martes, 4 de septiembre de 2007

LA VIDA DE MARÍA URRACA ( en castellano )

LOS CABALLOS VIEJOS

Una mañana que andábamos, la abuela de las cabras y yo, cuidando nuestros animales por las Colinas de los Caballos Viejos, empezó a caer una llovizna muy fina, cómo un rocío, y la abuela tuvo que parar de hilar, porque no quería que se le humedeciera la madeja. Entonces, enfadándose, arrancó la rueca de su cintura, la tapó con una bolsa, y me dijo:
-Mano, esta lluvia nos está embromando. Ni llueve ni escampa. Vamos a abrigarnos.
Se levantó y llamó a sus cabras, con aquella forma cariñosa que ella usaba con los animales: "Vamos a abrigarnos hijitas." Las cabras, obedientes como eran, corrieron a su encuentro. Yo les tiré unos cascotes a mis ovejas, que aquel era el único lenguaje que ellas entendían, y todos marchamos monte abajo a guarecernos en una abandonada cantera. YO había oído decir que aquella cantera era llamada El Cementerio de los Caballos, y le pregunté a la abuela a que se debía aquella historia. Entonces me contó que ella se acordaba de cuando había muchos caballos viejos por aquellas colinas; porque, en otros tiempos, cuando los caballos iban viejos, los labradores los dejaban por allí, para que descansaran y terminaran sus días libres y en paz. De ahí que las colinas eran conocidas como las Colinas de los Caballos Viejos. Y agregó la abuela: Bien merecido lo tenían, Mano, ese último descanso, después de arar tierras, tirar por los carros... y muchos otros trabajos.
-¿Entonces todos venían a morir a esta cantera, abuela?
-Esa era la creencia de la gente, porque, como ya te tengo dicho, la gente no entiende la vida de los animales. Pero los animales, igual que le pasa a la gente, en su vejez pierden la memoria, y los caballos, olvidándose de este precipicio, se caían y se mataban.
-¡Qué pena, abuela! ¿No le podían poner una valla a la cantera?
-No es pena ninguna, Mano. Los animales pueden llegar a padecer mucho en su vejez; porque ellos no tienen nadie que mire por ellos. y te digo eso de que pueden llegar a padecer, si no fuera que la naturaleza, que es sabia, siempre les pone delante algo que acabe con sus vidas sin padecer tanto. Como este precipicio, para poner un ejemplo.
-Abuela ¿entonces por qué ahora la gente no deja a los caballos viejos por estas colinas como antes?
-Ahora no hay muchos caballos por estos lugares, como tú bien
puedes ves, y los que quedan, cuando van viejos, los venden para carne –me informó la abuela.
Aquella noticia, de que los caballos viejos terminaban en el
matadero, me causó horror, porque los caballos eran mis animales
favoritos, y siempre soñé con tener uno, pero nunca llegué a tenerlo.
-¡Cómo es posible, abuela, que la gente coma caballos, como si fuesen cerdos? –yo protesté, y la abuela contestó a mi comentario.
-Contra el hambre no hay pan duro, Mano. La guerra no dejó más que miseria, y la gente tuvo que echar el diente a lo que había. Pero tiempos mejores vendrán que no hay mal que cien años dure. Verás como cuando esos tiempos mejores sean venidos, los corazones de la gente se ablandarán.
La abuela quedó pensativa, con su mirada perdida en la lejanía, como si pensara que ella nunca vería esos tiempos mejores. Yo no entendí muy bien su explicación, eso de tiempos mejores, o peores; porque para mí el pasado no existía: el presente era lo único que yo entendía. A veces no había pan. La ropa y el calzado andaban escasos ¿y el dinero? ¡Bueno! Casi que no sabía yo de que color era. Pero para mÍ la vida era así, porque yo no conocía otra vida diferente. Mi riqueza era la libertad que me ofrecía el campo abierto, las colinas y los bosques con sus pájaros y sus animalitos. ¡Qué fácil era ser feliz, entonces!


El CABALLO BLANCO

Había en las colinas una roca muy famosa, que tenía la forma de un champiñón, y que se llamaba La Roca del Pastor. Allí fue donde la abuela me contó su primera historia, que se trataba, precisamente, de la historia del pastor que le diera el nombre a la dicha roca. Aquella roca era nuestro lugar favorito, de la abuela y mío, porque desde allí se veía un panorama muy bonito de todo el valle y más allá. Pues una mañana, estando los dos sentados en aquella roca, me preguntó la abuela:
-¿Te acuerdas, Mano, de aquella conversación que tuvimos allá abajo, en la vieja cantera?
-¿Sobre los Caballos?
-Eso.
-¡Cómo no me vaya acordar, abuela! No hace tanto tiempo.
-Pues ya anda por ahí un caballo blanco, señal de que vuelven los buenos tiempos.
-¿Lo ha visto usted, abuela?
-Si, lo he visto el otro día. Se llama Cuco. Su dueño debe ser un hombre con buen sentido del humor, para ponerle a un caballo el nombre de un pájaro.
-¿Lo vamos a ver, abuela?
-¡A verlo! Quién sabe por dónde andará a estas horas, Mano. Por estas colinas cubiertas de maleza y bosques, sería como buscar una aguja en el pajar. Espera a que yo vea a María, que le diré que nos arregle una visita, que ella siempre sabe por donde encontrar al caballo ése.
-¿Qué María, abuela? ¿La que tiene una oveja sola y un botijo
con un remiendo?
-No, Mano. No es esa María la que yo digo.
-Ya sé, abuela. No me lo diga. Es María la que habla siempre,
tapando la cara con las manos. ¿Sabe por qué se tapa la cara, abuela? Porque no cuenta mas que mentiras, y para que no la vean reír se tapa la cara. No le crea nunca lo que dice, abuela. Habla siempre y no dice una verdad...
-¡Calla, Mano! -me gritó la abuela. Tú eres el que hablas siempre. Pareces un sacamuelas. La María que yo te digo es una urraca.
-¡Una urraca! ¿Un pájaro, dice usted, abuela?
-Si, Mano, una urraca. ¿Qué tiene eso de particular? -preguntó
la abuela como sin darle importancia a la barbaridad que acababa de decir.
-¡Bueno, abuela! Y yo creyendo que usted hablaba en serio, y me sale con esas de que María es una urraca.
-Pues sí. María Urraca es muy amiga mía. Esa si que es un alma
de Dios. Yo conocí al caballo porque ella me lo presentó. El otro
día, que no viniste con tus ovejas por aquí, nos pasamos la mañana
los tres juntos...
-¿Los tres quién, abuela?
-El caballo, María y yo. El pobre nos contó muchas cosas de su vida. Digo pobre porque yo creo que está un poco loco.
-Bueno, tiene razón mi tío Tom, abuela, cuando dice que usted
me va a volver loco con sus cuentos.
-¿Eso piensa tu tío?
-Es que usted, abuela, primero me cuenta de una urraca como si fuese una mujer; después de un caballo viejo como si fuera un hombre. ¡Cualquiera le cree a usted!
-Antes de seguir hablando, Mano, con esta advertencia sea, que
lo que yo te cuente entre nosotros quede. Ya sabes como es la gente. Te echan mala fama, y bruja eres. Si sales de lo mediocre, amas los pájaros y los animales, ya te toman por loca. Así que, por mucho que te extrañen mis historias, tú escucha y calla, que cosas hay por estos bosques que parecen increíbles, cosas que poca gente puede ver y escuchar, sólo porque la gente es muy simple y no se paran a observar la naturaleza que los rodea. Tú usa bien tus orejas y tus ojos, y te sorprenderás. Y ahora que esto queda dicho, te puedo contar que son muchos los años que yo ando por estas colinas, y los animales me conocen y yo los conozco a ellos. Lo que te quiero decir es que, si después de tantos años, yo no entendiese el lenguaje de los animales y de los pájaros, tendría que ser Ponta. ¿No te parece, Mano?

Yo recuerdo bien que la gente en el campo tenía la costumbre de hablar con los animales. A veces hasta discutían con ellos. Los animales entendían muy bien cuando se les regañaba o se les acariciaba. Pero los animales no hablaban, aunque tenían otras formas de expresar sus emociones. La abuela, sin embargo, hablaba de los animales como si fueran gente, y decía las cosas de tal forma que era difícil saber cuando hablaba en serio o en broma. Por eso aquella mañana se enfadó un poco conmigo, por no creerle lo del caballo y de la urraca, entonces se levantó, miró para su sombra y murmuró que era la hora de marchar. Desde aquella altura -pues como decía, estábamos sentados en la roca del pastor- les gritó a sus cabras, y ellas levantaron la cabeza, dijeron algo en su lenguaje y corrieron hacia el camino. La abuela bajó de la roca y se marchó con ellas, sin decirme hasta mañana.
Yo, aunque no tomé muy en serio aquella historia del caballo, por el hecho de que la abuela me la había presentado de una forma poco creíble, recorrí cuanto rincón de las colinas conocía, tratando de encontrar al misterioso caballo; pero no encontró ni una pisada. otro cuento de la abuela, pensé, y me olvidé del asunto. Pero, pasado un tiempo. la abuela me volvió a hablar del caballo. Me explicó que el caballo no era feliz en las colinas, que era desdichado, dentro de su libertad, porque soñaba con sus buenos tiempos y no se podía adaptar a su vejez. Había sido el caballo de un labrador rico, que sólo lo usaba para ir a las ferias y otros viajes. Él no sabía, como otros caballos, lo que era tirar del carro y del arado. Para él la vida había sido un paseo. Recordaba aquellos tiempos con nostalgia y no se podía adaptar a las nuevas circunstancias.
-Precisa un periodo de adaptación -terminó diciendo la abuela.
-Pues no veo de que se queja, abuela. Si nunca tiró por el arado, y lo único que hacía era ir de paseo, y ahora lo dejan en libertad ¿de qué se queja? ¿Qué diría si tuviera que trabajar como un burro, y encima lo vendieran para carne?
-Como te decía, Mano, precisa un poco de tiempo para entender
su nueva situación. Por el momento se siente solo y abandonado. Deja que ya aprenderá. ¡Qué remedio le queda!

La abuela tenía una forma muy especial para hacerme creer sus
fantásticas historias. Yo no creía un la historia del caballo y, sin embargo, ya me estaba sintiendo preocupado por el animal, y le dije a la abuela:
-Dígale, cuando lo vea, que yo lo cuidaré, abuela. Ya tendré yo buen cuidado de que no se caiga por la cantera, que yo le he de
poner una valla.
-¡Ah, si! Ya te entiendo, Mano. Tu lo que pretendes es montar en él y hacerlo trotar. Pues no creo que ése sea un caballo que pierda el tiempo con chavales.


LA VISITA


Una mañana llegó la abuela a las colinas un poco más tarde delo acostumbrado, apoyándose en la rueca como si fuera un bastón.
-Abuela ¿hoy se ha olvidado de la estopa? -le pregunté con curiosidad, porque era la primera vez que aquello sucedía.
-Por tu culpa -me contestó.
-¡Por mi culpa!
-Si, porque estaba pensando en ti y me olvide del lino.
-¿Y qué pensaba de mí, para olvidarse?
-Pensaba en ti porque hoy vamos a ver al caballo blanco.
-A sí! _exclamé incrédulo.
-Si. Hablé con María ayer a la tardecita. Buen susto me llevé
cuando la vi llegar a tal hora. Porque ella siempre va para cama
más temprano que las gallinas; y al verla tan tarde, pensé que
traería alguna mala noticia. ¡Pobrecita! ¡Venía tan contenta! Me dijo que, después de mucho forcejear, había convenció a Cuco para que te reciba y te conozca. Eso me vino a decir.
-¿Y luego por qué no me quería ver, el caballo ése, abuela?
-No quiere ver a nadie, Mano. Ya te dije cual es su problema.
Está viejo, mas huesos que otra cosa, cuando antes era un caballo
noble y altanero, de una casa rica. Y ahora es un pobre viejo,
avergonzado de sí mismo. Pero María lo convenció para que te reciba; que María tiene mucho pico y lo que ella no consiga, no lo consigue el diablo. ¡Qué Dios me perdone!
-¿Y dónde está, entonces, el caballo ése, abulia? Porque yo, por más que he buscado, no lo he visto por ninguna parte.
-Pues por ahí andaba, Mano. Pero últimamente se asentó en el pazo. Hizo su vivienda en lo que era el lagar. Y buen sitio tiene allí, por cierto.
-Pues sabe, abuela, que aquel debe ser el único sitio que yo no miré.
-Ya ves, Mano. Ni el zorro sabe de todas las gallinas que duermen fuera.
La abuela fue guiando sus hijas y los nietitos, como ella les llamaba a las cabras y a los cabritos, en la dirección de las ruinas del pazo. Yo les tiré mis acostumbrados cascotazos a las ovejas y la seguí monte abajo. Yo iba pensando en toda aquella madeja del aballo, que la abuela me había armado, en la que solo creía a medias, y le dije.
-Sabe, abuela, que hasta hoy yo no le creía ni una palabra de ese caballo que usted dice.
-¡Pero, Mano! ¿Es que te he contado yo alguna vez una cosa que no fuera verdad? Si no me crees, Mano, y si no depositas confianza en mí, nunca podrás saber los secretos de estes bosques, secretos que yo sé y que son muchos y fantásticos.
-Pues por ahora yo no veo ningún secreto, abuela. Usted siempre habla de cosas raras pero yo nunca veo ninguna.
-No has peor ciego que el que no quiere ver –dijo la abuela, que ella tenía respuestas para todo.

Aquella mañana el bosque parecía estar inundado de perfumes, tantos que los sentidos no los podían acomodar a todos. Una veces olía a hojas secas, cuando era movidas por los pies, y otras veces olía a verde, cuando los animales roían los tiernos arbustos. Yo arrastraba los pies, jugando con las hojas secas que sonaban como un continuo aserrar: ¡Sisss, sisss, sisss! Los pájaros cantaban por todas partes, pero no se podían ver, por la espesura de las ramas.
Entonces yo empecé a golpear los árboles con el bastón, para
levantarlos y poder verlos.
-Deja los árboles tranquilos, Mano, que a ellos también les duele -me dijo la abuela.

En aquel momento se escuchó el martillar de un pájaro carpintero agujereando en algún árbol y, de seguido, su canto como la carcajada de un niño travieso.
-Ahí anda Mazarico -dijo la abuela.
-¿Qué Mazarico, abuela? ¿No es ese un pájaro carpintero?
-Si, tú tienes razón que es un pájaro carpintero. Pero ese
se llama Mazarico. Lo conozco yo bien a ese chistoso.
-Bueno, abuela, bueno. Qué Mazarico ni que Mazarico. Mire, solo hay dos clases de pájaros carpinteros, que los conozco yo mejor que nadie, que me los enseñó el abuelo jardinero. Uno es verde y arillo, el otro tiene el papo rojo y manchas blancas en las as, y es más pequeño.

La abuela iba a decir algo, pero al momento se escuchó el canto de una urraca. Su canto parecía una risa exagerada de una mujer a la que alguien le acababan de contar un chiste.
-Mira tú que casualidad. Ahí anda mi amiga María. Es muy amiga de Mazarico. Como le gustan los chistes y ese Mazarico es tan gracioso...
-Usted si que es graciosa, abuela, decir que un pájaro sabe decir chistes –dije y me reí.
-¡Bah! Anda para delante, que mucho tienes que aprender –dijo la abuela, molesta por mi risa.
-¡Pero, abuela! Los pájaros no cuentan chistes, ni son amigos de nadie. Cada cual a lo suyo y ya está. Un pájaro carpintero no es amigo de una urraca, y una urraca no puede ser amiga de un cuervo...
-¡Hablando del diablo! -exclamó la abuela.

Dijo aquello la abuela, porque no había yo terminado mi explicación, cuando se oyó un fuerte zumbido, y un cuervo de grandes dimensiones se posó en una rama, justo encima de la cabeza de la abuela. A mi me llamó la atención el comportamiento del cuervo, porque esos pájaros no se confían de la gente. Sería, onces, por su proximidad, por lo que me pareció un cuervo más grande de lo normal. El cuervo, abriendo a lo máximo su enorme pico, y estirando su pescuezo hacia la abuela, echó un gorjeo, seco y poderoso.
-¡Ey, bocazas! No grites tanto, que nadie es sordo aquí abajo
-le gritó la abuela, amenazándolo con la rueca.
El cuervo encogió su pescuezo y, con voz calmada, produjo unos ruidos guturales como si conversara con la abuela.
-Pues no. No he visto a ninguno estos días -le dijo la abuela.

El cuervo echó otros graznidos y se marchó volando:
-Bien venido -le contestó la abuela, como despidiéndose del
pajarraco. Yo quedé con la boca abierta, atento a tan insólita conversación. La abuela, sin darle importancia a tal suceso, echó a andar y me dijo: Ese es Cuervo, primo de María Urraca y amigo de Mazarico. Me preguntaba si los había visto.
-¿Y por qué no le dijo que andaban por ahí cerca, abuela? -acerté a decirle, saliendo de mi estupor.
-Que los busque, que no tiene otra cosa que hacer. Es un bocazas, que ni sabe decir buenos días, y viene ahí gritando. No hay cosa que más me desagrade que digan las cosas a gritos -dijo la abuela, como de mal humor.
-Entonces, abuela, ¿usted realmente entiende a los pájaros?
-Ya te he lo dicho, Mano, que después de todos mis años entre
ellos, tendría que ser tonta si no los entendiese.
-Pues yo no sabía que los cuervos y las urracas eran primos,
abuela.
-Y no lo son todos, Mano. María y Cuervo lo son, pero no todos. El mundo de los animales no es tan simple como la gente piensa. Yo lo sé porque ellos me cuentan muchas cosas, que la gente ni sospecha.

La abuela llamó a las cabras, que se habían quedado atrás comiendo unas hojas. Ellas corrieron obedientes, y detrás vinieron mis cabezudas ovejas.
-¡Qué bien educadas tiene usted esas cabras, abuela -le dije. Ya quisiera yo que mis ovejas fueran así de obedientes. Pero no me hacen caso ninguno. Donde ven un a hoja de hierba más verde que otra, allá se van como flechas.
-¿Y qué caso te van hacer, Mano? Las mueles a palos y a pedradas. Dales cariño, ya verás como te obedecen. Que eso es lo que tus ovejas precisan: un poquito de cariño y no cascotazos.
-¡Qué sabe usted lo que precisan, abuela! Usted debe pensar que las ovejas son listas como las cabras. Yo bien sé lo que precisan. Precisan un perro grande como un lobo, que les meta los dientes en el culo y les arranque el rabo, así iban andar derechas. Pero madre dice que los perros comen como cerdos y no dan nada de beneficio. El tío Tom dice que no puede comprar un caballo y compró un burro que no vale para nada. Así tengo yo que trotar y ladrar.
-¡Vaya por Dios! -exclamó la abuela riendo, y agregó: Otros
tendrán menos, así que conténtate con lo que tienes y serás rico. Y ahora camina para delante, que no sé si no llegaremos tarde a la visita. ¡Con tanto hablar! Me daría rabia, porque no hay peores modales que hacer esperar a la gente.
-¿Qué gente, abuela? Nosotros vamos a ver a un caballo y usted
se preocupa como si fuéramos a ver gente. ¿Para qué tanto lío para
ver a un caballo viejo?
-Caballo viejo, o gente nueva, para el caso es lo mismo, Mano.
Modales son modales -me aleccionó la abuela.

Yo ya iba pensando que en aquel sitio no iba a haber caballo alguno, y sospeché que aquella forma de hablar de la abuela ya era
una disculpa por si allí no había ningún caballo, y me eché a reír.
Entonces la abuela me preguntó, con desconfianza:
-¿A qué viene esa risa, Mano?
-Me voy riendo de lo burro que soy, abuela. Yo creyéndole todo eso del caballo y usted ya me va haciendo la cama.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Es un dicho de mi tío Tom. Es como decir que a uno le hacen el cuento.
-Eso ya lo se yo, Mano. ¿Pero qué quieres decir tú con ello?
-Que usted me va contando un montón de cosas de ese caballo
para hacérmelo ver aunque no exista.
-Ojalá no lleguemos tarde, que después que lo veas, te voy a
dar con la rueca en los dientes, para que no me vuelvas a llamar
mentirosa.
-No se enfade, abuela. Le digo así, porque yo lo busqué por todas partes y no encontré ni una pisada. Y para que yo no encuentre una pisada, ese caballo tendrá que andar volando. La abuela echó una risa y exclamó:
-¡Si será borrico el niño éste! Tú no mirabas por pisadas de caballo, Mano. Tú mirabas por marcas de herraduras, por eso no encontrabas ninguna.
-Todos los caballos tienen herraduras, abuela ¿o no?
La abuela me explicó que los labradores, cuando dejaban un caballo en el monte, le quitaban las herraduras para ponérselas a otro caballo, porque las herraduras cuestan dinero. Pero que no era ésa la única razón para descalzar a esos animales. Los caballos en el monte no necesitaba herraduras, que aun podían ser peligrosas. Porque, al gastarse se enganchan en las raíces, o en los arbustos, los clavos les podían astillar los cascos. En el monte están mejor sin herraduras terminó diciendo la abuela.
-No había yo pensado en ello, abuela. Por eso no encontraba las pisadas.
-Pues mira, este comentario vino a pelo, que me hizo recordar
algo que se me había olvidado decirte: cuando hables con el caballo no le mires a los pies.
-¿Y por qué, abuela? ¿No le gusta que le miren a los pies?
-Tú lo has dicho. Le da mucha vergüenza. Como es de sangre noble, piensa que andar descalzo es una vergüenza.
-Pues miraré solo de reojo, abuela.

La abuela, mostrándoles el dedo índice a las cabras, como si
fueran niños, les avisó que no se movieran de aquel sitio, mientras
nosotros entrábamos en las ruinas del pazo. Las cabras dijeron ¡baah! como cansadas de tanto aviso, y siguieron paciendo. Yo no les dijo nada a mis ovejas, porque era igual que hablar con una pared: todo cuanto yo les decía a ellas les caía en saco roto.

La abuela ya me había contado varias historias de aquel pazo, que algunas veces ella también le llamaba castillo. El tal pazo, si pazo o castillo había sido, poco quedaba de su grandeza. Pero algún pedazo de pared aún desafiaba el tiempo, escondiéndose entre hiedras y zarzas. Lo demás eran montones de piedra. Nos metimos por un sendero donde la maleza encontraba dificultades para crecer, porque el suelo estaba empedrado, por lo que daba a entender que, en un tiempo lejano, había sido una carretera. A un lado y otro del sendero, había una hilera de árboles que no eran comunes de aquella zona, pero que ya quedaban ahogados por la altura de los pinos. Aquel sendero conducía a una pequeña explanada, cubierta de grandes losas, que tal vez había sido un patio, pero donde los arbustos ya crecían entre las juntas de las piedras y las deformaban. Desde allí se veía todo el valle, una vista amplia y muy bonita, lo que demostraba que los primeros dueños de aquella casa habían tenido buen gusto en elegir aquel lugar para su vivienda. Allí, a un lado de aquel patio, quedaban de pie cuatro paredes, cuyo techo estaba formado por hiedras y zarzas. La abuela le llamaba el lagar al sitio aquel, porque allí aún quedaba una piedra grande de granito, que ella decía era donde, en otros tiempos, se exprimían las uvas. En aquel rincón había hecho su morada el caballo. La abuela lo llamó tratándolo de señor:
-¡Señor Cuco, señor Cuco! ¿Está usted en casa?
-¡Pero abuela! ¿Para que le dice señor a un caballo...?
-¡Cállate! Que no te sienta -me reprimió la abuela.
-Es que...
-¡Chis! Hay que tratarlo así. A él le gusta y los modales no
cuestan nada. ¡Aprende a andar por el mundo!
En vista de que el caballo no contestaba a las llamadas de la abuela, entramos, haciéndonos sitio entre las zarzas que caían como cuerdas deshilachadas del techo. En un rincón oscuro, de aquella pobre vivienda, encontramos acostado al caballo. La abuela acercó sus narices a mi oreja y me dijo:
-Está un poco sordo y además está todo el tiempo con su cabeza en las nubes, pensando en su pasado glorioso. Hay que gritarle, por mal que me guste hacerlo. ¡Señor cucoooo! -gritó entonces la abuela.

El caballo se puso de pié de un brinco y echó un relincho. Lo
primero que hizo fue oler la rueca de la abuela.
-No, hoy no hay azúcar. Me olvidé -le dijo la abuela, y dando
vuelta, y tapando un lado de la cara con su mano, me dijo: Piensa
que la madeja de lino es azúcar, como es blanca. Yo siempre le doy un poco de estopa a probar y él se la papó, que ya no debe de tener tacto en la lengua.

El caballo se acercó a olerme. Yo me asusté un poco, al comprobar su estatura, pues nunca había visto un caballo tan alto.
-Este es Mano, de quién tanto le hablamos María y yo. Tenía muchas ganas de conocerlo. ¡Vamos, Mano! Dile hola al Señor Cuco.
-¡Hola, Señor Cuco! -le dije, tocándole la nariz. É movió la cabeza bufando.
-Te pregunta si tienes azúcar. Si ahora tuvieras un terroncito
ya eras su amigo para siempre -me informó la abuela.
-Pues las tenemos buenas. El azúcar en casa está bajo llave, como si fuera oro. Si tuviera un terrón me la papaba yo.

E caballo dio unos saltitos, como si quisiera jugar y, en seguida, salió al claro del patio. Nosotros lo seguimos. Allí se revolcar y, mientras lo hacía, yo le miré a las pezuñas y, efectivamente, pude comprobar que no tenía herraduras, y que sus pezuñas estaban muy deterioradas. El caballo se levantó de un salto, echó un poderoso relincho y, erguido en las patas traseras, se vino hacia mi sacudiendo las patas delanteras, de una forma amenazante. La abuela le gritó y el caballo echó a correr por entre la maleza desapareció. A mi me quedaron temblando las piernas, con el susto le me llevé.
-Le miraste a los pies. ¡Eso que te avisé! -me gritó la abuela.
-¡Pero abuela! Si miré de reojo nada más
-Primero le dices que si tuvieras azúcar te lo papabas tú; después le miras a los pies, justo lo que más rabia le da. No se te puede llevar a ninguna parte, Mano -me regañó la abuela.

Aquel caballo, aún siendo todo huesos y pellejo, se vía un aballo de mucha alcurnia, como decía la abuela. Alto, con la cabeza erguida, todo orgullo, a pesar de su vejez. Me di cuenta que no era un caballo en el que yo pudiese cabalgar. Por ese motivo, y desde aquel mismo momento, perdí interés en hacer amistad con él.


EL DESASTRE

Durante los últimos meses de aquella primavera, y hasta bien terminado el verano, hubo mucha actividad en la Colina de los
Caballos. Los vecinos de aquella comarca, después de mucho argumentar, se habían puesto de acuerdo para llevar a cabo dos
proyectos: mejorar un camino vecinal, que pasaba por las faldas se la colina, y la construcción de un pequeño pantano, donde conservar agua para el regadío de los prados y otras cosechas, y también para el mejor funcionamiento del viejo molino vecinal. Como no había dinero, costearon los gastos de las obras con la madera del bosque de castaños y robles que había cerca de las ruinas del pazo; como material para el camino, destruyeron, con dinamita, la famosa Roca del Pastor, que era la piedra que estaba mas cerca del camino. Aquello enfermó a la abuela, que nunca se recuperó, de lo que ella llamaba una catástrofe y un sacrilegio. La abuela no se cansaba de decir, al ver a los trabajadores cortando los árboles y volando la roca:
-Perdónalos, Señor, que no saben lo que hacen.

Pero, para mi, aquella actividad era algo fascinante: por primera vez yo veía camiones cerca de mis narices, así como una extraña máquina que le llamaban Cilindro, y que usaban para aplastar las piedras del camino. Y lo que más me excitaba era el estruendo de los barrenos que rompían la piedra. Por eso, siempre que iba con las ovejas para las colinas, me pasaba el tiempo mirando como los hombres hacían todos aquellos trabajos, y me olvidaba de la abuela y de sus historias. A principios del otoño, el pantano y la carretera estaban terminados, y los hombres se habían marchado. Entonces, en el sitio de la Roca del Pastor quedaba un agujero grande, y donde antes se erguían los grandes árboles, se abría un claro que dejaba ver todo el valle y más allá. Y en el valle, donde antes había prados, se veía una mancha azul, el agua del pantano que, aún siendo pequeño a mi me parecía enorme.


LA TRISTEZA DEL OTOÑO


A mi me entristecía la llegada del otoño. Se terminaban las frutas en las huertas, aún la más tardías, no había nidos y los pájaros no cantaban. Lo que era peor, con la llegada del otoño también llegaban las lluvias y el frío, y ya no era divertido el trabajo de pastor. Cuando volví a la compañía de la abuela, también la noté muy triste, y yo pensaba que era por el mismo motivo que yo sentía: que ella también se sentía triste por la llegada del otoño. Pero los motivos de su tristeza eran otros. Ella trataba de explicarme la razón de aquella tristeza suya, una razón que mis pocos años no podían entender.
-Hijo -me decía- esa roca era la casa de las hadas, y ahora las pobrecitas tendrán que vivir a la intemperie. ¡Y esos árboles, esos árboles! -suspiraba la abuela con dolor.
Era entonces cuando yo trataba de consolarla, pero lo único que conseguía era empeorar su tristeza, porque yo no comprendía aquel dolor de la abuela, ni aquella pérdida que ella tanto sentía.
-Abuela -le decía yo- aún quedan muchos árboles por ahí. Y las
hadas sabrán que sombra les conviene, y ya encontrarán otro lugar, que rocas no faltan, si no es más cerca es más lejos. Así hubiera pan como hay piedras.
-No sólo de pan vive el hombre, Mano. Tú razón tienes, que árboles hay y piedras no faltan. Pero no rocas como esa que destruyeron, ni árboles como esos que cortaron. Estos eran árboles muy especiales. Cientos de años tuvieron que pasar para que esos árboles llegaran a ser lo que eran. Ellos nos podían contar muchas cosas que vieron: historias de otros pastores, de otros tiempos y otras gentes. Ellos eran testigos de un pasado muy lejano...
-Abuela -le decía yo- qué van a contar los árboles, si los árboles no pueden hablar.
-Pueden, Mano, pueden. Lo que pasa es que nadie se para a escucharlos.

Por un tiempo la abuela paró de hilar, detalle muy extraño de por si. Pero además, por mucho tiempo, no me contó ninguna historia y, cuando nos veíamos, lo único que hacía era hablar de la roca, de los árboles y de aquellos malditos hombres que habían destruido todo. En una de esas ocasiones, que parecía estar tan triste y deprimida, me dijo, con un tono que me asustó:
-Tengo el presentimiento, querido Mano, que este será el último verano que pasamos juntos.
-¿y qué le hace pensar eso, abuela?
-AsÍ como yo veo las cosas de los demás, también veo las mÍas.
-Entonces tiene razón la gente, abuela. Que yo la oí hablar de usted y poco les faltó para llamarle bruja.
-Bruja o no bruja, yo estoy pasada de moda. Mi tiempo se acaba. No quiero decir que esté tan vieja, o enferma, como para morirme mañana. Pero todo lo que me rodea se va muriendo y no vale la pena continuar. La gente no cree en nada, y todas esas cosas misteriosas que precisan de la creencia de la gente para vivir, al no creerlas se mueren. Las hadas, como te he dicho en otra ocasión, muere una cada vez que alguien dice que no cree en las hadas. Por eso te digo que para mi va quedando poco que hacer en esta vida. Ni siquiera puedo hablar con la gente, que me tomarían por loca, si les contara nada más que un poquito de lo que sé y he visto por esos bosques. Debo ser yo, por lo tanto, uno de esos encantos destinados a desaparecer, porque me duele que la gente no me entienda; y esa indiferencia también a mi me va matando.


