. La vieja se marchó con su botijo de agua milagrosa, mas risueña que si llevase un tesoro. Cerca del prado había una casa, y en la huerta andaba un hombre recogiendo cerezas. Yo conocía aquel hombre, que era un tonto malvado, que les pegaba a los chavales y les tiraba piedras a los perros y a los gatos. ¿Qué sabía aquel idiota de encantos y de princesas. Aparte _de aquel hombre, no se veía un alma por la vecindad. Aquello me venía bien, que yo no quería ser visto desencantando princesas.Cuando se marchó la vieja bajé al prado y, partiendo del lado del manantial, desmigué el pan que me quedaba, por todo el prado adelante. Mi intención era la de llevar la gallina y los pollitos lejos del agua. Hecho aquello, partí una buena rama de un laurel, que crecían abundantes por allí en un vallado. Después me escondí detrás del tronco del roble a esperar. Allí preparé mi plan de ataque para liquidar todos los pollitos. Pero de pronto me encontré con un problema, que no había yo pensado en ello anteriormente. ¿Qué hacer con la moza? Yo no era un hombre, todavía, para casarme con ella, pero, si era tan guapa como la abuela decía, no me agradaría la idea de que se fuera a casar con otro. ¿Y qué dirían en casa si llegara con una moza? Me dirían: “¡Otra boca para come, rapaz! ¿No éramos ya bastantes?” Pensando así, de pronto encontré la solución. Vendería los pollos de oro y, con el dinero, haría una casa grande. Tendría perros y caballos -nada de estúpidas ovejas-. Así viviríamos felices los dos. ¡Qué tonto no pensar en eso antes! Pero cuando creí que todo estaba pensado y solucionado, me invadió la duda, una duda fría como el agua de aquel manantial. ¿Cómo podía yo, a mi edad, creer en aquellos cuentos? Después pensé en aquello que me decía la abuela, que la gente no creía en esos encantos, y quea la pobre princesa le quedaría una larga espera para ser desencantada. A lo mejor la gente creía en esa leyenda y lo disimulaba, por eso iban allí a por agua. Pues no era el poder del agua en lo que las gentes creían. El agua era un pretexto para ir allí y ver a la princesa. Claro que sí, que la gente es muy falsa. Mientras pensaba en esas cosas, la frescura del roble y el rumor de la fuente, me adormecieron como a un niño en la cuna.Creo que habrá sido poquito el tiempo que me dormí, pero lo suficiente para tener un sueño. En sueños vi salir a la gallina blanca del agua, una gallina muy grande, casi como una persona, y detrás de la gallina fueron saliendo del agua los doce pollitos.Tan pronto vieron el pan, corrieron a comerlo. Los pollitos piaban y la gallina cacareaba y corría a mostrarles a los pollitos donde había más pan. El cacareo se hacía cada vez más alto, a medida que la gallina iba creciendo y creciendo, hasta que era del tamaño de una moza. Los pollitos piaban y piaban y también iban creciendo y tomando forma humana. Tan escandaloso se hizo aquel piar y cacarear que yo desperté de un sobresalto. Miré al prado, y fue entonces cuando me creí que estaba soñando. Allí andaba la gallina blanca y los pollitos, comiendo mi pan y corriendo de un lado a otro. Salté al prado con mi rama y empecé a darles leña a los pollitos, sin pensar si estaba soñando o despierto. Los pollitos saltaban delante de la rama como asustados ratones, y la gallina, con sus alas abiertas, los defendía, saltando a mi cuerpo como un águila furiosa. Pero yo no hacía caso y seguía dándoles leña a los pollitos. Yo me creía un guerrero luchando contra todos aquellos príncipes, tratando de liberar a mi princesa, o a mi campesina. De pronto me pareció escuchar gritos humanos, lo que pensé sería la gallina convirtiéndose en mujer. Pero de reojo vi venir, corriendo por el prado, con un palo en la mano, al loco que estaba recogiendo cerezas.
-Deja mis pollitos, que te voy a matar! -Gritaba el loco, sacudiendo el palo.
Comprendí, entonces, que la gallina era una gallina de verdad, y no encanto. En la hierba ya había varios pollitos patas arriba, más muertos que vivos, pero que no se habían convertido en oro. Horrorizado, por las amenazas de muerte del dueño de la gallina, puse pies en pólvora prado abajo, que ni un galgo me pillaba.

FIN DE LA FUENTE DE LA PRINCESA
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LAS HADAS

Una de esas mañanas de niebla muy cerrada, nos encontrábamos, la abuela y yo, sentados en un tronco. La abuela hilaba y yo observaba, pensativo, las sombras difusas de los árboles que, perdidos entre aquella niebla tomaban formas muy extrañas. El sol de la mañana, que luchaba por cruzar aquella niebla, iba ganando la batalla y se filtraba por entre las ramas, dando la sensación de que el bosque se levantaba en llamas. Si una tenue brisa movía los arbustos, la niebla ondeaba, y yo, que nunca había visto el mar, me imaginaba que así serían las olas. Yo había visto muchas mañanas de niebla, cosa que detestaba, porque me sentía como encerrado, pero aquella mañana, tal vez porque por primera vez reparé en ello, me pareció una mañana muy especial. La abuela -que leía mis pensamientos- como si yo le hubiese preguntado algo, comentó:
-Tienes razón, Manuel. Esta es una mañana muy especial.
-¿y por qué es especial, abuela?
-Porque es en días como estos, cuando la ocasión se puede presentar de ver las hadas.
Me sorprendió aquel comentario y, como yo ya había pensado mucho sobre aquellas creencias de la abuela, creencias que a mí me costaba creer, le contesté, casi sin pensar lo que decía:
-Yo no creo en las hadas...
-Cuidado! -me gritó la abuela, poniéndose de pié de un salto.
Yo me asusté y también salté sobre mis pies, tan rápido como si me fuese a picar un bicho. Miré a un lado y a otro, pero allí no había nada de que asustarse. La abuela sacó la rueca de la cintura y, amenazándome con ella, me ordenó, con suma urgencia:
-Grita, ahora mismo, que crees en las hadas. Grita cuanto puedas.¡Enseguida!
Yo de pulmones estaba bien, porque, en aquellos tiempos y lugares, los medios de comunicación eran gritar de colina a colina. Así que obedecí a la abuela y grité con todas mis fuerzas:
-¡Creo en las hadas!
La abuela puso la Mano en la oreja para escuchar y, después de un momentito, el eco repitió en las colinas del otro lado del valle. Yo mismo me sorprendí de un grito tan largo, que pasó a nuestro lado como si fuese una persona corriendo y gritando. Mismo parecía que aquel grito iba a quedar preso entre aquella niebla repitiéndose para siempre.
-¡Ay gracias a Dios, que salvaste a esa pobrecita! –exclamó la abuela.
-¿A quién he salvado, abuela?
-Salvaste de su muerte a un hada _dijo la abuela, echando un profundo suspiro, y poniendo la mano en el corazón.
-¿Y cómo salvé a un hada? -pregunté, perplejo.
-La salvasteis porque el eco repitió. Si el hada ya hubiese muerto, el eco no repetiría tu grito. Porque, como ya te expliqué en otra ocasión, cada vez que alguien dice que no cree en las hadas, un hada se muere.
-Pues ya no quedarán muchas hadas en el mundo, abuela, que yo he oído decir a mucha gente que las hadas no existen.
-Tienes razón, Manuel. Ya pocas hadas quedarán en el mundo.
Muchas especies de hadas ya se habrán extinguido. ¡Qué pena!
Y así van las cosas.
La abuela me explicó, entonces, que, efectivamente, las hadas son una creencia de la gente; que en el mundo hay tantas hadas como gente que cree en ellas. Cuando una persona deja de creer, su hada se muere.
-Abuela ¿es cierto que pueden convertir la paja en oro y que pueden ser tan ricas como quieran? -Eso que tú has escuchado son cuentos, historias para niños pequeños. Yo hablo de cosas verdaderas. Las hadas tienen sus limitaciones, y precisan que la gente tenga fe, para ellas seguir viviendo. Pero la gente cada vez cree menos en esas cosas; la gente se ha vuelto hereje, y así las pobrecitas irán muriéndose hasta que no quede ninguna. De esa manera el mundo irá perdiendo todos sus encantos, hasta que no quede nada. Y entonces la gente vivirá muy aburrida.
-Entonces, abuela ¿no es cierto que hacen milagros con una varilla mágica?
-Como te decía, Manuel, esos son cuentos, al menos yo así lo pienso. A lo mejor yo estoy pecando, sacándole el crédito a otras hadas que yo no conozco. Porque yo hablo de las que yo he visto y que son reales, sin por ello dejar de ser misteriosas.
-¿Y porque decía que un día como hoy es bueno para verlas?
-Pues te diré porque este es un día apropiado para verlas.
Pero, antes de decirte porgue es un día especial, aún te tengo que explicar otras cosas. Por empezar, para ver las hadas, primero hay que creer que existen, que no se puede ver lo que no se quiere ver. Las hadas que hay en estos bosques, son transparentes como el cristal, y sólo en una luz especial se pueden ver. Pues en la sombra no reflejan luz como para ser vistas, y al sol son completamente transparentes...
-Abuela, ahí si que tienen usted razón. Si no se pueden ver ni en la sombra ni en el sol, entonces usted me dirá.
-Ahí es donde viene un día especial como hoy, Manuel, cuando no hace sol ni sombra. ¿Ves esas barandas de sol que quieren atravesar la niebla? Pues cuando las hadas pasan esos rayos difusos de sol, se ven clarito, como nos vemos tú y yo.
-¿y cómo son, abuela? ¿Son así de guapas como dicen los cuentos?
-¡Guapas! Bueno, bueno! Ni guapas ni feas. La gente es guapa o fea, según la mires o te parezcan. Los pájaros, unos son más coloridos que otros, y así los vemos unos más bellos que otros. Pero fíjate en las tórtolas: tienen un solo color, y no de los más llamativos, sin embargo son guapísimas. ¿y por qué? Por su graciosa sencillez. Párate un poco a mirar esas cosas sin colores, y verás que son tanto o más bonitas que las que mucho relucen. Te quiero hacer ver, con esta explicación, que no te dejes llevar por los colores, o cosas que te deslumbran, si quieres ver las hadas. Cuando observes esos rayos de sol que cruzan la niebla, no trates de ver cosas bonitas o feas; mira de ver algo que nunca has vito. Cierra tus sentidos a todo lo que te rodea, y ya verás que fácil te será ver las hadas.
-Como usted me lo explica, cada vez entiendo menos, abuela.
Ni siquiera me dice que ropa usan. ¿No es de oro como dice la gente?
-¡Vuelta a lo mismo, Manuel! La única ropa y el único oro que tienen, es su pelo, que parece de oro y que casi les llega a los pies.
-¡Quiere decir que andan desnudas, abuela?
-¡Claro! Solo la gente se viste. ¿Para qué se van a vestir las hadas? Ellas no tienen frío ni vergüenza que tapar.
-Pero se parecen a la gente ¿verdad?
-Si, se parecen. Pero, al mismo tiempo, no se pueden comparar.
Hay una desproporción entre ellas y nosotros. Ellas son muy delgadas, con un cuello muy largo, los ojos muy grandes y los pies muy pequeños. Las manos son delicadísimas, con unos deditos muy delgados y largo. Pero lo más llamativo es el cabello. Será por el cabello tan largo que alguna gente, que las ha visto, pensaron que tenían alas.
-¿y hablan, abuela? -yo insistí, pensando si yo podría hablar con ellas.
-Alguna forma de comunicarse tienen: danzan y cantan, un cantar como el rumor del viento en los árboles. Pero te digo que es un canto tan suavizante que cura las heridas, y aleja las penas.
-Entonces yo ya las escuché, abuela. Una vez estaba muy triste y me dolía el corazón, pero me puse a escuchar el canto de los pinos y sentí deseos de volar. Después ya me pasó todo y otra vez me sentí contento.
-Tú eres un rapaz más sensible de lo que yo pensaba.
¡Bendito seas! Porque, si ya puedes escuchar su canto, no te será difícil verlas. Y digo bendito seas, porque hasta ahora sólo hemos hablado de como son las hadas, pero no del efecto que te pueden causar cuando las veas. Cuando las veas tú ya no serás nunca más el mismo niño que eres ahora. Tu vida cambiará y serás un hombre feliz. Ninguna riqueza te deslumbrará en la vida, y te contentarás con lo que la vida te depare. Y eso si que es riqueza. Ya lo verás. Pero una cosa me tienes que prometer, y no me canso de pedírtelo: nunca digas nada de esto a nadie, las veas o no las veas: guarda para ti lo que yo te cuento.
-Se lo juro, abuela -yo le prometí haciendo una cruz con el dedo sobre mí corazón.