COMO MARIA Y CUCO SE HICIERON AMIGOS


Un día llegó la abuela a las colinas con su equipamiento de hilar, y sorprendido, le pregunté:
-¿Qué le pasa abuela?
-¡Qué me va a pasar! Hoy estoy contenta, gracias a Dios.
-¿Y luego?
-Porque hacia mucho tiempo que no veía a María, que ya tenía miedo que hubiera muerto; que algún cazador de esos malvados que andan por ahí a tiros, como si quisieran acabar con el mundo, la hubiera matado. Pero gracias a Dios está viva y coleando; y ayer vino a verme y me contó un montón de historia, todas con un final muy feliz.
-¿Y qué historias serán esas, abuela?
-Las historias empezaron todas con Cuco, realmente; pero como pasa siempre en la vida, una cosa lleva a la otra y así es como se forma una madeja.
-Pues cuénteme esa madeja, abuela, que ya hace tiempo que no me cuenta nada.
-He dicho madeja, porque es una historia muy larga, que no se puede contar en un día. Porque yo sé lo que pasa: te envuelves con el caballo y de ahí tienes que saltar a María -que su vida también es interesantísima. Y para contar la vida de María, tendría que contar algo de Mazarico, de Pedro y de Juan; de Cuervo y de Labrador, y de Lechuza... Pero si sería cosa de nunca acabar.
-Pues hágase un atajo, abuela.
-¡Un atajo! No hay atajos en las historias, Mano. Pero te la contaré poco a poco, sin apuros ni atajos, que por mucho que se corra, en cada sendero hay su atolladero. Y bien dice el refrán, que el mejor atajo es el camino conocido. Así que te la contaré a mi aire, que tiempo tenemos, si no acabamos hoy mañana será otro día.
-Entonces ya no piensa morirse pronto, ¿eh, abuela? –le dije, y la abuela se echó a reír, una risa que mismo me pareció el canto de una urraca, y le pregunté:
-¿Qué le hace tanta gracia, abuela?
-Me río de María. ¡Es que tiene una gracia contando las cosas!
Lo que más gracia me hizo -y de eso me reía ahora -fue cuando me contó de la visita que hizo con Cuco a la casa de su dueño. Fue todo muy gracioso; pero, gracias a Dios, todo terminó felizmente.
-¿A ver que gracia fue ésa, abuela?
-La gracia fue que, entre Cuco y su amo, hubo un mal entendido
y aquel día todo se aclaró. A Cuco, lo había dejado su amo en estas colinas, sólo para que descansara. Pero Cuco, enterado de que en estas colina dejaban a los caballos viejos para siempre, creyó que lo habían traído aquí para deshacerse de él, y no regresó a casa. Su amo, como Cuco no regresó, pensó que era feliz aquí, con su libertad, y lo dejó estar. Toda una confusión. Pero, cómo digo,
todo tuvo un final feliz.
-¿Quiere decir que el caballo ya vuelve a estar con su dueño, abuela?
-Ya hace mucho tiempo.
-Por eso yo no lo vi más, abuela. Hasta fui a la cantera para
ver si había muerto allí.
-Buena gana tiene ése grandullón de morirse.
-¿Entonces ahora esa María Urraca, que usted dice, ya no es
amiga del caballo?
-¡Oh, si! Aún siguen siendo amigos.
-Abuela, ahora que lo pienso ¿cómo un caballo y una urraca pueden ser amigos? Porque uno es pequeño y el otro es muy grande. Y uno es un pájaro y el otro un animal.
-Animales somos todos, Mano, tanto si tenemos pelo como si tenemos plumas. Pero esas diferencias que nosotros vemos, entre esas criaturas no existen. Tanto da que el animal sea grande o pequeño, que corra o que vuele; eso a ellos no les importan. Que nosotros tenemos mucho que aprender de los animales.
-¿Entonces, cómo se hicieron tan amigos esos dos?
-Pues mira: como María viera que el caballo andaba tan triste, se le despertó esa curiosidad que tenemos las mujeres por enterase de su vida, y que males lo aquejaban; y con esa perspicacia femenina, sospechó que el punto débil del caballo sería hablar del tiempo.
-¿Y cómo sabe un caballo del tiempo, abuela?
-Todos los animales saben más del tiempo que la gente, Mano, y tiene su forma de comunicarlo. Los burros se revuelcan y esa es su forma de decir que va a llover. Los gatos lavan la cara, y las golondrinas vuelan bajas. Y María, aún teniendo tanta o más experiencia de la vida y del tiempo que siete caballos como Cuco, se hizo la tonta, y tirándole de la lengua consiguió saber de él más de lo que hubiera querido. Pues Cuco le contó tantas hazañas y alabanzas por un lado, y tantas penas por el otro, que María casi se vuelve loca. Muchas veces tiene renegó del día que conoció. Pero ahora déjame que te cuente:
María se acercó al caballo un poco tímida, como es lógico, y lo encontró muy entretenido leyendo una historia...
-¡Leyendo una historia! ¿Pero usted qué dice, abuela? Iba a dar gusto ver a un caballo con un libro en una pata.
-Los animales, Mano, no recuerdan como nosotros. Para recordar
tienen que comparar una cosa con otra, sino no se acordarían de nada. Por ejemplo, ellos miran los árboles, el movimiento de las ramas, el sonido que producen las hojas, cuando las mueve el viento, y de esa forma se las entienden. Ellos lo asocian todo, lo ponen todo junto y hacen una historia.
-¿Y cómo sabe usted eso, abuela?
-Porque soy vieja, y ya dice el refrán, que más sabe el diablo
por viejo que por diablo.

Como te decía, María encontró a Cuco muy entretenido con su lectura. Entonces María se posó en la rama de un árbol pequeño, justo a la altura de las orejas de Cuco, y lo saludó muy atentamente, pero Cuco ni se enteró. Tres veces María le gritó, pero como si hablara con una piedra. Entonces se le bajó en la cabeza y, metiendo su pico dentro mismo de una oreja del caballo, le gritó con todas sus fuerzas:¡Señor Caballooo! El caballo pilló un brinco tan alto que tiró con María rodando por el suelo.
-¡Qué susto me ha dado usted! -gritó el caballo.
-Pues bien entretenido se encontraba usted, señor...
-Cuco. Me llamo Cuco -le dijo el caballo, muy atentamente, al
recobrar su compostura.
-Mucho gusto, señor Cuco. Yo soy María.
-¿Es usted la señora María Urraca? -preguntó entonces el aballo, para estar seguro.
-Esa soy yo.
-Tanto gusto en conocerla. Su nombre llego a mis orejas, pues su fama vuela por todas partes.
-Pues no sabía yo eso –dijo María, un tanto avergonzada, por el piropo que no esperaba. Y rápidamente arregló sus plumas, que se le habían revuelto al caerse y, con mucha amabilidad, le dijo a Cuco: Siento haberlo asustado, pero como no respondía, creí que sería sordo.
-Bueno, de orejas no ando tan mal. Así anduviese de patas. Pero me encontraba leyendo una historia de un día muy parecido a éste. Aquel día como hoy, cantaban los pájaros, el viento movía las hojas y, cuando pacía, los saltamontes me hacían cosquillas en el hocico. Unas nubes blancas, como esas que hoy ahí ve usted, pasaron para el mar y volvieron cargadas de agua. Aquella noche llovió perros y gatos. ¡Si, un día muy parecido al de hoy! Pero entonces yo era joven -terminó diciendo el caballo como en un sueño.
-Entonces, señor Cuco ¿cree usted que esas nubes van a traer agua?
-Seguro que sí, que esa clase de nubes las conozco yo bien.
-Falta haría, señor Cuco, que yo ya no me acuerdo como es la lluvia.
Y así fue como empezó una gran amistad entre el caballo y María. Después de aquel primer encuentro se vieron casi que a diario. El caballo –como te dije- resultó ser un simplón, un poco infantil, tal vez por aquello de que los viejos se vuelven niños; y le contó a María tantas cosas de su vida, que María casi termina loca de tanto escucharlo. Y María también le confesó al caballo un secreto que ella tenía muy bien guardado, pero, por ser más precavida y modesta que el caballo, no dejo escapar el gato de la bolsa hasta que estuvo completamente segura de su confianza.
-¿Y luego el secreto era de un gato, abuela?
-Eso del gato es un decir, Mano. Se refiere a algo que uno no quiere confesar.
-¿Qué secreto sería ése, abuela, para tenerlo tan guardado?
-Ya te lo contaré a su debido tiempo, por ahora solo te diré que era un secreto que hacía tiempo que Maria deseaba compartir con alguien, para desahogarse y quitarse aquel peso de encima. Pero nunca había encontrado alguien de suficiente confianza con quién compartirlo, hasta que conoció al caballo.


EL PERRO LABRADOR

Después de cultivar aquella amistad, Cuco le encargó a Maria la tarea de ir a la casa de su amo, para que se enterarse cómo andaba de salud, y al mismo tiempo para que conociese a Labrador, el perro de casa. Así lo hizo María, y desde entonces también se entabló una gran amistad entre ella y el perro. En aquella ocasión María encontró a Labrador acostado en el pajar, ya que el perro aprovechaba todo momento que podía para cerrar un ojo. Porque, tanto de día como de noche, siempre tenía que tener un ojo abierto para vigilar los intereses de su dueño. Labrador llegó a quejársele a María, cuando ya tuvieron confianza, que su vida era, verdaderamente, una vida de perro. Maria, desde el primer momento que se conocieron, quedó muy impresionada de la personalidad de Labrador. Ya en aquel primer encuentro, el perro le ofreció sus desinteresados servicios, en lo que estuviese a su alcance. Después le dio un terrón de azúcar para Cuco y para ella un cacho de pan, que era el bocado preferida de María, ella se había acostumbrado al pan, que ella llamaba el manjar de los humanos, desde que había vivido con su amigo, un muchacho que, en una ocasión, le había salvado la vida; y el que también le había enseñado a hablar la lengua de los humanos.
Cuando María fue a ver a Cuco, para darle el azúcar y las noticias de su amo, y de Labrador, lo encontró, como de costumbre, con su cabeza en las nubes.
-¡Cuco! -le gritó María varias veces-. Otra vez con la cabeza
volando ¿eh?
-¡Ah, eres tú, María! Estaba yo pensando que...
-¡Tú pensando! Ese va a ser el día -se burló María.
-Abuela ¿no decía usted que María le trataba de señor al caballo? -pregunté yo, acordándome de lo que la abuela me había dicho al principio.
-Eso fue cuando se conocieron, mano. Cuando se hicieron amigos se tutearon, como es lógico ¿o no? -me aclaró la abuela.
-No había yo pensado en eso, abuela. Ya puede seguir.
-Pues tu pregunta viene a pelo. Porque, a pesar de que ya entraran en confianza, cuando María le dijo "ese va a ser el día" con referencia a lo que Cuco dijo de que estaba pensando,( Cuco se sintió ofendido, y María se lo notó en la cara, pues el caballo se puso muy colorado...
-¿Cómo se va a poner colorado un caballo, abuela? Con el pelo no se le nota -yo corregí a la abuela.
-No se lo notas tú, pero entre ellos lo notan. María lo notó y le dijo: Déjate de hacerte el noble, Cuco, que somos pocos y nos conocemos mucho. Así que ya va siendo horas de que nos dejemos de andar dando vueltas por las ramas.
-Por las ramas andaría la urraca, abuela. Pero iba a dar gusto ver a un caballo por los árboles.
-¡Bueno, Mano! Déjate de buscarle los tres pies al gato, que yo bien sé lo que digo. María le quiso decir que se dejara de dar vueltas a la tortilla, que para eso María no tiene pelos en la lengua. Y yo te digo a ti lo mismo. Así que calla y escucha. Cuco, un poco avergonzado, por la reprimenda de María, cambió de conversación y le preguntó por su amo y por Labrador.
-Me agradó mucho tu amigo -le dijo María. Me dio un trozo de pan, ese manjar de los humanos, que hacía tiempo que yo no lo le metía el diente...
-¡El diente...! Ji, Ji -yo me reí de la tontería que acababa de decir la abuela. Ella me miro, y noté en sus ojos que allí mismo me iba a quedar sin historia, entonces le pedí disculpas y la abuela continuó.
...y para ti me dio este terrón de azúcar.
-¡Azúcar! -gritó el caballo, perdiendo los estribos. Pero dándose cuenta de ello, agregó: Perdona, María, que se me haya escapado el relincha, pero es que el azúcar me hace perder la cabeza.
-La cabeza y los dientes; que yo les he oído decir a los humanos que el azúcar no es bueno para los dientes –le aclaró maría.
_Si yo no tengo ni un diente, María. ¿Qué hablas tú?
-Bueno, al menos en algo nos parecemos -comentó María y echó una risita.
-Pero yo no perdí los dientes por comer azúcar, que los perdí por comer paja –aclaró el caballo. Esa si que es dura, María.
-¡A quién se le ocurre comer paja, Cuco! La paja es para acostarse en ella y no para comérsela.
-Es muy rica, María. Comes y comes y nunca te llenas. Es muy buena para pasar el tiempo. Te digo que una vez que la pruebas, no hay quien te saque los dientes de ella dijo el caballo. Y María se empezó a reír que se partía y el caballo la miraba sin entender porque se reía. Cuando María pudo hablar, le dijo:
-¡No puedes quitar los dientes de ella! Así fue como tú los dejaste allí.
-Aún no me has dicho como está mi amo, María –fijo Cuco, como aquel que quiere cambiar de conversación. ¿Te pareció viejo o joven?
-Me pareció joven. Pero los humanos engañan mucho. Como no tienen plumas ni pelo, no es fácil saber cuando son jóvenes o viejos –le aclaró Maria.

Después que hablaron de ésas y muchas otras cosas, le dijo María, así como de casualidad:
-Mañana iré, sin falta, a ver a Pedro. Ya no sé que me impidió el no ir hoy. Tú y tus recados. Por atender a los demás siempre dejo mis asuntos para mañana.
-¿Luego que te robó ese ladronzuelo, María? –le preguntó el caballo.
-Cuco, muerde tu lengua, antes de hablar así de los demás, que Pedro es un zorro con una buena familia. Tiene una mujer hacendosa y dos hijos bien educados y cuidados. Y no pueden ser malos los padres que miran bien por sus hijos.
-¿Qué miran por sus hijos, dices? Enseñándoles a robar...
-Cuco, no te permito que hables así de mi amigo -le regañó María.
-Perdona, María. Tú aún no me habías dicho que Pedro era tu amigo. Yo me comeré mis palabras.
-Bueno, ahora me iré -dijo María como dando el pequeño argumento por terminado.
-¿Qué apuro tienes, María? Total hoy no vas hacer más nada -le dijo el caballo, deseando que María se quedara un rato más.
-Voy a prepara la cena y meterme en cama temprano –le contestó María.
-Entonces, cuando mañana vayas a ver a Pedro, haz una escapadita por aquí, María. Ya ves que no tengo a nadie con quién hablar, si no es contigo. Y estos días no se lo que me pasa, pero me siento más triste que nunca.
-¡Tú Y tu tristeza! -exclamó María, y le dijo: Pasaré si puedo. Ya sabes que a mí se me va el tiempo volando.

Cuco y María se despidieron, y Cuco quedó muy triste. La tristeza se apoderaba de él, especialmente cuando se acercaba la noche. Era a esa hora cuando más se le acordaba el corral, con su amigo Labrador ladrando, los cerdos gruñendo, los bueyes mugiendo, y las ovejas balando; cantando los gallos, y las gallinas cacareando. Y la voz de su amo, unas veces gritando, pero las más de las veces acariciándoles a todos con palabras dulces, que cada cual interpretaba a su manera. Acostumbrado a ese trajín, temía Cuco la soledad de los montes, esa soledad que se cierra en torno a los árboles y la maleza, cuando la noche llegaba tambaleando por los caminos hondos, cubriendo con su manto negro todo el color de la campiña. Ese era el momento que Cuco más detestaba. Pues es en ese justo momento -me aclaró la abuela- cuando el silencio de los montes es total. Porque es cuando un turno de la vida se retira a descansar, antes que el otro se ponga a trabajar. Es el anochecer un momento que no pertenece a nadie, como si fuere el instante en que la naturaleza le da cuerda a los relojes. Porque un poquito más tarde, cuando la noche se cierra, el segundo turno de la vida empieza su trabajo. Cantan los grillos y las ranas; las lechuzas y los mochuelos alulúan, y los roedores hacen sonar las hojas secas esparcidas por el suelo. Todo ello demostrando que la noche también tiene sus hijos y los cuida con celo, escondiéndoles, con su manto oscuro, de los peligros del día. Pero Cuco, a pesar de haber meditado sobre la vida nocturna, nunca llegó a comprender los misterios de la noche, y siempre tuvo recelo de la oscuridad. Cosa muy natural, porque Cuco había vivido siempre con los humanos y, por lo tanto, adquirido los mismos temores y costumbres. La vida se le había ido en su correr y, como los humanos, no le había sobrado tiempo para observar las cosas pequeñas que quedan en el camino. Eso me explicó la abuela. Por mi parte, pensando en aquel miedo del caballo, y sin entender muy bien el discurso de la abuela, le dije:
-Es que cualquiera no tiene miedo por esos montes de noche ¿eh, abuela? Y al caballo se le ocurrió hacer su vivienda donde justo donde hay más miedo. Porque seguro que ese sitio del pazo está llenito de fantasmas ¿verdad que sí?
-¡Qué bien dicho está eso, Mano! -exclamó la abuela. Porque te digo que si alguien quiere ver fantasmas, que vaya a ese sitio de noche, que tendrá donde elegir.
-Y volviendo al cuento, abuela. ¿Por qué María y el zorro eran tan amigos? Porque una urraca y un zorro, no veo yo cómo pueden hacer migas. Los zorros comen gallinas, y si comen las gallinas también comen a las urracas, si pueden pillarlas.
-Pensándolo de esa forma tú tienes razón, Mano. Pero entre los animales, a veces se forman sociedades de conveniencia, como pasa con los humanos. María había hecho un pacto con Pedro, que, en un principio, parecía conveniente para los dos. Lo que pasa en la vida, es que no siempre sabemos elegir nuestros socios, y luego vienen las consecuencias.
-¿Y qué negocio era el de María y el zorro, abuela?
-Como María anda por los árboles, puede ver mejor los peligros que andan por el suelo, como por ejemplo los cazadores, que ese es el peligro que los zorros mas temen. Y el negocio era que, si María veía un cazador, avisaría al zorro de Pedro. Por su parte, como Pedro ve de noche como de día, se comprometió a cuidarle de las uvas a María.
-¡De las uvas! ¿De qué uvas habla usted, abuela?
-¡Cómo! ¿No te conté que María tiene una viña que su amigo se la ha dejado antes de marcharse a la guerra?
-No, abuela. Usted no me dijo nada de esa viña.
-Me creí que te lo había dicho. Pero si no te lo he dicho, en eso estamos.
-Pero, abuela ¿cómo un hombre le va a dejar una viña a una urraca? ¡A quién se le ocurre tal cosa!
-Mira, Mano, ya te dije que si le quieres buscar los tres pies al gato, se los vas a encontrar. Pero si quieres que te cuente la historia, déjame a mi aire y tú escucha y calla.

Después de ese regañadientes la abuela continuó: María, aquel día se levantó tarde, porque la noche anterior, después de dejar a Cuco, había preparado unas tortas de maíz para la cena y le habían caído pesadas, y durmió mal, por las pesadillas que la despertaban constantemente. Pero a cerca de la mañana se quedó dormida, como sucede en esos casos. Así que, cuando se despertó, la mañana iba alta, cosa
que le dio mucha rabia a María. Porque ella creía en ese refrán que dice: El que tarde se levanta, todo el día trota. La mañana estaba tormentosa. Las nubes, aunque eran pocas, eran grandes y grises, y andaban bajas. Por momentos alguna de aquellas nubes tapaba el sol, entonces el campo cambiaba de color y parecía que las plantas y los árboles respiraban con alegría aquella frescura. Pero luego, cuando las nubes pasaban, otra vez achicharraba el sol. María se acercó a las ruinas del pazo, pero no encontró a Cuco en casa. Dio unas vueltas por las colinas y lo encontró, como soñando, a la sombra de un árbol. María lo tuvo que despertar de sus sueños, bajándose en su cabeza y dándole un picotazo en una oreja. Despertó Cuco de un salto y echo un relincho que María misma se asustó. Después del sobresalto, María echó una carcajada y le dijo:
-¡Pero, Cuco! ¿A tu edad asustándote de esa manera como un chiquillo?
-¡Ay, María? Por Dios te lo pido, no me des esos sustos nunca más, que me vas a matar.
-¿Qué te hace coger esos sobresaltos por el día y por el sol? -le preguntó María, viéndolo temblar.
-¡Calla! Que no cerré ojo en toda la noche.
-Pues entonces somos dos los que no hemos cerrado ojo. Yo, por
entretenerme contigo, cené tarde y no pegué ojo en toda la noche; porque tuve unas pesadillas lo más desagradables.
-Yo no tuve pesadillas, María. Es que esta noche anduvo por aquí un tropel de humanos haciendo ruido...
-¡Un tropel de humanos! Esas son pesadillas, Cuco. De noche no
andan humanos por los montes.
-No, María, no. Yo sé muy bien cuando son pesadillas. Eran humanos. Gente más rara nunca la había visto en mi vida. Pasaban a través de las paredes y de los árboles. Se mataban unos a otros y volvían a revivir. Me pasé la noche escapando de un sitio a otro.
-Seguro que eran fantasmas. ¿Verdad que sí, abuela? –pregunté yo, acordándome de que la abuela había dicho que había muchos fantasmas en las ruinas del castillo.
-Claro que eran fantasmas, Mano. Ya te dije que en ese pazo los hay de todas las edades. Y Dios sabe los crímenes que allí se harán cometido, y las luchas que en ese sitio se habrán librado. Mi abuela, que Dios la tenga en la gloria, me contaba cosas de ese pazo que ponían los pelos de punta. Pero ese es otro cuento.

La abuela me explicó que los animales no distinguen entre gente y fantasmas. Que los únicos que saben de fantasmas son las lechuzas, búhos y mochuelos, porque ven de noche y son aves de mucha sabiduría. Pero que unos creen en fantasmas y otros no, lo mismo que pasa con la gente. María no creía ni dejaba de creer. Sí alguna vez había visto a un fantasma, nunca lo había reconocido como tal. Por eso pensó que, o el caballo había soñado o se estaba volviendo loco. Trató, por lo tanto, de sacar a Cuco de aquella conversación, preguntándole:
-¿Qué me dices de esas nubes, Cuco? ¿Crees que serán de tormenta?
-¡Tormenta, dices! Te apuesto a que esta noche llueven perros y gatos -afirmó muy seguro el caballo.
-¿Qué te hace estar tan seguro de eso, Cuco? Porque otras veces me has dicho lo mismo y la lluvia brilló por su ausencia.
-De esta vez no me equivoco, María. Esas nubes son de agua. Me lo viene a confirmar un juanete que tengo en un pié que...
-¡Un juanete! ¡Carrá, ca cá! -se rió María. ¡Un juanete! Carrá, carrá cacá! Tiene gracia, Cuco, porque tus pies son todo un juanete.
-No te rías de mis pies, María. Por favor te lo pido. Si tú
anduvieses descalza entre los guijarros no te hubiera hecho
ninguna gracia -dijo el caballo, tomando mucha ofensa por aquel
remarque de sus pies.
-Perdona, Cuco. Es que tú tienes cada ocurrencia.
-Tendrías que ver mis pies cuando tenía zapatos de hierro.
Hasta hacia fuego en las piedras. Pero me los quitaron. ¡Malditos
humanos! -juró el caballo y al tiempo empezó a lloriquear como un
niño. Y María, que nunca hubiera esperado aquella reacción del caballo, se sintió avergonzadísima, ante tan embarazosa situación. Pero no menos avergonzado se sintió el caballo que, tan pronto se dio cuenta que había dado rienda suelta a sus emociones, de contado echó cabestro a su relincho y, secándose las lágrimas a unos helechos, le dijo a María:
-Perdóname, María, que me haya dejado llevar por mis emociones. ¡Es que me da tanta vergüenza andar descalzo!
-Me sorprende, Cuco, que a tu edad se te suba así el apareje a la barriga, lo que se dice por un quítame allá esas pajas -le retrucó María.
-Sí, tienes razón, María. ¡Qué tonto que soy!

María, ante las disculpas del caballo, se sintió corta de palabras, y al no saber que decir, se dispuso a marcharse a la asa de Pedro. El caballo, que le encantaba la conversación de María, porque era la única amistad que le iba quedando en este mundo, trató de detenerla un tiempito más, diciéndole:
-Pero Maria, tú andas siempre al vuelo como si mañana no existiera.
-Mañana será otro día, Cuco. Pero el refrán bien dice “no esperes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Además, a la única hora que puedo pillar a Pedro en casa es a medio día, que él siempre duerme la siesta. Después no hay quién le vea el pelo.

Le volvió el caballo a decir a María, que mal socio había elegido, y María, un poco enfadada no quiso tomar consejo. Porque nadie hace caso a los consejos cuando más falta hacen. Por lo ella le volvió a recordar al caballo de que no es malo el que mira por sus hijos. Y Pedro, según María, era un modelo de padre. Después María marchó refunfuñando, comentando consigo misma, que en este mundo hasta uno no puede elegir los amigos que le apetezcan. Por su parte Cuco también quedó hablando solo, diciendo que ya un día María le daría la razón.
-Abuela ¿cómo sabe usted tan al dedillo todas estas cosas que me cuenta del caballo y de María? –se me ocurrió preguntar, porque, a medida que la abuela me contaba la historia, mi cabeza empezaba a hacerse preguntas.
-Las se porque María me las contó. ¿O con quién piensas que yo pasé el tiempo mientras que tú te divertías con todos esos demonios de hombres que destruyeron la Roca del Pastor y el bosque de robles y castaños? Yo lo pasé con María, y fue cuando me contó todos los percances que le pasaron –tanto de su vida como la de sus amistades. Me contó tantas cosas que de la mitad ni me acuerdo. Pero, como ya te tengo dicho, una historia no deja de ser historia aunque se olviden muchos detalles, que total serían menudencias que no tienen importancia. Lo que vale es lo que sobresale. Y ya verás lo que me contó María de los zorros y de su vivienda.



LA CASA DE LOS ZORROS


La puerta de la casa de Pedro -continuó la abuela- era, o todavía será, hecha de un tronco de castaño un tanto podrido, que el zorro de Pedro había elegido deliberadamente, porque la madera así de vieja, tiene muchas ventajas. Una que nadie sospecharía que se trataba de una puerta. Y la madera putrefacta es aislaba a los ruidos, especialmente de adentro para afuera, que ese era el propósito de Pedro: que no se escuchara lo que él y su familia conversaban adentro, y así nadie sospechara de que allí vivía una familia de zorros. María golpeó varias veces a la puerta, pero como la madera casi no sonaba, no recibió contestación, y ella pensó que no había nadie en casa.
-En mal momento he venido, que no hay nadie en casa –dijo Maria. Pero cuando ya se iba a marchar, oyó la voz de Paca, la mujer de Pedro que, con voz muy baja, preguntaba quién era el que llamaba.
-Soy yo, Paca, María, la socia de Pedro –contestó María acercándose a la puerta.
-¿Te puedes identificar? -le preguntó Paca, y María arrancó una pluma pequeña de su papo y se la pasó a Paca, que, para tal efecto, había abierto la puerta apenas una rendija. Inspeccionó Paca la pluma y, una vez segura de su identidad, comprobando que había sido arrancada al momento, franqueó la puerta, diciendo:
-Pasa, María, pasa. Perdona que no te haya reconocido, pero toda precaución es poca en estos días -dijo, cerrando la puerta rápidamente y agregando con un suspiro: -Nuestra raza es tan perseguida últimamente.
-La vuestra y la de todos nosotros. Los humanos andan por los montes a tiros como si quisieran acabar con el mundo -dijo María.
Caminaron a lo largo de un estrecho corredor hasta la sala de estar. María se iba fijando en todos los detalles; pues, a pesar de ser socia de Pedro desde hacía un buen tiempo, aquella era la primera vez que entraba en su casa. Notó que Pedro había construido su casa de la manera más zorra que uno se pudiera imaginar. Había elegido un terreno inclinada, justo debajo de las raíces de un viejo roble, cuyas raíces, no solo sostenían el techo, sino que también le daban una sensación de calor y aspecto campesino a la vivienda. El largo pasillo conducía a un amplio salón, que estaba bien iluminada por una ventana que daba a un pequeño lago; una especie de estanque que un labrador había construido con la intención de reservar agua para regar sus prados. La ventana
estaba protegida por aquel estaque y por las raíces de los arbustos
que hacían como de barrotes. Desde allí Pedro podía observar todo el valle y enterarse de las noticias que le convenía, pero a él nadie lo podía ver. Estaba toda la sala de estar bien alfombrada con lana, material que Pedro conseguía a un buen precio; pues él sabía de una cerca de espinillos a donde las ovejas se iban a rascar, y allí dejaban lana a puñados, que Pedro no tenía mas que echarle las uñas.
-¡Qué sitio más bueno tienes aquí, Paca! -exclamó María, no
pudiendo contener su admiración por tan insólita vivienda.
-No es mal sitio, no, para una humilde familia como nosotros
-afirmó Paca, un tanto ufana por el cumplimento.
-¿Y dónde van todos, entonces? -preguntó María, al no ver a Pedro ni a los hijos por casa.
-Pedro se fue con los críos por la orilla del río. Dijo que les iba a dar unas lecciones, y de paso a ver si pescaba una trucha para la cena.
-Buena idea ha tenido, que está un día mejor para estar a la orilla del río que en otra cualquier parte -le dijo María.
-¿Tú quieres ver a Pedro sobre algún negocio, María? –le preguntó la zorra de Paca, una pregunta un tono cargada de sospecha, como si le extrañara aquella visita. Pero María, que por ser de un gran corazón no conocía la malicia, no entendió el tono sospechoso de Paca, y le dijo:
-Noté que las dos últimas noches alguien me estuvo comiendo las uvas. ¡Es que no las dejan ni madurar! Y como vosotros andáis por ahí de noche, le quería pedir a Pedro que les echara un ojo.
-Es curioso que tú lo hayas notado tan pronto, María. Pedro ya te quería hablar de ello. Pues la noche pasada, como estaba una noche tan agradable, salimos con los críos a dar una vuelta. Ya no íbamos a salir, que era un poco tarde cuando cenamos. Pero como los críos nos lo pidieron, salimos a estirar las piernas. Por el camino nos encontramos con Tejón y su mujer. Pedro lo saludó, pero él no quiso conversación y gruñó como si nuestra presencia le molestara. Me acuerdo que dijo mi Pedro: "Qué bicho le picó al puerco ese." Desconfió y fue a ver tus uvas; y como lo pensó así acertó.
-¡Puerco asqueroso! -gritó María. Pero dándose cuenta que estaba en casa ajena, agregó: Perdona mi expresión, Paca. ¿Pero quién iba a pensar en ese tonto?
-¡Ah! Ese no es tan tonto como parece -exclamó Paca.
-Me acercaré, entonces, hasta el río para hablar con Pedro –dijo María.
-Pero no le digas que yo te comenté esto, María.
-No le diré nada de nuestra conversación. Cuídate mucho Paca.
-Igualmente, María, igualmente -le dijo Paca cerrando la puerta rápidamente detrás de María.

María salió a toda prisa volando, e iba comentando entre sí: Qué buena zorra es esa Paca. Muy simpática por cierto. Y buena moza. No sabe Pedro la suerte que tuvo de encontrar una esposa como esa. Volando de prisa, también iba pensando en a las cosas que le quedaban por hacer aquel día. Una vez que hablara con su socio, le haría una visita a Mazarico. Era Mazarico un buen carpintero, cosa que nadie podía negar, pero con mas pico que palabra. María le había encargado un trabajito, que consistía en apuntalar una viga de su vivienda que estaba torciéndose peligrosamente en medio del techo. Le había encargado aquel trabajo a principios de la primavera y todavía no se lo había hecho. Después se acordó María que Labrador le había prometido guardar un trozo de pan, si se le presentaba la ocasión de echarle el diente, por lo que tendría que pasar a verle. Así pensando, se acordó María de su primo Cuervo, y exclamó: ¡Dios mío! ¿Cuánto tiempo hace que no veo a mi primo Cuervo? Ojalá que no esté enfermo. En todas esas obligaciones iba María pensando, cuando vio a Pedro con los críos en un prado, a orillas del río.


LA ESCUELA DE LOS ZORROS


Pedro les estaba dando una lección a los pequeños. Se trataba de como coger una carga al hombro y correr con ella. María no quiso interrumpir la clase, y se bajó en un fresno a esperar que la clase terminara. Aunque tenía tantas cosas que hacer, pensó que no le vendría mal un descansito, gozando de aquella frescura a orillas del río. Pedro y los pequeños no se dieron cuenta de su presencia y siguieron con las clases. De unos trapos y un poco de lana, Pedro había hecho una gallina. Aunque estaba tan mal hecha que poco se parecía a una gallina. Con ella les enseñaba a los pequeños cómo coger una gallina del pescuezo y, con un golpe de hocico, echar la a la espalda y escapar corriendo. Los pequeños hacían aquello con muy buena arte y corrían por el prado a risas, como si la lección fuese , un juego. María quedó como tonta mirando la agudeza de los zorritos y, a sus redondos y relucientes ojitos, se quiso acercar una lágrima. Porque, en aquel momento, le vinieron a la memoria los
días en que ella, ya viuda, había luchando a brazo partido para criar a sus hijos, de los que había sobrevivido uno. Pero la lágrima se detuvo antes de caer, porque su hijo, llegado su tiempo, había volado con otro amor, dejando a María sola. Y María, aún comprendiendo que era ley de vida, había tomado aquel comportamiento de su hijo como un mal agradecimiento; y por eso reprimió las lágrimas. Sin embargo murmuró, refiriéndose a los zorritos:
-¡Qué simpáticos son!

El zorro de Pedro aplaudía a sus hijos, con visible satisfacción, viendo como progresaban en su aprendizaje. Cuando notó que los críos se iban cansando, y antes de que llegaran a aburrirse con aquella lección, los mandó sentarse a su lado para hablar de otras asuntos, no menos importantes.
-Sentaros aquí a mi lado -les ordenó con firmeza, pero al mismo tiempo con cariño paternal. Poner mucha atención, a que lo que os voy a enseñar, que es de suma importancia. Esta es una lección que un día os puede salvar vuestras vidas.
-¿Qué se traerá Pedro escondido en la manga ahora? -se preguntó María desde su árbol, con femenina curiosidad, por lo que Pedro les iba a enseñar a los hijos.

Los zorritos se acercaron, sudorosos y fatigados, de tanto correr en la anterior lección y, con visible expectación, se sentaron a escuchar lo que su padre les iba a enseñar.
-Vamos a hablar de perros -les dijo el padre.
-¡Perros! -exclamaron los zorritos, instintivamente, como si
la sola palabra les causara grima. Y antes de dejar hablar a su padre, dieron rienda suelta a su joven ignorancia, emprendiendo un argumento entre ellos, que no tenía pies ni rabo. Pedrín, el más pequeño, era el que decía más burradas.
-Si me corre un perro -decía- me subo a un árbol.

Al escuchar aquella barbaridad de su hermano, Pedrello, que era el mayor, se tronchaba con la risa, advirtiendo a su hermano que los zorros no podían subir a los árboles. Su padre los dejó hablar y discutir, y aún se tuvo que reír de las tonterías que decían sus hijos. Entre las muchas cosas que los pequeños discutieron, salieron a relucir los dientes de los perros. Decía el mayor que los perros tenían mejores dientes que los zorros, cosa que el más pequeño no podía aceptar. Después de un corto, pero acalorado argumento, el pequeño Pedrín se sintió muy ofendido por los remarques de su hermano y, para hacerle una demostración, de que sus dientes eran los mejores, le metió una mordedura en una oreja, a medida que le decía: Te vaya demostrar yo como son mis dientes. Echó Pedrello un chillido agudo de dolor y, al mismo tiempo, le dio un puntapié en las narices a su hermano. Viendo el padre que los pequeños ya iban agotando sus argumentos, y sus métodos para deshacerse de los perros, les mandó callar de una forma tajante.
-¡A callar! Aquí el maestro soy yo –dijo- y los zorritos quedaron calladitos, que ellos sabían que su padre, aunque muy comprensible, no le gustaba repetir las cosas. “Hay perros y perros, que no son todos iguales. Los hay que corren mucho y los que corren poco. Unos son pequeños y otros grandes. Los hay listos y los hay tontos. Y los hay que lo tienen todo: son grandes, son listos, corren mucho y tienen muy buen olfato. De estos últimos nos tenemos que preocupar; porque esos os encuentran si os escondéis y os alcanzan si escapáis. ¿Cómo podría uno, entonces, evitar el encuentro con esos perros tan especiales?”
-Yo nunca me alejaré de casa -dijo Pedrín, visiblemente reocupado.
-Ni yo tampoco -dijo Pedrallo, secundando a su hermano.
-Muy bien -les dijo su padre. Eso es lo que tenéis que hacer mientras sois pequeños. No alejarse nunca de casa ni :confiar en extraños. Recordar que para vosotros, mientras no tenéis experiencia, un perro se puede parecer a un zorro. Y os diré que hay algunos perros de mala raza, sin principios ni moral, que aún son más peligrosos que esos listos que os mencionaba. Esos se disfrazan de zorros, y pueden convencer a un pequeño zorro de que es un amigo y, jugando con vosotros, os va alejando de casa y después os mata. Así que recordar esto siempre: no alejarse de casa y no confiar en extraños.

Sus hijos le prometieron que nunca se alejarían de casa, y que no confiarían en extraños. Pedro continuó con la lección.
-Eso está muy bien por el momento –les dijo- pero un día tendréis que alejaros para buscar vuestras vidas, y yo no estaré a vuestro lado para protegeros y daros consejos. Tendréis que defenderos por vosotros mismos.
-¡Qué padre tan bueno es ese Pedro! Y aún hay quien critica a los zorros –decía María en la cima del árbol, escuchando la conversación.

Los zorritos, después de aquella lección de perros, se quedaron cortos de palabras y un tanto preocupados. Su padre los dejó pensar un poco, que él sabía que una pizca de miedo y preocupación, a veces hace que un consejo entre en la cabeza, y por ende, recordar mejor la lección. Pero no era Pedro un maestro de esos que creyeran en eso de que la letra con sangre entra. Por lo tanto, pasado unos momentos de
meditación, les dijo a los pequeños:
-Todas esas cualidades de la raza perruna, no se pueden comparar con la astucia de la raza zorruna. La razón es que los perros fueron domesticados por los humanos. Y los humanos los han adaptado a sus necesidades y caprichos, pensando que así los perros son mejores y más listos; pero lo único que han conseguido, fue separarlos de la naturaleza. Así los perros, aunque aprendieron algunas astucias de los humanos, perdieron la mayoría de los instintos naturales, que la naturaleza les había dado. Nosotros, en cambio, a fuerza de correr peligros y de trotar para buscar la vida, hemos agudizado los instintos, que los perros, al darles todo hecho, perdieron por falta de uso. Yo, hijitos míos, os enseñaré todas esas astucias de nuestra raza, poco a poco, que son muchas cosas para aprender en un día, y con esos conocimientos, viviréis muchos años.
-Cuéntanos hoy algunas de esas astucias, papá, por si de un
momento a otro tenemos que escapar de esos perros que nos dices -le pidió el mayor de los zorros a su padre.
-Por el momento, la mayor precaución, como ya lo hemos dicho,
será no alejarse de casa y desconfiar de extraños. Pero os diré algo sencillo, para cuando ya crezcáis un poco más y, sin daros cuenta, os alejéis mas de lo debido. Si un perro os persiguiese, y vieseis ovejas, meteros al medio del rebaño. La razón es que, cogiendo el olor de las ovejas, el perro que os persiga se verá en dificultades para seguir vuestro rastro. Si no hubiese ovejas a la vista, revolcaros en cualquier mierda que veáis, ya sea de oveja, de vaca o de caballo. Así, oliendo a mierda, tampoco el perro podrá seguir vuestro rastro.
-Ese Pedro las sabe todas -dijo María, escuchando desde el árbol.
-Pero si Llegamos sucios a casa, madre no riñe -dijo el pequeño Pedrín.
-No os preocupéis por eso que, más vale sucio que perder el pellejo -les dijo el padre. Que de eso se trata, hijos. Por encima de todo salvar el pellejo. Sabiendo esos y otros trucos, que yo os iré enseñando, no tendréis mayor problema con los perros.

Con aquella conversación de los zorros, el rumor del río y el balanceo de las ramas movidas por la brisa, María se fue quedando dormida como un niño mecido en la cuna. Mientras tanto Pedro, dejando a un lado la lección de los perros, pasó a hablar, sobre los seres humanos. Los zorritos, lo mismo que hacían con la lección de los perros, también emprendieron un disparatado argumento sobre los seres humanos. Que eran muy torpes -decía el pequeño-, que tenían cuatro patas, pero que se hacían los graciosos caminando en dos. Pedrello, el mayor, corrigió a su hermano, diciéndole que andaban en dos patas por que eran demasiado altos y que no llegaban con la boca al suelo, por eso tenían que usar las patas de adelante para comer. Los dejó su padre hablar, hasta que se cansaron, y luego les explicó, que los seres humanos eran más listos y más peligrosos que el mismo diablo, y que al mismo diablo se parecían algunos de esos extraños animales, pues escupían fuego y podían matar a mucha distancia. Quedaron los pequeños zorros perplejos y asustados, de un animal que ellos lo imaginaban muy torpe. Les explicó el padre, entonces, que los humanos que escupían fuego era fáciles de distinguir, porque producían un fuerte olor, como a pellejo quemado _les dijo el padre. Es necesario que os familiaricéis con ese olor, y al olfatearlo, largarse a toda prisa, pero nunca por campo abierto, ni en camino recto. Si hay árboles, dejar siempre que un árbol os cubra las espaldas. Desaparecer por barrancos o caminos hondos, evitando siempre los claros -terminó el zorro de Pedro aconsejándoles a sus zorritos hijos.
Después de los hombres, Pedro les habló de las pulgas. María, que estaba adormecida, despertó rascándose, como si entre sueños hubiese escuchado hablar de pulgas. Los pequeños zorros se también empezaron a rascar, como si les picara todo el cuerpo. Hasta Pedro se tuvo que rascar las costillas, contagiado por la conversación de sus hijos, que otra vez exponían, uno al otro, la mejor forma de matar las pulgas. Uno tenía el método de revolcarse en una piedra para aplastarlas. El otro las mataba a mordeduras. Pero ambos estaba de acuerdo en que las pulgas no eran necesarias, y se preguntaban para qué servían, sino era para picar. A lo que el padre les explicó:
-El tener muchas pulgas es indeseable, que nos chupan la sangre; pero una que otra pulga puede ser conveniente. Evitan que nuestro sueño sea tan profundo que pueda ser peligroso. Pues nosotros los zorros, mal que nos pese, debemos dormir un sueño ligero, siempre alertos al peligro. Las pulgas ya me han salvado a mi la vida un par de veces, eso creo yo; pues, despertando con sus mordeduras, me encontré con los cazadores cerca, que si no fueran las pulgas me hubieran cogido dormido.
Después de aquella explicación, Pedro les mostró a los hijos como deshacerse del exceso de pulgas. Cogió la gallina de trapo con los dientes y, ante una gran expectación de sus hijos, fue metiendo el rabo en el río, y así se fue introduciendo en el agua hasta que sólo la gallina de trapo quedaba en la superficie. Entonces Pedro salió del río dejando la gallina de trapo flotando, donde quedaron las pulgas. Aquello les causó mucha gracia a los zorritos, que se reían de las asustadas pulgas, que quedaran rodeadas por el agua. Después los zorritos ensayaron el truco ellos mismos.

La última lección, de la que Pedro les habló, fue de cómo bajar de los árboles a 1as gallinas. Pues Pedro sabia, por experiencia, que cuando las gallinas ven al zorro, vuelan a los árboles, o a los tejados, con cierta facilidad. Al hablar de gallinas, Pedrín, pasándose la lengua por el hocico, le dijo al padre:
-¿No podemos comer gallina para la cena, en vez de trucha?
-Las gallinas escasean estos días, que los humanos las cuidan mucho y las encierran en sitios muy seguros. Tendremos que conformarnos con trucha para hoy. Pero, precisamente porque las gallinas escasean, esta lección es más importante, porque cada vez nos será más difícil meterle el diente a uno de esos manjares -les explicó Pedro a sus hijos.
-Pero allí junto a nuestra casa siempre andan gallinas sueltas, padre. ¿Por qué no comemos una para la cena? –preguntó Pedrello, el mayor de los zorritos.
-Nunca, nunca, se os ocurra molestar a una de esas gallinas -les advirtió Pedro a sus hijos, de forma tajante-. Esas gallinas son de nuestro vecino. Nuestra casa está en sus tierras. El no nos molesta a nosotros, y nosotros respetaremos su hacienda. Recordar que es política de nosotros los zorros de no cazar gallinas de los vecinos.

María se estaba poniendo impaciente en su árbol, porque la clase de los zorros estaba durando más de lo que ella esperaba. Pero le parecía inoportuno y de malos modales interrumpir lo que para los zorritos era de suma importancia. Decidió, por lo tanto, marcharse y volver otro día para hablar con Pedro. Ya iba a echar vuelo, cuando unas palabras de Pedro le llamaron la atención, entonces se detuvo un instante más.
-Veis un corral lleno de gallinas -decía en aquel momento Pedro a sus hijos- y cuándo ya creéis que tenéis una en los dientes, un miserable pájaro, cuervo o urraca, da la alarma y las gallinas vuelan a los tejados o a los árboles. ¿Qué hacer entonces?

Fue, precisamente, aquella mención que Pedro hizo de cuervos y urracas, lo que detuvo a María, con la curiosidad de saber si Pedro, siendo su socio, se iba a embarcar en una crítica de las urracas. Los zorritos, por su parte, empezaron a inventar fórmulas para hacer bajar las gallinas de los tejados, cada cual más disparatada, hasta tal punto que a María le dio la risa. Pedro marcó un círculo en el suelo, mismo debajo del árbol donde María estaba descansando y ordenó a sus hijos correr detrás de él, dando vueltas alrededor del árbol, como si quisieran pillar su rabo. María, que en un principio no pudo comprender para que Pedro les mandaba hacer aquel juego a los hijos y quedó mirando fijamente como los tres zorros daban vueltas corriendo alrededor
del árbol. De pronto María se mareó y cayó del árbol, rodando de rama en rama hasta que llegó al suelo.
-Dios mío -gritó María viniéndose a bajo- así es como Pedro baja las gallinas de los árboles.

Los zorros quedaron con la boca abierta al oír aquel ruido de las ramas y viendo allí a una urraca caída del cielo.
-¡Pero si es mi amiga y socia, María! -exclamó Pedro.
-Si, soy yo, que casi me mato por mirar tus ocurrencias le regañó María, al tiempo que se componía las plumas.
-¿Hace mucho tiempo que estás ahí entonces? -le preguntó Pedro.
-Demasiado tiempo. No quería interrumpir la clase -le dijo María.
-Esta es la tía María, de la que tanto os hablé -les dijo Pedro a sus hijos.
-Hola, tía María! -saludaron los zorritos.
-¡Hola, hijitos! -les contestó María.
-¿Podemos jugar ahora, papá?
-Ahora si. Pero no salgáis de mi vista -les dijo el padre.

Los zorritos se echaron a correr por el prado, mordiéndose el rabo uno al otro, saltando, revolcándose y gritando. María los quedó mirando con nostalgia, y murmuró:
-¡Qué saludables se ven!
-Son unos diablillos -le dijo Pedro.
-De tal palo tal astilla -contestó María.
-¿Qué te trae por estos lados, María? -preguntó el zorro.
-Vengo de tu casa -que tienes una casa bien bonita por cierto- y
tu esposa Paca, me dijo que te encontraría cerca del río.
-¿Qué problemas tienes entonces? -volvió a preguntar Pedro.
-Te quería pedir que les echaras un ojo a mis uvas, cuando andes de noche por aquellos lugares, porque alguien me las anda comiendo. ¡Es que no las dejan ni madurar!
-No te preocupes, María, que yo les echaré un ojo -le aseguró
Pedro.
-Gracias, socio. Ahora me iré, que me he entretenido más de lo que deseaba, y aún me quedan muchas cosas por hacer; y los días van a menos -comentó María emprendiendo el vuelo.
-Adiós, María. Cuídate -dijo Pedro, despidiéndose.


LOS CONSEJOS DE UN BURRO

María se marchó a hacerle una visita a Labrador. Lo encontró en una finca, descansando acostado a la sombra de un carro. María se bajó en el carro sin hacer ruido alguno, por aquello de que se dice: "Dejar que los perros duerman." Allí cerca, el patrón de Cuco y de Labrador, estaba arando con un buey y con un burro. Se quedó María perpleja mirando aquella combinación; pues María, que había vivido con los humanos, conocía sus costumbres, y sabía que los labradores no ponía burros mezclados con bueyes para aquellos trabajos. Le hizo Gracia a María, la poca arte que el burro le daba a su trabajo, y se le escapó una risita.
-¡Hola, María! -le dijo al tiempo Labrador.
-¡Ay perdona, Labrador! _exclamó María. Te he despertado con mi risa.
-No ha sido tu risa, María. Te he oído llegar -le dijo Labrador.
-Pues me creí que estabas dormido.
-Estaba dormido. Pero yo oigo todo, dormido o despierto, y lo que no oigo lo huelo -le explicó Labrador.
-Buena desgracia tienes, entonces –le dijo María, y seguido le preguntó: ¿Qué pasa aquí? Yo nunca había visto a un burro arando a la par de un buey.
-Si te lo cuento no lo crees, María -le dijo Labrador, riendo.
-¡Cuenta cuenta! -le pidió María, sin aguantar la curiosidad.
-Ven para debajo del carro, María, que hace calor ahí donde estás. Siéntate cómoda aquí a mi lado, que te vas a reír -le dijo Labrador.
Así lo hizo María, que se sentó cómodamente en una bolsa, en la que Labrador estaba acostado, dispuesta a escuchar, por qué un burro araba a la par de un buey.

A este punto la abuela hizo una pausa y me dijo: Esta historia, del burro arando, me gustaría contártela en otro momento, porque es una historia un poco larga, si te la contara tal cual como Labrador se la contó a María, y María me la contó a mi, pero me desviaría demasiado y nos alejaría de lo que más importa. Así que solo te contaré algo que tiene que ver con el fin de esta historia de María y del caballo. El burro -le contó Labrador a María- llevaba una vida estupenda, sin dar golpe, y se reía de los bueyes porque ellos eran los que tenían que trabajar como burros. Y por hacerse el listo, les enseño un truco a los bueyes de como hacerse los enfermos. Porque los bueyes no sabía lo que era estar enfermos. Pero antes de enseñarle ese truquillo, noche tras noche los había apestado con bromas pesadas, llamándoles cabezotas, y a dónde irás buey que no ares. ¡Al matadero! Bueno, esos era los insultos, o bromas menos ofensivas que les decía el burro, que otras cosas peores les tiene llamado, que no se pueden ni decir. Como serían las ofensas, que una noche los bueyes se echaron a llorar, y eran tan triste su llanto que hasta el burro sintió lastima, entonces fue cuando decidió ayudarlos.
Después de exp1icarles como hacerse los enfermo, y viendo que para los bueyes aquello era muy difícil, les hizo una demostración.
-Es muy fácil, ya veréis -les dijo el burro. Se aflojan las piernas, como si uno no las sintiera, y ya se cae al suelo. Hay que hacerla con naturalidad. Después os revolcáis y echáis hierba por la boca como vomitando. Así ¡buuaaaggg!

Uno de los bueyes, haciéndole caso al burro, aflojó las piernas, con tal torpeza, que cayó sobre el estómago, de tal guisa y con tanto peso, que toda la hierba que había cenado le salió por la boca como un tiro. Al mismo tiempo echó un gemido y se quedó revolcando con el dolor, tosiendo y atragantándose. El burro también se revolcaba con la risa. Y les dijo que así era como tenían que hacer. Al día siguiente, cuando el dueño les estaba a poner el yugo al cuello, el buey practicó el mismo truco, dejándose caer en el corral, vomitando hierba y retorciéndose escandalosamente. El dueño, alarmado, le ayudó a levantarse y le miró la boca. Después el hombre emprendió un argumento con su mujer.
-Este animal tiene cólicos de barriga, de comer hierba caliente, que se lo noto yo en la lengua. Ya te dije que esparcieras bien la hierba antes de echarla al pesebre.
-Pues déjalo descansar esta mañana y se pondrá bien -le dijo la mujer.
-¿Y cómo aro las tierra? El trabajo hay que hacerlo.
-Pon al burro a arar, que está bien holgado.

Nuestro amo _-continuó Labrador contándole a María- le dio una palmada de cariño en la espalda al buey y lo mandó al establo. Ahora todos los días, cuando uno cuando otro, los bueyes se hacen los enfermos y el burro tendrá que arar hasta que nuestro amo descubra el truco.

Con la conversación, el tiempo había pasado rápidamente, y el patrón de Labrador se iba acercando más y más a la orilla. El burro, por la proximidad, o por lo que se dice que el que tiene cola de paja siempre cree que le arde, se dio cuenta que Labrador y María se estaban riendo de él. Le dio mucha rabia y echó un rebuzno como remendando.
Después que Labrador terminó con la historia del burro, le preguntó a María el motivo de su visita, y ella le comentó lo de las uvas, y su sociedad con el zorro. Labrador no podía dar crédito a tal disparatada sociedad, y se reía a mandíbula batiente, especialmente cuando María mencionó aquello de que Pedro les echaría un ojo a las uvas.
-¡Un ojo y un diente! -exclamó labrador, y siguió riendo de su propio chiste. Pero María le dijo, un poco ofendida, que ella no le veía la gracia a tanta risa. -Pero María -agregó Labrador ¿cómo puedes ser tan inocente a tu edad?
-¿Me estás tratando de decir que el que me come las uvas es mi socio?
-¿Quién va a ser sino tu socio, María? ¡Vaya socios que te buscas tú! Con esos amigos ya nadie precisa enemigos -le dijo Labrador.
-Pues la mujer de Pedro me dijo que era Tejón -le dijo María, ya no muy convencida de que tejón fuese el ladrón.
-¿Eso te dijo? Es bien cierto el refrán que dice, que se coge
antes a un mentiroso que a un cojo. Tejón es bajo y torpe para saltar y alcanzar las uvas. Si fueran manzanas o chícharos si que diría yo que pudiera ser él el culpable, pero no en el caso de las uvas.
_¿Y cómo sabes tú que Pedro es tan informal? Porque a mí no me gusta levantar calumnias contra nadie -dijo María.
-Si quieres desengañarte, esta noche, cuando le quiten la cadena a mi primo Alsaciano, vamos los dos a vigilar tus uvas, y te aseguro que cogemos a ese Pedro con los dientes en ellas.
-¿Luego por qué está preso tu primo Alsaciano –preguntó maría.
-Estaba una mujer discutiendo con su ama, fue él y le metió
los dientes en el culo. Por eso le salió cadena perpetua; pero sólo de día. De noche le dan la libertad.
-¿Y por defender a su ama le dieron cadena perpetua? Así hace el diablo a quién lo sirve -comentó María.
-Tú ya ves como anda la justicia de los humanos. Pero no me da pena ninguna. Está mejor que yo. Duerme todo el día y de noche pasea. Ya quisiera yo estar tan bien como él. Pero yo tengo que dormir con los ojos abiertos como las liebres. De día y de noche tengo que cuidar de las gallinas, de las ovejas, de los cerdos y de los críos humanos.
María, como era de un corazón tan blando, le encargó a Labrador que si cogían a Pedro en las uvas, no les hicieran daño a sus hijos, que eran unos pequeños encantadores. Labrador le prometió que solo le darían a Pedro unos mordiscos en el rabo, suficiente para que cogiera el mensaje. Después Labrador se disculpó con María por no tenerle guardado algún pan, como ella pensaba que tendría.
-No he tenido la ocasión de echarle el diente, ni a una miga -le dijo Labrador.
Así que María, al marcharse, cogió una espiga de maíz, de una de las varias hacinas que estaba por allí apiladas a orillas del camino. No se percató de que el hombre la estaba mirando, y éste le gritó:
-¡Ey, urraca ladrona!

Labrador quedó mirando a María, con una sonrisa y con cierta
envidia de verla volar. Luego, como si quisiera morder su propio rabo, dio unas tres vueltas, dejándose caer envuelto en si mismo como una madeja, y dijo: “A dormir, que esta noche hay que velar”.

María, por su parte, iba hablando consigo misma, diciendo: “Si serán tacaños esos humanos. Tienen montones de espigas y ponen el grito en el cielo si una pobre y vieja urraca les coge una.” Y después, como si por una misteriosa telepatía hubiese llegado hasta ella los pensamiento de Labrador, comentó: “Pues sí que tiene razón Labrador: ¡Es bonito poder volar!”
Entonces dio unas vueltas para ver las huertas de los humanos con sus árboles frutales; las fincas, unas labradas y otras con cosechas; los prados verdes, muy bien cuidados y regados por pequeños riegos de agua. Todo tan bonito y organizado. También se fijó en los numerosos animales domésticos que merodeaban alrededor de las viviendas y, viendo todo aquello, comentó:
-Pues no tienen que ser tan malos esos humanos si saben hacer tantas cosas y tienen a tantos animales como sus amigos.
Aquello le hizo recordar su nuevo amigo Cuco que, aún enfadándose con su amo, sólo lo hacía de remordimiento, pero que en el fondo seguía enamorado de él. También pensó María en su amigo, el niño que le había salvado la vida, y del que estuviera muy enamorada, como si los dos fuesen de la misma raza. Un amor que duró hasta que el niño se hizo hombre y se marchó a la guerra y nunca más volvió. Y tal vez por aquel pensamiento de la guerra vio María la otra cara de los humanos, porque le vino a la memoria el martirio que había sufrido su marido, a manos de otros pequeños humanos. Así, como si un pensamiento malo anulara a otro bueno, quedó María tan confusa como siempre. Porque, a pesar de haber vivido con los humanos por mucho tiempo, nunca había llegado a descifrar su naturaleza. Con aquellos pensamientos, María se sintió invadida por una extraña nostalgia. Vio, por lo tanto, como las huertas se iban vaciando de frutas y como los humanos se apresuraban a recoger sus cosechas; y aquello era señal de que se acercaba el otoño, y con él se acababa la abundancia de los campos. Una luna más y todo se habrá terminado, pensó María.

A ese momento yo interrumpí a la abuela, y le dije: “A mi me pasa lo mismo, abuela. Cuando veo que la fruta se va acabando en las huertas siento una cosa aquí en el pecho que me pesa, pero que no se lo que es.
-Pues eso mismo sintió María -dijo la abuela. Sintió algo tan pesado como una piedra en el estómago que parecía impedirle volar. Pero María tenía más razones que tú, para pensar así. María va vieja, y siempre piensa si llegará a ver otro verano.
-Entonces esa María se parece a usted, ¿eh abuela? ¿No decía usted, cuando estuvo enferma, que a lo mejor no llegaba a otro verano? –le recordé lo que en una ocasión me había dicho.
-Es que tú eres muy joven, Mano, y el tiempo te sobra. ¿Cómo vas a entender, entonces, la dicha de llegar a otra primavera? Tú aún no te has dado cuenta de lo bonito que es ver la vida renacer, sentir el calor de un verano, y luego, en el invierno, un fuego arder, y sentirse uno mismo como una llama que se consume y se apaga. María sintió, en una medida mayor o menor, esas cosas que sentimos los viejos. Pero no era María, con todo eso, tan pesimista como para dejarse llevar por la tristeza. Así que, sacudiendo la cabeza, se dijo a si misma: “¿Pero qué estoy pensando yo? ¿Para qué me pongo yo triste? ¡Ni qué fuera tonta! Espigas siempre dejan los humanos por el suelo. Ahora llegan las uvas y luego las castañas y las nueces. ¡Bendita tierra ésta! -terminó diciendo.


CON LOS DIENTES EN LA MASA


Al anochecer, Labrador se acercó por la casa donde vivía su primo Alsaciano. Porque, como ya queda dicho, Alsaciano de día estaba condenado a cadena perpetua. Lo esperó Labrador en la huerta al lado de un peral, que era a donde Alsaciano iba hacer sus necesidades, apenas lo soltaban. Tuvo Labrador que esperar más de lo que hubiera deseado, como es el caso del que espera. La razón fue que, aquella noche, justo porque Labrador lo esperaba con ansiedad, a Alsaciano lo soltaron más tarde de lo acostumbrado. Y tantas ganas tenía de mear que, el pobre...
-Pero, abuela! ¿Usted para contar una historia, tiene que contar todo, pelos y rabos? -le interrumpí yo, como si aquello de que el perro tuviese ganas de mear fuese irrelevante.
-Mano, si a ti te tuviesen atado a los pies de la cama todo el día, sin dejarte ir a mear, ya verías que lo que te digo tiene mucha importancia. Pues para un perro, su pajar es su cama, y siendo animales de modales correctos, no lo hacen en la cama, a menos que no tengan otra elección. Alguna gente se olvida de esas cosas y hace que los animales sufran sin necesidad. Por eso te decía que Alsaciano, apenas lo soltaron, fue corriendo a detrás del peral, y como no sospechaba que su primo Labrador estaba en la huerta, empezó a echar gemidos de satisfacción: “¡Uau, Uau! ¡Qué alivio, qué gusto!” Y Labrador no pudo aguantar la risa por aquellos detalles y se le escapó un aullido.
-¿Eres tú, primo? -preguntó entonces Alsaciano.
-Ni que no hubieras meado en toda tu vida -le dijo Labrador, aún riendo.
-Cá11a, primo, que hoy pensé reventar. Me dieron un almuerzo
que era todo sal, y estuve toda la tarde bebiendo agua, y encima
hoy me soltaron más tarde que nunca -le explicó Alsaciano, y en seguida le preguntó: “¿Pero qué haces tú por aquí?
-Te venía a pedir un favor.
-No hay mas que mandar, ya lo sabes.
-¿Te acuerdas que te hablé de María Urraca?
-¿La amiga de Cuco?
-Si, esa misma. Pues esa María tiene una viña, que se la dejó un hombre amigo suyo, y ella ha notado que alguien le anda comiendo las uvas... ya antes de que maduren.
-¡El zorro de Pedro! -exclamó Alsaciano.
-¿Qué te hace pensar que es Pedro -le preguntó Labrador.
-¡Pero primo! Eso no hace falta pensarlo. Cuando te falte una cosa y no encuentres otra explicación por su falta, no lo pienses más, ya sabes que es Pedro -afirmó Alsaciano.
-Pues yo me he ofrecido a María para ir a investigar esta noche, y ver si es Pedro el que se las roba. El favor que te pido es si tú quieres venir conmigo.
-¡A mi juego me han llamado! -exclamó Alsaciano. Hace tiempo que yo le quiero meter los dientes en el culo a ese ladronzuelo.