La abuela me prometía toda aquella felicidad, pero las hadas no me trajeron mas que disgustos. Lo primero que hacía al levantarme era acercarme a la ventana para ver si había niebla. Por lo regular, en las mañanas de verano, los bosques amanecían nebulosos, por la humedad del rocío. Y me alegraban aquellas mañanas, las mismas que antes detestaba, porque me hacían sentir encerrado. Entonces marchaba temprano y contento a las colinas, con desayuno o sin el. Para que la abuela no me viera espiando a sus famosas hadas, procuraba de ir con mi hacienda por zonas que ella no frecuentaba.
-¿Qué le pasa al rapaz, que se volvió tan trabajador?
-se preguntaba mi tío Tomás.
Al llegar a los montes me sentaba sobre una bolsa, en cualquier parapeto, y allí me quedaba con los ojos clavados en las barandas de sol, que se filtraban a través de los árboles y la niebla. Cualquier movimiento de un arbusto, o de un pájaro que pasaba, ya penaba que eran las hadas. El susurro de los pinos, o el sonido de pandereta que producen los robles sacudidos por el viento, a mí se me figuraba un canto de las hadas. Una hora con mis ojos fijos en aquellas barandas de sol, para mí era un minuto. Yo me estaba volviendo loco. Y mientras yo soñaba, mis ovejas bajaban a las fincas a comerse las tiernas cosechas, que sin duda les llenaba más la barriga que a mí las hadas y los cuentos de la abuela. Repollos, lechugas, trigo y maíz, todo les iba bien. Pues eran de muy buen diente aquellos animales. Nunca aquellas ovejas habían comido tanto y tan variado. Seguro que habrán pensado que yo era un pastor maravilloso. Pero no pensaban así los labradores. Más de uno juró romperme los huesos cuando me pillara. Las protestas eran interminables, y llevé tantos estirones de orejas de mi madre, que ya casi podía volar con ellas.
-¿Qué pasa contigo, Manuel? -me preguntaban en casa.
Empezaste siendo un buen pastor, y ahora no tienes cuidado. Yo no podía decirles el motivo, porque le había jurado a la abuela que no divulgaría el secreto de las hadas. Me prometía a mí mismo que no les iba a prestar más atención a los cuentos de la abuela; pero, cuando amanecía una mañana nebulosas, no lo podía evitar: allá me iba para las colinas temprano y me quedaba absorto, las horas que fuesen, tratando de ver aquellas deidades que la abuela me había metido en la cabeza.
Una de esas nebulosas mañanas, por cierto muy parecida a aquella de la conversación con la abuela, me encontraba yo con toda mi atención puesta en la niebla, cuando alguien me cogió por un brazo. Tan entretenido estaba que me llevé un susto tremendo. Pero el horror fue mayor que el susto, cuando comprendí lo que me esperaba. El hombre, que me sujetaba, era el labrador loco y ruin al que yo le había matado los pollitos. Yo me sentí en sus manos como un pajarilla en las garras de la rapiña, y comprendí que aquel era el día que yo me iba a encontrar con mi Hacedor. Mis ovejas, aquella triste mañana, habían elegido sus fincas para desayunar, y le habían comido todas las lechugas; así sin aceite ni vinagre, que eran mis ovejas, como decía, de muy buen diente. El muy bruto aquél, en vez de gritar, amenazar y jurar, como era la costumbre de la otra gente, él no dijo ni pío. Echó las ovejas para la finca del vecino, dándoles palos hasta dejarlas atontas, y vino, como un espía, en mi búsqueda, y allí me pilló soñando. Comprendiendo lo que me esperaba, empecé a implorar piedad y misericordia, pero todo cayó en orejas sordas. El bruto empezó a golpear mis espaldas con un palo, como si estuviese desgranando habas verdes. Llegó el momento en que yo ya no pedía compasión, y rezaba para morirme pronto. Pues estaba visto que el bruto aquel no iba a parar de darme palos hasta dejarme allí sin vida. Diré que, en esas circunstancias, que yo experimenté, sólo los primero palos duelen, después el dolor se va y el miedo se pierde, y uno sólo siente vergüenza. Todo parece una pesadilla y uno piensa que es mentira, que se está soñando, pero el tiempo pasa y uno no despierta. Así recuerdo yo aquella experiencia.
Sin saber cómo ni por dónde, de pronto noté que el hombre había marchado. El día parecía más claro, como si la niebla se hubiese levantado. “He soñado” -me decía. Sudaba y mi cuerpo temblaba como si tuviese frío. Me sentía muy sólo, como desamparado, sin ningún valor. Lloraba y sólo quería morirme, porque, después de aquella vergüenza, yo ya nunca sería feliz -eso pensaba. Y llorando así estaba, cuando oí un rumor como si se levantara el viento y los pinos cantaran. Era un rumor como una brisa fresca que corría por dentro de mi cuerpo y me refrescaba. Entonces, entre los rayos difusos del sol, que atravesaban las sombras de los árboles, vi algo parecido a un remolino de agua, que venía en mi dirección. Restregué mis ojos, porque creí que eran mis lágrimas las que me hacían ver aquel fenómeno. Pero pronto el remolino se hizo brillante como un relámpago y se rompió en muchas figuritas que se acercaban a mí muy de prisa. Parecían niñas muy delgadas, tal cual como la abuela me había explicado, y yo podía ver los árboles a través de sus cuerpecitos de cristal. Danzaban y cantaban, se juntaban y volvían a separarse. Llegaron a donde yo estaba acostado y se pusieron a bailar sobre mi cuerpo, y yo sentía sus pies frescos, y su pelo dorado que caía sobre mi cuerpo como una lluvia que curaba el dolor de mis magullones. Yo me sentía muy feliz, una sensación que nunca podré expresar. Así danzando, aquel larguísimo cabello de aquellas maravillosas niñas, se empezó a enlazar uno con el otro, y pronto todos los cuerpos fueron uno solo otra vez, como al principio. Y otra vez, así como habían venido se marcharon monte abajo, como un remolino de agua, o de luz. Yo las quedé mirando como si fuesen mi vida que se marchaba de mi cuerpo, y yo la dejaba ir contento.
En aquel momento escuché los gritos de la abuela, que me llamaba desde lejos. Había oído mi llanto y venía en mi auxilio.
-¿Qué te ha pasado, Manuel? ¿Qué era ese griterío? -me preguntaba desde lejos con voz cortada como si le faltara el aliento.
Yo corrí a su encuentro, gritando con la alegría más grade
de mi vida:
-Las he visto, abuela, las he visto! -era lo único que yo atinaba a decir.