Entonces Alsaciano, que sabía las costumbres del zorro mejor que nadie, le expuso una estrategia a su primo Labrador, para así coger a Pedro con los dientes en las uvas. Primero se tomarían un baño en el pozo del prado, que la noche estaba tibia y agradable para bañarse. Pero el motivo del baño, como le explicó Alsaciano a Labrador era, más que nada, para quitarse el olor a perros, de lo contrario el zorro los olería a la legua. Con todo eso, como si de niños se tratara, los dos primos aprovecharon la ocasión para chapuzarse agua uno al otro y pasar un momento agradable con esos juegos. Después del baño se acercaron al corral de las ovejas, para secarse en la paja. Allí se revolcaron, continuando sus juegos y risas. Pues cuando se está de buen humor cualquier cosa hace gracia -recalcó a ese detalle la abuela. Así ellos se reían de lo que en otro momento no hubiese tenido significado. Sin embargo, el significado de jugar en la paja, igual que el del baño, no era solo por jugar, que era para coger el olor de las ovejas, y así asegurarse, aún más, de que el olfato delicado del zorro de Pedro no los descubriera. Labrador quedó maravillado de los conocimientos que sobre el zorro tenía su primo Alsaciano, por lo que no pudo menos que preguntarle cómo los había adquirido. Alsaciano le confesó que, en un tiempo, Pedro y él habían sido amigos. Alsaciano se divertía corriendo detrás del zorro, hasta que se dio cuenta que al zorro aquello no lo divertía, entonces se hicieron entonces se enfrentaron, pero en vez de pelear se hicieron amigos. Pero, en una ocasión, el zorro de Pedro le había hecho una de sus zorrerías y desde entonces el perro tenía ganas de meterle el diente.
Después de tomarse aquellas precauciones, se marcharon los dos
perros campo abajo, cruzando los prados hasta pasar el valle, y subieron la colina hasta donde estaba la viña de María. Allí se escondieron entre las vides, a la espera de Pedro. Desde aquella parte veían ahora la aldea, del otro lado del valle, y les pareció muy agradable aquella vista. Se observaba la silueta difusa de las casas, perdidas entre los árboles de las huertas. Se notaba que eran las casas, más bien por las lucecitas que escapaban por las ventanas. Las voces de los humnos, que habitaban habían caído en el silencio, y solo de vez en cuando se oía la voz de algún perro llamando a un amigo, o la desconcertante serenata de algún gato enamorado, cantándo1e por los tejados a su amada. A1saciano y Labrador, sin haberlo comentado uno al otro, estaban pensando lo mismo: que era una suerte vivir en un lugar tan agradable. Vino a despertarlos de aquellos pensamientos, una luz amarillenta que, por un instante, iluminó toda la campiña de un color extraño y fugaz. Entonces, por la intensidad de la luz, las colinas y los árboles quedaron gravados en los ojos de los perros, una experiencia que no supieron explicar, pues nunca les había pasado aquello. Los bichos del campo enmudecieron, sorprendidos por el fenómeno. Después se oyó un ruido lejano y apagado de un trueno. Pues, había acertado el caballo, cuando aquella mañana le había dicho a María que habría tormenta, por el juanete que tenía en el pie, que le dolía; y también por las nubes que pasaban para el mar a por agua. Aquellas nubes eran las que por entonces estaban sobre los montes, amenazando descargan una fuerte tormenta. Después del trueno, las ranas en los prados, los grillos en las fincas aradas, así como otros animalitos que la noche cuida, enmudecieron y el silencio era tan profundo que daba vértigo. Entonces los perros, pensando en aquel vacío, comentaron uno con el otro, que la noche sería muy desagradable y temerosa si no fuera por los bichitos que la llenan de cantos y murmullos. Y Labrador le preguntó a su primo Alsaciano:
-¿Por qué crees tú que los bichitos cantan de noche?

Alsaciano se había hecho preguntas semejantes a si mismo, en
muchas ocasiones. Pero cuando le iba a dar su parecer a Labrador, se oyó un ruido que venía del camino.
-¡Chis! -dijo entonces Alsaciano. Escuché un ruido. Creo que es Pedro.
-¡Puf! ¡Ese puerco de Tejón! -exclamó entonces Labrador.

Los dos perros enterraron sus narices en la tierra para no soportar el olor de Tejón, porque –según me dijo la abuela- para las delicadas narices de los perros, aquel pestilente olor de Tejón, sería como una campana sonando en nuestras orejas. Tejón pasó discutiendo con su compañera, que venía a una buena distancia detrás.
-Apúrate, gordinflona -le gruñía Tejón.
-No puedo correr más, Tejo. Ya voy sudando como una puerca le decía ella.
-Como no nos apuremos, cuando lleguemos al prado ya algún asqueroso jabalí, o algún otro desgraciado animal, se habrán comido
las manzanas todas. ¡Ay pobre de ellos, si yo los pillo comiendo mis jugosas manzanas, rellenitas de gusanos! -protestaba Tejón con rabia de solo pensar que alguien le pudiese comer las podridas manzanas. Los dos tejones cruzaron el viñedo sin hacer caso de las uvas. Del otro lado del viñedo había un prado y en el prado una hilera de manzanos viejísimos, que los pobres daban unas manzanas de mala calidad, pero que los gusanos debían de pensar que eran buenas, y engordaban con ellas. Y como nadie recogía aquella fruta, ésta caía al prado y los tejones engullían los gusanos y las manzanas, que para ellos eran deliciosas las dos cosas. Por eso Tejón se enfadaba con el sólo pensamiento de que algún otro animal se las comiera.
Los perros, ya recuperado su aliento, empezaron a criticar a los tejones.
-¿Cuándo se van a dar un baño esos puercos? -se preguntó Labrador.
-No hay agua que les quite ese olor, primo -le decía Alsaciano.
-Bueno, al menos ya sabemos que no son ellos los que se comían las uvas. Ni caso les hicieron -comentó Labrador.

En aquel momento se produjo otro relámpago y, por un momento, los perros pudieron ver la forma de los tejones, buscando las podridas manzanas por el prado, y al mismo tiempo escuchar, con su fino oído, el triscar de sus poderosos dientes aplastando los carozos y las semillas. Como el relámpago había sido de una buena intensidad, aquella imagen de los tejones quedó en los ojos de los perros por unos instantes y, al recuperar la vista, vieron entre las viñas a dos hombres vestidos de blanco.
-Oye, Labrador ¿Tú ves lo que yo estoy viendo? -preguntó alsaciano.
-Parecen dos hombres -confirmó Labrador.
-¿De dónde han salido?
-Parece como si cayeran del cielo con la luz -comentó Labrador.
-¿No te parece extraño vestirse de blanco para salir a robar?
-Si. Tendrían que vestirse de negro. ¿Verdad?
-¿Los atacamos?
-Vamos a investigar primero.

Los dos perros se fueron acercando, cautelosamente, arrastrando la barriga por el suelo. Cuando ya estaban cerca, otro relámpago los dejo sin vista por unos segundos. Cuando pudieron ver, los dos hombres ya no estaban allí.
-¿Has visto? desaparecieron!
-¡Qué extraño! Con la luz del cielo vinieron y con la luz del cielo se fueron.
Estando así comentando, de pronto vieron a los dos hombres vestidos de blanco en otra parte del viñedo.
-¡Allí están!

No bien dijeron aquello, cuando otro relámpago los dejó ciegos, y los dos hombres otra vez desaparecieron.
-¿Sabes qué? -preguntó Labrador. Yo tengo miedo ¿y tú?
-Yo estoy temblando -contestó Alsaciano.
-Pues larguémonos de aquí.

Cuando los perros ya iban a salir corriendo, un curioso incidente los detuvo _dijo a este punto la abuela, echando una risita.
-¿Qué le hace tanta gracia, abuela? -le pregunté, porque la risa no parecía tener motivo.
-Me río de la forma que María me contó esta parte. Ya quisiera yo contártela con la gracia que ella me lo contó. Vas a ver cono fue la cosa: Entre el prado y el viñedo, pasa un tendido eléctrico, que fue en el que María ha tenido su accidente...
-¿Y luego esa María que usted dice ha tenido un accidente –le pregunté, porque la abuela no me había comentado aquel detalle
anteriormente.
-¡Cómo! ¿No te conté sobre el accidente que tuvo María en esos alambres?
-No, abuela. De eso estoy seguro.
-Pues mira: ese accidente es lo más importante del cuento, y por ahí debía de haber empezado yo esta historia. Pero como pasaron tantas cosas desde entonces, yo creo que me he perdido un poco. Pero ya llegaremos a ello. Ahora a lo que estamos. En la cima de una colina, por donde pasa el tendido, tenía Mochuelo una vivienda muy curiosa -y digo tenía porque el tonto ya se ha desgració en esos alambres- y le estuvo bien, por hacerse . el gracioso. Me dijo María, cuando me contó esta parte -que de eso era de lo que yo me reía: "Yo no quisiera vivir allí, en la casa de ese puerco, por nada del mundo, porque su casa apesta a ratas y a lagartos muertos." Pues ese Mochuelo, era novio de Lechuza, la que cuidó a Cuervo cuando estuvo enfermo, y que casi lo mata dándole a comer ratas y culebras. Y ese Mochuelo era un poco loco, o loco del todo, y le encantaba jugar con los alambres y los postes, hasta que un día se estrelló. Al anochecer bajaba a la aldea a vera su amiga Lechuza, pues siempre se encontraban allí a mitad de camino, porque Lechuza vivía, y creo que aún vive, del otro lado del valle en un horrio que está abandonado.
-Abuela -yo interrumpí- ¿Qué aldea es esa que usted dice donde se encuentran Mochuelo y Lechuza?
-No te lo diré, que de seguro que ya irías tú y otros rapaces amiguitos tuyos, a molestar a la pobre Lechuza. Además ¿qué importancia tiene eso? Pero te diré que en esa aldea hay una iglesia muy bonita y bastante grande. Allí vivía un cura muy viejo, que murió hace poco; y con ese cura, Lechuza y Mochuelo lo pasaban de maravilla. Pues, como el cura iba viejo, se olvidada de todo, y dejaba abiertas las puertas y las ventanas de la iglesia, y todas las cosas de hacer misa sin guardar. Entonces Mochuelo y Lechuza se encontraban en la iglesia y comían el pan de misa, bebían el agua bendita, chupaban el aceite de las lámparas y hasta comían las velas, si las otras cosas escaseaban. Después comentaban entre ellos: “Qué bueno es este ser humano. Siempre nos deja comida cuanta queremos.” Pero el cura decía para sí: “Juraría que ayer le eché aceite a las lámparas. Y el pan . bendito apostaría a que lo dejé por aquí. Parece como si todo se lo llevara el diablo.” Y dándose cuenta de su juramento, el cura se santiguaba y decía: “Qué Dios me perdone. Es imaginaciones mía.”
Pues aquella noche, que los perros estaban cuidando de las uvas de María, Mochuelo pasaba tarde para encontrarse en la iglesia con su amada Lechuza, y como le gustaba jugar con los postes del tendido, cerró los ojos y se tiró en picada monte abajo, para probar su destreza en la oscuridad. Lechuza venía en su búsqueda, por la tardanza de su amigo, y como Mochuelo bajaba con los ojos cerrados, por una plumita no chocan uno con el otro. Entonces se empezaron a insultar hasta que reconocieron sus voces.
-¿Eres tú, Lechuza? _preguntó Mochuelo.
-¡Pero si es Mochuelo! -exclamó Lechuza.

Se posaron los dos en un poste del tendido, justo encima de donde estaban los perros. Se dieron unos besos de cariño, y Mochuelo le dijo a Lechuza:
-¿Pero para dónde ibas con tanta prisa, cariño? Ni que vieras un fantasma.
-No uno. Vi dos -contestó Lechuza, mostrando que realmente estaba asustada.
-¿Dónde los vistes? -le preguntó Mochuelo.
-En la iglesia. Estaban comiendo todo...
-Los fantasmas no comen, cariño -le interrumpió Mochuelo de una manera muy melosa, como si estuviera muy enamorado.
-¡Comen, comen! Que los he visto yo.
-Vamos allí y yo te demostraré que no han comido nada -le dijo
Mochuelo.
-Yo no volveré a esa iglesia en mi vida -dijo Lechuza.
-Los fantasmas no hacen daño, cariño -le aseguró Mochuelo, como consolando a Lechuza de su susto.
-¿Y tú cómo lo sabes?
-Me lo dijo mi bisabuela, que sabía ella más de fantasmas y brujas que nadie en el mundo. Me dijo que los fantasmas solo se pueden ver de noche. Me decía que, así como la luz hace sombra, a veces también la sombra hace luz. Y eso son los fantasmas: una sombra al revés. Ellos no tienen cuerpo.
-¡Qué no tienen cuerpo! Bien que los he visto yo... y se comían todo como unos golosos -afirmó Lechuza.
-Parece que comen pero no comen. Vamos allí y verás. ¡Sígueme!
gritó Mochuelo, y Lechuza lo siguió.

Los perros, que escucharon toda la conversación, comprendieron, entonces, que lo que les había parecido gente, no eran otra cosa mas que fantasmas. Fueron, por lo tanto, a inspeccionar las uvas, comprobando que no faltaban ningunas, y allí no había ni siquiera pisadas de seres humanos. Quedaron perplejos, porque, aún comprendiendo que lo que habían visto eran fantasmas, ellos no estaban muy seguros de lo que era un fantasma. Así estaban, tratando de descifrar aquel misterio, cuando oyeron un ruido.
-¿Has oído algo? -le preguntó Labrador a su primo.
-Si. Creo que es Pedro -contestó Alsaciano.
-A lo mejor fue un fantasma -dijo Labrador, y los dos perros se quedaron muy quietos, con las orejas atentas, y oyeron a edro que les decía a su familia:
-Ahí anda ese maldito Tejón otra vez.
-Por cierto que hoy huele más que nunca -dijo Paca, la mujer de Pedro.
-Estoy deseando que se terminen esas podridas manzanas y que ese puerco se vayan a comer a otro lado; que no me siento seguro con ellos por aquí -dijo Pedro.
-¿Y por qué, papá? Ellos no hace daño ninguno -dijo el mayor de los zorros.
-Daño no hacen, pero con ese olor que despiden, no podríamos olfatear un perro aún debajo de nuestras narices -les explicó Pedro a sus hijos.
Toda aquella conversación no les privaba de comer uvas. Los
pequeños parecían muy hambrientos, o tal vez eran muy amigos de las uvas, porque comían como golosos. Las uvas aún estaban verdes, en su mayoría, y solo algunos racimos empezaban a tomar color. Los dos zorritos aprovechaban la luz de los relámpagos para ver las uvas que empezaban a madurar, y se reían cantando a coro:

Alumbra luz del cielo
para ver las uvas
que más quiero

De pronto el más pequeño le dijo a su padre: “ Papá yo debo tener buenas narices.”
-¿Por qué dices eso, hijito? -le preguntó el padre.
-Porque por aquí huelen a perro que apesta.
-No seas tonto, hijo. Los perros no salen cuando hay relámpago y
truenos. A este momento estarán con el culo en el pajar batiéndose los dientes con el miedo. Así que tranquilos, y llenaros de uvas.
-Fuimos descubiertos -dijo Labrador a su primo.
-¿Les metemos el diente?
-No a los pequeños, que le prometí a María no hacer les daño.
-A este punto, le dijo el mayor de los zorritos a su padre: Yo también huelo un perro, papá.
-Lo que vosotros vais a oler son mis dientes, si seguís haciendo chistes tontos -les amenazó el padre.
-Salgamos antes que Pedro se de cuenta que estamos aquí y se nos escape sin unas mordeduras en el culo -le dijo Labrador a Pastor.
Pero Pedro ya se había dado cuenta de que estaban vigilados por los perros, y que no eran bromas lo que sus hijos le estaban diciendo. Pero el zorro de Pedro nunca perdía la cabeza, y las amenazas que les decía a sus hijos, no eran mas que excusas, mientras pensaba la mejor forma de huir. Llamó a los hijos, diciéndoles:
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡

-Venir aquí, que os voy a contar una historia de perros, que
os vais a revolcar con la risa.
Los zorritos corrieron a junto de su padre para escuchar la
historia. Los perros, curiosos por enterarse que historia sería
la de Pedro, se quedaron donde estaban, con la idea de escuchar. Pedro les iba diciendo a sus hijos:
-Busquemos un claro donde haya hierba para sentarse cómodamente. ¡Allí, allí! En aquel claro que veo... un poquito más arriba. No, este claro no tiene mucha hierba. Veamos aquel que está cerca del camino –les decía pedro a los hijos. Y así los fue llevando hasta cerca del camino, y una vez allí, les gritó: “¡A correr para casa! Y sálvese quien pueda.
Los pequeños zorros ya habían aprendido, que cuando su padre
decía correr, había que correr. Así fue que salieron por el camine
como flechas y los padres detrás. Se dieron cuenta los perros que
Pedro les había jugado una buena y, viéndose engañados, salieron
corriendo detrás de los zorros, aullando y tropezando con los
postes del viñedo. Pero los zorros ya iban lejos, y los perros,
sabiendo que Pedro conocía a pies juntillas caminos y veredas, se
dieron cuenta que era inútil perseguirlo, así que se contentaron
con gritarle amenazas:
-La próxima vez te vamos arrancar el rabo. ¡Ladrón!
-La próxima vez ya veremos, pero por esta me miráis al culo
-les gritó Pedro.
Al tiempo se descargó un relámpago que iluminó toda la campiña
como si fuese de día. Entonces los perros vieron al zorro, en la cima de una colina, dándoles el culo.

Con aquel tropel de zorros y perros, y aquellos aullidos, los tejones se asustaron y pasaron al lado de los perros, gruñendo y bufando como fieras. Tal vez otros animalitos más pequeños se habían asustado también, porque, después del alboroto, Labrador exclamó:
-¿Qué silencio, primo!
-Parece que hemos asustado a todo el mundo -contestó Alsaciano.
-Labrador, que era el que tenía las orejas más grandes y el oído más fino, dijo a su primo:
-¿Sientes? No fueron nuestros gritos los que asustaron a todo el mundo. Es la lluvia.
Alsaciano estiró las orejas y, deteniendo su aliento, pudo oír un ruido sordo, como un ejército de hormigas cortando las hojas.
-¡Larguémonos de aquí! -gritó.

Los dos perros salieron colina abajo, cruzando los prados y subiendo la ladera hacia la aldea, con la lluvia ya pisándoles el rabo. A pesar de que aquella tormenta había estado amenazando toda la tarde, aún así cogió a muchos incautos de sorpresa, especialmente perros y gatos. Pues, cuando Labrador y Pastor llegaron a las primeras casas de la aldea, el agua caía a cántaros, y de los tejados caían gatos por docenas. Los perros corrían por los caminos, tropezando unos con los otros, y saltando por encima de los gatos. Labrador y Pastor, trataron de cobijarse en el primer alpendre que encontraron. Pero sucedió que, un mozo de aquella casa, venía de la taberna y traía unas copas de más. Escapando de la lluvia, y con la prisa, tropezó en Labrador y fue a caer sobre Alsaciano. Los perros interpretaron aquello como que el mozo los quería pelear y se escaparon. El mozo se levantó, y al tiempo un gato, que saltaba del tejado, le cayo en la cabeza. El mozo, más asustado que el gato y que los perros, comentó:
-¡Pero si están lloviendo perros y gatos!


EL ALMUERZO DEL LEÑADOR


Al otro día María Urraca se acercó a ver a Labrador, y después, los dos juntos, hicieron una escapada a donde vivía Alsaciano. Porque, como ya queda dicho, Alsaciano de día estaba preso. Y los tres, sentados al lado del pajar, se comieron un buen trozo de pan que Alsaciano tenía escondido entre la paja. Mientras comían, los perros le contaron a María lo que les había pasado con el zorro de Pedro la pasada noche. Y como una cosa lleva a la otra, Alsaciano le contó una faena que el zorro Pedro le había jugado al lobo Jun. Recordemos que Alsaciano había sido amigo del zorro Pedro, y Pedro le contaba sus aventuras, por eso Alsaciano conocía muy bien las mañas del zorro. Según me contó María -aclaró a este punto la abuela- ese Alsaciano es la mar de simpático, que no hay quién le meta diente contando historias. Ya tengo yo ganas de conocerlo –terminó diciendo la abuela.
-¿Entonces usted todavía no lo conoce, abuela, al perro ése?
-No, no lo conozco. Como de día está preso y yo de noche no ando por ahí, esa es la razón. Pero qué importa. Ahora vamos al cuento.

Como te decía, Alsaciano, en un tiempo, había sido amigo de edro, hasta que Pedro le jugó una faena. Y fue durante esa amistad que Alsaciano aprendió muchas astucias del zorro. Contaba que, en una ocasión, estando Pedro a orillas del camino espiando a los labradores...
-¿Espiando a los labradores, abuela? Dirá usted espiando a las gallinas –yo corregía a la abuela.
-Todo viene a dar allí, Mano. Según Alsaciano, Pedro espiaba a los labradores, para estudiar sus costumbres y así se enteraba donde había puertas abiertas y amas de poco cuidado. Después, enterado de esos descuidos, les vaciaba de pan las alacenas y los corrales de gallinas. No quedaba cosa a la que él no le metiera el diente...
-Ese Pedro si que es listo ¿verdad, abuela?
-Bueno, hay que tener en cuenta que Alsaciano era amigo de Pedro cuando aún el zorro era soltero. Entonces no tenía responsabilidad y, a veces, hacía aquellas diabluras, más por divertirse que por necesidad. Pero cuando se casó y asentó cabeza ya no hacía eso; tal vez por miedo a perder la vida y dejar a la familia desamparada. Pero ese es otro cuento.
Como te iba diciendo, según Alsaciano les contó a su primo y a María, y María me lo contó a mi, en los tiempos que Pedro era soltero, se encontraba un buen día sentado en una piedra a orillas del camino, como de costumbre, espiando el ir y venir de la gente. Y aquel día vio venir por el camino a un leñador, que conducía un carro tirado por una yunta de bueyes. Pedro se escondió detrás de unas retamas para no ser visto, y notó, con su fino olfato, que el leñador llevaba en el carro, además de sus herramientas de trabajo, un cesto tapado con un trapo, donde guardaba su almuerzo. Cuando Pedro vio lo que llevaba en el cesto, la boca se le hizo agua.
-Abuela ¿no acaba de decir usted que el cesto iba tapado con un trapo?
-Así fue como se lo contó Alsaciano a su primo y a María, y María me lo contó a mi.
-Entonces ¿cómo el zorro de Pedro iba a ver lo que había en el cesto si iba tapado con un trapo?
-Buena observación, Mano. Pero una cosa tendrás que aprender y es que muchos animales ven más con las narices que con los ojos. Así que déjame que te explique y verás:
Según Pastor les contó, a su primo y a María, Pedro tiene un olfato tan fino y tan ensayado, que puede ver las cosas de comer aunque vayan tapadas. Así fue como olfateó, no sólo lo que iba en el cesto, sino la cantidad y el color de cada cosa: un pedazo respetable de jamón rojizo, de esos ahumados durante largo tiempo en las grandes chimeneas campesinas. Una media hogaza de pan de maíz mezclado con centeno, doradita y crocante, de esas que se cuecen en los grandes hornos caseros con leña de tojo y pino, que le da un sabor especial al pan. También llevaba lo que sería medio queso cremoso, probablemente de leche de cabra; aunque Pedro no sabía oler la diferencia entre queso de cabra o vaca. Acompañaban todo aquello, dos cebollas grandes y un racimo de uvas negras. Toda aquella comida despedía un olor tan glorioso, que Pedro pensó volverse loco. Pensó también, lo fácil que sería seguir al leñador hasta el bosque y, mientras él se entretenía cortando leña, cogerle el cesto del carro y escapar con él. Pero como Pedro conocía el comportamiento y costumbres de los humanos sabía que algunas veces comían antes de trabajar. Pedro ya había visto a leñadores y labradores comer en el camino, invitándose unos a los otros. Y para comprender mejor el dilema de Pedro, es necesario saber que a un zorro no se le presenta la oportunidad de comerse uno de esos manjares humanos, más que una vez en la vida. Pedro no podía perder tal oportunidad. Por lo tanto decidió poner en práctica uno de los trucos más peligrosos de los zorros y que sólo lo hacen si ven peligro de muerte.
-¿Y qué truco sería ése, abuela?
-Pues, precisamente, hacerse el muerto.
-Así también hacen todos los escarabajos, abuela. Les toca con un palito y ya caen patas arriba haciéndose los muertos.
-Pues dime, Mano ¿cómo saben esos animalito, tan pequeños, que cuando se mueren, mueren patas arriba?
-Yo que se, abuela, pero ellos lo saben.
-Eso demuestra, Mano, que esos animalitos pueden ver las cosas antes de que sucedan, que eso es un don de muchos otros animales,
por eso se pueden salvar de tantos peligros que los acechan; porque no te creas tú, Mano, que la vida de los animales es un paseo por este mundo. Los pobrecitos se las ven negras para sobrevivir. Ellos no tienen tiempo a aburrirse como los humanos. Pero ese es otro cuento. Como te iba diciendo, así hacen los zorros, como los escarabajos, si el peligro de muerte es muy grande. Pero los zorros no quedan patas arriba, sino estirados; que si quedaran patas arriba cualquiera se daría cuenta que estaban vivos. Y eso fue lo que hizo Pedro, en aquella ocasión, para robarle el almuerzo al leñador: estirarse en el camino haciéndose el muerto. Porque Pedro, con su aguda imaginación, pudo ver al leñador comiéndose aquel glorioso almuerzo. Lo vio clarito, destapando el cesto con una sonrisa de dientes blancos y afilados como un serrucho, que es como los zorros ven los dientes de los humanos. Lo vio sacando todo del cesto y colocándolo sobre el trapo. Vio como les asentaba los dientes a las cebollas y al pan crocante. Sintió la sensación de oír el crujir de aquellos dientes devoradores, comiéndose el perfumando jamón, y después el queso escurridizo y jugoso; y por último el pequeño estallido de las uvas al ser aplastadas por aquellas feroces mandíbulas humanas. Le dio tanta rabia todo aquello, que se le escapó un gemido de dolor, diciendo:
-Esos humanos son unas fieras devoradoras, que se papan al mundo entero, y aún les parece poco.
Sin poder aguantar ya más con la tortura de su imaginación, fue como decidió poner en práctica ese truco, que sólo es reservado para casos extremos. Eligió una curva del camino, donde había una zanja que conducía a un deslizamiento del terreno, y después a un bosque de pinos. Eligió Pedro aquel lugar pensando que, si el truco le salía mal, de un salto caía en la zanja, y de dos saltos más ya se plantaba en el bosque; que sabía bien Pedro, que cuesta abajo todos los santos ayudan. Pues allí, en aquella curva del camino, se acostó estirado, haciéndose el muerto. Pedro sabía que aquello le podía costar el pellejo; pero, como dice el refrán, el que mucho miedo tiene nunca cruza el río. Por eso sería que Pedro hizo de tripas corazón y espero allí a que el leñador pasara. Y ya que menciono eso de corazón y tripas, debo decir que todo el cuerpo de Pedro parecía corazón, según él le contó a Alsaciano. Parece ser que era tanto el escándalo que su corazón hacía, al latir tan de prisa, que Pedro pensó en abandonar la empresa, porque creyó que aquellos latidos lo iba a delatar. La razón de aquel sofoco, se debía a que Pedro conocía muy bien a los humanos, como ya queda dicho, por lo tanto sabía que los humanos, especialmente los leñadores, conocían muy bien las astucias de los zorros. Cualquier leñador sabía que, una de esas mañas de los zorros, era el hacerse los muertos, en caso de peligro. Pero un pensamiento favorable vino a calmar a Pedro: en aquella ocasión no se trataba de ningún peligro, por lo tanto el leñador no tendría porque sospechar de que el zorro se estaba haciendo el muerto. Entonces Pedro se calmó, justo a tiempo que el leñador se le acercaba. El leñador, al ver al zorro allí tendido, se detuvo, dejó el carro a una pequeña distancia y se fue acercando, cautelosamente, a inspeccionar si el zorro estaba vivo o muerto. Pedro tenía los ojos entre abiertos y, así como estaba acostado, mirando hacia arriba para el hombre, le pareció altísimo, mucho más grande de lo que por lo regular son los humanos. Se asustó tanto que, en aquel momento, desearía no haberse metido en semejante fregado, o en camisas de once varas, como dice el refrán. Pero entonces ya era tarde para dar marcha atrás, como pasa en la mayoría de los casos, que uno se arrepiente cuando ya ha cometido el pecado. El leñador manejaba una vara de castaño, de esas que los labradores cortan en sazón y que curan a la lumbre, poniéndole luego un aguijón en el extremo. Esas varas no rompen nunca, y donde pegan lleva el pellejo con ellas. Sabía Pedro aquello, porque otros animales domésticos se lo habían contado; que Pedro hacía amistad con bueyes, caballos y burros, con la intención de tirarles de la lengua y, a través de ellos, aprender las costumbres de los humanos. Sabía Pedro, por lo tanto, que el aguijón de esos palos, en algunos casos, era templado con vinagre, cosa que hacían algunos desalmados labradores, para que el aguijón quemara al castigar a los animales con él. Pues con el aguijón empezó el leñador a tantear a Pedro, para ver si estaba muerto o vivo. Le metió unos pinchazos en las costillas y un buen golpe en las narices, que Pedro estuvo a punto de estornudar con el dolor. Seguidamente el leñador le fue levantando el labio superior con la vara, para verle los dientes, y de paso le metió un pinchó en la lengua con el afilado aguijón. Pero Pedro aguantado aquel castigo sin sentir el mínimo dolo; pues, con el miedo, ya estaba más muerto que vivo. Y justo eso fue lo que pensó el leñador que, terminando la inspección, exclamó:
-¡Este está más muerto que vivo! Le sacaré la piel cuando regrese a casa, que me hace falta una para los pies de la cama -dijo- a medida que arrastraba al zorro del rabo y lo tiraba sobre el carro. Cogió los bueyes de la cuerda y tiró hacia el bosque, contento con su trofeo.
-¡Pies de la cama! Pies que te criaron -exclamó Pedro, escapándose con el cesto del almuerzo.
-¡Qué bien que lo hizo ese Pedro! ¿Verdad abuela? –yo interrumpí, riéndome, como si sintiese alegría de que le saliera así de bien la fiesta al zorro.
-Te digo, Mano, que ese Pedro es un hechizo. Lo que él no invente no lo inventa el diablo -afirmó la abuela.
-Pero, abuela. Usted me dijo que Pedro le había hecho una faena a su primo Juan, pero se la hizo al leñador -le recordé yo a la abuela, pensando que ya había terminado la historia.
-Ahí estamos llegando, Mano. Pues ahora viene lo bueno –dijo la abuela, echando una risita como si se acordara de alguna picardía- y continuó: Esto, según les contó Alsaciano a María y a Labrador, y después María me lo contó a mi, pasó antes de Pedro casarse, así que no tenía más parientes que sus dientes, como bien canta el refrán. Por lo tanto se fue a un claro del bosque y allí se dispuso a comer el manjar de su vida. Levantó el trapo que tapaba la comida, muy despacio, para sufrir más tiempo y, a medida que aparecían las cosas, tal como él se las había imaginado, el corazón le daba un salto en el pecho, como si tuviese una liebre viva en la barriga. Por poco no se ahoga en su propia saliva, que le caía a baldes llenos, al ver delante de sus incrédulos ojos aquellos gloriosos manjares. Estiró el trapo en el suelo, sobre la hierba, y fue poniendo allí el contenido del cesto. Al llenar el mantel de aquellos colores, pensó que era una obra de arte que jamás un pintor humano podría haber imaginado algo tan bello. Cuando todas las cosas estuvieron sobre el trapo, Pedro se pegó dos buenas bofetadas en sus propias narices, para asegurarse de que estaba despierto, que más de una vez había él soñado con algo parecido, para luego despertarse con un hambre feroz. Comprobado que no estaba soñando, empezó a comer. Comió las cebollas primero, que eran para él las menos sabrosas. Con todo eso, al meter1es el diente, sintió en los carrillos un pinchazo de dolor tan fuerte como si le arrancaran una muela, eso que se siente cuando el hambre es mucha y de pronto se les regala algo a los dientes. Fue saboreando así las cebollas, como si tuviese la necesidad de despertar el apetito, para luego zambullir manjares mejores. Terminadas las cebollas, le metió diente al jamón y, al saborearlo, fue tanto su placer que se hincó de rodillas, miró al cielo y echo un aullido, que cada cual reza a su manera; y si la oración sale del corazón, cualquier religión llega al cielo. Terminado el jamón y media hogaza, la emprendió con el queso y lo que quedaba del pan; y, finalmente, comió las uvas, una a una, como si las acariciara; porque, a pesar que ya estaba que reventaba, le daba pena ver que llegaba al final de aquel glorioso banquete.
Bueno, concluida la fiesta, puso el cesto de cabecera y se acostó panza arriba sobre el trapo. Fue en aquel momento cuando, atraído por aquel aullido de Pedro, y por el glorioso olor de la comida, se presentó en aquel lugar su primo Juan.
-¿Qué estabas comiendo, que olía tanto? -le preguntó.
-Nada menos, ni nada más, que un glorioso almuerzo de un leñador -le dijo Pedro.
-¿Qué animal es ese? -preguntó Juan.
-¡Cómo, primo! ¿es que tú no sabes lo que es el almuerzo de un leñador?
-Nunca he oído hablar de ese animal -dijo Juan.

Viendo Pedro que Juan no tenía la menor idea de o que era el almuerzo de un leñador, decidió contarle unas cuantas mentiras.
-No es ningún animal, primo. Es comida que ya está preparada, y tiene de todo: un cordero asado, tan grande como tú, y un pedazo de jamón tan grande como tu cabeza. Un queso tan grande como una roca, y una ristra de cebollas. Y para terminar, ese cesto lleno de uvas.
Al lobo se le revolvían las tripas y la saliva le caía a baldes llenos.
-¿Y dónde has robado todo eso?
-¡Primo! -le gritó Pedro. ¿Es que me estás llamando ladrón?
-Quiero decir ¿cómo lo has conseguido? -ratificó Juan..
-De la forma que yo lo conseguí, tú no lo podrías conseguir.
-¿Por qué no?
-Porque tú no tienes tripas para hacerlo.
-Lo que me sobran a mí son tripas. Lo que no tengo es con que
llenarlas -dijo Juan. Y agregó: ¿Por qué no dejaste algo para mí?
-Pensar lo pensé en hacer lo, primo. Mientras comía pensaba en ti todo el tiempo, y me decía: Este pedazo de jamón lo voy a dejar para mi primo Juan. Y de este cordero, que es demasiado para mí, voy a dejar la mitad para mi primo Juan. Pero todo estaba tan rico que me faltaron fuerzas para dejarlo.
-Dime, entonces, dónde puedo yo robar uno de esos almuerzos. Pero sin cebollas y sin uvas. Cordero y jamón es lo que yo quiero. Esas asquerosas cebollas cómetelas tú... y las uvas también.
-Bueno, pues si haces como yo te digo, comerás jamón y cordero, y yo me comeré las cebollas, el queso y las uvas. Pero te aviso que no es fácil lo que te voy a decir, y que es muy peligroso.
-Yo haré cualquier cosa por comerme uno de esos almuerzos.
-Pues si crees que lo puedes hacer, es así como se hace: se busca un leñador que traiga un almuerzo en el carro. Una vez seguros de eso, entonces te acuestas en el camino, haciéndote el muerto. El leñador te coge del rabo y te echa al carro, para sacarte la piel al llegar a su casa. Pero tú coges el almuerzo y te largas al bosque a comértelo.
-Eso es muy fácil.
-No tan de prisa, primo, no tan de prisa. Parece fácil pero no es tan fácil. Pues si el leñador se da cuenta de que estás vivo, te matará al momento. Ya sabes que feroces son los seres humanos.
-Yo no les tengo miedo. Yo mato al ser humano y lo como también.
-No seas tontito, primo -le dijo Pedro. Tú matas a un ser humano, y tendrás detrás tuya a todos los seres humanos del mundo y hasta que te maten no te darán tregua. Las cosas, primo, hay que hacerlas con inteligencia, que más vale maña que fuerza. Tú te haces el muerto, sin moverte ni respirar. Aunque el leñador te lastime con el aguijón que traen en un palo, no debes moverte, sino eres lobo muerto. Te digo que es una experiencia de miedo. Piénsalo bien antes de llevarla a cabo.
-Yo no tengo que pensarlo. Yo no le tengo miedo a los humanos
como tú -fanfarroneó el lobo.
-Ya lo se que no, primo. Pero me quedaría un cargo de conciencia, si te llegara a pasar algo malo.

Después de aquella advertencia, Pedro y Juan se acercaron a la orilla del camino, mismo donde Pedro se había hecho el muerto. El zorro de Pedro calculó, conociendo el temperamento humano, que el leñador, al encontrarse burlado, sin almuerzo, regresaría para casa muy enfadado. Como lo pensó así sucedió; pues no tuvieron que esperar mucho, cuando vieron venir al leñador bajando la cuesta del bosque, jurando y discutiendo con los bueyes. Era tanta su furia que le daba patadas a todas cuantas piedras encontraba por el camino.
-Ahí viene un leñador -le dijo Pedro a su primo Juan- y veremos
si tenemos suerte y trae su almuerzo en el carro. Escondidos detrás de los arbustos, esperaron al leñador. Pedro, con su vista aguda, pudo notar, desde lejos, el enfado en los ojos del hombre, así como oyó, con sus afiladas orejas, el continuo rechinar de sus dientes. Pues el hombre parecía una furia, de enfadado que estaba.
-Mira que suerte hemos tenido, primo. Fíjate en el pedazo de jamón tan grande que ese leñador lleva en el carro.
-Ese no es jamón. Ese es un tronco de un árbol atado con cuerdas -le dijo Juan a Pedro, demostrando que a él no se le podía meter gato por liebre tan fácilmente.
-¡Qué tonto eres, primo! Como se ve que no conoces a los seres
humanos. Esas cuerdas las usan para atar a los cerdos y a los corderos, así cuando los asan no se escapan del fuego.
-¡Aaaa! Ahora entiendo -dijo el lobo, quedándose con la boca
abierta, y Pedro aprovechó que Juan tenía la boca abierta como unas
alforjas para echarle el aliento en la boca, diciéndole:
-¿No hueles el olor a jamón y cebollas?
-¡Si, si! Me vino ahora mismo un olor a cebollas y a jamón -exclamó Jun.
-Pues corre, vete allá al camino y hazte el muerto, antes que
otro se te adelante.

Juan corrió al camino donde había una pequeña explanada, sitio elegido de ante mano por Pedro. Había el zorro de Pedro recomendado aquel lugar a su primo, con la sola intención de ver mejor lo que iba a suceder. Y mientras su primo corría al lugar señalado, él corrió a una parte alta del monte y se sentó en una piedra, para ver lo que le iba a pasar al lobo, y dijo:
-Después de una buena comida, nada mejor que una buena panzada
de risa.

Cuando el leñador vio al lobo haciéndose el muerto en el camino, también se echó a reír, y dijo:
-Ahora si que me voy a vengar. A ese, esté vivo o muerto, ahora mismo le quito el pellejo.
El lobo, tal como su primo le había explicado, tenía los ojos entre abiertos, y vio al leñador acercarse con la vara en la mano. Igual que le había pasado a Pedro, lo mismo le pasó a Juan: le
pareció tan grande aquel humano que con el miedo cerró los ojos y dijo para si mismo: "Que sea lo que Dios quiera." El leñador le metió el aguijón en las costillas con tal empuje, que Juan casi echa las tripas por la boca. Un grito grande como una casa le vino a la garganta, pero Juan se lo tragó y no lo dejó escapar. El leñador, cogiendo la vara con las dos manos y le pegó un estacazo en la cabeza que le hizo ver las estrellas y todos los pajaritos del bosque. El pobre del lobo, que ya estaba más muerto que vivo, por el miedo y el doloroso pinchazo que el hombre le había metido en las costillas, no resistió el estacazo y se desmayó. Por lo tanto no pudo oír al leñador que decía:
-Este bien muerto está.
Cuando el lobo empezó a recordar de su desmayo, sintió, como entre sueños, un frío que se le metía por dentro de la piel. Era un frío distinto a todos los inviernos por él conocidos. Recordó, entonces lo que estaba sucediendo antes de desmayarse y se atrevió a abrir un ojo, como para ver si estaba vivo o muerto. Y entonces vio, horrorizado, que el leñador lo estaba despellejando, y e frío que él sentía, era la navaja que le iba abriendo la piel. ¡Bueno! Todos aquellos gritos de pavor que él tenía atrancados en la garganta, desde antes de desmayarse, salieron de pronto todos juntos en forma de un aullido espantoso, que retumbó por todo el bosque, y de un brinco salió corriendo, acomodándose el pellejo, como aquel que, en apuros, corre subiéndose los pantalones. El leñador quedó golpeando el suelo con los tacones, y gritaba indignado:
-¡Hoy anda el diablo por los caminos!

El único que lo estaba pasando bien era Pedro, que mirando la comedia, que él mismo había armado, se revolcaba con la risa.
-¡Ay, abuela! Desde luego, qué malvado es ese zorro –exclamé yo sin poder contener la risa.
-Es como tú, que te ríes del mal de los demás -me dijo la abuela.


LA APUESTA DE CUCO


Aquella mañana, después de comerse el pan y de escuchar las historias de A1saciano, Labrador le encargó a María que le diera saludos a Cuco. Y también le pidió que volviera a verlo al día siguiente, que casi seguro que le iba a poder echar e1 diente a un trozo de pan para ella y a un terrón de azúcar para Cuco. Cuando María llegó a la morada de Cuco ya era el alto mediodía, y como la tormenta de la pasada noche había limpiado la atmósfera, el sol calentaba fuerte como si fuera verano. María encontró a Cuco dormitando a la sombra de unos viejos castaños y le tuvo que gritar tres veces dentro de una orejas para despertarlo. Cuco despertó de un susto, echando una pata al corazón. Siempre se asustaba, cuando María le gritaba dentro de las orejas.
-¡Me vas a matar a sustos, María! -exclamó.
-Te pasas la vida soñando, Cuco. ¿Cuándo vas a poner tus pies en tierra?
-No dormía, que estaba pensando en la tormenta de ayer. Vistes
como acerté de que iba a llover.
-Si, de esta vuelta acertaste, te tengo que dar el crédito -le
dijo María. No solamente acertaste con el tiempo, que también acertaste quién era el que me comía las uvas.
-¿Cómo te enteraste?
-Labrador y su primo Alsaciano fueron la noche pasada a cuidarme la viña y cogieron a Pedro con los dientes en la masa.
-¿Entonces has estado con mi amigo Labrador?
-Vengo de allí. También estuve con él ayer a la tarde, que fue cuando me dijo que iría con su primo a cuidarme de la viña. Y también vi a tú amo, que estaba arando con un burro y un buey.
-Los burros no saben arar, María. ¿Tú qué estás diciendo?
-Si saben o no, ese es otro cuento. A tu amo le cogí una espiga y me llamó ladrona. Es como todos los humanos; tienen riqueza de sobras pero no sueltan nada. Les coges una espiga y es como si les chuparas la sangre.
-Ahí te doy la razón, María. Me contó mi amigo Labrador, que esos hombres de trapo y paja que ponen en los campos, son para asustaros a vosotros, la raza de urracas y cuervos, para que no les comáis las cosechas.
-Ya ves, Cuco, que tontos son algunos humanos. Pensar que nosotros no distinguimos entre un humano de trapo y uno verdadero. ¿Sabes para qué usamos nosotros esos hombres de trapo y paja?
-No, dímelo.

María miró a su alrededor, como para no ser oída y, aún así le habló a Cuco muy bajito al oído. Cuco se empezó a reír y, sin darse
cuenta de que levantaba la voz, exclamó:
-¡Cagais por ellos!
-¡Calla, Cuco! -le gritó María.
-Yo lo hice mejor, María. Una vez me comí uno de esos hombres. Ji,ji,ji -relinchó Cuco.
-¡Lo comiste! ¿Luego tenías tanta hambre?
-No tenía tanta hambre. Mi amo me pegó unos palos y yo me enfadé mucho y para vengarme, fui al campo y me comí el hombre de paja y trapo imaginándome que era mi amo.

Le hizo mucha gracia a María la ocurrencia de Cuco, eso de comerse un espantapájaros, y se rió mucho. Y hablando de esas cosas de los humanos, Cuco le confesó a María, una vez más, que hablaba así de puro remordimiento; pero que, en realidad, él envidiaba mucho la vida de los humanos. Según Cuco, los humanos tenían toda clase de comida que querían, y duraban muchos años. Cuco dijo que tenía mucha pena por no ser un hombre, porque los caballos se ponían viejos demasiado pronto. María le dijo que mejor sería ser un cuervo, poniendo como ejemplo a su primo, que tenía más de cien inviernos y aún estaba bien. A no ser por el mal trago que había pasado en aquellos días. No le pareció a Cuco buena la idea de ser un cuervo, alegando que a él no le gustaban las alturas, que le daban vértigo. No pudo entender Cuco las explicaciones de María, de que siendo cuervo ese problema del vértigo no hubiera existido. Entonces María le aconsejó que se contentara con lo que era, pues otra cosa no podía ser. Y le dijo que los humanos también tenían sus problemas, y que padecían locuras que los animales no sufrían. Le habló María de las guerras entre los humanos, y Cuco, pensando que esas guerras eran escaramuzas de feria, comentó con María.
-En eso tienes razón, María, que yo los he visto una vez en el mercado pelearse con palos. Da miedo verlos como gritan y se pegan. Te digo que tienen un cuerpo más duro que una piedra.
-Yo los he visto pelear de otra forma, Cuco -le dijo María. Se peleaban con fuego y truenos. Y no eran duros como tú dices. Sus cuerpos se derretían como la nieve.
-¿Y dónde has visto tú eso, María? -le preguntó Cuco, algo incrédulo.
-En todas partes. Cuando mi amigo, el humano con el que viví, se marchó a la guerra, yo me sentí muy sola y fui en su búsqueda, pero nunca lo encontré. En mis recorridos, por esos campos de batalla, vi cadáveres humanos por todas partes. Comprendí, entonces, que mi amigo no había podido sobrevivir a tanta matanza, y me resigné a no verlo nunca más.

Conversaron Cuco y María largo rato sobre los seres humanos,
tratando, cada cual a su manera, de entender a tan difíciles criaturas, sin poder llegar a una conclusión. Tan pronto veían a la raza humana muy buena como tan pronto la veían muy mala. Después que agotaron ese argumento, Cuco trató de contarle María, una vez más, sus aventuras, de cuando era mozo, pero María lo desanimó, diciéndole que en eso se parecía a su primo Cuervo, que no hacía más que hablar de su pasado. A Cuco le fallaba la memoria y le contaba a María la misma historia una y otra vez. Y María, por educación y respeto, más de una vez se había aburrido escuchando aquellas repetidas aventuras, pero aquel día no aguantó más y le dijo:
-Mira, Cuco, me has contado esas historias tantas veces que me
he vuelto negra.
-¿Te conté del día que he perdido la apuesta? –le preguntó
entonces Cuco.
-¿Es que has perdido tú una apuesta, alguna vez? –le preguntó
María, muy sorprendida, y con un poco de burla.
-Si, perdí una, una sola, y ese fue el fin de mi juventud. Lo
recuerdo como el día más triste de mi vida. Aquel día yo debía haber muerto –dijo Cuco, y echó un relincho parecido al sollozo de un niño, y por un tiempo no pudo seguir hablando, como si se le atrancara un nudo en la garganta. Dos grandes lágrimas le cayeron de sus tristes ojos, que al golpear el suelo salpicaron a María. María ya estaba acostumbrada a los gemidos y lágrimas de Cuco, y ya no se sentía afectada. Pues era muy raro que Cuco no terminara llorara como un niño, cada vez que recordaba sus días de juventud. Sin embargo aquel día María pensó que aquellas dos lágrimas de Cuco venían de lugares más profundos que otras veces. Y en aquel momento María pensó en lo expresivas que pueden ser dos lágrimas, que al fin y al cabo no son más que dos gotas de agua salada, pero que puedan contar, mucho mejor que todas las palabras, lo que es la tristeza y la soledad. Calmó, por lo tanto, María a Cuco, diciéndole:
-Piensa, Cuco, en la tristeza de los demás, en la tristeza de los otros caballos, cuando tú les ganabas, y que eso te sirva de consuelo.
-Esto es diferente, María. Tú no me escuchas. Y yo tengo tantas cosas que contarte, que no se por donde empezar.
-Pues empieza por donde se empiezan los cestos -le contestó María; pero dándose cuenta que aquélla forma de hablar no era correcta, le pidió disculpas a Cuco y escuchó en silencio su historia.

Ya te conté, María, pero te lo tengo que repetir -empezó así el caballo a aventura- como le gustaba a mi amo hacer apuestas con los feriantes, seguro de que yo las ganaría; pues no había otras cuatro patas en el mundo más ligeras que las mías. Después dé ganar, mi amo me daba pan con vino y azúcar. ¡Qué cariñoso era entonces conmigo! Pero un día de feria, un aciago día, nos encontramos con otro hombre en el camino. Iba montado en un caballo tan elegante como yo, y de la misma estatura. Su dueño le preguntó a mi amo si le apostaba a quien llegaba antes a la feria. Apostaron vino y comida. Yo sabia lo que era vino y comida, porque yo había escuchado aquellas palabra tantas veces, que ya las conocía por el sonido. Porque aunque yo nunca aprendí la lengua de los humanos, yo entiendo la mayoría de sus sonidos. Empezamos a correr, aquel caballo y yo, y yo no podía dejar aquel caballo detrás. Pensaba que se iba a cansar, pero no se cansaba. El que se cansó fui yo, que fui perdiendo camino. Yo no podía comprender como mis piernas se hacían cada vez más pesadas. Era como un sueño: cuanto más quería correr menos corría, y el otro caballo me ganó. Aquel día mi amo tuvo que pagar el vino y la comida. Y, como castigo, no me dio pan con vino y azúcar. A la siguiente feria nos encontramos con otro hombre a caballo, que también le dijo a mi amo si hacían una apuesta.
-No más apuestas -le contestó mi dueño. Va demasiado viejo para esos trotes.
Aquella frase aún sigue retumbando en mis oídos. La estoy escuchando siempre, dormido y despierto. Todas las noches sueño con aquella frase. Pero era cierto, María. Yo estaba viejo. De la noche a la mañana mi juventud me había dejado. Mi juventud había sido un soplo; había pasado como una carrera hacia la feria. Desde entonces me empecé a sentir cansado, hasta tal punto que ya no podía lleva a mi amo a la feria. No podía comer la paja, pues mis dientes me olían, y uno a uno, en la paja se fueron quedando todos. Adiós pan con vino y azúcar; adiós caricias, peinados y baños. Cuando no servía para nada, aquí me han traído a este páramo, a que me muera en la soledad. Y aún me quitaron los zapatos de hierro.
-Así es la vida, Cuco. Del árbol caído todo el mundo hace leña -le dijo María.
¿Pero tú crees, María, que uno merece tanto desprecio, sólo por perder una apuesta, o por ser viejo. ¿Qué culpa tengo yo que los caballos seamos viejos tan pronto? Ya quisiera yo durar tanto como los humanos... ¡Malditos humanos! Lo tienen todo menos corazón.
Cuco no pudo hablar más, pues se dejó llevar por un llanto
incontrolable. María, que ya lo había visto tantas veces llorar, se sintió muy incómoda, porque aquel ya no era un llanto, sino un escándalo. Por lo tanto, más que pena sintió un poco de rabia, y
contestó a los lamentos del caballo con uno de sus refranes,
-Yo que me callo, piedras apaño.
-No te entiendo, María. Tú siempre hablas difícil -le dijo el
caballo, amainando su llanto.
-Te quiero decir, Cuco, que tú siempre me estás tirando con tus penas a la cara, y yo calla que calla. Pero si te contara las mías, verías que las tuyas son alegrías.
-Pero tú nunca hablas de tu vida María. ¡Eres tan misteriosa!
-Como decía mi abuela, palabras y plumas el viento se las lleva. Contar penas, amigo Cuco, es como nadar y nadar y ahogarse en la orilla. Que el refrán bien dice: ríe y el mundo ríe contigo;
llora y llorarás solo.
-¿Y qué voy a contar yo, María, si no cuento penas?
-¡Calla, Cuco, calla! Tú no has hecho otra cosa que andar de feria en feria, probando aquí y allí, como cuchillo de melonero. Pero otros caballos hubo en el mundo que se pasaron su vida tirando del carro y del arado. Ellos no fueron agasajados con pan mojado en vino y azúcar, que lo que llevaron fueron palos y aguijones por las costillas.
-Si no me metieron el aguijón, ni me dieron palos, sería por que yo no los precisaba, que caballo que vuela no necesita espuela -le contestó Cuco, con una chispa de agudeza.
-Pues paga las consecuencias, Cuco, por correr tanto, que por eso te habrás vuelto viejo antes de tiempo. Que el refrán también dice: Caballo en carrera, sepultura abierta.
-Ojalá me hubiera muerto en una de esas carreras, así moriría con honor y no como un ermitaño, sólo sin un perro que me ladre -se lamentó Cuco.

Después de aquella tirada de Cuco, María se enfadó un poco, y se iba a marchar, diciéndole a Cuco que hablar con él era hablar en desierto, porque no entendía nada que no fuera tener lástima de sí mismo. Cuco se disculpó y le pidió a María, encarecidamente, que no lo dejara solo en aquel momento, que aquel era un mal día para él, y que por eso veía todo tan negro. Se quedó María, entonces, y le contó a Cuco, que ella había visto un sitio a donde llevaban a los caballos viejos, los que no habían sido tan afortunados como él. Allí, en aquel sitio funesto, poblado de humanos malvados, les quitaban el pellejo y las tripas. Después los cortaban en pedazos y los hervían en grandes calderos, como hacen las brujas con sus potingues; y una vez cocidos los encerraban en latas.
-Le pareció a Cuco demasiado horrorosa aquella historia para ser verdad, y como si no comprendiera el resultado, le preguntó a María, si después de todas aquellas torturas, había alguien que saliera vivo de las latas. María sé tuvo que reír de la estúpida simpleza del caballo, y como aquel que le da lecciones a un niño, continuó mostrándole a Cuco la diferencia entre su suerte y la de aquellos desafortunados, que terminaban en aquel infierno.
-Aquí en las colinas -le dijo María- tú estás como quieres. Aquí crece el pasto tierno y jugoso, y hay muchos árboles donde rascarse, además de darte sombra y abrigo; y no faltan arbustos, en los que rascarse y espantar las moscas. Y en el invierno tienes cuatro paredes donde cobijarte.

Quedó el caballo admirado del conocimiento que María tenía de la vida, y de la forma que ella podía mirarla, sin encontrarle problemas.
-¡Ay, María, cómo te envidio! ¡Quién pudiera ver las cosas tan
bonitas como tú! Como se ve que la vida ha sido generosa contigo -comentó el caballo, visiblemente envidioso de lo que le pareció una vida sin problemas.
-Calla, Cuco, que tienes muy poca memoria -le retrucó María. Acabo de decirte, que las penas tuyas pudiera yo recogerlas par mis alegrías. Muchas veces vine yo aquí, con la idea de desahogarme contándote algunas de mis penas y secretos, cargas que me pesan mucho para llevarlas yo ola. Pero tú nunca me has dejado hablar y sólo me has pagado con desgracias. Así que, si triste vine, con pena me marché. Días hubo que te escuché con paciencia, cuando la que quería habla era yo; porque yo tenía un nudo en la garganta y una pesadumbre en el pecho como si me hubiera tragado una piedra... y me fui sin poder decir este pico es mío.
-¡Ay, María! Ahora comprendo lo que me querías decir, cuando me decías que yo merecía unos palos. ¡Cómo puede un caballo ser tan burro, que no ve la paja en el ojo ajeno!

La tarde iba alta, y el sol de esos días de otoño, andaba bajo y achicharraba como un día de los más calurosos de verano. Allí cerca de donde María y el caballo conversaban, había unos castaño muy viejo, que su fruto llegaba temprano, y que estaba cargaditos de erizos.
-¿Sabes qué, María? -habló el caballo. Vamos a descansar debajo de aquellos castaño, que tienen tantos erizos. Las castañas aún están blancas, pero eso las hace más tiernas. Tu subes al árbol y echas abajo los erizos, que yo los abriré con mis pezuñas. Y mientras merendamos, tu me cuentas algo de tu vida.
-¡Al fin tu cabeza tuvo una buena idea, Cuco! -exclamó María.

Caminaron para aquella refrescante sombra de los castaños y María subió a un árbol y echó erizos abajo, que Cuco, con sus pies duros, los fue abriendo. Unas ardillas, que dijeron ser locas por las castañas, se acercaron a pedir unas cuantas, alegando que ellas no podían abrir los erizos por tener tantos pinchos. Cuco les mando que cogieran todas las que quisieran. Ellas dieron las gracias y, mostrando su natural agudeza, se marcharon muy contentas cargadas de castañas. Cuco las quedó mirando, con una sensación en el corazón que no pudo comprender, porque, como nunca había hecho un favor anteriormente, no sabía que el hacer bien puede causar un gran placer. Así de contento, partió unas ramas verdes y tiernas, para engañar sus encías, porque dientes no tenía.
-¿No ibas a comer castañas tú también, Cuco? -le preguntó María.
-Pensé que no estarían tan logradas, María, y veo que ya están un poco duras para mis dientes -dijo Cuco y sonrió de su propio chiste. María, en cambio, comía castañas como una golosa, y el caballo, que la miraba con admiración, pensaba: ¿Cómo puede ella comer así dientes? Y María, como si adivinara los pensamientos de Cuco, también sonrió.
-Te estoy escuchando, María -le dijo entonces Cuco.
-Pero si yo no he dicho nada
-Pues habla.

María se dio cuenta, entonces, que por primera vez, desde que se habían hecho amigos, el caballo estaba dispuesto a escucharla, en vez de hablar él siempre. Así que, mientras saboreaban aquella sencilla merienda, María le fue contando a Cuco, aquel suceso de su vida, que ella guardaba muy cerca de su corazón, y que nunca había tenido el valor de compartirlo con nadie.


EL GRAN SECRETO DE MARIA



Era muy joven cuando me casé. Una niña, realmente. Mi esposo, por el contrario, era de una edad madura. Aquella diferencia de edad, se podía contar como una medida de nuestro amor. Pues, habiéndome quedado huérfana a muy temprana edad, me pilló la vida sin defensa y pasé hambre, hasta que encontré al que fue mi esposo. El era mayor, de edad madura, se podría decir, así que fue para mí, padre y marido. Y yo para él como hija y esposa, y por eso nuestro cariño era doble.¡Pero todo duró tan poco! Tuvimos dos hijos, que eran una delicia de criaturas. Nosotros estábamos tan contentos con ellos, tan felices, que de día les poníamos nombres y de noche se los cambiábamos. Siempre teníamos tantas cosas de que hablar que no había tiempo a dormir. Recuerdo que aquella primavera, cuando nacieran los pequeños había sido bastante fría. Yo pasaba el tiempo dándoles calor a nuestros hijos, y mi esposo buscando comida por los bosque y los prados. Debido al frío, la comida también escaseaba, y mi esposo tenía que trabajar fuerte para traer a casa el sustento de cada día. En una ocasión llegó muy excitado, y me dijo:
-He encontrado un sitio, un vergel escondido en el bosque, donde parece que nadie ha puesto el pie jamás; pues está lleno de fresas salvajes, y otras frutas misteriosas. Algo que yo nunca he visto igual. Ven un momento conmigo, verás que sitio tan hermoso.
-Yo no debo de -le dije. Hoy está el día muy frío y tengo que
darles calor a nuestros hijos.
-Ven, que yo te enseñaré el sitio, y tú te quedas comiendo fresas y estirando las piernas, y yo regresaré a cuidar de los críos.
Me pareció buena la idea de mi marido y fui con él. Me enseñó un vergel de lo más hermoso, donde había toda clase de frutas que nadie había tocado, como si el lugar fuera desconocido de todo el mundo. Mi marido se fue para casa y yo quedé dándome un festín con aquellos manjares. Estiré las piernas, corrí y mojé los pies en el pequeño arroyo. Después de tanta excitación me entró un temor. Aquel sitio era demasiado hermoso para ser cierto. Pensé que todo aquello era una ilusión o un sitio embrujado. Así estaba pensando, con el corazón apurado, cuando oí unos gritos que venían del lado de mi casa. ¡Ay cuántos pensamientos cruzaron mi pobre cabeza en aquellos pocos momentos! Pero al acercarme, la escena que vi sobrepasó todos mis temores. A mi querido marido, amigo y padre, padre de mis hijos, lo llevaba un pequeño ser humano en un palo colgado de las patas. Sabes, Cuco que los humanos, como tú dices, pueden ser muy malos, aunque no todos. Pero que Dios te salve de caer en las manos de un crío humano de esos malos; pues como no saben lo que hacen, para ellos la vida es un juego. Un juego, que para la víctima es una tortura, de la que sólo la muerte nos puede liberar.
_¿Pero cómo lo cogió, María? ¿Cómo estaba él tan descuidado para caer en las uñas de ese pequeño humano -preguntó el caballo.
-Nos estaría espiando y, al vernos salir de casa, colocó una
trampa justo en la puerta. Mi esposo no se percató, y allí quedó
preso de patas. Eso no me h4biera pasado a mí. Yo tengo esa natural
desconfianza femenina, y siempre me fijo en las menudencias, cosa
que vosotros los masculinos no hacéis.
-Eso es cierto, María; que una trampa se debía de ver sin caer
así tan fácilmente en ella -dijo el caballo.
-No te creas, Cuco. Esos pequeños humanos tienen mucha astucia
y saben hacer sus trampas muy bien. Esta trampa era una cuerda, con un lazo, que el humano disimuló con los mismos materiales de nuestra vivienda. Yo la hubiera visto porque, como te digo, hubiera desconfiado del menor detalle, pero mi marido no. Por eso me siento responsable de su desgracia, porque aquella trampa estaba para mí.
-Tú no tienes culpa, María. Es el destino, que tiene tantas
formas de hacer su daño.
-¡Ay amigo Cuco, si tú vieras sus ojos! Me miraban con una pena infinita, que no se si aquella pena era por él, por mi o por nuestros hijos.
-¿Y tú no has podido hacer nada para salvarlo, María.
_Traté de hacerlo y casi pierdo mi vida. Aquel pequeño humano
era malo como el diablo. Yo nunca había visto un ser con tanta
determinación. Pues yo me tiré a sus ojos para picárselos y
arañárselos, por ver si soltaba a mi esposo. Pero él me tiraba piedras, con tanta puntería que una me pego en la barriga y me dejó sin aliento. Pude subir a un árbol, justo cuando ya él me iba a echar la mano.
-¡Ay si yo estuviera allí, qué patadas se iba a llevar en
el culo ese pequeño! -exclamó Cuco muy enfadado.
-Fue lástima que yo no te conociera por aquellos tiempos, Cuco. Tú serías el único que nos podrías ayudar -dijo María y continuó con su historia.

Ante nuestra impotencia, el pequeño humano iba muy contento con su trofeo, y nuestro dolor le importaba poco. Yo lo seguí de árbol en árbol, implorándole clemencia, pidiéndole que soltara a mi querido esposo, pero él no se conmovió. Si por lo menos yo supiese hablar la lengua de los humanos! Pero, por entonces, yo todavía no había aprendido a hablar. Por eso no sé si no me entendió o no quiso hacer caso de mis súplicas. Mi esposo me decía:
-Vete para casa, María. Salva a nuestros hijos, que se van a
morir de frío.

Yo me veía en un terrible dilema, con mi corazón repartido entre dos amores: mis hijos y mi marido. ¿Cómo iba yo a elegir? Dejar a mi esposo sin saber a dónde era llevado, o salvar a mis hijos. ¿Qué harías tú, Cuco, qué harías tú, si vieras que ibas a perder todo? ¿Por quién te decidirlas tú, por tu esposo o por tus hijos?
-¡Pobre María, pobre María! -exclamaba el caballo, cogiéndose
la cabeza con una pata, y sus grandes ojos llenos de lágrimas; porque Cuco, como ya se ha visto, era muy propenso a las lágrimas.
¿Qué has hecho tú, María, ante tan desgraciada situación? -preguntó el caballo, porque él no podía ver una solución.