FIN DE LAS HADAS

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LOS MELLIZOS

Desde lo alto de la Roca del Pastor, como ya mencioné en otra historia, se apreciaba un panorama amplio y hermoso de todo el valle. Al final del valle, el río se encontraba con terreno alto que le obligaba a dar un giro a la derecha. Y, durante Dios sabe cuantos años, las inundaciones había depositado allí una gran cantidad de arena. En aquella zona había un extenso bosque de pinos, muy añejos. Y en aquellos árboles moraban muchos cuervos, y por eso el lugar era conocido por El Pinar de los Cuervos. Aquellos cuervos andaban a diario escarbando en aquel arenal, tal vez porque las aguas depositaban allí alguna clase de comida. Entre todos aquellos cuervos había uno diferente a todos los demás. Se decía que aquel cuervo tenía mas de cien años. Gente mayor aseguraba que ya sus abuelos hablaban de aquel cuervo. Aseguraban que era el mismo pájaro, por el peculiar canto que tenía, que era completamente diferente al canto de los otros cuervos. Su voz era fina, como la voz de una mujer. El pájaro siempre andaba solo, como si no quisiera amistad con ninguno de su raza. Esta explicación viene a cuento porque, sobre aquel cuervo, había una leyenda. Contaban que, en un tiempo lejano, una tormenta de verano había inundado el valle, tan deprisa que cogió a la gente de sorpresa y alguna se ahogó. Entre las víctimas se ahogaron unos niños, cuyos cuerpos nunca fueron encontrados. Y aquel cuervo, según contaba alguna gente, era el alma en pena de la madre de los niños, que no podía descansar en paz hasta encontrar sus cuerpos y darles cristiana sepultura. Pue en una ocasión la arena fue minada para usarla en la construcción de una carretera, y allí fueron encontrados dos esqueletos. Eran pequeños esqueletos, uno abrazado al otro, como si hubiesen muerto de aquella forma. Toda la gente, de cuantas aldeas había a la redonda, se acercaron a ver los esqueletos. El cura, ayudado por otros hombres, depositó los huesos en un cajón y los llevaron para la iglesia. Al día siguiente los enterraron en el cementerio, y al entierro fue mucha gente. Y comentaban:
-Entonces era cierto la leyenda del cuervo.
-Ahora ya puede descansar en paz esa alma de Dios _decían refiriéndose al cuervo, que se suponía que era el alma de la madre de los niños.
-Que Dios los tenga ahora en la gloria.
-Amén.
A mí me llamó la atención todo aquello, porque nunca había visto nada igual: tanta gente para enterrar lo que ya había sido enterrado. No veía yo el momento de hablar con la abuela de las cabras, y que me explicara aquel teatro; porque ella siempre tenía respuestas para todo.
Una mañana húmeda y calurosa, me encontré con la abuela en las Colinas de los Caballos Viejos. Estábamos los dos sentados en una piedra, y la abuela hilaba. Yo observaba unas nubes grandes que parecían correr deprisa hacia el mar. De pronto la abuela paró de hilar y se fijó en las nubes, con una atención como si le recordaran algo especial, y dijo:
-Creo que va a caer hoy la tormenta de San Marcos.
Comentó aquello la abuela porque era creencia, entre los labradores de aquella comarca, que alrededor del dieciocho de julio, siempre caía una fuerte tormenta, conocida por la tormenta de San Marcos. Yo aproveché el comentario y le dije:
-A lo mejor cae una tormenta como aquella en la que murió tanta gente ¿eh, abuela?
-¡Qué Dios no te oiga, hijo! _Exclamó la abuela.
-Abuela ¿usted cree que los esqueletos que encontraron en la arena, eran de los niños que murieron en aquellas inundaciones?
-¿De quién iban a ser, sino?
-Entonces ahora aquel cuervo ya puede descansar en paz ¿verdad que si, abuela?
-Bien merecido lo tiene, hijo, después de tantos años penando.
Que descanse en paz.
-La gente ahora no habla de otra cosa más que de esa leyenda, abuela.
-¿Leyenda dices? Ya te dije, en otra ocasión, que leyenda es algo que puede o no puede ser cierto; pero ésta es una historia muy cierta, como lo demostraron los esqueleto.
-Y usted sabe la historia, abuela? -Yo pregunté, seguro de que la abuela la sabía; pues ella siempre sabía las historias mejor que nadie.
-¿Si la sé, dices? Yo soy la única persona que la sabe. Bueno, saber la sabe todo el mundo. Quiero decir que yo soy la única que la sabe al dedillo, tal cual como pasó.
-¿Entonces usted aún se acuerda de las inundaciones, abuela?
-¡Venga, Manuel! No seas chistoso, que tan vieja no soy.
-¿Entonces cuantos años hace que fue eso, abuela?
La abuela empezó a hablar sola, como masticando las palabras y haciendo números con los dedos:
-Setenta y cinco por aquí, más doce o catorce por allí, hacen cien, y si le agregamos diez, viene siendo lo que yo decía... unos ciento cinco o ciento diez años, o por ahí andará la cosa. Porque mi abuela tenía unos quince o dieciséis años, cuando eso sucedió.
-¿y cómo no se pudrieron los huesos de los niños en tanto tiempo, abuela? Que estaban enteritos, que yo los he visto.
-La arena, Manuel. La arena los conservó -me aseguró la abuela.
-Abuela, estaban abrazados uno al otro, como si estuvieran vivos
-yo aclaré, aún sabiendo que la abuela también los había visto.
-¡Pobrecitos! -Exclamó la abuela-. Murieron de la forma que vivieron: siempre cogidos de la mano, como dos enamorados. Eran unos angelitos del cielo, pero igual fueron víctimas inocentes de aquella maldición que pesaba sobre su familia ¡Que descansen en paz!
-!Amen¡ -contesté- y le pregunté: ¿Cómo sabe usted tanto, abuela, si ya hace tantos años que fue eso? ¿Cómo sabe que andaban siempre cogidos de la mano como enamorados?
-Porque mi abuela era una sirvienta en el pazo. Ella fue quién crió a los mellizos. Me acuerdo que, en las noches de invierno, venían todos los vecinos para nuestra casa a escucha historias de mi abuela. Y, entre esas historias, siempre contaba la de los mellizos.
-Entonces usted me la podía contar a mí, tal cual como fue ¿eh, abuela?
-Si que te la puedo contar. Pero tú la tendías que escuchar de la boca de mi habuela, tal cual se la tengo escuchado yo. Pero yo te la contaré un poco diferente, para que la entiendas, porque la historia es algo complicada. Cuando ocurrieron aquellas inundaciones, mí abuela ya era una mujer hecha y derecha, a pesar de sus quince años, porque en el pazo la apreciaban mucho, entonces se crió más holgada y con mejor alimentación que otras mujercitas de aquellos tiempos. Pues así contaba ella como se desencadenó la tormenta en aquella ocasión:

Contaba que aquel día ella les había llevado la merienda a los jornaleros. Una cesta con tortilla, pan y vino, que hasta de eso se acordaba; pues mi abuela tenía la memoria de mismo diablo.¡Qué Dios me perdone! Aquel día, como hoy, era un día húmedo y caluroso, y todos los trabajadores se sentaron a merendar a la sombra de unos fresnos. Así estaban, comiendo y riendo de uno que otro chiste, cuando dos nubes pequeñas, como esas que pasaron hace un momento sobre los montes, aparecieron aquel día, pero del lado del mar. Y alguien comentó, refiriéndose a las pequeñas nubes:
-Ahí viene la tormenta de San Marcos.
Parece ser que había una gran sequía aquel verano, y la gente rezaba por lluvia. Los trabajadores, estaban para chistes, porque la comida, el vino y el descanso, no sólo alimentan el estómago, que también alimentan el humor. Y porque las nubes eran tan pequeñas, aquella ocurrencia fue tan festejada como el mejor chiste del mundo.
Pero aun no habían parado de reír, cuando ya aquellas nubes se habían triplicado de tamaño, cambiando de grises a oscuras, y se movía
rápidamente en un furioso remolino. Todos los trabajadores pararon de reír y quedaron con la boca abierta, sin poder seguir comiendo, por observar aquel fenómeno. Pues, como por arte de magia, las nubes crecían a un paso nunca visto, y antes de que los jornaleros terminaran la merienda cubrían el cielo de norte a sur. De la parte del mar, empezó a soplar un viento frío que traía un fuerte olor a algas y a sal. El cielo oscurecía como si de pronto cayera la noche. En aquella oscuridad, por detrás de los montes, se veía el reflejo de relámpagos, y después un ruido sordo de truenos.
-Marchemos, que esto va en serie -dijo el capataz.
Recogieron sus cosas y todos corrieron para casa, con la lluvia en los talones. Y, antes de llegar al pazo, el día se había vuelto noche. El viento se había convertido en un huracán y la lluvia caía a cántaros. Nadie se acordaba de una tormenta como aquella, que se hubiese desencadenado así con tan poco aviso. Era imposible encontrar refugio de aquellos elementos, pues el viento tiraba con los árboles, y hacía volar las tejas de las casas; y donde quiera que la gente tratara de refugiarse era un peligro. De pronto, una avalancha de agua bajó de los montes al valle, arrastrando todo a su paso: árboles, piedras y molinos enteros, todo cuanto encontraba en su camino. Y allí, al lado del monte de los cuervos, donde el río vira a la derecha, la tormenta depositó todo su botín. Una veintena de personas murieron, entre ellos la mujer del guardián y los mellizos. Todos esos cuerpos fueron encontrados, menos el de los mellizos, que no se encontraron hasta estos días.
Después de esa tragedia, los dueños del pazo se encerraron en una habitación y ya nunca más quisieron comer, beber o recibir gente, y se murieron muy pronto. Pero el hijo tonto -que no era tan tonto como sus padres creían -vivió allí solito por bastante tiempo, como un ermitaño, sin cariño ni cuidado de nadie. Y un día le prendió fuego al pazo, que ardió como la pólvora, porque por dentro tenía mucha madera, y el pobre hombre terminó siendo devorado por las llamas, que no quedó de él mas que las cenizas. Pero antes de eso dejó un testamento muy inteligente, dónde demostró que no eran tan tonto como sus padres lo creían. Los padres habían hecho de él un
borrico, porque todo el cariño lo habían depositado en el otro hijo, que era más guapo, y a él lo habían tratado siempre como a un cretino. Después, al llegar los mellizos, todos los miramientos fueron para ellos, y a ese pobre hijo nunca le hicieron caso. Fue olvidado y despreciado, siendo el mejor hijo y donde, posiblemente, estaba el futuro y la descendencia de aquella gente, sí hubieran sabido mirar por ella en su corazón.
-¿Y a quién le quedó el pazo y las tierras, abuela, cuando él murió?
-Como te decía, antes de ponerle fuego al pazo, ese heredero dejó en testamento todas las tierras para el pueblo. Gracias él, tú y yo podemos alimentar nuestros ganados en estas colinas, porque él las dejó para todos nosotros. Así se cerró el círculo, y la maldición murió, y todo volvió a como estaba antes, que esa es ley de Dios y la naturaleza lo quiere así.
La abuela siguió hilando y yo me quedé pensando en aquel final, tan inesperado, pero luego exclamé:
-!Abuela! Pero usted no me contó nada de los mellizos.
-Que los mellizos murieron ahogados en aquellas inundaciones es cosa que ya lo sabes tú.
-Eso sí, pero usted no me contó nada de sus vidas.
-¡Ah! Eso es otro cuento!
-¿Y por qué me dijo que los mellizos fueron víctimas de una maldición? ¿Se ahogaron por qué la gente dijo que ojalá los llevara el río?
-No, Manuel. El río no lleva a nadie porque la gente lo diga; que la gente, la mayoría del tiempo, habla de la garganta para arriba. Yo me refería a una maldición que pesaba sobre aquella familia, y que por eso todos terminaban mal, hasta que al fin no quedó, de todos ellos, ni uno para contar el cuento.
-¿Pero usted sabe el cuento, verdad que sí, abuela?
-Cuando digo el cuento, es una manera de decir. Pero este no es un cuento, ni tampoco una historia muy apropiada para niños, porque es algo complicada. No sería complicada como la contaba mi abuela; pero ahora que aparecieron los esqueletos la historia se complicó. Y para que la entendieras tendré que dar muchas explicaciones; y no hay cosa más aburrida que una historia muy explicada.
-Nunca me aburren sus historias, abuela. Cuanto más largas y complicadas, más me gustan -aclaré yo, tratando de conseguir que la abuela me terminara de contar la historia.
-Bueno, te la contaré a brocha gorda, sin muchas explicaciones.
Lo que no entiendas, déjalo, que cuando seas mayor ya lo entenderás. Pero para que después no me andes interrumpiendo, daré una vueltita, y empezaré la casa por el tejado; que a veces, para entender una historia, es mejor contarla al revés:

Echa un vistazo, y mira cuánta largueza ven tus ojos desde aquí. Pues todo cuanto ves desde estas alturas, una vez perteneció al pazo. Pero hace mucho tiempo, antes de existir el pazo, todas esas tierras que alcanza tu vista, pertenecieron a mucha Gente. Que, según la historia cuenta, estos lugares fueron muy poblados en un tiempo, mucho más que estos días. Las colinas estaban llenas de aldeas pequeñas, una aquí y otra por allí, y la tierra estaba muy repartida, y la gente era pobre. La única casa, donde se vivía con holgura, era una que estaba en esta colina, que se apoderó de todas las tierras, hasta que fueron muy ricos, y la casa se convirtió en un pazo...
-¿y cómo se apoderaron, abuela? ¿Tenían mucho dinero y compraron las tierras todas a la gente pobre?
-No pagaron por ellas, que las fueron usurpando, valiéndose de la pobreza de los demás. Ya verás cuando te cuente:

En un principio, la gente de esa casa, era buena gente; buena y servicial, y ayudaban a los más pobres en lo que podían. Las ayudas podían ser semillas para sembrar, dejar los bueyes para arar las tierras, o prestarles algún pan, cuando la necesidad era mucha. Los campesinos pagaban con creces esos favores, pues les iban a trabajar y nunca cobraban su trabajo. Así que la casa rica siempre salía ganando. Pero a medida que nuevas generaciones se fueron haciendo dueñas de la casa, también se fueron haciendo más golosos, y más y más se fueron aprovechado de los pobres. Así los campesinos se fueron empeñando y, cuando no podían pagar sus deudas, con dinero o con favores, pagaban con sus tierras. En una ocasión -y recuerda que yo estoy hablando de hace mucho tiempo- vino por aquí una fiebre de plantar viñas, fiebre que los dueños de la casa rica fomentaron, haciendo propaganda de que las viñas daban más ganancia que las pequeñas cosechas. Así que todo el mundo dio en plantar viñas, sin darse cuenta que estaban cavando sus tumbas; porque las viñas tardan en dar su fruto y, mientras tanto, la gente no tenían nada que comer. Así fueron endeudándose con la casa rica, que ya había hecho aquello con esa intención; y los pobres perdieron todas sus tierras...
-¿Y qué fue de toda esa gente, abuela? ¿A dónde se fueron, al perder las tierras?
Los jóvenes emigraron a otros lugares y los viejos fueron muriendo de pena y de miseria; y los del medio quedaron a trabajar para el pazo. Los nuevos ricos arrancaron las cercas, allanaron los vallados y demolieron las casitas. En las tierras altas dejaron todo a viñedos y, en las tierras más llanas, sembraron cosechas de toda clase, y este valle fue muy rico.
-Entonces hicieron bien, abuela; por lo menos los que quedaron tenían mucho que comer.
-Sí, pero lo que fue riqueza para unos pocos, fue tristeza para muchos. Cuando los campesinos eran dueños de sus casas y de sus tierras, eran pobres pero eran señores, que cada cual en su casa es el rey. Si no había más había menos, pero tenían a su alrededor a su familia. Igual que pasa hoy por las aldeas, me imagino que pasaría en aquellos tiempos: el que más y el que menos tendría una cabra, un par de ovejas, un burro o una vaca; tendría algunas gallinas, un perro o un gato. Los campesinos se ayudarían los unos a los otros, igual que lo hacen hoy. Pero, después de perder las tierras, no eran dueños ni de sí mismos. Aún los que se marcharon no tenía ni un sitio a donde volver.
¿Quisieras para ti una riqueza como esa ¿eh, Manuel?
-No, abuela. Yo maldeciría a esa gente que se hizo así con todo, haciendo trampas.
-Ahora si que has dado en el clavo, Manuel. Esa era la maldición que pesaba sobre esa familia, o eso era lo que decía la gente.
-Pero abuela ¿todo eso que me cuenta, tiene algo que ver con los mellizos? -yo protesté.
-Ya te dije, al principio, que a veces hay que contar una historia al revés, por eso yo he dado una vueltita.
Debido a esa maldición, todos en aquella casa terminaron mal, y los mellizos, aún que eran inocentes, no iban a ser menos, así lo explicaba mi abuela. Decía que la gente, cuando es desarraigada de sus lares y tienen que trotar por el mundo, lo pasan muy mal -que en eso le doy crédito a mi abuela- y antes de asentar cabeza una vez más, esas gentes maldicen sus infortunios, que así habrán hecho todos los que fueron desposeídos de sus tierras: veces y veces, esas pobres gentes, habrán maldecido a la gente de la casa grande, y a todos sus descendientes. Y esas maldiciones, de tanta gente, nacidas del dolor y la tristeza, es una fuerza que puede hacer milagros. Mi abuela así lo creía, y yo así te lo cuento. Pero yo, aunque no se leer como mi abuela, tengo más experiencia, que estos son otros tiempos. Y siempre me anduvo en la cabeza la historia de toda esa gente; y ahora que aparecieron los esqueletos de los mellizos, más convencida estoy de mis creencias. Y creencia o ciencia, todo viene a dar allí.
-Ay pues yo no sé que quiere decir, abuela, con eso de creencia o ciencia.
-Ya te decía yo que la historia era complicada. Pero ya que estamos en el baile, bailemos. Que ahora que te expliqué todo esto, comprenderás mejor lo que viene.
Mi abuela, que era muy supersticiosa, creía en esas maldiciones. Pero yo creo que aquella familia padecía una enfermedad hereditaria. Y eso era lo que yo te quería decir: que creencia o ciencia, todo es lo mismo. Que una enfermedad hereditaria, una maldición es. Que así como se heredan las imitaciones, una criatura inocente, a veces tiene que cargar con las desgracias de los demás. Ya verás si tengo razón:
Ya queda dicho que los últimos dueños del pazo tenían dos hijos. Y como ya te dije, uno era tonto -o eso le achacaban sus padres- y el otro, que era el más joven, era listo y guapísimo, el orgullo y la esperanza de sus padres, que por eso ignoraron al mayor, tratándolo siempre como a un idiota. Y como esa gente rica siempre quiere dejar descendencia, tenían toda su esperanza puesta en ese hijo menor. Pero el mozo, contra el deseo de sus padres, se metió a estudiar para cura, diciendo que él no quería dejar descendencia. Aquello apenó mucho a los padres y se derrumbaron en la desesperación. Para agravar las cosas, cuando el hijo estaba a punto de examinase, se volvió loco. Tenía la manía de correr perros rabiosos. Siete veces al día le daba la locura y, cogiendo una herramienta, corría por los caminos gritando:
-¡Atajar ese perro por ahí, qué ahí va!
En una ocasión mi abuela lo vio venir por el camino, con una guadaña al hombro, sudando de tanto correr y hablando con su sombra:
-Vamos, camina, que tú no das golpe -le decía a su sombra.
Mi abuela le preguntó cuantos perros había matado. “Siete” -le dijo él. Parece que tenía manía con el número siete. Después, cuando recuperaba la razón, se daba cuenta de su locura y lloraba.
Al fin lo tuvieron que encerrar, porque empezó a confundir a los chavales con perros. Pero, en medio de esa desolación, cuando los dueños del pazo iban ya entrados en años, vinieron al mundo los mellizos, así como caídos del cielo. Digo como caídos del cielo, porque, según mi abuela, eran tan guapos aquellos niños que no parecían de este mundo. Y contaba mi abuela que aquellos angelitos cambiaron todo el panorama, con su alegría. Las vacas daban más leche, las cosechas se doblaban, y nunca tanto vino se había recogido; ni tanto ni tan bueno. Las flores crecían más bonitas, y hasta los pájaros cantaban de día y de noche.
-¡Ay qué gordas las contaba su abuelita! ¡Qué sabrán las vacas y los pájaros de todo eso! ¿y las cosechas... y las uvas? ¿Qué les importaría si los niños eran guapos o feos? Lo único que quieren las cosechas es estiércol... Y las vacas hierba, que lo demás no les llena la barriga. Usted debe pensar que yo soy tonto, abuela.
La abuela quedó con la boca abierta escuchando mi tirada y, sacudiendo la cabeza, me dijo:
-Tonto no serás, pero eres un borrico, que no entiendes de nada. No sólo de pan vive el hombre, que mis cabras dan más leche cuando brincan que cuando pacen, porque es la alegría lo que crea la abundancia. Y eso fue lo que aquellos niños trajeron al valle y al pazo: una alegría que hacía mucha falta, y una esperanza que se había perdido. Déjame que te explique, y verás que mi abuela tenía razón, y sabía lo que decía.
Los dueños del pazo, habían perdido la esperanza y la fe en todo, así que no hacían caso de nada. No pagaban a los criados, ni les daban de comer. Entonces la gente no trabajaba las tierras, o trabajaban a desgano y, en vez de hacer las cosas como Dios manda, robaban a los dueños para comer. Pero no les daban hierba a las vacas, que les daban palos, y las vacas con palos no daban leche. Y como tú decías, las cosechas necesitan estiércol, y ya me dirás que estiércol pueden hacer las vacas si no comen. Los pájaros no cantaban porque, como todo el mundo andaba de mal humor, apenas un pájaro abría el pico, ya le tiraban una piedra. Así que los pájaros andaban asustados y no cantaban. Los trabajadores no podaban ni cavaban las viñas, y las viñas no daban uvas. Porque te digo, Manuel, que de todas las plantas, son las viñas las que quieren mejor cuidado. Pon a un hombre amargado a cuidar viñas y el vino que recojas se volverá vinagre. Todo eso cambió con la llegada de los niños. Los padres echaron misas, dando gracias a Dios por aquella bendición del cielo, y dieron limosnas a la iglesia y a los pobres. Pagaron y dieron bien de comer a los trabajadores, y los trabajadores dieron bien de comer a los animales y abonaron las tierras, y la tierra dio cosecha. Los pájaros, al no ser molestados, y al oír cantar a la gente, ellos también cantaban. Las viñas, cuidadas como Dios manda, abonadas, cavadas y podadas, llenaban los barriles de buen vino.
-Ahora entiendo, abuela. El abuelo jardinero hablaba con las flores. El decía que entendían y eran más bonitas hablándoles. Yo pensaban que no era cierto, pero tenía razón, ¿verdad que sí?