Yo seguí al pequeño humano hasta una casa de labradores. Allí vi cómo encerraba a mi marido en una prisión de hierro, donde no tendría la menor posibilidad de escaparse. Vi como el pequeño humano fue a llamar a sus amigos, que eran muchos, unos más grandes y otros más pequeños. Pero todos hacían mucho ruido, y todos empujaban a mi esposo con palos, para hacerlo cantar.
-¡Qué horrible, María, que horrible! -relinchaba el caballo.
-Lo que te dije, Cuco. Dios te libre de caer en las manos de esos pequeños humanos, que pueden ser muy crueles.

Yo me fui para casa, llorando sin lágrimas, pues mis ojos
estaban secos de dolor. Me acosté sobre mis hijos, que ya estaban más muertos que vivos, de pasar frío. Mi corazón no me sostenía ni acostada y la vida se me iba. Salvé a mis hijos, o ellos me salvaron a mi; que no sé quién dio calor a quién. Porque no creo que quedase algún calor en mi cuerpo, después de aquella escalofriante experiencia. Trabajé de sol a sol para alimentar a mis hijos, darles calor y hacer escapadas para visitar a mi esposo en la prisión. Algunas veces no me podía acercar a él, que los pequeños humanos me tiraban piedras. Yo tenía que espiar para saber cuando ellos se marchaban. Entonces le llevaba algo de comer y charlábamos, acariciándonos con nuestros picos a través de los hierros de la prisión. Hablábamos de nuestros hijos, y yo le contaba como crecían, y le contaba esas cosas graciosas que los críos dicen y hacen al crecer. Así, a veces, hasta teníamos humor para reír. Y siempre abrigábamos la esperanza de que aquel humano le diera la libertad. Pero, a medida que pasaba el tiempo, las esperanzas se iban perdiendo, y la salud de mi marido se iba deteriorando. Entonces me decía:
-No aguanto más, María, no aguanto más. No aguanto a esos
humanos empujándome con palos para hacerme cantar. No soporto sus horribles ojos, que parecen echar sangre y fuego. ¡Y sus bocas, María! Tenías que ver sus bocas de cerca. Son rojas y cavernosas por las que echan unos gritos que te hacen estallar la cabeza.

Tan aterrorizado estaba mi marido, de aquellos pequeños humanos, que me pedía que lo ayudara a morir. Y como te decía, su salud se iba deteriorando rápidamente, y ya se estaba quedando sordo. Pues, viendo tanto sufrimiento, y todas las esperanzas de verlo libre perdidas, decidí sacarlo de su miseria. Porque una cosa debes saber, Cuco, que nuestra raza prefiere la muerte antes que perder la libertad. Así que un día le hice una empanadita de setas, que a él tanto le gustaban; pero las setas eran de las más venenosas que pude encontrar en los bosques. Comió aquella empanada con tata ansia como si fuera el mejor
manjar del mundo. De pronto notó en mis ojos, que su voluntad se había cumplido. Se le dibujó una pequeña sonrisa y me dijo:
-¡Gracias, querida! -y no dijo más. Se quedó dormido como un
pajarito.
-Habrás sentido mucha pena ¿verdad, María? -le preguntó el caballo.
-Después que lo vi muerto ya no sentí pena ni alegría, Cuco, que
mi corazón estaba repartido entre dos sentimientos: el bien y el mal. Pues tan grande amigo había perdido, que en otras circunstancias la pena me hubiera matado, pero, en tal ocasión, al verlo libre de aquella desgraciada aventura que le había tocado vivir, no sentí nada. Nunca le he contado a nadie este crimen, amigo Cuco. Te lo digo hoy a ti, porque ya te considero el mejor amigo. Y te lo conté para que veas que en esta vida todo el mundo tiene algo que rascar.
-Yo siempre pensé, María –le dijo a este punto el caballo- que tú eras diferente, con esa personalidad tan grande que tienes, pero cómo iba yo a comprender que todo eso era producto de una tragedia. Y qué desconsiderado he sido yo contigo. Hablando siempre de mis menudencias, sin darte la oportunidad de echar fuera de tu pecho ese dolor que guardabas.

Quedó María impresionada de la comprensión del caballo que,
lejos de horrorizarse de aquel crimen, pensó que María había hecho una obra de caridad, por librar a su esposo de aquella miseria. Por su parte María se sintió muy aliviada, por echar fuera de su pecho aquel pesado secreto, pecado que, durante muchos años, había cargado ella sola con él. Y ya desahogada, como el que se confiesa y se siente libre de pecado, continuó contándole a Cuco lo que le pasó después, aunque la historia ya tomó un tono más alegre.


EL ACCIDENTE

La abuela parecía meterse adentro del pellejo de la urraca, cuando me contaba esta historia, y yo, a veces, ya pensaba que ella era un pájaro y yo un caballo. Pues así, como si fuese la urraca la que hablaba y no ella, me siguió contando:
Me las vi negras para alimentar a mis hijos. Pero, quitándole pan a mi boca, los fui criando, y crecieron con salud y hermosura. ¡Los tendrías que haber visto, Cuco! Cuántas veces, al verlos tan crecidos, me decía yo: ¡Ay si vuestro padre os viera! Pero, como dice el refrán, bien vengas mal si vienes solo. Pues, cuando pensé que todo marchaba sobre ruedas, aun me faltaba un rabo por desollar. Fui un día a lejos por comida, y tardando más de lo debido. Al regresar encontré mi vivienda desbaratada. No me costó mucho adivinar que Águila había estado allí. Mis hijos saltaran de la vivienda al suelo, y se escondieran entre la maleza, donde Águila no los pudo encontrar. Pero se lastimaron en la caída, uno de gravedad, y por mucho que lo cuidé no pude salvar su vida. Yo no se de dónde saqué tantas fuerzas para vencer tanta adversidad. Cuántas veces me decía: Pero Dios mío ¿qué habré hecho yo para merecer este castigo? Me quedé con un solo hijo, que creció y se hizo pronto un mozo muy guapo. Pero para mí siempre seguía siendo un niño. En él deposité todo mi cariño; el cariño que yo había
perdido de mi marido y de mi otro hijo. Así lo mimé hasta estropearlo. En vez de hacer de él un mozo fuerte de espíritu, lo convertí en un niño caprichoso, sin picardía para enfrentarse con la vida. Así fue que, a muy temprana edad, apareció en su vida una urraca solterona, que había ella recorrido más montes y bosques que una docena de urracas juntas, y en seguida me lo conquistó. No pude convencerlo de que aquella no era la compañera que él merecía, entonces les pedí, como mal menor, que vivieran conmigo; pues no me resignaba a perder aquel hijo, tan querido, a tan temprana edad. Pero ella me dijo que el casado casa quiere. Entonces me enfadé y les dije: Marcharos, y que os parta un rayo. Y aquella fue mi bendición. Se marcharon y nuca más los he visto.
Me quedó aquel juramento como un gran remordimiento. Si los hubiera sabido perder, al menos los vería de vez en cuando. Pero bueno, a lo hecho pecho, que dentro de cien años todos seremos calvos -terminó diciendo María.
-¿Te habrás sentido muy sola, verdad María? -le preguntó el
caballo.
-Por un tiempo si, Cuco. Pero luego descubrí que pájaro volando, vale ciento en la mano. Después de una vida tan desafortunada, decidí vivir para hoy y no para mañana, y de pronto me di cuenta que era libre, que era rica. No tenía nadie a quien mantener, ni por quién sufrir y llorar. Y empecé a gozar de aquella riqueza que me daba la soledad. No tenía otra cosa que hacer, que comer y cantar. Me encantaban los viajes, y viajé mucho y conocí muchos sitios: bosque bellos, valles hondos y colinas altas. ¡A vivir que son cuatro días! -me decía. Juré no tener más amores, ni sufrir ni llorar. Pero me cogieron las soberbias, Cuco. El diablo otra vez metió el rabo en mi vida, y casi doy con mi alma en el infierno. ¡Pecadora de mí! Volando, como una tonta, iba yo por el aire un día, con mis pensamiento en las nubes, cuando sentí que la luz se iba de mis ojos y el aire de mis alas y yo me caía al vacío. Solo tuve tiempo a decir: ¡Dios mío, yo me muero! Cuando otra vez abrí los ojos me encontré en el suelo entre la maleza. Estaba mojada y tría, y un espantoso dolor me corría por todo el cuerpo. Noté, por el sol, que ya no era el mismo día, que había estado inconsciente por mucho tiempo. Me quise levantar y eché un grito de dolor; pues fue entonces cuando me di cuenta que tenia un pata rota. Miré al cielo y vi esos alambres, que los humanos habían puesto para llevar luz a sus casas. Me acordé, entonces, que cuando los estaban colocando dije yo: Un día alguien va a tener un accidente en esos alambres. ¡Tonta de mi! Yo fui la primera. ¡Ay Dios mío! ¿Qué va a ser de mi? -me preguntaba al verme tan mal herida. Porque como tú sabes, Cuco, ninguno de nosotros puede sobrevivir a tales accidentes. Sólo un cosa se puede esperar, en esas circunstancias: que un enemigo nos encuentre y nos extermine, de lo contrario nos espera una muerte lenta y dolorosa. Pues así estuve yo, padeciendo días y noches, esperando por algún enemigo que me viniese a dar la muerte. Pero los únicos instantes fueron el hambre y la sed. ¡La sed, Cuco, la sed! ¿Has tenido alguna vez mucha, mucha sed, Cuco? ¡Qué dolor tan grande es la sed!
Para aliviar mi dolor, yo hablaba conmigo misma y me decía: Ya
pronto terminará todo. Un día más y me moriré. ¡Qué es un día! Y un día vi a Águila volando alto. Era Águila el asesino de mi hijo, pero me alegré de verle y grité para que me viera y me diera la muerte. No me oyó y la oportunidad se perdió. No sé el tiempo que habrá pasado, porque yo ya había perdido la noción del tiempo. Una mañana de niebla oí cantar a un humano, y por su voz noté que era un crío humano. Grité para que me encontrara, siempre deseando que terminara con mi vida. Me oyó y vino a buscarme. Me cogió en sus manos y parecía muy contento; pero pronto me di cuenta que era un ser humano de los buenos y que no me iba a dar la muerte. Cuando yo deseaba un humano malo y salvaje, que me quitara la vida aplastándome la cabeza con una piedra, o que me retorciera el cuello, me encontré con uno bueno que me acariciaba y me hablaba con dulces sonidos. ¡Lástima que entonces yo no comprendiera la lengua de los humanos!
El pequeño humano, dándose cuenta que yo estaba mal herida y
sedienta, me acercó a un arroyo, para que bebiera. Nunca yo me había dado cuenta que el agua era tan rica. Bebí agua hasta que me salió por las orejas. Después de beber, el pequeño me desinfectó la pierna, con una planta que al romperla echaba leche, y que quemaba tanto me desmayé del dolor. Cuando recordé noté que mi pierna no me dolía casi nada. El pequeño humano me la había asegurado con barro y otras cosas que yo no sabía lo que eran, pero yo me sentí aliviada de aquel terrible dolor. Después el pequeño me dio a comer pan, ese manjar de los humanos; y si el agua me pareció tan rica, no menos me pareció aquel pan. Desde entonces, para mí, no hay manjar en el mundo como el pan que saben hacer los humanos. Te digo, Cuco, que comí pan hasta que casi reviento. Después, el pequeño me cantó canciones humanas, con un pico artificial, que más tarde comprendí que era una flauta. Aquella música era tan dulce que parecía curar el dolor y la tristeza. Yo me dije: "Bueno, María, de esta vuelta parece que no te vas a morir, después de todo."
El pequeño humano me llevó a su casa, y me encerró en una cárcel como la que habían encerrado a mi marido, pero pronto me di cuenta que no era cárcel, que era más bien un sitio para protegerme de los peligros de afuera. También me asusté cuando vinieron a verme muchos pequeños humanos, pues pensé que me iban a lastimar con palos, como se lo hicieran a mi esposo. Pero no me hicieron daño y, al contrario, me trajeron toda clase de comida, manjares que yo nunca había probado.
-¿Entonces fue así como aprendiste a hablar como los humanos,
María -preguntó a este punto el caballo.
-Si, poco a poco, fui entendiendo algunas de sus palabras. Noté que me llamaban por otro nombre, pues fueron ellos los que me pusieron el nombre de María. Después de un tiempo, el vendaje de mi pierna me estaba dando malos ratos. Picaba que me enloquecía. Yo trataba de rascarme, pero sin resultado, porque el barro se había endurecido como una piedra. Viendo mi mal estar, el pequeño humano me quitó el vendaje. ¡Ay qué alivio sentí al verme libre de aquella atadura! Creí que nunca iba a parar de rascarme. Pero el mayor alivio fue ver que mi pierna estaba sana. Apenas quedaba la señal de una cicatriz por donde se me había roto.
Bueno, con mi salud recobrada, ya no deseaba más que mi libertad, comprobar si podía volar otra vez, y recorrer los bosques, las colinas y los valles; gozar otra vez de ese don que el cielo le ha dado a nuestra raza; y no veía llegar el momento de esa libertad, tantas eran mis ansias de volar. No se hizo esperar ese día, pues oí yo que el padre del pequeño le pedía a su hijo que me dejara en libertad. El pequeño estaba enamorado de mí y no me quería dejar marchar, pero el padre le dijo:
-Hijo, salvarle la vida a un ave para mantenerla prisionera, es como elegir entre dos demonios el mejor.
Por entonces yo ya entendía casi todo lo que hablan los humanos, y eso fue lo que le entendí al padre del pequeño. El pequeño lloraba, viendo que llegaba la hora de separarse de mí. Yo quería decirle que volvería alguna vez a visitarlo, pero el aire se me escapaba por los lados del pico y no podía modular esas difíciles voces humanas.
-Pero tú te has quedado ¿verdad, María? Porque, por lo que me
has contado, tú has vivido muchos años con aquel humano.
-No, no me quedé entonces, Cuco. Me dio mucha lástima dejar
llorando a tan cariñoso amigo. El pobrecito se había enamorado de mi y yo le estaba muy agradecida por haberme salvado la vida, pero también estaba aburrida de estar tanto tiempo encerrada en aquella pequeña vivienda que, después de todo, me hacía recordar la prisión de mi marido. Así que salté de aquel encierro, tan pronto cómo me dejaron. De allí volé al tejado de esas enormes casas de los humanos. Pensé que nunca allí llegaría; pues, por la falta de ejercicio, y porque me habían alimentado tanto, yo había engordado mucho, y mi cuerpo parecía pesado como una piedra. Del tejado me tiré cuesta abajo para el valle, dejándome llevar por el viento. ¡Qué placer sentí! ¡Qué maravilla sentir otra vez la libertad y la vida! Aquel día volé hasta que me quedé sin fuerzas. Tan contenta me sentía que hasta me olvidé de que tenía casa, y solo cuando me cansé de volar me di cuenta que yo tenía una vivienda y grité: ¡Ay mi casa! Pensé que se habría derrumbado con mi ausencia, o que alguien la habría ocupado; pero allí estaba mi casa. Había sido construida con amor por mi querido esposo, y las cosas hechas con amor, la soledad no las puede derrumbar. Allí estaba, tal como la había dejado el día del accidente. Me tiré en mi cama y dormí toda la noche como un tronco. Al día siguiente limpié la casa, que se había llenado de polvo y algunas telas de araña; y dejé todo abierto para que se airease, que alguna humedad también se había apoderado de los rincones. Moví las cosas de un lado a otro, con esa satisfacción, o manía que padecemos los seres del género femenino, y otra vez sentí el amor del hogar, y el placer de volver a hacer aquellos trabajos de casa. A medida que trabajaba y gozaba, moviendo de un lado a otro los enseres, fui pensando muchas cosas. ¿Por qué me pasaban a mí todos aquellos percances? Alguna razón tendría que haber para ello, pues las cosas no pasan así porque sí. Dándole vueltas a la cabeza y analizando mi pasado, me fui dando cuenta que yo había sido una egoísta y una caprichosa. Yo nunca había pensado en los demás. Aún el amor que le tenía a mi marido era egoísta, un amor celoso con un sentido de inseguridad. El cariño por mi hijo era egoísmo, era un cariño caprichoso. En realidad yo no hacía nada por nadie, lo que se dice desinteresadamente. Yo pensaba que hacía todo por los otros, pero lo hacía por mí. Después, al quedarme sola, no me importaba el dolor de los demás. Eso también era egoísmo y falta de madurez. Tuve, por lo tanto, tuve que sufrir esos castigos para aprender que, en el mundo, no podemos vivir pensando solo en nosotros, con indiferencia hacia los demás: tenemos que ayudarnos los unos a los otros. Desde entonces decidí no vivir solo para mi: vivir para ayudar al necesitado. Ahora si alguien está enfermo, yo voy a cuidarlo, y si alguien está triste, trato de confortarlo, y le doy un pie de charla; que todas esas cosas no cuestan nada y valen mucho. Por eso me hice tu amiga, y escuché con paciencia tus historias, porque tú estabas solo -aunque algunas veces me aburrían, con tus historias. Tú hablabas sólo de tus problemas, sin pensar en los míos, pero yo te entendía y te perdonaba, porque yo fui como tú eres ahora.
-¡Qué razón tienes, María! Si yo hubiese sido más humilde, en
mis buenos tiempos, no me hubiera parecido tan fuerte la caída -dijo el caballo.
-El que confiesas sus pecados está perdonado le dijo María.
-¿Y qué pasó con ese pequeño ser humano, María?
-Ya te lo dije, Cuco. Se fue a la guerra. Pero antes me dio
su viña.
-De eso bien me acuerdo, María. Yo quiero decir, antes de marcharse a la guerra. Porque, como tengo entendido, tú viviste con él por mucho tiempo.
-Pues si, vivimos juntos por mucho tiempo. Estábamos enamorados
uno del otro y un día nos casamos...
-Pero, María, un pájaro no se puede casar con un ser humano
¿verdad que no?
-Bueno, nos casamos simbólicamente. Ya verás cuando te cuente.

Al día siguiente de mi libertad, después de arreglar mi casa, di una vuelta por el bosque y oí su flauta. Era una música triste, como un llamado angustioso que imploraba mi presencia. Y yo sentí una sensación muy extraña, como si un ángel me llamara del cielo. Fui en su búsqueda y lo encontré sentado en una roca, tocando su flauta. Se alegró tanto al verme, que me dijo que le gustaría ser un pájaro como yo para seguirme a todas partes. Comprendí muy bien lo que me dijo, porque yo también desearía se un ser humano como él y casarnos, y tener muchos hijos. Pues me di cuenta, en aquel mismo momento, que yo también estaba enamorada de aquel ser humano me decía a mi misma: "¿Por qué no me podría convertir yo ahora mismo en un ser humano y decirle a esta criatura que estoy enamorada?" Pero la naturaleza había puesto una gran distancia entre nosotros. De todas formas fuimos felices juntos. El me enseño a hablar su lengua y a imitar su música; me enseñó un mundo de cosas nuevas, que los humanos saben y nadie más. La madre del pequeño, que también me quería mucho, me enseñó a cocinar. Pero yo nunca le perdí el miedo al fuego, por eso no cocino más que cosas frías.

El sol iba bajo, cuando Cuco y María terminaron de hablar,
y dijo Cuco, al ver que el cielo se ponía rojizo, dijo:
-Sol rojo al anochecer, mañana ganado a pacer.
-Y sol rojo al amanecer, a la tarde meta llover –aclaró María. Y con esos dos refranes se despidieron; pero cuando ya María iba un poco lejos, Cuco le gritó, y María dio vuelta.
-Ya me parecía que me olvidaba de algo, María. Quería pedirte
. un favor.
-Aquí estamos para servir, Cuco -le dijo María.
-Quería ir a la aldea uno de estos días, a ver a mi amigo Labrador y a mi amo. Pero yo solo tengo miedo. Te quería pedir si tú me acompañabas.
-Encantada, Cuco ¿Pero por qué tienes miedo de ir tú solo?
-¡Ay tú no sabes! Fui yo solo un día, y ya estaba llegando a la casa de mi amo, cuando me encontré con muchos pequeños humanos, de esos que tú dices que son malos.¡Vaya susto que me metieron! Al verme tan viejo y tan flaco, se empezaron a reír de mí.
-¡No tiene zapatos!
-Es todo huesos...
-¡Qué caballo mas feo! -decían todos.
Después me empezaron a tirar piedras y a correrme para el monte. Casi me muero de tanto correr y de tantas pedradas que me dieron.
-Pues yo iré contigo, Cuco. Si tiran piedras, yo llamaré a
Labrador para que nos ayude.
-Si, y que les meta los dientes en el culo -dijo el caballo con una risita.

Al día siguiente María se acercó a ver a Labrador que,
efectivamente, le tenla guardados un buen trozo de pan y un terrón de azúcar, tal como se lo habla prometido. No tuvieron mucho tiempo a charlar, porque Labrador estaba atareado. Después de dejar a labrador, cargada como iba con el terrón de azúcar y, el trozo de pan, María cogió velocidad para luego subir la cuesta sin mayor esfuerzo, dejándose llevar por ese viento ahorrado, como empujada por una mano gigante e invisible. Aquello, de una manera inconsciente, le hacía recordar su infancia, cuando sus padres la enseñaban a volar. Pero, en aquella ocasión, cuando ya iba colina arriba, oyó un familiar ruido allá abajo, en el bosque de castaños, y María adivinó que se trataba de Mazarico. “Tengo que ver a ese chistoso de Mazarico –dijo”. Entonces aflojó su vuelo y bajó para hablar con el pájaro carpintero. Mazarico estaba agujereando en un viejo castaño y hacía un ruido como un tambor. María se bajó en una rama, mismo a su lado, y le gritó:
-¡Vaya carpintero trabajador que estás hoy, Mazarico!
-¡Qué susto me has dado, María! No te he oído llegar.
-Con ese ruido que haces. ¿Qué estás haciendo?
-Estoy haciendo una vivienda para mi primo Estornino.
-¿Y no encontraste una madera más blanda que ese castaño?
-Mi primo eligió la madera. Como él no tiene que agujerear.
-Pues la próxima vez dile que se construya él mismo su casa, si quiere materiales tan duros -le aconsejó María.
-Ahí si que te doy la razón, María. Yo maldigo el día que aprendí este oficio. El pico me duele y la cabeza me estalla. Esta es una vida muy dura. Mejor diría una madera muy dura -ratificó Mazarico, y echó una risa muy grande, como si acabara de escuchar el mejor chiste del mundo.
-Mazarico -le dijo María sin encontrarle ninguna gracia al chiste _tú dime cuando vas a venir por casa para hacerme aquel . trabajito que te encargué por la primavera. Y cuando me lo hagas me reiré.
-Ay, María! ¿Por qué no me habrá dado Dios dos picos –exclamó el pájaro carpintero.
-Pico y lengua tienes de sobra. Lo que te falta a ti es seriedad.
Si me puedes hacer el trabajo hazlo, sino dímelo, que tú no eres el
único carpintero en el mundo -le dijo María, de forma tajante; que
María tampoco tiene pelos en la lengua, para decir las cosas.
-Te prometo que te lo haré pronto, María -le aseguró Mazarico,
y como cambiando de conversación, le preguntó: ¿Cómo está tu primo
Cuervo?
-No sé -le dijo María. Hace tanto tiempo que no lo veo. No se por dónde se habrá metido.
-¿Entonces no sabes que está enfermo? -preguntó Mazarico.
-¡Cuervo enfermo! -exclamó María.
-Eso me ha dicho el Cuco el otro día, que pasó por aquí para
ese sitio que él le llama Afrecha, y me dijo que Cuervo estaba enfermo.
-¿Y cómo se enteró Cuco de que Cuervo estaba enfermo?
-Cuco lo sabe todo, que no tiene otra cosa que hacer más que
enterarse de la vida de los demás. Me dijo que pasó a ver a tu primo porque le traía noticias de sus parientes, que viven en un país a donde Cuco va a pasar su verano. Me dijo que Lechuza lo está cuidando.
-¡Lechuza cuidando a cuervo! ¡Ay está en buenas manos! –dijo María
y diciendo aquello empezó a renegar contra todo el mundo por no haber sido informada de que su primo estaba enfermo. El pájaro carpintero le amonestó diciéndole que mejor era correr que lamentarse. Entonces María le pidió disculpas y salió volando a ver a su primo. Pero por el camino siguió renegando entre sí:
-Todo parece pasar hoy. Ese primo mío ni se toma la molestia de mandarme aviso de que está enfermo. ¡Qué familia la mía! ¿Cómo es posible que se envuelva con esa cría como es Lechuza? ¡En buenas manos está! Si en buenas manos -continuó repitiendo María.

La abuela me contó esta historia de Cuervo otro día, que le llevó casi tanto tiempo contarla como la vida toda de María. A mi me gustó me gustó mucho, la forma que me la contó la abuela, pero por ser demasiado larga para contarla ahora, la contaré por separado en otra ocasión. Sin embargo, la dicha historia, merece una pequeña explicación, porque tiene mucho que ver con el final de la historia de María Urraca y del
caballo.

Entre los cuervos y un águila hubo una guerra, muchos años atrás, y los cuervos perdieron la batalla, y solo Cuervo, el primo de María, quedó para contar el cuento. Pues los otros cuervos, los que no murieron luchando, se escaparon al extranjero. Pero Cuervo, el primo de María, no quiso marcharse al exilio y se escondió por aquellos territorios, abrigando la esperanza de un día vengarse de su enemigo. Después de pasados muchos años, Cuervo vio su venganza cumplida, gracias a un sueño que tuvo cuando estaba enfermo; pues, en ese sueño, mientras deliraba con la fiebre, vio la solución a su venganza y, una
vez recuperado, llevó a cabo aquel sueño y le quitó los ojos al
águila, que así son las venganzas de los cuervos, según me dijo la abuela. Después corrió a ver a su prima María, para constarle su macabra fechuría, María se alarmó, porque se dio cuenta que Cuervo, y ella misma, corrían peligro, algo que Cuervo no había pensado, porque la alegría de la venganza le había hecho perder el juicio. En aquel momento llegó a casa de María Mazarico que, tal como María lo había pensado, les comunicó que las rapiñas, amigas de Águila, andaban buscando a Cuervo por todas partes, y que ponían notas en los árboles, amenazando de muerte a quién lo encubriera. Pero Mazarico le debía un favor a Cuervo y corrió aquel riesgo. Así que los dos, María y Cuervo se escondieron en casa de Mazarico. Allí estuvieron dos días sin probar bocado, porque la comida que Mazarico encontraba por los árboles, no les gustaba a María y a Cuervo, porque se trataba de gusanos, que a
Cuervo le hacían recordar la comida que le había hecho tragar Lechuza

Cuando había estado enfermo, que casi lo mata haciéndole comer lagartos ratones y topos.
Mazarico, después de recorrer las colinas y los valles, durante aquellos dos días, comprobó que ya se había calmado la situación. Entonces María se aventuró a visitar a su amigo Labrador, para ver si tenía algún pan escondido.


EL PERRO LOCO


En aquella ocasión María no encontró a Labrador en el corral. Entonces dio unas vueltas por las fincas y tampoco lo vio.
-¿Estará dentro de la casa? -se preguntó María, porque ella sabía que Labrador rara vez estaba dentro de casa, porque su lugar eran las fincas y el corral, o el pajar, cuando tenía tiempo a cerrar un ojo. Pero por si es caso estaba en la casa, María se bajó en la enorme chimenea y echó un cantito, y al momento ya Labrador salió al corral.
-Hola, amiga! -saludó Labrador, con marcada alegría de ver a su amiga.
-¿Qué hacías en casa? -le preguntó María, a forma de saludo.
-Mi patrón no está. Sólo está mi dueña, y ella me deja estar
adentro. ¡Lo pasamos de bien los dos! A mi me encanta sentarme
al lado del fuego, revolcarme y estirar el rabo.
-Pero hoy no hace frío -dijo María.
-Yo no lo hago por el frío, María. Yo nunca tengo frío. Pero el fuego me encanta. Además, mi ama y yo nos llevamos bien y hablamos mucho... Bueno, ella es la que habla. Yo le doy al rabo y ella bien me entiendo.
-Venía a ver si tienes algún pan -le dijo María.
-¡Qué casualidad, María! Ayer mismo mi dueña tiró un pedazo de pan grandísimo, diciendo que estaba malo. Yo lo olfateé y no le encontré defecto alguno, así que lo guardé pensando en ti.
-¡Ay bendito seas! Muéstrame ese manjar.
-Lo escondí en el establo, debajo de unas pajas. Vamos a verlo.

Se dirigieron al establo, y labrador empezó a escarbar en la paja, para buscar el pan.
-Pero dónde lo has metido? -preguntó María, con miedo de que el pan hubiera desaparecido.
-Lo escondí bien hondo, sino los gorriones dan con él y no dejan una miga. Ya sabes que son unos muertos de hambre –aclaró Labrador, levantando, levantando de la paja un enorme pedazo de pan.
-¡Dios mío me valga! ¿Por qué habré nacido yo tan pequeña? ¡Quién pudiera volar ahora mismo con todo ese pan!
-Menos mal que este no es mi bocado preferido, de lo contrario
no estaría ahí, que ayer se olvidaron de darme la cena dijo Labrador.
-¿Cómo puedes decir eso, Labrador? ¿Qué cosa puede haber en el mundo mejor que un pedazo de pan? Yo desearía ser un ser humano sólo para llenarme de pan todos los días.
-Trataré de partirlo en pedazos, María, porque malo no está pero está más duro que una piedra -dijo Labrador.

Labrador, cogiendo el pan con los dientes, lo levantaba alto y
lo dejaba caer en el suelo, sobre una parte dura del suelo, que estaba hecho de piedra. Pero el pan estaba tan duro que rebotaba, y no rompía por más que lo golpearan. Sin embargo, cada vez que lo dejaba caer sobre la piedra, se desprendían unas migas y María las comía a toda prisa, a medida que se reía del trabajo inútil de Labrador. Labrador también se reía, porque le hacía gracia como María comía las migas con tanto afán.
Así estaban, Labrador riendo y María picando, cuando apareció
por allí un perro vagabundo, que se veía que nunca se bañaba y jamás comía; pues era más huesos y pelo que otra cosa. Era un perro de mediana estatura, que parecía viejo, con el pelo encanecido y revuelto. Tenía mirada de loco, agresiva y feroz; pues sus ojo eran rojizos y un tanto escondidos en las huesudas órbitas, que más que ojos parecían dos brasas. María se alarmó, pensando que se trataba de un perro rabioso, y ya estaba dispuesta a volar, cuando Labrador saludó al visitante:
-¡Ho1a, Mongrel! ¿Qué te trae por aquí?

Se tranquilizó María, viendo que su amigo Labrador conocía al
extraño. Pero, instintivamente, pensó: "¿Cómo es posible que Labrador se mezcle con tal raza perruna?"
-Pasaba de pasada -explicó Mongrel- y olfateé pan. Que de narices estoy muy bien.
-De narices andarás bien, pero de patas andas mal, porque siempre llegas tarde. Ese pan se lo acabo de dar a mi Amiga María. Y santa Rita lo que se da no se quita -le dijo Labrador al visitante.
-Entonces es cierto que Dios le da pan a quién no tiene dientes
-comentó Mongrel.
-No es necesario ofender -le re trucó María- que si Dios no me ha dado dientes, es porque no lo creyó necesario.
-No se dé por aludida, señora, que yo no ando metiendo las narices en boca ajena, para ver quién está sin dientes o con ellos. Yo sólo quería decir, que yo tengo muchos dientes y poco pan.

Ante aquella explicación, se dio cuenta María que se había ofendido por nada, y dijo para si: "¡Apaña castañas!" Al momento,
Labrador los introdujo, como cabe entre individuos de buenos modales.
-Este es Mongrel, María. Y esta señora es mi amiga María.
-Así que esta señora, toda remendada, es la famosa María!
-exclamó Mongrel.
-No son remiendos, que son mis propios colores -otra vez le
contestó María a Mongrel, con visible ofensa, pensando que aquel perro, además de ser un vagabundo, era un descarado.
-Ya veo que son sus colores, que tonto no soy, señora María. Pero yo no sé como explicar los colores, y les llamo remiendos -aclaró el perro.