-Pues ahí tienes, Manuel. Pero ahora calla y escucha, que ahora es cuando empieza lo más interesante de la historia; que hasta aquí no hice más que explicarte la situación. Pon atención, si quieres entender como terminaron aquellas preciosas criaturas. Yo te iba a contar, antes de tú interrumpirme, que cuando nacieron los mellizos, mi abuela fue a servir al pazo, para cuidar de esos niños. Mi abuela era muy joven entonces, una niña de unos siete años. Pero ella fue la que prácticamente los crió, y los llegó a querer como si fueran sus hijos. Y cuando ella contaba esta historia, decía que aquellos niños no parecían de este mundo, tan bonitos eran; y no se cansaba de alabarlos, diciendo que parecían ángeles del cielo. Uno podía ver, a través de las palabras de mi abuela, que estaba enamorada de aquellos niños. Pero la abuela tenía esa forma de decir las cosas. No es porque lo diga yo, que la gente que aún la recuerda, dicen que nadie sabía una fracción de los cuentos que ella sabía. En cuanto a la gracia que les ponía, ya quisiera yo haber heredado aquella gracia. ¿Y por qué te crees que ella sabía tantos cuentos? Porque había leído todos los libros que había en el pazo, y los recordaba todos de memoria. ¿O no te dije que ella tenía la memoria del mismo diablo? Y adivina quién le enseñó a leer. Pues sí, fueron los mellizos los que le enseñaron a leer. Al principio los mellizos, que ya a los dos años sabían leer, le leían a mi abuela los cuentos en la cama, como si ellos fueran mayores y mi abuela la niña. Y a mi abuela le encantaban, de tal forma, aquellos cuentos de los libros, que se empeñó en aprender a leer, y no paró hasta que aprendió. Y ahora que estás enterado de eso, sigamos con el cuento:
En aquellos tiempos había mucha superstición, por lo tanto la gente pensaba que los niños eran un milagro. Pues a la gente le extraño que un matrimonio tan mayor, como eran los dueños del pazo, pudieran tener hijos. Pero tener dos juntos y tan guapos, les parecía un verdadero milagro. Mi abuela decía que, a veces, les tenía miedo, porque los veía anormales...
-Pero no eran anormales ¿verdad, abuela? ¿O tenían algún defecto, por esa maldición que usted dice?
-Todos los niños tienen defectos, Manuel, que eso es la condición. Unos lloran mucho y otros lloran poco. Los hay que se manchan continuamente, y los hay que no se manchan nada. Unos son de buen diente y otros no prueban bocado...
-¿Buen diente dice, abuela? Si los niños pequeños no tienen dientes, abuela. ¿Pero usted ...?
-Tú bien me entiendes, Manuel, así que no te rías, que esta historia no es un chiste.
-No me río de la historia, abuela. Es que, así de golpe, me hizo gracia ver a un niño nacer con dientes, como si fuera un cerdo.
-Bueno continuó la abuela como te decía, esas y otras menudencias, son defectos normales de los niños. Pero el defecto que mi abuela veía en los mellizos, era que no tenían ningún defecto. Por lo tanto su comportamiento parecía anormal. Nunca lloraban, nunca se quejaban, comían lo que les daban, y no hacían ningún comentario...
-Pero, abuela! Otra vez con las suyas. ¿Cómo van a comentar los niños, si los niños pequeños no hablan?
-Los niños tienen su forma de hablar y comentar. Si tú me quieres entender. Pero recuerda que yo hablo por boca de mi abuela, y ella decía que al año ya hablaban como y que corrían por los campos que no había galgo que los pillara. Decía mi abuela que se les podía poner ropa sucia, que al poco tiempo ya estaba limpia. Y no te rías, Manuel, si no me crees. Pero tú toma ejemplo de los gatos: no les gusta el agua, pero no hay animales más limpios. Pues, con respecto a los niños, decía mi abuela que les encantaba andar desnudos y tirarse al agua. Era lo mismo que hiciese frío que calor, ellos tiraban de ropa y al agua. Por eso se reía la gente, al verlos con sus culitos al aire, porque parecían angelitos desnudos. Mi abuela se quedaba horas, con la boca abierta, mirándoles como corrían y brincaban. Y para su adentro pensaba: “Algo anda mal aquí. No veo lo que es, pero esto no puede ser verdad.” Y mi abuela pensó que había encontrado la contestación cuando les llegó la hora de ir a estudiar.
-¡Ah, claro! No eran muy listos para estudiar ¿verdad que no?
-Qué poca memoria tienes, Manuel. Te acabo de decir que los niños ya sabían leer a los dos años. Habían tenido un maestro en casa, pero no por mucho tiempo, porque no tendrían mas de seis años cuando ellos ya sabían más que el maestro. Y desde entonces no precisaron más maestros, y ellos pasaban el tiempo leyendo, cuando no brincaban. Ellos solos leyeron los miles de libros que llenaban las estanterías del pazo. Y también sabían música, que en el pazo había varios instrumentos. Y decía mi abuela que ellos los sabían tocar todos; y que cantaban como ángeles.
-¿Entonces de que pié cojeaban, Abuela? Que yo no acabo de entender esta historia.
-¡De que pie cojeaban! Yo debo estar loca para hablar estas cosas con un niño pequeño como tú. Los niños comentaban con mi abuela el miedo que les daba el sólo pensar que los mandaran a la universidad, para estudiar una carrera, porque perderían la libertad de los campos, y perdería su infancia para siempre.
-Pero después de estudiar podían volver, abuela. Porque cuando los padres murieran ellos tenían que cuidar del pazo. ¿No es cierto que sí?
-Tú tienes razón, Manuel. Ellos podrían volver, pero su infancia no volvería. Su niñez era lo que ellos temían perder. Eran muy felices con aquella libertad, y se daban cuenta que aquella felicidad, al crecer se iba a perder. Entonces decidieron ser niños para siempre.
-De buena les iba a valer, abuela. Aunque uno no quiera crecer crece lo mismo.
-Así lo contaba ella y así te lo cuento yo. Pero tú tienes razón en pensar así, pero yo te digo que cosa extraña es nuestra mente. Pues sabido es que los locos adquieren una fuerza sobrenatural, en sus ataques de locura; y que cuando uno tiene miedo se corre más.
Según contaba mi abuela, los mellizos consiguieron lo que pretendían. Pues el tiempo pasaba y ellos seguían siendo niños. Pero, en una ocasión, vino al pazo un hermano de la madre, que era mucho más que cura, y más que fraile. Tal vez era un obispo. Mí abuela, a su edad, no entendía de esas cosas de la iglesia.
Aquel personaje estuvo en el pazo unos días, y le pareció que el comportamiento de sus sobrinos era escandaloso; porque ellos aún seguían paseando cogidos de la mano, o se bañaban en el río desnudos. Entonces el tío recomendó separarlos, mandarlos a un colegio de internados, con las monjas y los frailes.
-¿Y por qué quería separarlos y mandarlas cada uno por su lado, con las monjas y los frailes?
-¡Pero, Manuel! ¿Cómo va a ir una niña con los frailes, o un niño con las monjas? ¿No entiendes?
-¿Entonces los mellizos eran un niño y una niña?
-¿Y luego no te lo dije?
-No, abuela. Yo pené que eran dos niños. Como eran mellizos, y usted siempre habla de los niños...
-Creí que te lo había dicho al principio. Pues sí, eran niño y niña. Y tienes tú razón: uno espera que siendo mellizos sean los dos de un mismo palo. Pero mellizos no es lo mismo que gemelos. Mellizos pueden ser niño y niña, aunque creo que raras veces sucede. De todas formas, como ves, todo era extraño y anormal en aquellos niños. Por eso te decía, al principio, que a la gente les hacía gracia verlos juntos de la mano como sí fueran novios. Y aquello fue lo que escandalizó al hermano de la madre.
Bueno, pues hubo de todo para conseguir tal propósito de llevarlos con las monjas y los frailes: promesas, suspiros, y llantos; y finalmente amenazas. Y así como antes habían traído felicidad, ahora traían desdicha, porque con su desobediencia hacían padecer a los padres, que a su vez pagaban las consecuencia los trabajadores; y otra vez se acabó la felicidad en el pazo. Pero ellos nunca les dieron el gusto a los padres, ni a su tío, porque antes de conseguir separarlos, ellos se suicidaron.
-Pero, abuela ¿no decía usted que se ahogaron en las inundaciones?
-Yo no dije eso. Yo estoy contando lo que decía mi abuela.
Mi abuela decía que se habían ahogado en las inundaciones. Y por eso decía que los pobres angelitos habían sido víctimas inocentes de esa maldición que pesaba sobre aquella familia. Pero de una historia, a veces, es más importante lo que se adivina que lo que se cuenta. Déjame que te explique, y verás si mi sospecha tiene algún fundamento: En la historia queda dicho que un hijo era tonto, aunque no tanto como sus padres lo creían, o lo hicieron. El otro hijo, tan guapo, no quería tener descendencia, porque tal vez sospechaba, o sabía, que la maldición era una enfermedad hereditaria. Y luego los mellizos, que querían ser siempre niños, consiguieron ser siempre niños. Pero, como tú has dicho al principio, aunque uno no quiera crecer, se crece lo mismo. Así que, si ellos no crecieron, fue porque se quedaron enanos. Por eso no querían ir a estudiar, porque pasarían vergüenza; y cuando los quisieron obligar, hicieron un pacto y se suicidaron. Cuando el diluvio los pilló, ya estaban muertos. Esa es mi conclusión.
-¿Ycómo sabe usted eso, abuela?
-Yo lo sospeché algunas veces. ¿Y sabes por qué lo sospeché, Manuel? Porque mi cabeza no me deja dormir. Yo pienso en las cosas que recuerdo y me contaron, y les doy vueltas y vueltas durante años, en vez de dormir. Y esta sospecha, no era más que una pequeña sospecha, que yo me negaba a dar crédito. Pero ahora que he visto los esqueletos, veo que mi sospecha era cierta.
-¿Y luego qué tenían los esqueletos, abuela, para usted ver que se suicidaron?
-Tú habrás visto alguna vez la fuerza que tiene el agua, que cuando el río se desborda barre con todo. También habrás oído el refrán que dice que un ahogado se agarra a un hierro caliente; y que un ahogado donde echa la mano no suelta. Y tú mismo has visto como los esqueletos estaban unidos, uno abrazado al otro. La fuerza del agua no los separó. Por lo tanto, si se mantuvieron juntos fue porque ya estaban muertos cuando llegaron las lluvias. Porque, cuando los cuerpos se enfrían, según están así se quedan, fundidos como el hierro. Por eso no los separó el agua. Eso demuestra mi sospecha: los niños eran enanos, y cuando los quisieron llevar por el mundo a pasar vergüenza, hicieron ese pacto y se quitaron la vida, echándose al río así abrazados.
-Pues sabe, abuela, que tendrá usted razón. Porque los esqueletos, ahora que me doy cuenta, eran pequeñitos.
-¡Pobres angelitos¡ Que descansen en paz.
-¡Amén, abuela!