Quedó María avergonzada, porque otra vez había metido las de andar. Se dio cuenta, entonces, que estaba ante un individuo que no era mal educado, pero que hablaba un lenguaje diferente a lo esperado. Decidió, por lo tanto, compartir el pan con aquel necesitado; pero, usando los mismos modales del perro, le dijo:
-Se dice que los vagos son los primeros a la mesa.
-Nada más cierto, que quien ayude a comer nunca falta -contestó
Mongrel, como si la indirecta no fuera para él.
-El pan está muy duro, Mongrel -habló Labrador, con la intención
de preguntarle si él sabía alguna técnica para partir pan duro.
-Contra el hambre no hay pan duro, que se mete en el agua y
ablanda en menos que canta un gallo -les explicó Mongrel.
-Pues ahí hay agua de beber las vacas en la pila -dijo Labrador.
-Probemos entonces -dijo Maria.

Labrador cogió el pan con los dientes, pero, al levantarse en las patas traseras para alcanzar la pila, el pan se le cayó al suelo.
-¿Quieres que te dé un diente de ayuda? -le preguntó Mongrel.
-No, gracias -contestó Labrador, ya echando el pan en el agua.

Mientras el pan ablandaba, Labrador le preguntó a Mongrel:
-¿Entonces qué? ¿No lo encontraste hoy tampoco, verdad que no?
-Hoy no, pero ayer le anduvo muy cerca. Si no fuera aquel
chaparrón que cayó, estoy seguro que lo hubiera encontrado. Pero la lluvia me borró el rastro -explicó Mongrel.
-A ti siempre te pasa algo. ¿Por qué no te das por vencido?
-le dijo Labrador.
-¡De eso nada, amigo! Lo he de encontrar aunque eso sea la última cosa que haga en mi vida.
-¿Qué se le ha perdido? -preguntó Maria, con femenina curiosidad.
-Se le ha perdió su patrón -le explicó Labrador.
-¡Su patrón! ¡Qué extraño! Yo pensaba que se trataba de alguna
otra cosa. El patrón ya aparecerá por su cuenta, que los humanos nunca se pierden -comentó Maria.

Mongrel abrió la boca para hablar, pero al tiempo cantó un gallo en el corral, y María gritó: ¡El pan, que se va a pasar!

Corrieron los tres a sacar el pan del agua. Labrador lo cogió
con los dientes y Mongrel le ayudó. Lo dejaron caer en las piedras
y el pan se rompió en pedazos.
-¡Ay mi pan! -exclamó María, al ver el pan hacerse pedazos.
-Comamos ahora que está jugoso y blandido -dijo Mongrel, que
sin esperar por los demás ya le metió el diente.

Comía Mongrel con tanto afán que casi daba asco verlo comer;
porque, al mismo tiempo que engullía trozos muy grandes, hablaba
consigo mismo, alabando el pan. Y entonces, el agua que soltaba el pan le corría por el pecho hasta llegar al suelo, como cuando los niños se babean. Por eso María lo quedó mirando, con la sensación de que el perro tenía unos horrible modales. Y se dijo a sí misma: "Así revientes como una castaña."

Mongrel, como si leyera los pensamientos de María, aflojó sus
dientes, y ya comiendo despacio y con más delicadeza, le dijo:
-Perdone usted mis modales, señora María. Es qué hacía tanto
tiempo que no comía.
Otra vez quedó María de una pieza, porque no acababa de entender la personalidad de aquel perro, y lo único que acertó a decir, fue:
-Aún está un poco aguado...
-No se como os gusta tanto el pan -dijo Labrador. A mi que me
den un hueso, por poca carne que tenga.
-¿Cómo puedes comparar un hueso duro como un cascote, con este
pan tan rico? -le preguntó María.
-Pues un hueso me ejercita los dientes y las mandíbulas y mientras trisco no duermo; me ayuda a la digestión y no engorda.
-¡No engorda! ¡jeh! Mira al burgués éste -exclamó Mongrel. ¿Pero tú dónde has visto un perro gordo en este país? No ciertamente en las casas de los labradores. En la ciudad puede ser; pero es porque no hacen ejercicio, que no es por comer. ¡No engorda, no engorda! ¡Ay estamos buenos! –terminó diciendo Mongrel.
-¿Como fue eso de perder a tu dueño? -preguntó María a Mongrel, como tratando de cambiar la conversación; porque ella temía que se armara un argumento entre los dos perros.
-La pregunta viene a pelo, señora María, que no hay cosa en el mundo que tanto me guste como hablar de mi patrón. Me da pena hablar de él, pero, al mismo tiempo, me alivia el corazón -dijo Mongrel.
-¿Lo quería mucho, entonces? -le preguntó María.
-¡Lo quería y lo quiero! ¿Pero para qué explicarlo si las palabras no dicen nada? Sólo el corazón lo sabe, que cuando lo nombro, o pienso él, mi corazón ya salta como si corriese detrás de un liebre.
-¿Cuánto tiempo hace que se perdió, entonces? -preguntó María.
-Lleva toda su vida buscándolo -se apuró a contestar Labrador,
y agregó: Ese ya está muerto...
-¿Qué dices, Labrador? ¡Calla! No menciones la muerte en mi presencia. Yo huelo la muerte como huelo el pan. Se cuando alguien se va a morir, mucho antes de que se muera, porque yo huelo la muerte dentro de su cuerpo. Te diré que no hay cosa que escape a mis narices, esté viva o muerta. Llevo tantos años olfateando las veredas, que van y vienen por los campos, escudriñando tantos rincones, que mis narices saben el olor de todas las piedras y de cada árbol; huelo la lluvia días antes de llover, huelo lo que cocinan en cada casa. Te digo que es una tortura este olfato mío: tener que aguantar todos los olores, esté despierto o dormido.
-Pues entonces le está dando la razón a Labrador -le dijo
María. Porque si tiene ese olfato y no lo encuentra, tendrá que estar muerto y enterrado.
-No, no. No es así. Yo se que está vivo. Yo lo huelo muchas veces.
Pero como se me escapa a mis narices no lo sé. Es un misterio, obra de una bruja -terminó diciendo Mongrel.
-A lo mejor se marchó a muy lejos -le dijo María.
-¿Lejos a dónde? No hay sitios lejos para mis patas. Yo ya he viajado hasta al fin del mundo.
-Tonterías, señor Mongrel. Le dijo María. Los humanos, a veces se marchan mas allá del agua, a donde ni yo puedo llegar volando.
-¿De qué agua se me está hablando? No hay agua que yo no pueda nadar...
-El agua que yo le digo, es tan grande que no tiene fin, y tan mala que no se puede beber. Sólo los humanos la pueden pasar, en casas muy grandes, en las que se marchan y no vuelven nunca más, ni nadie sabe a donde van -le explicó María.
-¿Qué tonterías son esas, amiga? -preguntó Mongrel. Ahora me viene usted con cuentos para cachorritos; historias para tontos e ingenuos, cuando lo que estamos hablando es cosa muy seria.
-No lo vas a convencer, María. Este está majareta perdido, más
loco que una cabra. Tan enamorado está de su dueño, que aún que le
muestren sus huesos, no se va a dar por vencido de que ya ha muerto comentó Labrador.
-Sus razones tendrá para quererlo tanto. Aunque se dice que el
amor es ciego -dijo María. Y le preguntó: ¿Por qué no me cuenta cómo perdió, así comprenderé mejor su situación?
-¡Juau, María! -aulló Labrador. No me hagas escuchar esa historia un vez más, que entonces ya vomito sin haber comido.
-No le contaré como lo perdí, señora María. Labrador tiene razón, que ya lo conté demasiadas veces. Pero le contaré como nos conocimos, así comprenderá usted porque le debo este cariño:
Cuando yo nací -empezó Mongrel a contar- era muy feo y muy pequeño. En cambio mis hermanos eran fuertes y guapos. Y usted ya sabe que les pasa a los perros feos y pequeños...
-No, yo no lo sé -interrumpió María.
-Pues que te meten de cabeza en un caldero lleno de agua y te vas al otro mundo sin decir guau -le aclaró Mongrel a María.
-¡No! Los humanos no pueden hacer eso -exclamó María con horror.
-Eso es lo que hacen, María. Los meten en un caldero, los tiran al río en una bolsa o los entierran vivos, en algunos casos -le aseguró Labrador.
-¡Bueno! Ahora si que las he escuchado todas -gritó María,
indignada por tanta crueldad.

Como iba diciendo -prosiguió Mongrel- yo estaba condenado al caldero. Claro que yo no lo sabía, y cuando llegó el día de mi ejecución, yo pensé que el caldero era para bañarme, o para jugar
con el agua. Pero me di cuenta que era para quitarme la vida, cuando vi a mi madre tan alborotada, pidiéndole a su amo que no me matara. Le pidió, lloró e imploró por mi vida, hasta que su amo se enfadó y le pegó. Mis hermanos también lloraban, al ver llorar a nuestra madre; y yo lloraba, pero nadie nos podía ayudar. Era nuestro dueño un hombre muy grande, que yo no lo podía ver todo de una sola vez. Me tenía cogido del rabo, alto muy alto, y yo veía el caldero lleno de agua, tan honda que llegaba hasta el cielo, donde yo muy pronto iría a parar.
Nadie, nadie en el mundo podría entender, sin pasar por ese trance, el miedo de tal situación. La desesperación y la impotencia son más grandes que la vida, y no hay palabras que lo puedan cantar. Todo el cuerpo duele y la carne se separa de los huesos, y la sangre se enfría y uno muere de frío antes de tocar el agua. Pues, antes de tocar el agua, cuando ya estaba yo más muerto que vivo, llegó allí un ser humano muy pequeño. Después me enteré que era así de pequeño, porque era un cachorro como yo. Lo oí gritar y, según me contó mi madre después, cuando yo aprendí a escuchar palabras y a decir cosas, pasó lo siguiente: El pequeño le gritaba a nuestro amo que no me matara, que él me adoptaría.
-¡No lo mate, no lo mate, que yo lo quiero! -fue lo que me contó mi madre que dijo el joven humano.
-¿Para qué quieres este perro que no vale para nada? –le preguntó nuestro amo.
-No es feo, que es muy bonito, y yo lo quiero -parece que insistió el pequeño.
-¡Toma, que vas rico con él! -le dijo nuestro amo, y me dejó
caer en las manos del pequeño.

De eso me recuerdo yo bien. El pequeño me acarició, con manos
pequeñas y suaves como las tetas de la barriga de mi madre, y me
habló palabras que yo no entendí, pero que sonaban dulces como la
leche caliente que me daba mi madre cuando tenía mucha hambre.
¡Qué cambio tan inesperado! En un momento ver la muerte fría en el caldero, y en otro instante sentir la vida caliente. Crecí feliz con aquel ser humano. Crecimos juntos, comimos juntos; y corrimos juntos por todos los montes, los prados y los bosques. Juntos nos bañábamos en todos los ríos: éramos como uña y carne. Con él todo fue amor; sin él palos y mala vida. Por eso tengo que hacer por encontrarlo. Ahora es él quién está en peligro y precisa mi ayuda, y yo tengo que ayudarlo. ¿y qué hago yo aquí hablando, perdiendo el tiempo, mientras que él estará por ahí en alguna zanja herido, esperando que yo le ayude? ¡Me voy, me voy en su ayuda!

No dijo ni adiós Mongre1, y se marchó corriendo. Sintió María
mucha pena por él, pero al mismo tiempo, dijo:
-Ese está pasado de rosca.
-Tienes razón. Está como una regadera -dijo Labrador.
-Bueno, mejor será que me vaya, que pronto va a ser de noche.
Ya perdí demasiado tiempo escuchando a ese pobre diablo –dijo María.

Cuando María se marchaba, llevándose todo el pan que pudo, se
acordó de lo que le había pedido Cuco, de que quería hacerle una visita a Labrador. Se lo comentó, y le explicó que Cuco tenía miedo de acercarse solo a la aldea, por culpa de los chavales, que le tiraban
piedras y se reían de su flaqueza. Labrador prometió tener a los
chiquillos alejados, si se atrevían a meterse con el caballo.

A María le llevó un buen tiempo llegar a casa de Mazarico, porque dio muchas vueltas por el bosque, para no ser seguida. Porque, al llevar tanta comida, cualquiera podría sospechar que era para su primo Cuervo. Golpeó a la puerta tres veces, que era el santo y seña, y Mazarico le abrió, a medida que preguntaba:
-¿No te habrán seguido, María?
-No, Mazarico, que di muchas vueltas -le aseguró María.
-Pues apúrate, que tu primo está de mal humor, con el hambre
que tiene -dijo Mazarico.
-¡Por fin has vuelto, prima! Creí que ya no volverías nunca más -le reprochó Cuervo.
-¿Qué te crees, que todo el mundo es como los cuervos, que van
a un sitio y nunca vuelven? Aquí tienes. Come entonces.
-Qué Dios te de el cielo, prima. Que si no vienes ahora con ese
pan yo ya me moría de hambre -le dijo Cuervo.
-Dale las gracias a Labrador. El lo reservó para nosotros -dijo María.

Mientras saboreaban aquel pan, Cuervo les habló de sus planes para el futuro, que era marcharse al extranjero, al país donde vivían algunos de sus parientes más cercanos. Para ello se iba a disfrazar de gaviota, para no ser reconocido por las rapiñas, y además poder, así, viajar en un barco de pesca. Así fue que, entre comer y hablar se hizo tarde, entonces María se quedó a dormir en casa de Mazarico, siendo aquella la primera vez, en su larga vida, que dormía en casa ajena. Al día siguiente desayunaron con el pan que había sobrado de la noche anterior y después, Mazarico y María, fueron hasta el río, por mandado de Cuervo, para que le trajeran tiza para disfrazarse. Una vez disfrazado, todo pintado de blanco, y por ahí a la media mañana, Cuervo se despidió de su prima María y de Mazarico, y se marchó sin dejar caer una lágrima. María, que tampoco soltó un suspiro, lo quedó mirando desde la puerta; pero cuando Cuervo ya se había perderlo de vista, se echó a llorar, un llanto tan contagioso que también hizo llorar a. Mazarico. Porque no hay nada en el mundo más triste y contagioso que el llanto de una urraca, o eso fue lo que pensó Mazarico. Entraron en la casa, y entonces le dijo Mazarico a María:
-¿Por qué lloramos tanto, María? Después de todo no es la muerte.
-Tú lo has dicho, Mazarico, pues Cuervo se va a morir.
-¡A morir!
-Si, se va a morir. Yo conozco las costumbres de los cuervos.
Ellos saben cuando su tiempo ha llegado y entienden la muerte como
un viaje, pretendiendo que es el viaje que siempre quisieron hacer.
Entonces se van a un sitio que sólo ellos saben, y allí esperan la
muerte, sin que nadie los vea morir.
-¿Si sabías eso, María, para qué te molestaste a disfrazarlo de gaviota? -preguntó Mazarico, porque no le veía significado a todo el trabajo que tuvieron en pintar de blanco a Cuervo.
-Ese es parte del ritual, Mazarico. Los cuervos se disfrazan
cuando van a ese sitio a morirse, porque el color blanco es su luto. Por eso sé que Cuervo se va a morir -afirmó María.


VISITA A LA ALDEA


Después que su primo Cuervo se marchó, a donde quiera que el pobre se haya ido, María, con su corazón muy triste, dejó a Mazarico en el bosque de castaños y se fue a su casa, que está en el bosque de los pinos, al otro lado de las colinas. Nada más llegar a casa se dejó caer en la cama y allí estuvo cuatro días, con sus noches, sin comer ni beber. Y en todo ese tiempo no sintió hambre ni sed. Ni siquiera se sintió triste, ni se enteró si había estado dormida o despierta. Su estado de ánimo era como si desease quedarse así para siempre, y dejar que su vida pasara. Pero Cuco, que estaba deseando de ir a la aldea, para ver a su amo y a Labrador, al no recibir, en todo ese tiempo, la visita de María, y temiendo que estuviera enferma, decidió ir a verla.
Le llevó un buen tiempo llegar hasta donde María vivía; porque, como estaba viejo, su paso era flojo, y cuando llegó a destino ya era el medio día, y todo el mundo dormía la siesta. Cuco sabía, más o menos, por donde quedaba la vivienda de María, pero no exactamente el lugar; así que se ingenió para encontrarla, pegando patadas a cuanto árbol se ponía en su camino, despertando a todo el mundo. Entonces se armó un griterío de toda la vecindad, que insultaban al caballo por aquel escándalo que había armado. María, que estaba muy entretenida, también se llevó un susto tremendo, al oír aquel griterío de los vecinos, y salió volando a ver que pasaba.
-¡Cuco! -exclamó sin dar crédito a sus ojos, al ver al aballo. ¿Qué te trae a ti por aquí?
-Como no te has hecho ver por unos cuatro días, pensé que te
pasaría algo, y te he venido a ver -le dijo el caballo.
-¿Estás bien de la cabeza, Cuco? Yo estuve ayer contigo.
-No, María. Hace cuatro días y tres noches que no te veo. Hoy es el cuarto día. Por eso he venido, porque pensé que estarías enferma.
-¡Entonces el tiempo se me fue sin sentir! _exclamó María, y agregó: Pues no estuve enferma... pero estuve muy triste. Si tú no vinieras, creo que me dejaría estar en cama para siempre, hasta morirme.

Entonces María le contó a Cuco lo que había pasado con Cuervo.
Cuco confortó a María, con las palabras más dulces que pudo
encontrar, asegurándole que él sabía del sitio a donde iban a morir los cuervos, y le prometió que un día él la llevaría allí para ver la tumba de su Primo. María se sintió mucho mejor con aquellas palabras amables de Cuco, aún dándose cuenta que todo era mentira, pues Cuco sabía mentir muy mal. Pero no era la verdad ni la mentira lo que confortó a María, sino el ver que un amigo le hablaba palabras dulces en el momento que más las necesitaba. Pretendiendo que había sido engañada, le dio las gracias a Cuco, y le dijo:
-Muy agradecida te estaría, Cuco, si un día me llevaras a ese
sitio.
-Te llevaré algún día, María. Pero ahora, para quitarte a tu
primo de la cabeza y alegrarte un poco ¿qué te parece si damos un
-Muy buena idea, Cuco. ¿Qué sugieres tú? -le preguntó María.
-¿Que te parece un paseo hasta la aldea, como te lo había pedido, y vemos a Labrador, y a lo mejor a mi patrón también?
-Me parece buena idea, Cuco. Pueda ser que Labrador me haya
guardado algo de comer, que estoy que no me tengo en las piernas
-dijo María.
-Pues salta en mi espalda y yo te llevaré a caballo -le dijo Cuco, muy alegre de que María aceptara su idea de ir a la aldea.
-Eso me gusta, Cuco. Pero no corras mucho, que yo no sé andar
a caballo y a lo mejor me mareo.
-¡Yo correr mucho, María! ¡ji,ji,ji! -se rió el caballo, y agregó: Seré suave como un pájaro.
María saltó a la espalda del caballo y se agarró a la crin, y el caballo se echó a trotar. María, olvidándose de la pena que tenía por su primo Cuervo, empezó a reír, porque aquello de ir a caballo le pareció muy divertido.
-¡Tenemos que hacer esto mas seguido, Cuco! -decía María sin poder contener la risa; y cuco, viendo a María tan contenta, hizo un esfuerzo y apuró el trote lo mas que pudo, entonces le gritó María:
-No tan de prisa Cuco, que me voy a marear. Ahora comprendo como
ganabas todas las apuestas. No pensaba yo que un caballo podía correr tanto.
-¡Ay, María, esto no es nada! Si fuera cuando era joven, no
podrías tenerte en mi espalda, que el viento te llevaría -se alabó
el caballo.

Así, riendo como chiquillos, llegaron a la aldea, cuando aún todo el mundo estaba tomando la siesta, y los corrales estaban desiertos. Pero, en un estrecho del camino, estaban unos chavales jugando a la rueda. La abuela no me tuvo que explicar como era aquel juego, porque yo mismo lo había jugado con otros rapaces. Consistía ese juego en una pequeña rueda que uno de los chavales tiraba a rodar por el camino hacia el equipo contrario, que trataban de pararla dándole palos. Si la paraban, se la tiraban de vuelta al otro equipo; pero si no lograban pararla, tenían que correrse a donde la rueda se detenía y el otro equipó se corría al puesto del primero.

Me he visto yo en la necesidad de aclarar este juego, porque,
según María se lo contó abuela, y la abuela me lo contó a mi, cuando Cuco y María vieron a tantos chavales con palos y gritando, se asustaron mucho, pues ellos no entendieron que los chiquillos estaban jugando, y se creyeron que los estaban esperado a ellos para pegarles. Sus razones tenían para asustarse, pues los chiquillos -según me dijo la abuela- al ver al caballo tan viejo y tan flaco, y montado por una urraca, se empezaron a reír y a gritar de una manera escandalosa.
-Si ves que se pohen malos, prepárate a escapar, María. No te
preocupes por mí, que sus palos no me duelen... No físicamente. Sólo me duele la vergüenza -dijo el caballo.
-Espera, Cuco, que desde aquí arriba yo veo venir a un hombre con su perro. Parece un hombre bueno y a lo mejor les riñe a los
críos -le explicó María.
El chaval que tenía la rueda en la mano se disponía a tirársela a María, pero el hombre le gritó:
-¡No hagas eso!

Los chiquillos, que por estar entretenidos con sus burlas no habían visto llegar al hombre, se sintieron avergonzados y se marcharon a jugar. María quedó mirando al perro, que acompañaba al hombre, porque le pareció muy guapo. Era un perro ya maduro, pero con una gran personalidad, que se veía que era bien querido por su dueño; pues tenía el pelo bien recortado y se veía feliz. El perro, como dándose cuenta de que le había gustado a María, le guiñó un ojo y le dijo, en un tono muy amistoso:
-!Adiós María Urraca!

María quedó muy colorada, como si le echaran un piropo y,
volviéndose al caballo, le preguntó:
-¿Quién es ese tipo, Cuco?
-No me preguntes, que yo nunca lo he visto.
-Pues él me conoce, que sabia mi nombre -dijo María.
-Tú eres más famosa de lo que piensas, María -le contestó el
caballo.

En aquel momento llegó Labrador corriendo camino arriba, porque un pajarito le había dicho que María y Cuco estaban en la aldea. Labrador se sintió muy contento de ver a su amigo Cuco y le mostró su afecto lamiéndole el hocico. Cuco no pudo más con la emoción y empezó a llorar, y eran tales sus suspiros que tiró con María al suelo.
-¡Bueno, Cuco! No eches a perder el momento con tus llantos, por favor -le regañó María.
-Si yo no estoy llorando, que me estoy riendo -mintió el caballo.

Labrador los condujo al viejo establo, que en un tiempo había sido la vivienda de Cuco. Allí Cuco siguió convulsionado con la emoción de ver su vieja vivienda. Entonces María, como para acabar con aquella embarazosa situación, le preguntó a Labrador:
-¿Quién era ese perro tan guapo que iba con aquel hombre. Sabía mi nombre.
-¡Cómo, María! ¿No lo has conocido? -le preguntó Labrar.
-No tengo idea de haberlo visto antes -dijo María.
-Ese es Mongrel. ¿No te acuerdas?
-¡Mongrel! ¿El loco que estuvo aquí comiendo el otro día con
nosotros? -preguntó María sin dar crédito a sus orejas.
-El mismo, María, el mismo -confirmó Labrador.
-¡Vete de ahí, Labrador! Tú estás de broma ¿Cómo puede un perro cambiar tanto en unos días?
-La felicidad, María dijo Labrador.
-¿Entonces encontró a su dueño?
-Si, ese era su patrón, el hombre que Mongrel buscaba día y noche -le confirmó Labrador.
-Entonces no estaba tan loco como el mundo pensaba ¿eh? ¿Cómo lo encontró?

Cuco, de curiosidad, o porque Labrador y María lo había ignorado, había parado de llorar, para escuchar la conversación.
-Poneros cómodos, que os invitaré a un bocado y de paso os contaré lo que Mongrel me contó a mi -dijo Labrador.

Labrador fue al establo de los bueyes y volvió cargando con un
haz de hierba tierna y fresquita. Cuco, al ver aquella deliciosa hierba le dio la risa, porque hacía mucho tiempo que no veía hierba como aquella, y de contado le metió las encía, porque dientes no tenía. Labrador también tenía, escondido entre las pajas, un poco de pan, del que había sobrado de cuando María lo visitara cuatro días atrás. El pan había secado y volvía a estar duro como un guijarro, pero lo echaron al agua y ablandó. Y como María llevaba tanto tiempo sin comer, pensó que aquel pan estaba riquísimo y le supo a poco. Mientras comían, Labrador
les fue contando como Mongrel había encontrado a su dueño.


LOS FUGITIVOS


-¿Sabías que la guerra entre los humanos ha terminado? –le preguntó Labrador a María.
-Terminó hace mucho tiempo -dijo María.
-¿Qué guerra? -preguntó Cuco al momento, hablando con la boca
llena.
-¿Pero ya no te acuerdas, Cuco? La guerra de la que yo te hablé hace unos días -le recordó María.
-Yo no me acuerdo de nada -contestó el caballo, y siguió comiendo.
-Pues entonces come y calla, y deja que Labrador me cuente -le regañó María, que se sentía impaciente por saber la historia de Mongrel.
-Pues mira -prosiguió Labrador- Mongrel me vino a contar lo que pasó, precisamente hoy a la mañana. Estaba tan contento que hablaba por los codos. La historia que me contó es muy larga, pero yo la haré más corta: Parece ser que cuando los humanos están en guerra, todos tiene que pelear, lo quieran o no; y quienes no quieran pelear los buscan por todas partes, y si los cogen los matan. Pues, según me contó Mongrel, la guerra ya estaba terminando cuando llamaron a pelear a su dueño, pero él tuvo miedo de ir a pelear, porque era muy joven, y se escondió, unas veces en la casa de parientes y otras veces en los bosques, en cabañas de leñadores, o de pastores. Esos humanos que andaban así escapados, sólo salían de noche a pasear, para hacer ejercicio, y era en esos momentos cuando Mongrel sentía el olor de su patrón.
-¿Y teniendo las patas tan ligeras, como él decía, cómo es que
nunca llegaba a tiempo para verlo? -interrumpió María.
-¡Ah! Me olvidaba de contarte lo principal -dijo Labrador: Cuando su dueño se escondió, se habló de matar a Mongrel, porque los padres del joven temían que Mongrel lo delataría; pues parece ser que los cazadores que buscan a esos fugitivos también nos usan a nosotros, la raza perruna, para dar con su paradero. Porque no se si sabes que los seres humanos no tienen olfato, y no pueden olor nada que no esté debajo de sus narices. Pues bien: El joven patrón de Mongrel, no dejó que lo mataran, y aconsejó a sus padres que lo vendieran, y así fue hecho. Mongrel nunca pudo entender porque lo habían vendido. El pensaba
que había hecho algo malo, y todos los días regresaba a casa para ver si lo perdonaban. Los padres del joven le daban algo de comer y después mandaban marchar, y el pobre de Mongrel, al regresa a la casa de su nuevo dueño, era recibido a palos, por abandonar su trabajo. Así aguantó Mongrel aquel castigo por un tiempo. Cansado aguantar a su nuevo dueño, un día también él se escapó y dedicó todo su tiempo a buscar a su patrón. Y la razón, por la cual Mongrel no daba con él, se debía a que esos escapados se untaban con ajos y cebollas y cosas de fuertes olores, precisamente para que los perros, de lo hombres que andaban a su caza, no dieran con ellos. Esa era la razón por la que Mongrel no podía encontrar a su dueño.
¿Y cómo lo encontró, entonces? -preguntó María.
-Parece ser que, como la guerra terminó hace tiempo, hubo un
perdón para esos escapados, y el dueño de Mongrel pudo regresar a
casa. Entonces le devolvieron el dinero al hombre que había comprado
a Mongrel, que quedó muy contento, porque total Mongrel ya no le
servía de nada. Y lo primero que hizo su dueño fue 11evarlo al médico para perros, que le dio una comida que lo rejuveneció de la noche a la mañana. Después lo llevó al peluquero para perros, y le cortaron el pelo y lo bañaron. Es el corte de pelo y la limpieza, lo que lo hace más joven. Aunque yo creo que realmente lo que le devolvió la vida es la felicidad. Ahora tiene amor -terminó diciendo Labrador.
-¡Qué alegría! Quién me diera a mí volver a ver a mi amigo. Pero ese se murió en la guerra de seguro -dijo María como si soñara.
-A Mongre1 le caían las lágrimas cuando me contaba esta parte
-dijo Labrador.

Vino a sacarlos de aquella conversación un grito en el corral. Era el patrón de Labrador y de Cuco, que se había levantado de dormir la siesta y estaba en el corral poniéndoles el yugo a los bueyes. Uno de los bueyes había puesto en práctica, una vez más, el truco que les había enseñado el burro, y el hombre, cansado de aquel comportamiento, se había enfadado y, hecho una furia le había dado unos palos al buey.
Ese es mi patrón -dijo Labrador.
-Y mío también -se apuró a decir Cuco.
-Pues mal día has elegido para venir Cuco. Ese hombre está de
un temperamento terrible.
-¡Ay pobre de mi! Tú no sabes lo malo que es, cuando se pone
así -dijo el caballo- que a falta de dientes, batía las mandíbulas, haciéndolas sonar como castañuelas rotas.
-¿No hay por aquí otra puerta para escapar? -preguntó María,
visiblemente asustada.
-Me temo que no, pero no te preocupes que yo sé como calmarlo. Le encanta que le alcance las botas. Se las llevaré y eso lo calmará un poco y se marchará sin venir al establo.
-Demasiado tarde, Labrador. Ya viene para aquí -dijo María
-¡Esconderme, esconderme en algún sitio! -pedía Cuco, sin saber
que hacer con su cuerpo. Y viendo un hueco en la pared, que en un
tiempo había sido una ventana, metió allí la cabeza y dijo: Aquí
no me verá.

El hombre entró en el establo, dándole un empujón a la puerta que casi la hace saltar de las bisagras. La puerta pegó contra la paré y rebotó contra el hombre otra vez, y aquello aún lo enfadó más. Con voz furiosa el hombre comentaba, refiriéndose a los bueyes:
-Les voy a dar yo trucos a esos cabezotas.

A Labrador le cayeron las botas de la boca al suelo, con el susto que le metió el ruido de la puerta y, lo mismo que el caballo, batía
los dientes, que los del si que sonaban como verdaderas castañuelas
Cuco, con la cabeza en el agujero, y sacudiéndose de miedo, decía
En voz baja:
-Menos mal que aquí no me ve.

María ya había volado a una viga del techo, y desde allí le
estaba tomando medidas al hueco de la puerta, para salir como una
cha. Pero el hombre reconoció a Cuco y exclamó:
-¡Pero si es Cuco! Al fin has decidido volver a casa, Cuco.
Déjame que te vea.

Cuco arrancó su cabeza del agujero y, con ojos muy grandes y asustados, miró a su patrón, pero no vio más que un bulto borroso, porque las lágrimas le impedía ver claro. Su patrón lo abrazó por el hocico y le dio besos en la cara, dejando así a todos en una confusión.
-¡Al fin has decidido volver a casa! ¿eh amigo? Te estás poniendo muy viejo -le decía su patrón, sin parar de acariciarlo.

Cuco no entendía aquella confusión, o aquel cambio brusco de su patrón, de estar tan enfadado en un momento a estar tan amable en otro instante. El hombre fue a la casa y vino con una mano llena de azúcar.
Mientras tanto, los tres amigos, sin poder salir de su confusión,
comentaban la situación.
-Yo creo que tu patrón pensó que tú eras feliz en las colinas,
Cuco, y que no querías volver a casa -le dijo María.
-Eso entiendo yo -dijo Labrador.
-Parece todo un mal entendido -dijo María.