FIN DE LOS MELLIZOS
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EL HOMBRE CIERVO

En una ocasión, un ciervo se paró a inspeccionar nuestros animales, como si hubiera confundido las cabras y las ovejas con otros ciervos. Fue una bonita experiencia, porque no había ciervos por aquellos lugares, y ni la abuela ni yo habíamos visto uno anteriormente. Cuando los cazadores se enteraron de que andaba un ciervo por aquellos lugares, se echaron al monte con escopetas y perros, a porfía a ver quién le daba caza. Viendo aquello, me dijo la abuela::
-Te fijas, Manuel. Tan pronto ven un animal ya van a por él: hay que matarlo. Al menos, en este caso, le harán un favor al pobrecito.
-¿Y por qué le hacen un favor matándolo, abuela?
-Porque Dios sabe que solo y triste andará.
La abuela parecía estaba enterada de la vida de esos animales, y me contó que se podía saber la edad del ciervo por los cuerno que tenía. Esa era la razón por la que ella sabía que era muy viejo. Y me dijo que el animal se sentiría solo y triste porque, al ser tan viejo, ya no era de ningún uso para su familia, que otro ciervo más joven ya habría cogido su mando. Le pregunté cómo era que ella sabía todo eso, si nunca había visto un ciervo anteriormente, y me dijo ella:
-Te voy a llevar a un sitio que nunca te mostré, y allí te contaré porque yo sé mucho sobre la vida de esos animales. Allí te contaré la increíble historia del hombre ciervo.

Yo ya había estado en aquel sitio, a donde me llevó la abuela. Pero ¿cómo iba a sospechar yo, que semejante fantástica historia, como la que ella me contó, podía haber sucedido en aquel rincón. Después de una detenida inspección del terreno, uno podía adivinar, por el color de la hierba, y algunos materiales que había por el suelo, que allí hubiera una casita. La abuela cogió, de entre la hierba, una pizarra, la limpió con la palma de la mano, le dio un beso y la tiró otra vez entre la hierba. Después, sacudiendo la cabeza, como el que no puede creer lo que piensa, me dijo:
-En ese sitio, Manuel, mi vida empezó, hace por ahí cien años.
-¿Ciento qué? ¡Vamos, abuela! Usted no es tan vieja. ¿De qué habla usted? –yo le protesté.
Entre la hierba había un madero, muy deteriorado, pero que aún se podía ver que era madera de roble. La abuela extendió allí una bolsa, nos sentamos, y ella me empezó a contar:
En un tiempo, Manuel, había mucha caza por estos lugares:
ciervos, jabalís y lobos, sin mencionar otra caza menor, que también había en abundancia. Esos eran los tiempos cuando todas las tierras pertenecían a los dueños del pazo, y nadie podía cazar en ellas sin permiso de esa gente. Para cuidar de toda esa caza, en todas estas extensas tierras, había un guardián que se convirtió en una leyenda. Esta era una de las historias que mi abuela me contaba con el corazón en la boca. ¡Qué bien sabía contar esta historia mi abuela! Yo no debía contarte esta historia, Manuel, porque ¿cómo vas a saber tú de amores perdidos, de tragedias y de esas cosas parecidas?
-Si su abuela se la contaba cuando usted era pequeña, yo también la puedo entender; que yo no soy tan pequeño ¿verdad, abuela?
-Si, ya estás hecho un hombre. Así que sigamos.

Esta historia tuvo lugar unos años después de las famosas inundaciones, en las que, entre otra gente, también murió la mujer del guardián. Esta historia, es una historia trágica, de amor perdido. Pero yo no me voy referir a ella de esa forma, porque algo bueno salió de todo eso. Solo te diré que, lo que una vez pasó en este sitio, fue una historia de amor y nada más. Pero tú tendrías que haberla escuchado de labios de mi abuela. Ella la contaba tan tiernamente y con tanto sentimiento que, aún siendo yo una niña, lloraba escuchándola. Más tarde, cuando tuve uso de razón, comprendí que ella contaba la historia con tanto sentimiento porque estaba locamente enamorada del hijo del guardián...
-¡Locamente enamorada! ¡Qué graciosa era su abuela! -yo interrumpí, algo sonrojado.
-¿Qué tiene eso de gracioso, Manuel?
-Bueno... nada. ¿Pero para contar esa historia, tiene que contar que su abuela estaba tan enamorada.
-Tienes razón, Manuel. Los sentimientos del corazón no hace falta explicarlos: ellos hablan por sí solos. Y hablando del corazón, tú tendrías que tomar nota de lo que una vez te dije y te lo vuelvo a repetir: del corazón de una historia, siempre queda más por contar de lo que se cuenta. Por esa razón uno tiene que imaginar lo que no se cuenta. Mi abuela no me decía que estaba locamente enamorada del hijo del guardián, no así con esas palabras, pero de la forma que ella describía esta casa, un ciego podría ver, claramente, que ella estaba enamorada. Un día tú comprenderás que nosotros, los seres humanos, no recordamos cosas materiales, si no hay amor en ellas.
A este punto la abuela se puso de pie, caminó unos pasos y, haciendo con la mano en el aire la señal de una cruz, me dijo:
-Ven aquí, Manuel. Mira esa hierba y esas ortigas desde donde yo estoy, y dime qué es lo que ves. Mira como la hierba tiene diferente color aquí y allí, y como crece más pequeña. Ahí estaban los cimientos de la casa y, como tú puedes ver, la casa tenía la forma de una cruz.

La abuela se sentó y continuó con la historia: Y ahora dime: ¿por qué ves pizarras por aquí tiradas: Y pedazos de madera podrida, pero no ves piedras? Porque la casa era de madera; construida de troncos de pino, enlazados de tal forma entre sí, que formaban unas paredes más sólidas que las casas de piedra. Las únicas piedras eran las del tejado, que estaba cubierto de pizarras. Y encima de la pizarra había terrones, para hacer la casa más aislante. En primavera aquellos terrones florecían, de manera que, mas que un techo, parecía u pequeño jardín. Las ventanas era pequeñas, así que la casa era calentita en invierno y fresca en verano. Como el terreno es ligeramente inclinado, como tú puedes ver, para nivelar la entrada, había una baranda y cuatro escalones:cuatro, ni más ni menos, que mi abuela podía recordar hasta los más pequeños detalles de la casa. En la baranda, la mujer del guardián tenía muchos tiestos con flores muy bonitas, que el guardián sabía encontrar por los escondites del bosque. De la forma que mi abuela describía esta parte de las flores y de la baranda parecía que yo lo estaba viendo con mis propios ojos. Pero, la mejor parte, la que ella describía con el corazón en la boca, era el interior de la casa, especialmente una habitación en el altillo. Según se entraba, la primera cosa que se veía era una cocina muy amplia, que hacía de cocina y sala de estar. Allí había un lar de piedra de granito, con un banco de cada lado, para sentarse cerca del fuego. Después había dos habitaciones, una a cada lado de la espaciosa cocina. Por eso la casa tenía la forma de una cruz. Una de las habitaciones era un poco más grande, y esa era la habitación del matrimonio. La otra más pequeña, era usada como trastero, para guardar esas cosas que en una casa siempre hacen falta. Al lado de la chimenea, una estrecha escalera conducía a un espacioso hueco, que era la habitación del mocito. Una habitación baja, pero confortable, con muchos rincones donde guardar cosas y hasta esconderse, si uno quería jugar. La ventana era un agujero en el techo, tapado con un cristal grueso. ¡Con qué sentimientos mi abuela describía aquella habitación! Un pájaro en primavera no podría cantar un canto mejor que aquella voz de mi abuela, cuando hablaba de aquella habitación.
A este punto la abuela echó un suspiro hondo, como si se quedara sin aliento. Hizo una pausa, como si estuviese recordando algo. Yo aproveché para preguntarle, si al fin, su abuela se había casado con aquel mozo.
-No, nunca se casaron. Pero eso no tiene importancia.
_!No tiene importancia! ¿Después de ser novios y estar locamente enamorada del mozo, como usted dijo, ahora dice que eso no tiene importancia? ¡Bueno...!
-Ellos no eran novios, Manuel. ¿Quién dijo eso? Yo te estoy hablando del tiempo cuando mi abuela era una niña pequeña...
-Pero las niñas no se enamoran locamente, abuela. ¿o sí?
-Ya me ha pesado haber dicho esa palabra, Manuel. Yo pude haber dicho cualquier otra cosa, pero esa palabra me vino a la boca. Ya te dije que tú eres muy joven para entender esta historia. Y yo no quería contártela. Pero ahora que me metí en este baile, tendré que bailar; y te explicaré una cosa que los niños no podéis entender. Aquellos eran los tiempos en que mi abuela cuidaba de los mellizos; que el guardián había sido, precisamente, el que la había recomendado a la gente del pazo. Y como tú sabes el pazo no estaba lejos de aquí, y mi abuela, en su tiempo libre, venía para esta casa. Ella era mucho más joven que el hijo del guardián. Pero eso no hace ninguna diferencia para que una niña se sienta enamorada, que el amor es ciego y no tiene edad; y las niñas son diferente a los niños. Son más cariñosas, románticas y soñadoras. O puede ser que las niñas sean más primitivas. Los hombres tienden a olvidarse de donde venimos, pero nosotros venimos de los bosques. Con esto te quiero decir que aquel mozo, fuerte y guapo, y la casa escondida en el bosque, despertaba los sueños primitivos de la niña, la ilusión de su nido, como los pájaros en primavera. Tú no puedes entender eso, Manuel, y nunca lo entenderás, porque no eres una niña.
-¿y qué fue del mozo aquel, abuela? Porque usted habla y habla de su abuela, ¿y el mozo qué? -yo interrumpí, tratando de parar a la abuela de alabar tanto a las niñas, porque yo me estaba sintiendo celoso.
-!Ah, el chico! Se marchó para Cuba, cuando tenía más o menos unos dieciocho años.
-¿y para qué se marchó para Cuba, si esta casa era tan buena?
-Déjame que te cuente. Manuel:

Como ya te dije en otras ocasiones, la familia del pazo habían dejado todo al abandono, antes de nacer los mellizos y traer alegría con ellos. En esos tiempos no les pagaban a los sirvientes, y nada les importaba. Y cuando el gato no está por casa, los ratones danzan, como bien dice el refrán. El guardián vio que las cosas estaban llegando a su fin, y pensó que su hijo no tenía futuro en este rincón. La casa, y la tierra donde estaba construida, pertenecían al pazo. Así que, romance es una cosa y la realidad es otra. Por eso el guardián aconsejó a su hijo que buscara mejores pastos en otras tierras. Y el mozo, al llegar a mayor de edad, se marchó para cuba. Pero lo que el guardián y su mujer no tuvieron en cuenta, hasta el momento de la verdad, fue el dolor que puede causar el perder el fruto de una vida, y el matrimonio se sintió muy triste al perder a su hijo. La belleza que había rodeado sus vidas, de pronto se borró de sus ojos. El matrimonio, desde que se habían casado, también habían vivido un romance en este encantador lugar. Pero, cuando el hijo se marchó, el romance se acabó, porque el matrimonio había perdido toda su cosecha. Después la mujer del guardián se murió en las inundaciones, y el cuento de hadas se acabó.
La abuela hablaba como para si misma, porque mi imaginación ya se había adelantado a la historia y ya no la escuchaba.
Entonces la abuela me miró y me preguntó:
-¿Qué estás pensando, Manuel?
-Pero, abuela, ¿ese cuento tiene algo que ver con el hombre ciervo, o usted se ha perdido?
-!Cómo! ¿No te lo dije? El guardián era el hombre ciervo.
-No, no me lo dijo.
-Si, creo que me he dejado llevar. Pero mejor así, que después de esta charla, tú entenderás porque el guardián se volvió loco _dijo la abuela, y me empezó a contar la historia del Hombre Ciervo, justo cuando yo pensé que había terminado.

Después de marcharse el hijo a Cuba, que como dije se llevó con él la alegría de esta casa, la mujer del guardián se ahogó en las famosas inundaciones. Entonces el corazón del guardián se hizo pedazos. Desde aquel día nunca más se afeitó ni cambió sus ropas, que las dejaba caer a pedazos de su cuerpo. No encendió el fuego, y vivió como un animal, alimentándose de algunas frutas si era verano, o de algunas raíces en invierno, porque cuando no hay alegría tampoco hay apetito, que la soledad y la tristeza se alimentan solas. Pero, también debo decir que alguna gente, pensando que estaba loco, trataban de ayudarlo y, de vez en cuando, le dejaban comida en la puerta. Contaba mi abuela, que muchas veces ella dejó su boca sin pan para llevárselo a él. _¿Pero cómo se convirtió en ciervo, abuela? -yo pregunté impaciente, como si fuera lo único que me interesaba de la historia.
-Manuel. ¿De qué valdría una historia si la empezáramos por el tejado. Ten paciencia, y Dios te ayudará.
Cuando el guardián se echó al abandono, y los dueños del pazo se murieron, las tierras quedaron abandonadas, entonces de todas partes llegaron cazadores, con perros y carabinas, y lo que no mataron lo ahuyentaron. Sin embargo, una pareja de ciervos sobrevivió la matanza. El macho debía de ser un ciervo con mucha experiencia y supo esquivar a los cazadores, y cuidar de su compañera. Si alguien decía haberlo visto, siempre era de noche, nunca de día. Mozos que iban a visitar sus novias a otros lugares, y que al regresar de noche cogían atajos por los montes, decían haberlo visto. Si hacía luna, su silueta aparecía en la cima de algún parapeto, como si fuese un fantasma. Los cazadores iban en su búsqueda, pero nunca podían dar con él. Y como la gente era muy supersticiosa en aquellos tiempos, dieron en decir que aquel ciervo debía de ser el mismo diablo. Hasta tal punto llegaron los comentarios sobre el animal, que un hombre de dinero ofreció una recompensa al que le diera caza, como si el ciervo fuera un criminal. El guardián sabía que el ciervo no era el diablo, porque él había visto a la pareja de ciervos en muchas ocasiones. El también sabía por qué los cazadores no se podían acercar al ciervo. ¿Quién va a saber mejor el comportamiento de los animales que él guardián que los cuida? El ciervo, que había escapado a muchos tiros, conocía el olor de la pólvora, que la olía a la legua. Y como dice el refrán, apenas la olía, ponía los pies en pólvora y se hacía humo. El guardián, no sé si por la recompensa, o para demostrar que, a pesar de su abandono, él era mejor que los otros cazadores, decidió darle caza al ciervo.
Desde hacía años, su carabina estaba colgada en una punta en la columna de la chimenea, allí oxidándose como una olvidada reliquia. El guardián la limpió con el queroseno del candil y después la frotó bien con un diente de ajo. En un cajón, que estaba al lado del lar, y que hacía a la vez de asiento, guardaba el guardián sus menudencias, esas cosas que todo el mundo guarda y que a lo mejor nunca se usan. De aquel cajón de sastre, desenterró los olvidados cartuchos. Claro que, en aquellos tiempos, tanto las carabinas como los cartuchos, serían diferentes a lo de hoy. Digo esto porque, según contaba mi abuela, el guardián preparaba sus propios cartuchos, y los cargaba de acuerdo a sus necesidades: un sólo plomo para un jabalí o un ciervo; media docena para un zorro o una liebre, y así según la caza que intentaba pillar. Después de cargar los cartuchos, como no sabía leer, los marcaba con un jabón de sastre: una raya, dos, seis, o las que fueran, de acuerdo a las municiones con que los cargaba. Pues, del cajón sacó dos cartuchos marcados con una sola raya. Los vació sobre la mesa de la cocina para probar si la pólvora aun estaba viva. Que él sabía probar la pólvora con la punta de la lengua. Después rellenó los cartuchos de vuelta y también los frotó con ajo...
-Abuela -yo interrumpí a este punto- ¿por qué usaba tanto ajo? ¿Era tan supersticioso, luego? Porque dicen que a las brujas no les gusta el ajo.
-¡Buena les importa a las brujas el ajo! Es que, siendo el olor del ajo más fuerte que el de la pólvora, el ciervo no podría olerla. Y así fue como, aquella misma noche, el guardián mató al ciervo de un sólo tiro en la cabeza. Y el otro cartucho lo volvió a tirar en el cajón...
-¿y era tan grande como ese que hemos visto nosotros? ¿Así con tantos cuernos?
-Parece ser que era aún más grande que ese que vimos tú y yo.
Pues, según contaba mi abuela, fueron por él en un carro. Y decía mi abuela que todo el mundo fue a ver lo, por curiosidad, y se quedaban de una pieza al ver un animal tan imponente. Como sería que a mucha gente le dio lástima el animal, y hubo muchos comentarios desfavorables. Hubo quién dijo: “Ese viejo se va a morir de hambre antes que yo le de otro trozo de pan”.
-¿y qué hicieron con él, abuela, se lo comieron? - pregunté, porque yo no seguro si se podía comer la carne de ciervo.
-Pues sí. Se lo paparon en una fiesta que el hombre rico hizo, y a la que fueron muchos hombres, que comieron al animal y se emborracharon, que es lo único que saben hacer los hombres en esas fiestas.
-¿Y que hicieron con la piel y los cuernos, abuela? Seguro que los vendieron por buenos cuartos ¿verdad que sí?
-El guardián se quedó con la piel y con la cabeza del ciervo.
La piel la clavó a secar en las paredes de madera de la casa. Alguien embalsamó para él la cabeza del animal y la colgó en la viga de la chimenea como un trofeo. Y ahí está la clave de toda la historia. Déjame que te cuente y verás. Por entonces mi abuela ya era una moza, y ya no trabajaba en el pazo, porque el pazo había ardido, y toda su gente había muerto. Pero ella seguía siendo amiga del guardián y lo visitaba algunas veces. Pues, en una de esas visitas, notó que la piel y la cabeza del ciervo habían desaparecido de su sitio. Aquello le llamó la atención, pero pensó que el guardián se habría deshecho de todo, tal vez por remordimiento de haber matado a tan bonito animal. Después de la desaparición de esos trofeos, mi abuela notó un gran cambio en el guardián. Otra vez encendía el fuego y hacía de comer; cambiaba de ropa y fumaba su pipa. Y hasta empezó a limpiar la casa y a cuidar las flores. Pero seguía siendo huraño, y, aparte de mi abuela, las visitas no eran bien venidas.
Pues sucedió que, en una ocasión, el cartero le entregó una carta a mi abuela, para que se la diera al guardián. La carta venía de Cuba, y mi abuela ya sospechó que era del hijo del guardián, el hombre del que ella había estado enamorada cuando era una niña. Y como ya mencioné, el guardián no sabía leer, así que mi abuela fue a verlo para entregarle la carta y de paso se la leería. Mi abuela se sentía muy excitada por saber que diría aquel mozo en la carta. Así que corrió cuanto pudo, pero aún así, cuando llegó a la casa, allí entre los árboles ya reinaba la oscuridad. Vio que salía luz por las ventanas y, antes de llamar, se asomó para ver sí el guardián estaba en casa. Lo que vio la dejó tonta. El guardián había hecho un disfraz con la piel y la cornamenta del ciervo lo había puesto y estaba sentado en un banco cerca del fuego, fumando una pipa y, acostada a su lado, estaba una cierva rumiando. No dijo nada mi abuela y volvió al otro día y le leyó la carta al guardián. Entre otras cosas, el hijo del guardián le decía que no tardaría en hacerle una visita. Con aquella buena noticia, que alegró a los dos, se quedaron charlando, y mi abuela no pudo ocultarle lo que había visto la tarde anterior. No le pareció mal al guardián, que mi abuela le descubriera aquel tan guardado secreto, pues él la quería como a una hija, y sabía que aquel secreto no saldría de sus labios. Pero el guardián se vio en la obligación de explicarle aquel comportamiento. Le contó que aquella noche, después de la fiesta del ciervo, no podía reconciliar el sueño y, cuando se durmió, tuvo las más desagradables pesadillas de su vida. En ellas veía a su hijo marcharse, diciéndole adiós y llorando lágrimas de sangre. Otras veces veía a su mujer ser arrastrada por las aguas, pidiéndole ayuda y él no la podía ayudar. Se despertaba sobresaltado y, cuando se volvía dormir, las mismas pesadillas se repetían. Por último soñó que era un ciervo, y que él y su cierva eran todo el tiempo perseguidos por perros y cazadores y no tenían ni un momento de sosiego, ni para comer ni para dormir: siempre asustado y amenazado de muerte. En uno de esos sueños, oyó un tiro, y el sonido era cada vez más alto, hasta que le explotó dentro de su cabeza, y entonces se cayó muerto. Se despertó con un fuerte dolor de cabeza, y como si aún estuviera soñando, por unos momentos vio a su hijo allí de pie, tan clarito como una realidad. Creyó que aquellas pesadillas se debían a que había comido y bebido mucho, en la fiesta del ciervo, a lo que su estómago ya no estaba acostumbrado. Pero las mismas pesadillas se repitieron noche tras noche, por lo que le hicieron pensar que las pesadillas eran un castigo por haber matado al ciervo.
Una noche vio a la cierva oliendo la piel de su compañero, que aún estaba clavada en los troncos de la casa. Pensó, entonces, que la cierva andaría muy triste sin su compañero, así como le había pasado a él al perder a su hijo y a su mujer, y sintió un fuerte remordimiento por haberle matado a su compañero. Una tarde, que se estaba aproximando una tormenta, de esas de verano, y la temperatura había bajado de golpe, el guardián sintió un frío en los huesos como nunca le había sucedido. Él detestaba las tormentas, desde aquella que le había llevado a su mujer, y sería la proximidad de la tormenta lo le metió aquel frío en el cuerpo. Y, por primera vez, desde la pérdida de su mujer, sintió deseos de hacer fuego. Pensó, entonces, que la piel del ciervo, que ya estaba curada, se iba a mojar, y fue a fuera y la arrancó de su sitio y se la puso sobre los hombres. Notando su agradable calor, se la dejó puesta y se sentó al lado el fuego. Fue entonces que se le ocurrió fumarse una pipa, que tampoco había fumado desde la muerte de su mujer. El tabaco estaba tan reseco que no tenía sabor a nada, pero el guardián ni de eso se percató y, por primera vez, en mucho tiempo, sintió una cierta felicidad, como si hubiera hecho las paces consigo mismo. Empezaban a caer las primeras gotas de la tormenta, cuando el guardián oyó afuera un sonido familiar, que al principio pensó que alguien lo llamaba. Se acercó a la ventana y vio a la cierva afuera, que olfateaba la pared donde había estado la piel del ciervo, quejándose como si llamara por él en su lenguaje. El guardián salió a la puerta, y la cierva se le acercó a olerlo. Entonces el hombre caminó despacio, para dentro de la casa, y la cierva lo siguió. El guardián se sentó y la cierva se acostó a su lado. Suavemente el guardián le acarició el lomo, y la cierva empezó a rumiar. Así fue como empezó una amistad que terminó volviendo loco al guardián. Pero loco o no loco, el guardián nunca más se sintió solo ni triste