Dándose cuenta del mal entendido, y mientras su dueño le hablaba y lo agasajaba con el azúcar, Cuco lloraba en silencio, porque le daba vergüenza llorar delante de su dueño; pero, por evitar el llanto, su cuerpo se sacudía como en un ataque de nervios, y por mucho que quiso disimular su alegría, unas lágrimas, grandes como pompas de jabón, le cayeron de sus grandes ojos y le fueron a parar a los zuecos de su patrón, que le quedaron como si hubiera metido los pies en el río.

-Labrador -le dijo el hombre al perro- quiero que cuides a Cuco, ahora que regresó a casa, para que no se marchará monte. Labrador, dándole al rabo, le hizo entender a su patrón que así lo haría. En aquel momento el hombre miró al techo, y viendo a María, dijo: Yo conozco a esa urraca. Una vez me robó una espiga.

María quedó avergonzadísima y se puso muy colorada. Era la primera vez, en su larga vida, que le llamaban ladrona, así a la cara. No pudo contestar ni decir palabra, aunque ella sabe hablar la lengua de los humanos. Pero el hombre le dijo, como si notara, que María se sentía ofendida: Es una broma. Coge cuantas quieras, que hay para todos.

Y diciendo lo cual, el hombre se marchó al corral. Arrepentido
de su comportamiento, les pidió disculpas a los bueyes, dándoles unas cuantas palmadas en el lomo. Pero al mismo tiempo les dijo, con voz firme: "No más bromas conmigo ¿eh?
-Bueno, tenías tú razón, Cuco. Vaya un buen ser humano que es tú patrón! dijo María- como sin poder dar crédito a lo que allí acababa de suceder.
Y Cuco dijo: Yo pensando que me había abandonado, y él pensando que yo no quería volver. ¡Si seré tonto! Eso me está bien por no haber aprendido la lengua de los humanos, como María.
-Bueno, Cuco, déjate de lloriqueos y echemos una carrera por las fincas, como en los viejos tiempos -le dijo Labrador.
-¡Si, si, hagamos eso! -relinchó el caballo.

Los dos amigos salieron corriendo del establo, como si en aquel momento ignoraran a su gran amiga María; pues se olvidaron de despedirse, y se largaron a los cuatro pies por una finca que estaba al lado del corral. La dicha finca se extendía hacia el valle, y por ser terreno inclinado, y porque cuesta abajo todos los santos ayudan, Cuco cogió una velocidad que sorprendió a María, y no menos a Labrador que, en un momento, tuvo que salir de su paso, o el caballo lo hubiera atropellaba. Le dio la risa a María, al verlos tan contentos, que parecían niños jugando. Y lo que le pareció más gracioso fue aquel esfuerzo de Cuco, por ganarle a correr a Labrador; pues como Cuco era blanco y estaba tan flaco, al correr con tanto esfuerzo, parecía un esqueleto bailando, y a María se echó a reír. Pero de pronto, María se dio cuenta que se había quedado sola. Su primo se había marchado, Dios sabe a donde. El caballo había encontrado su felicidad, volviendo a casa de su dueño; y Mongrel, el perro loco, también había encontrado a su dueño y era feliz.
-Parece como si todo estuviera llegando a su fin –murmuró María.

La pobre de María _me aclaró la abuela a este punto- no se dio cuenta que su estado de ánimo se debía a la alegría por ver el final feliz de Cuco y de Mongrel, mezclado con la pena por la pérdida de su
primo Cuervo. Así que, un poco cansada, más mentalmente que físicamente, después de mucho cavilar, se fue a su casa, donde la esperaba una gran sorpresa. Su casa estaba lo que se dice patas arriba, como si los ladrones le anduvieran revolviendo todo. María echó un grito de horror, diciendo: ¡Esto era lo único que me faltaba! Pero pronto vio venir a Mazarico con una viga de madera en el pico, que arrumbaba más que su cuerpo.
-¿Eres tú, Mazarico el que hizo esto? Me creí que habían estado aquí los ladrones -le dijo María, mostrando un gran alivio.
-¿Y qué iban a robar aquí los ladrones, María? Toda esa
quinquillada que tú guardas, no vale para nada. Son trastos viejos
que tiran los humanos, porque ya no les sirve a ellos para nada -le dijo el pájaro carpintero, sin darle ninguna importancia a las cosas que María guardaba como si fueran tesoros.
-Algunas de esas cosas son de mucho valor, Mazarico. Ya ves como brillan.
-No todo lo que brilla es oro, María -le contestó Mazarico.
-¿Y cómo has elegido un día como hoy para hacer este trabajo?
-le preguntó María.
-¿Luego, qué tiene este día? ¿No es un día como otro cualquiera?
-Tienes razón, que es un día como otro cualquiera. Pero hoy
pasaron muchas cosas y me siento aburrida. Tengo ganas de tirarme
en cama y nada más.
-Estás aburrida porque no das golpe, María. Si tuvieras tantas
cosas que hacer como yo, no te quedaría tiempo para aburrirte. ¡Venga! Dame un pico con esta madera -le ordenó el pájaro carpintero con mucha disposición.

María le ayudó a poner la viga de pié y, los dos empujando, enderezaron la parte del techo que estaba torcida hacia abajo. Hecho lo cual, Mazarico le dijo:
-Ahora vete a dar una vueltita por ahí, que yo no quiero estorbos cuando trabajo. Vuelve a la caída del sol, y ya verás que no te vas a dar cuenta de que yo estuve por aquí.

Se marchó María, hablando sola: Si trabajara tanto como tiene pico, si que le hubiera creído; pero ese revoltijo que hizo no lo termina ni en una semana. Y justo tiene que venir hoy, cuando hubiera preferido tirarse en cama y olvidarme de todo. En su paseo voló sobre valles y colinas, mientras meditada. Después se acercó hasta donde había estado la Roca del Pastor y allí se sentó en una piedra y se puso a recordar. Por su cabeza fueron desfilando los días felices que había pasado en aquel sitio con su amigo, el joven humano, aquel ser tan cariñoso que en una ocasión le había salvado la vida. Ahora ya todo se había perdido. Los humanos habían destruido aquella roca, la habían hecho añicos, y los añicos los habían esparcido por el camino. Y también habían cortado los árboles, los que daban más castañas, y que alimentaban a muchos cuervos, urracas, ardillas y otros animalitos. Su amigo había marchado a la guerra y por allá habría muerto, Dios sabe en que circunstancias. Se puso María muy romántica pensando en esas cosas y, aprovechado aquella soledad, dejó escapar un llanto que le pesaba en el peche desde hacía mucho tiempo. Pero le hizo tanto bien el llorar, que de pronto se sintió feliz otra vez, como si se hubiera sacado una carga de encima. Los pensamientos tristes, que por un tiempito le habían inundado el corazón, de pronto se convirtieron en una esperanza; entonces dijo, hablando consigo misma:
-Creo que va a pasar algo en mi viva, si; pero no será para mal.

Con aquellos pensamientos, María no se dio cuenta que ya estaba anocheciendo, y como siempre había sido un poco miedosa de la oscuridad, se fue a casa volando. Mazarico había terminado el trabajo, y había puesto cada cosa en su sitio, tal como estaban anteriormente; y allí no quedaba ni una viruta ni una señal de aserrín. Si no fuese por la viga que estaba ahora aguantando el techo, nadie diría que había estado allí un carpintero. María no podía dar crédito a sus ojos; pues parecía imposible que Mazarico pudiera haber hecho aquel trabajo en tan poco tiempo, dejando todo tan prolijo, considerando como son los seres masculinos de desorganizados.
-¡Bueno! No se puede negar que ese Mazarico sabe su oficio –dijo-
contenta. Y cansada de un día de tanto ajetreo se metió en cama. Pero antes de dormir pensó: Cuando mañana le cuente a mi amiga La Abuela de las Cabras todas las cosas que me pasaron estos días, no se lo va a creer.


EL PÁJARO Y LA MÚSICA


Llegó el otoño, la caída de la hoja, la lluvia y el frío. Hacía semanas que los días no valían para echar el ganado al campo. Por lo tanto no había visto a la abuela en todo ese tiempo. Uno de esos días, a la tardecita, vino a verme el abuelo del chuzo, a darme la noticia de que la abuela estaba enferma y que quería verme. Apuré los trabajos que me habían mandado, menudencias que siempre había que hacer a las tardes alrededor de casa, y después fuimos a ver a la abuela. El abuelo no traía el burro, y a mi pregunta me contestó con su fino sarcasmo:
-Sabía que vendrías conmigo, Manuel, entonces no se precisan tantos burros.

Estaba cuidando a la abuela una mujer joven, muy bonita y simpática. Cuando el abuelo me la presentó, diciéndome que era hija de la abuela, creí que se trataba de una de sus bromas. Porque la abuela nunca me había dicho que tenía una hija. Después de una charla con la mujer, pasé a la habitación de la abuela. El abuelo quedó en la cocina tomando café, fumando y contándole mentiras a la con la mujer. Porque aquel abuelo no contaba más que embustes. Se alegró mucho la abuela de verme. Me pidió que me sentara en la cama, a su lado, y ella me cogió la mano y me la retuvo por un largo tiempo. Su mano me estremeció, pues la noté muy fría. Pero pronto entró en calor al contacto con la mía, porque yo había calentado las manos en el fuego al llegar. La abuela, acostada en su cama tan limpia, me pareció muy blanca y más pequeña que de lo que era.
-Te agradezco que me hayas venido a ver Manuel. ¡Tengo tantas cosas que contarte! Y el tiempo es poco.
-Usted no parece estar muy bien de esta vuelta, abuela –le dije, con me infantil sinceridad.
-Soy una velita que se apaga, Manuel. Pero no me duele nada, gracias a Dios. Me siento muy cansada, eso sí.
-Abuela, usted nunca me ha dicho que tenía una hija.
-Pensé que lo sabías.
-No, abuela. Ni usted ni el abuelo del chuzo, ni nadie me lo han dicho.
-Pues ya ves, tengo una hija y es como si no la tuviera. Se casó y vive en la ciudad. ¿Y sabes qué? Quieren que venda las cabras y me vaya a vivir con ellos a la ciudad. Deben de estar locos ¿verdad, Manuel? Vender mis hijitas y dejar esta casa, y cambiar las colinas por bosques de piedra. Antes muerta. Después de aquella explicación, la abuela me preguntó si ya tenía planes para el futuro.
-Tengo, abuela -le dije.
-Pues no me los cuentes, que ya los sé. Sólo quería confirmarlo.
-¿Cómo los va a saber, abuela, si yo nunca le conté mis planes?
-Piensas ir a la América, cuando seas mayor, y hacer mucho dinero. Y cuando vuelvas piensas hacer una casa, comprar un caballo y un perro. Eso será lo primero... y nada de ovejas.
-Abuela, y después no quiere que le llamen bruja. ¿Cómo sabe usted eso?
-Lo sé por una historia que te voy a contar, de un jovencito que tenía tus mismas ideas: él era tu espejo –me aclaró la abuela, y con voz más débil que de costumbre, pero más dulce, me empezó a contar, muy despacio, la última de sus historias. Durante todos esos años que yo anduve por esas colinas, conocí a muchos pastores. Unos que les gustaba mi compañía y mis historias, y otros que preferían sus propios juegos y que rara vez perdían el tiempo conmigo. Pero, en un tiempo, hace muchos años, no sé cuantos, conocí a un chaval que era igual que tú, y que nos hicimos muy amigos. A él, como a ti, le gustaban mis historias. Nunca te lo mencioné pero, a veces, hablando contigo, me parecía que estaba hablando con él.
-¿y dónde va ese niño, abuela, porque yo nunca lo he visto. ¿Verdad que no?
-Claro que no lo has visto. Ya te dije que eso fue hace muchos años. El, como tú, soñaba con ir a la América, y con hacer mucho dinero y...
-¿Y se fue para la América ¿verdad, abuela?
-Déjame que te cuente -me dijo la abuela- y, haciendo una pausa, se echó a reír, una risa como una niña, y después continuó.
Yo debo decir que, de alguna forma, tú eres mejor chaval que aquél. Eres muy parecido, pero en un par de cosas eres muy diferente. El era más travieso que tú, y era mucha la gente que le tenían rabia; porque ciertamente, aquel muchacho era el pillo mas travieso que jamás se haya conoció por esta zona. Las amas de casa lo perseguían para estirarle las orejas, por todas las picardías que les hacía. Los dueños de las huertas le darían unos buenos coscorrones, si le pudieran poner las manos encima. Porque, no solamente robaba la fruta, que también les rompía las ramas de los árboles y hacía agujeros en las cercas. Pero nadie tuvo el gusto de pillarlo, porque él era más astuto que un zorro y más ligero que una liebre. Y ya ves, al mismo tiempo, esas gentes admiraban las cualidades del muchacho, especialmente su don para la música. Al muchacho le gustaba mucho el trabajo de pastor, porque las colinas eran su mundo. En su casa tenían vacas, y sólo un par de ovejas. Su padre siempre decía que mandaba las vacas al monte para que cuidaran del chaval y no el chaval de las vacas. Decía aquello el padre porque el chaval era un mal pastor, aunque sus vacas bien contentas estaban con él. El era muy amante de los pájaros y se pasaba el tiempo a buscar nidos, y mientras tanto sus vacas bajaban al valle y se llenaban la panza con las cosechas.
El muchacho sabía el comportamiento de los pájaros mejor que yo. Creo que no habría un pájaro en el bosque al que él no le encontrara su nido. Los pájaros le tenían miedo, como es el caso; pues, aunque su intención no era la de 1astimarlos, algunas veces los pájaros terminaban muerto en sus manos. Porque una cosa que no saben los chavales, es que los pajaritos se pueden morir simplemente de miedo. Muchas veces le tengo yo reñido por coger los pollitos de los nidos. Pero, las aves lo fascinaban y él no podía evitar el coger los pajarillos.
Por lo regular, chicos traviesos suelen ser inteligentes, que ­también tú lo eres -dijo la abuela- y siguió contando: Ciertamente él era dotado para la música. Cuando andaba sólo por los bosques densos de castaños y robles, esos que ahora han cortado, se entretenía tocando su flauta, que él mismo las hacía de cañas. Entonces, la gente que andaba haciendo sus trabajos por los valles, no podían dejar pasar desapercibida la música de su flauta y, haciendo una pausa en su trabajo, se paraban fascinados a escuchar aquella música que, como un encanto, manaba de los bosques. Así, mientras los labradores, araban sus tierras, regaban sus prados, o segaban la hierba, muchas veces eran alegrados por aquella maravillosa música. Entonces comentaban:
-Ahí anda el Pillete. ¡Qué bien que toca ese Pillete! Lástima que sea tan travieso.
Pero el chico vivía en un mundo diferente a los demás, un mundo que él se había creado; así que no le importaba lo que la gente pensara o dejara de pensar. Su mundo era su flauta, los pájaros, las ardillas, los conejos, y otros animalitos de los bosques. El sabía sus costumbres y con ellos convivía. Creo que los únicos animales que no le interesaban, era sus vacas y sus ovejas. Pero sus animales, estaban muy conformes con su pastor, porque, como te decía, mientras él se entretenía con los otros animalitos, su hacienda se largaban al valle a llenarse la barriga. Esa era otra de las razones por las que los labradores le tenían rabia al muchacho. Una de las cosas que más le gustaba, por eso digo que se parecía tanto a ti, era sentarse en la Roca del Pastor, y desde allí observar lo que pasaba por el valle. Le encantaba contemplar el arroyo saltando de piedra en piedra, esconderse aquí y allí y volver a aparecer en otro lado como un niño que juega al escondite; que así es como ve las cosas los niños que tienen buena imaginación. También le vustaba gritar desde la altura de la Roca del Pastor y oír el eco contestar desde el otro lado del valle.
-A mí me gustaba mucho hacer ese juego, abuela. Pero ahora, desde que arrancaron la roca, el eco no contesta.
-Por eso te digo que él era igual que tú.
Como tú decías, el campo observado desde aquella altura, parecía más bonito ¿Verdad que sí? Él no sabía porque le gustaban tanto aquellos lugares, pero su espíritu se lo decía. En su interior sentía la sensación profunda de esa belleza que sólo con la madurez se puede explicar. Años mas tarde, ya lejos del hogar, ¡cómo recordó aquella roca y esas colinas! Pues en esos lugares había pasado los días más encantadores de su vida.
Por aquellos tiempos también venía por las colinas una niña pastora, que cuidaba de un par de cabras... ¿o eran ovejas? No me acuerdo de eso. La niña era de una familia muy pobre, y la mayoría del tiempo andaba descalza, con ropitas rachadas. Pero, cualquier cosa que se ponía, a ella le caía muy bien, porque tenía un cuerpo muy gracioso. El muchacho adoraba a la niña aquella. Si la niña andaba por allí, el muchacho ya no me hacía caso ninguno. Yo debo admitir que me sentía celosa, en muchas ocasiones, porque yo quería mucho al chaval. Pero, al mismo tiempo, era tan bonito mirar como ellos se divertían con esos juegos de niños; esos juegos que parecen no tener significado, pero que más tarde en la vida, se recuerdan como las más agradables memorias. A veces me hacían reír, porque, a pesar de su tierna edad, hacían planes para el futuro, como si fueran personas mayores: esos sueños y castillos en el aire, que rara vez llegan a realizarse, pero que es tan bonito soñarlos. Y aquí viene lo de América:
El chaval no podía comprender porque los labradores se enfadaban tanto, si sus animales les comían unos bocados de sus cosechas; y tampoco entendía, estando las huertas llenas de fruta como estaban, por qué les parecía tan mal que él cogiese una que otra pera o manzana para comérsela. Por eso le decía a la niña:
-Tan pronto yo sea mayor de edad, me marcharé a la América y ganaré mucho dinero. Cuando vuelva nos casaremos y compraremos una casa con huerta y muchos árboles frutales; y tendremos perros y caballos... y bueyes y vacas... pero no ovejas. Ya verás que envidia nos tendrán esos miserable labradores, que lo único que piensan es estirarte las orejas por una poca de fruta que les pilles. Y la niña tomaba aquellos planes muy en serio.
En una ocasión sucedió algo que cambió la vida de nuestro amiguito. Una cosa sencilla y sin importancia, en aquel momento, pero que tendría grandes repercusiones en el futuro de aquel chaval. Era una mañana de niebla, cosa que el muchacho más odiaba, porque se sentía como encerrado, al no poder mirar lejos. Pues aquella mañana de niebla se sentó en la Roca del Pastor y se puso a tocar su flauta, porque la música le ayudaba a romper aquella sensación de claustrofobia. De pronto oyó un pájaro quejarse entre la maleza, justo allí cerca de la roca. Era una urraca de esas blancas y negras, que les llaman Marías. Bajó a cazarla, que no le fue difícil, pues el pájaro estaba herido. Dándose cuenta de que estaba malherido, le dio mucha pena; porque el pájaro parecía estar agonizando de dolor, a punto de morirse.
En aquellos tiempos -me aclaró la abuela cambiando de tono­-la gente cuidaba a sus animales mejor que hoy; le tenían amor a los animales. Hoy día, si un animal rompe una pierna, 1o matan y ya está. Pero en mis tiempos aún se trataba de salvar la vida de una gallina. Verás porque te digo esto. El muchacho había visto como su madre, en una ocasión, había escayolado la pata de una gallina, y la gallina había curado. Y el muchacho había quedado muy impresionado de aquel trabajo de su madre. Por eso, notando que el pájaro tenía una pata rota, se le acordó el trabajo de curandera que había hecho su madre, y el pájaro era la oportunidad de imitarla y saber si él podía hacer lo mismo. Lo primero que hizo fue llevar el pájaro al arroyo para que bebiera, y el pájaro bebió tanto que le salía el agua por las orejas: estaba, el pobre, muriéndose de sed. Después le dio migas de pan, que el pájaro comió afanosamente. A continuación le desinfectó la herida con unas hierbas que producen un jugo como leche -que la gente les llaman marcuriales, y que tienen poder curativo-. A continuación, con barro, y unas astillas que cortó de su flauta, y con mucho cuidado de que el hueso quedara en su sitio, le escayoló la pata y la ató con un cordón de uno de sus zuecos. Contento del trabajo que había hecho, se puso a tocar su flauta, notando con asombro, que al pájaro le gustaba la música. Aquello le hizo mucha gracia al muchacho; pues le pareció divertido la atención con que lo miraba el pájaro.
Bueno, se llevó el pájaro a casa, para mostrarle a su madre el trabajo que había hecho, y su madre se alegró de que, por fin, al chaval se le hubiera ocurrido hacer algo bueno. Hasta su padre lo felicitó por el trabajo que había hecho. Aquello fue una nueva experiencia para él, como si se despertara en su cabeza, o en su corazón, una nueva sensación de sentir la vida; como si empezara a comprender que no solamente en las travesuras hay placer, que también en las buenas acciones se puede encontrar la diversión y la alegría. Y fue aquel pájaro el que cambió la vida del chaval. Le hizo una jaula, no para tenerlo prisionero, sino para guardarlo de los peligros de afuera. Allí lo alimentó y pasó muchas horas hab1ándole, como si el pájaro lo entendiera. Y le tocaba la flauta, porque le parecía que al pájaro le gustaba la música. Y como estaba tanto tiempo con el pájaro se olvidaba de los trabajos que le mandaban hacer, y su madre se lo tenía que recordar muy a menudo, y lo llamaba constantemente:
-¡Camilo, camilo! ¿Ya te olvidaste de lo que te mandé?
-¿Se llamaba Camilo, abuela?
-Si, ese era su nombre. Y de tanto llamarlo Camilo, un día la urraca repitió, clarito como una persona: ¡Camilo, Camilo!
-¡Madre, madre! –Camilo llamó a su madre, con una loca excitación- el pájaro habla.
Entonces el pájaro también gritó: ¡Madre, madre, el pájaro habla! Aquello hizo reír a los dos, madre e hijo. Y desde aquel día la urraca aprendió a pronunciar muchas palabras, tantas que ya casi llevaba una conversación como un niño pequeño. Un día, viendo la madre del muchacho que el pájaro se desesperaba picando el vendaje, le dijo:
-El pájaro está sufriendo mucho. Si has hecho un buen trabajo, ahora ya estará curado, así que quítale el vendaje. El muchacho cortó el vendaje del pájaro, con gran emoción, pero poniendo mucho cuidado. El momento había llegado de comprobar si él había hecho, con el pájaro, un trabajo tan profesional como su madre con la gallina. En la patita del pájaro apenas quedaba la señal de una diminuta cicatriz. El pájaro caminaba sin cojear y la pierna estaba como nueva. Aquel bien que había hecho le causó un gran placer al chaval, placer que nunca había experimentando anteriormente.
Un día el padre del muchacho tuvo una conversación con él y le dijo que le tenía que dar la libertad al pájaro. ¿Qué bien le había hecho, con salvarle la vida, si después lo mantenía prisionero para siempre. Los pájaros –le explicó el padre- aman más la libertad que su propia Vida. El rapaz estaba enamorado del pájaro y le dolía perderlo. Pero entendió las razones de su padre y lo dejó marchar. Antes tuvo una larga conversación con él, dándole consejos para que se cuidara de los peligros que acechan a los pájaros.
-Ten especial cuidado de los zorros –le aconsejó- que los zorros se hacen los muertos para que las urracas se acerquen y después de un salto os pillan.
Después le abrió la jaula y le dijo adiós para siempre. El pájaro voló hasta el tejado, con mucha dificultad, porque estaba falto de ejercicio y porque había engordado mucho. Pero desde el tejado se echó hacia el valle planeando con mucha facilidad, dejando al chaval llorando de pena. Al día siguiente Camilo fue con el ganado para las colinas, subió a la Roca del Pastor y, como aún seguía muy triste, se puso a tocar la flauta, y la tristeza le hacía tocar mejor que nunca. Después de un buen rato tocando sintió un zumbido, y sin saber de donde apareció, la urraca se le bajó en un hombro y varias veces repitió con una voz casi humana: ¡Camilo! Bueno, todo el oro del mundo no hubiera hecho más feliz a un hombre que hizo aquel pájaro a Camilo.
Desde aquel día Camilo y el pájaro no se separaron más, excepto a la noche. Porque a la tardecita, verano o invierno, con lluvia, truenos, o nieve, el pájaro se marchaba a dormir al bosque. Camilo nunca llego a comprender porque hacía aquello, y nunca supo a donde iba a dormir. En las noches de tormenta, viento y frío, el muchacho, desde su cama caliente, se preguntaba dónde estaría durmiendo su pájaro. Al día siguiente le preguntaba dónde había dormido, y si no les tenía miedo a los truenos. Pero aquellos fueron secretos que el pájaro nunca le reveló.
Camilo dejó de ser llamado el pillete y le dieron en llamar el Rapaz del Pájaro. Porque a donde quiera que el rapaz iba también iba el pájaro posado en su hombro. Y no pasó mucho tiempo cuando el pájaro hablaba como un persona... Y hasta aprendió a imitar la flauta. Aquella cualidad de amaestrar pájaros, de la cual el muchacho presumía, aumentó el amor de la niña, que lo admiraba cada vez más. Pero yo estoy segura que si Camilo tuviese que elegir entre los dos, se quedaría con el pájaro.
Pasaron los años, seis o siete, que pasan más pronto de lo que uno piensa, y el muchacho se estaba haciendo un hombrecito, pues creció prematuramente, y el tiempo se le aproximaba de cumplir su sueño de marcharse a América y hacer mucho dinero. Pero, justo entonces, estalló la guerra, y todos los hombrecitos que podían cargar con un fusil al hombro, fueron llamados a pelear... pelear por algo que ellos ni siquiera entendían. Entre ellos marchó nuestro joven Camilo, que aún era más niño que hombre. Detrás dejaba aquel despreocupado mundo de su infancia, para entrar en otro que nunca había soñado. ¡Pues con qué diferente mundo tuvo que confrontarse! Nada de lo que se le presentaba, en su nueva experiencia, tenía comparación con aquella vida tan bonita que había pasado por esas colinas. En aquel mundo nuevo se encontró con noches de truenos, producidos por los grandes cañones, y las bombas que caían del cielo. Todo parecía un juego de niños; pero todo aquel juego terminaba en la muerte. ¡Qué brutal se había vuelto la vida! Todo el tiempo, bueno o malo, durmiendo en agujeros, a la intemperie, con la muerte por compañera. Nuestro amigo no murió. Una cosa que le dio fuerzas y esperanza, fue recordar los días de pastor en las colinas, y a su amiguita que lo estaría esperando... Pero, ante todo, lo que le dio más ánimos y más fuerzas, en los momentos de desvanecimiento fueron los recuerdos de aquel pájaro, que en noches de frío, con nieve o con lluvia se marchaba al bosque a dormir. Y el chaval, para entonces ya un hombre, se decía así mismo: “Si el pájaro pudo sobrellevar las intemperies, también podré yo. Aquellos pensamientos fueron los que lo alentaron y le dieron fuerzas para sobrevivir.
La guerra terminó, pero nuestro amigo, estando del lado que perdió -aunque él no lo había elegido- fue hecho prisionero y llevado a campos de concentración. Allí sufrió trabajos forzados, y siguió padeciendo durante muchos años, pues el castigo para los perdedores de las guerras, siempre fue muy duro. Pero el día llegó en que fue perdonado... ¿Perdonado de qué? Todavía era joven, cuando volvió a casa, pero el sufrimiento había grabado en su alma y su rostro lo que muchos años tardarían en conseguir. Volver a casa, especialmente en esas circunstancias, puede ser la mas dulce de todas las experiencias, por lo que la alegría de nuestro amigo, sobre pasó todo 1o imaginado. Pero, después de la alegría, se fue fijando en las cosas sencillas que 1o rodeaban, y empezó a despertar a una triste realidad. Por los caminos, donde antes él jugara, para entonces jugaban niños que él no reconocía.
Los amigos de su juventud no estaban. Unos eran los que no habían retornado; otros se habían marchado a otros lugares, tal vez a la América. Sus padres, que sufrieran el dolor de la mala fortuna de su hijo, entre otras calamidades y miserias que las guerras traen, estaban viejos. Las tierras estaban en ruinas, sin cosechas; y en la casa reinaba la pobreza. En sus rostros se podía ver que no les quedaba fuerzas para seguir luchando
La niña, aquella niña amorosa que Camilo tanto amaba, y para la que hacía tantos planes, estaba casada con niños. Ella tampoco lo había esperado. Entonces, con los años perdidos, sin fortuna, y los castillos de arena derrumbados, nuestro amigo fue atacado por una gran tristeza, y pensó que la vida le habla sido muy ingrata. Lo único que le quedaba era el escenario de su infancia, allá arriba en las colinas, donde había pasado momentos muy felices. Y se fue allí, para recordar y llorar a solas su mala fortuna. Pero aún allí se sintió defraudado, porque la Roca del Pastor había desaparecido, y el bosque de robles y castaños había sido talado. El valle estaba irreconocible, por el nuevo pantano que lo cubría. Desolado por la tristeza de no poder encontrar nada de su pasado, se sentó en una piedra, al lado del agujero que había quedado de la Roca del Pastor, cogió la cabeza entre sus manos y se echó a llorar. Lloró mucho hasta cansarse de llorar, un llanto que hacia mucho tiempo que tenia deseos de echar fuera de su alma. Ya aliviado de su tristeza, vio en el suelo una caña, un pedazo de caña que los hombres que volaran la roca habían usado para atacar los cartuchos de dinamita. Cogió la caña y, con su navaja, empezó a labrar en la caña, como aquel que no tiene nada que hacer y pasa el tiempo. Y, sin darse cuenta, había hecho un flauta, como las que hacia cuando era niño. Mirando el instrumento quedó maravillado, porque, en todos los años de su ausencia, nunca se le había acordado de hacer y tocar una flauta. Por lo que, mirando la perfección del instrumento, pensó:
-Yo no he hecho esta flauta. Fue aquel niño que era yo, y que todavía está adentro de mí.
Entonces, llevándose a sus labios la flauta, con la misma ansiedad que un niño hambriento llevaría el pecho de su madre a la boca, sopló y la flauta rompió, con su dulce armonía, la tristeza de aquel devastado paisaje. Se sintió nuestro amigo tan contento, en viendo que sabía tocar la flauta como cuando era niño, que siguió tocando y tocando sin cansarse de tocar. Las gentes que andaban por el valle, por las fincas y los prados, detuvieron su trabajo, y se pusieron atentos a escuchar aquella música que les era familiar.
-El chaval del pájaro está de vuelta! –gritaba- de aquella vez con el mayor de los buenos sentimientos, porque aquella música era como un mensaje de paz.
Los vecinos, aquellos que no se hablaban desde hacía tiempo, porque la guerra, con su odio, los había separado, se ofrecieron tabaco unos a los otros, como si para ellos la guerra terminar en aquel momento. A este punto la abuela se secó una lágrima que le caía de un ojo. Me acuerdo que era una sola lágrima, porque a mí me llamó la atención que la abuela pudiese llorara con un solo ojo. Tenía yo entonces pocos años, pero buena imaginación, precisamente porque las historias de la abuela me la habían despertado. Y pensé, si aquella niña de la historia, que la abuela mencionaba, no habría sido ella misma, y si el chaval habría sido alguien que ella había amado en su juventud. La abuela me quedó mirando, como si adivinara mis pensamientos, sacudió la cabeza, negativamente, sonrió y siguió con la historia.
-Aquí viene lo bueno, Manuel, lo que ni Camilo ni nadie en el mundo podría imaginarlo:
Estando nuestro amigo, así tocando la flauta, vio venir una urraca en su dirección, y cuando se le bajó en el hombro, Camilo le preguntó, con esa sencillez que a veces produce la alegría:
-¿Cómo estás, María, después de todo este tiempo?
-Estoy bien, amigo. Voy vieja, pero estoy bien -le contestó la urraca.
Yo quise hacerle algunas preguntas a la abuela: si las urracas pueden vivir tantos años, y si pueden razonan así, pero ella cerró los ojos y se quedó dormida.

FIN

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