-Seguro que la gente le llamaba loco al verlo vestido de ciervo ¿Verdad que sí, abuela? –le pregunté, creyéndome que la historia había terminado.
-Aparte de mi abuela, que sepa yo, nadie lo ha visto vestido con aquel disfraz de ciervo. Bueno, según se supo después, cuando se descubrió todo, un mozo lo había visto, pero no lo reconoció y pensó que era el diablo _dijo la abuela echando una risa.
-¿Qué le hace gracia, abuela? _pregunté entonces, sin ver el motivo de su risa.
-Que Dios me perdone por reírme, que la cosa no es para reírse, que es más triste que nada. Me río del tremendo susto que se llevó el mozo aquel porque, en este momento, mismo me pareció ver la cara que habrá puesto el mozo con el miedo que cogió.
-¿y luego por qué se asustó tanto, abuela, por ver al hombre disfrazado de ciervo?
-Verás, verás. Déjame que te cuente:
Tanto cariño le cogió el guardián a la cierva que, con el miedo que algún cazador se la matara, la cuidaba de día y de noche. Cuidarla se volvió para él una obsesión, que eso fue lo que lo volvió loco. Se iba de noche por los bosques con ella, y no le dejaba de vista. Llegó a correr, saltar y comer hierba como un ciervo. ¿y sabes lo qué pasó? Pues que, con su comportamiento, atrajo el peligro que quería evitar. Al andar disfrazado de ciervo por los montes, aunque fuera desde lejos, algunos hombres lo vieron; y se empezó a hablar de que otro ciervo muy grande andaba por los bosques; y los cazadores empezaron a salir en su búsqueda. Y, tal cual como lo había soñado, así le empezó a pasar en la realidad. Muchas veces, él y su cierva, tuvieron que llamar a los pies amigos para escaparse de los perros. Fue, entonces, cuando sucedió aquello del mozo. Una noche de luna llena, venía el tal mozo de visitar a su novia, de una aldea un poco lejos, y cogió un atajo por los montes. Con la luz de la luna vio, asomando por detrás de una pared, lo que le pareció la cornamenta de un ciervo. El mozo había oído hablar del ciervo, y se fue acercando despacio a investigar que era aquello que asomaba por detrás de la pared. Ya seguro de que lo que había visto era la cornamenta del ciervo, pensó que si pudiere coger al animal por los cuernos desde su lado de la pared, le podría romper el pescuezo. Porque el mozo era un hombre fuerte. Se acercó muy silencioso y se abalanzó por encima de la pared y echó manos a la cornamenta del ciervo con toda su fuerza. El mozo esperaba una gran resistencia del animal, y como la resistencia no se hizo ver, el mozo se levantó en el los pies con su propia fuerza, llevándose la cornamenta en sus manos y rodando por el suelo. Con la sorpresa, el guardián echó un grito tan grande y tan feo, que el mozo quedó paralizado. Porque el mozo, con la luz de la luna pudo ver, por un instante, lo que le pareció una horrible figura, con aquella barba larga, los ojos tan abiertos, brillando como si echaran fuego, y una desmesurada boca, por la que salían un grito espantoso. Así que el hombre pensó que le había arrancado los cuernos al diablo y, dejando caer la cornamenta, corrió tanto para casa que llegó prácticamente desnudo; pues todas sus ropas quedaron por los arbustos del bosque, y él llegó a casa todo arañado y sangrando. “Vi al diablo, vi al diablo!” Parece ser que no se cansaba de repetir. Después contaba aquel suceso a todo el mundo: de como le había arrancado los cuernos al diablo y como el diablo gritaba al Continúa perder los cuernos.
-Seguro que eso le vino bien al guardián, abuela. Así, pensando que el ciervo era el diablo, los cazadores lo dejarían en paz. ¿Verdad que sí?
-Ahora si que disteis en el clavo, Manuel. No solamente eso.
El guardián, aprovechó la situación, y él mismo fomentó la superstición diciendo que él también había visto al diablo muchas veces, así disfrazado de ciervo. Y como te dije y te repito, la gente era muy supersticiosa en aquellos tiempos, así que los cazadores dejaron al guardián y a su cierva en paz.
-Y ya fueron felices para siempre hasta que se murieron de viejos. ¿Verdad que sí, abuela?
_Fueron felices hasta que el diablo metió el rabo. Déjame que termine el cuento y verás. Verás con que mala estrella nace alguna gente:
Llegó el hijo del guardián una tarde, cuando nadie lo esperaba. Pues era su intención darle una gran sorpresa a su padre. Así que dejó sus cosas en la ciudad y llegó, si ser visto, a la casita donde había nacido, y que tantos deseos tenía de volver a ver. Era al caer de la tarde, cuando llegó, y su padre no estaba en casa, pero las puertas y ventanas estaban abiertas, que el guardián nunca las cerraba, a menos que hiciera mucho frío. Entró el hijo y se entretuvo observando los detalles de aquella casita, donde había pasado una infancia muy feliz y que, en todos aquellos años de ausencia, siempre la había recordado con nostalgia. Pero, como para entonces venía acostumbrado a la gran ciudad y a los altos edificios, con otros lujos, se llevó una gran sorpresa al ver todo tan pequeño y abandonado, y se sintió defraudado. En aquel momento reconoció que tenía razón su padre, cuando le había aconsejado que buscara otras tierras más fértiles, diciéndole que allí no tenía futuro. Con todo eso, fue observando todos los detalles de la vivienda y pensó, con acierto, que aquella casa estaba más bonita, y mejor cuidada, cuando él era niño y vivía su madre. Ahora allí se sentía una sensación de vejez, soledad, tristeza y abandono. Después de observar la parte de abajo, subió a su habitación, que la encontró húmeda y llena de telas de araña. No podía creer que allí había pasado días y noches que recordaba como muy felices. Le sorprendió que su cama tuviese la misma ropa que la última vez que él había dormido en ella, como si nadie hubiera subido a la habitación desde que él la dejara. Bajó a la cocina y se sentó en un banco, a pensar en aquel su pasado, con el que pensaba encontrarse, pero que no pudo encontrar. Así estaba pensando, con lágrimas en los ojos, cuando oyó ruido afuera, como si alguien conversara. Pensó que sería su padre y, al asomarse a la ventana vio, entre los arbustos, la cornamenta de un ciervo. El, por boca de otros muchos emigrantes, que de estas aldeas habían llegado a Cuba, habían escuchado, entre otras noticias, las historias de los ciervos. Se emocionó, por lo tanto, al ver al ciervo y, echándole una rápida mirada a la vieja carabina, que estaba allí colgada en la columna de la chimenea, se preguntó si aun funcionaría, pues parecía el único objeto limpio en aquella casa. La cogió y observó que estaba en buenas condiciones. Se acordó del cajón, donde su padre guardaba los cartuchos. Lo abrió, y allí estaba, en la cima de todas las cosas, el cartucho que su padre no había tenido la necesidad de usar, cuando matara al ciervo. Cargó la escopeta, todo esto en un santiamén, pues él había aprendido, desde pequeño, todo aquello de su padre; y lo que se aprende de pequeño, ya jamás se olvida. Había aprendido todo, menos disparar con la escopeta. Pues su padre nunca se lo había permitido, diciéndole que las escopetas las carga el diablo, y que no eran juguetes. Así que le tenía bien avisado que no jugara con ella. Pero el rapaz, cuando se quedaba solo en casa, muchas veces había cargado la escopeta y, poniendo el cañón en el dintel de la ventana, les había apuntado a los pájaros, pero nunca apretado el gatillo, aunque la tentación fuera mucha. Sabía que un tiro lo delataría, y que su padre lo castigaría por aquel atrevimiento. Pues, como recordando aquellos tiempos, corrió a la ventan con la escopeta cargada, para ver si el ciervo aún estaba allí. Rápidamente apoyó el cañón en el dintel, como cuando les apuntaba a los pájaros, y de aquella vuelta apretó el gatillo. El ciervo cayó entre la maleza haciendo un ruido como algo que cae en el agua. Casi sin poder contener un grito de emoción, el mozo corrió a los arbustos, y allí se encontró con su padre, que lo miraba con ojos sorprendidos, no se sabe si de ver a su hijo, o de ver a la muerte.
La abuela suspiró, se levantó, llamó a las cabras y echó a andar cuesta arriba. Yo quedé mirando alrededor, asustado, como aquel que espera ver un fantasma. Después corrí para alcanzar a la abuela. Le quería hacer algunas preguntas. Aquella historia no podía terminar así. ¿Que le había pasado al hombre aquel después de pegarle un tiro a su padre? Otra vez se marchó para Cuba _dijo la abuela, contestando a mi pregunta, y siguió andando.
-¿y no llamó a su abuela para allá?
No. Nunca más se supo de él.
-Y su abuela lo quería tanto cuando era una niña, y él no se casó con ella _dije yo con pena.
-El prometió llamarla. Pero probablemente lo mataron, porque parece ser que había una revuelta en Cuba por aquellos tiempos.
-Ay, abuela! A mi no me gusta como termina esta historia. Y usted decía que algo bueno salió de todo eso. Pues yo no veo nada bueno en esta historia.
-Yo soy lo bueno, Manuel. ¿O para ti yo no soy buena?
-¿Qué quiere decir, abuela? Yo no la entiendo.
-Aquel mozo fue mi abuelo. ¿No te lo dije?
-No, abuela. Usted no me dijo eso.
-Pensé que te lo había dicho al principio Pues sí, mi abuela tuvo una niña de aquel hombre, y esa niña fue mi madre.


FIN DEL HOMBRE CIERVO

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